Sinopsis: El comerciante y la puerta del alquimista es un relato de Ted Chiang, publicado en 2007 y ganador en 2008 de los premios Hugo y Nebula. Ambientado en el Bagdad medieval, narra la historia de Fuwaad ibn Abbas, un comerciante que, movido por la curiosidad, descubre una tienda con artefactos sorprendentes. El dueño de la tienda, el alquimista Bashaarat, le muestra una puerta capaz de transportar a quien la cruce veinte años en el tiempo. A través de relatos dentro del relato, Fuwaad aprende sobre el destino, la inevitabilidad del pasado y el poder del arrepentimiento.

El comerciante y la puerta del alquimista
Ted Chiang
(Relato completo)
Oh, poderoso califa y líder de los fieles, me humillo ante el esplendor de tu presencia; un hombre no puede esperar mayor bendición mientras camine por este mundo. La historia que tengo que contar es verdaderamente extraña, y si hubiese de tatuarse en su totalidad en el rabillo de nuestro ojo, el prodigio de su ejecución no excedería al de los acontecimientos relatados, puesto que es una advertencia para todo aquel susceptible de ser advertido y una lección para todo aquel susceptible de aprender de ella.
Me llamo Fuwaad ibn Abbas, y nací aquí en Bagdad, Ciudad de la Paz. Mi padre era comerciante de grano, pero durante la mayor parte de mi vida he trabajado como proveedor de tejidos de calidad, comerciando con seda de Damasco, lino de Egipto y bufandas de Marruecos brocadas en oro. El negocio era próspero, pero tenía yo un corazón inquieto, y ni la acumulación de lujos ni la donación de limosnas lo calmaba. Ahora me presento ante ti sin un solo dírham en el monedero, pero estoy en paz.
Alá es el principio de todas las cosas, pero, con el permiso de Su Majestad, comienzo mi historia por el día en que di un paseo por el distrito de los herreros. Necesitaba comprar un regalo para un hombre con el que tenía que hacer negocios, y me habían dicho que sabría apreciar una bandeja de plata. Después de trastear durante media hora, me di cuenta de que una de las tiendas más grandes del mercado había cambiado de propietario. Era un puesto bien situado que debía de haber sido costoso adquirir, así que entré a examinar su mercancía.

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Exhalación
Ted Chiang
Jamás había visto una selección de artículos tan asombrosa. Cerca de la entrada había un astrolabio equipado con siete discos con incrustaciones de plata, un reloj de agua que daba la hora y un ruiseñor de latón que trinaba cuando soplaba el viento. En el interior había mecanismos incluso más ingeniosos, y los estaba observando atentamente como un niño observa a un malabarista cuando un anciano hizo su aparición desde una puerta al fondo.
—Bienvenido a mi humilde tienda, señor mío —dijo—. Me llamo Bashaarat. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Tiene usted unos artículos extraordinarios a la venta. Yo trato con comerciantes de todas partes del mundo, y sin embargo no había visto nunca algo semejante. ¿Dónde, si puedo preguntar, adquiere usted su mercancía?
—Le agradezco sus amables palabras. Todo lo que ve se ha fabricado en mi taller; o bien lo he hecho yo o bien mis ayudantes bajo mi supervisión.
Me impresionó que aquel hombre pudiera estar versado en tal variedad de artes. Le pregunté por los diferentes instrumentos de su tienda y lo escuché disertar con erudición sobre astrología, matemáticas, geomancia y medicina. Estuvimos hablando durante más de una hora, y mi fascinación y mi respeto florecieron como una planta entibiada por el amanecer, hasta que mencionó sus experimentos de alquimia.
—¿Alquimia? —dije. Esto me sorprendió, porque no parecía de los que hacen declaraciones tan rotundas—. ¿Quiere decir que es capaz de convertir un metal en oro?
—Puedo, mi señor, pero eso no es, de hecho, a lo que la mayoría aspira en el ejercicio de la alquimia.
—¿A qué aspira la mayoría en la alquimia, entonces?
—Se aspira a encontrar una forma de obtener oro más barata que la excavación minera. La alquimia describe, sí, medios para crear oro, pero el procedimiento es tan arduo que, por comparación, excavar bajo una montaña es tan fácil como arrancar melocotones de un árbol.
Sonreí.
—Una respuesta inteligente. Nadie podrá negar que es usted un hombre docto, pero yo sé que no conviene dar crédito a la alquimia.
Bashaarat me miró y sopesó la situación.
—Hace poco he construido algo que quizá lo haga cambiar de opinión. Sería usted la primera persona a quien se lo enseño. ¿Le apetecería verlo?
—Sería todo un placer.
—Por favor, sígame.
Me condujo a través de una puerta en la trastienda. La siguiente sala era un taller decorado con aparatos cuya función me fue imposible adivinar —barras de metal envueltas en una cantidad de hilo de cobre que podría extenderse hasta el horizonte, espejos engastados en una losa circular de granito flotando sobre mercurio—, pero Bashaarat pasó de largo sin mirarlos siquiera.
Lo que hizo fue llevarme hasta un pedestal macizo que me llegaba a la altura del pecho sobre el que se sostenía en vertical un robusto aro metálico. La abertura del aro era de una anchura de dos palmos, y el borde tan grueso que pondría en un aprieto al más forzudo si tratase de levantarlo. El metal era negro como la noche, pero estaba tan pulido que, de haber sido de otro color, podría haber hecho las veces de espejo. Bashaarat me invitó a ponerme delante de manera que viese el aro de perfil, mientras él se colocaba junto a la abertura.
—Por favor, observe —dijo.
Bashaarat metió un brazo a través del aro desde el lado derecho, pero el extremo no apareció por la parte izquierda. En lugar de eso, fue como si se lo hubieran cortado a la altura del codo; agitó el muñón arriba y abajo y entonces sacó el brazo intacto.
No me esperaba ver a un hombre tan docto realizando un truco de ilusionista, pero estaba bien resuelto, así que aplaudí cortésmente.
—Ahora espere un momento —dijo dando un paso atrás.
Esperé, y he aquí que un brazo surgió del aro por el lado izquierdo, sin un cuerpo que lo sostuviese. La manga coincidía con la túnica de Bashaarat. El brazo se agitó arriba y abajo y luego desapareció por el hueco del aro.
El primer truco se me antojó una pamema ingeniosa, pero este otro parecía muy superior, porque el pedestal y el aro eran claramente demasiado estrechos como para ocultar a una persona.
—¡Muy ingenioso! —exclamé.
—Gracias, pero no se trata de mera prestidigitación. El lado derecho del aro le lleva algunos segundos de ventaja al lado izquierdo. Pasar a través del aro supone cruzar ese lapso en un instante.
—No comprendo —dije.
—Deje que repita la demostración.
De nuevo metió un brazo por el aro, y el brazo desapareció. Sonrió y tiró adelante y atrás como si jugase a estirar la soga. Luego sacó el brazo otra vez y me ofreció la mano con la palma abierta. Sostenía un anillo que reconocí.
—¡Ése es mi anillo! —Me inspeccioné la mano y vi que seguía teniendo el anillo en el dedo—. Ha hecho aparecer una réplica.
—No, en realidad, ése es su anillo. Espere.
De nuevo, un brazo apareció estirándose por el lado izquierdo. Deseando descubrir el mecanismo del truco, me apresuré a agarrarlo por la mano. No era una mano falsa sino un apéndice caliente y vivo como el mío. Tiré de la mano y la mano tiró de mí. Entonces, hábil como la de un carterista, la mano hizo deslizarse mi anillo por el dedo y el brazo se retiró por el aro desvaneciéndose por completo.
—¡El anillo ha desaparecido! —exclamé.
—No, mi señor —dijo él—. Su anillo está aquí. —Y me dio el anillo que sostenía en la mano—. Perdóneme el jueguecito.
Me lo volví a poner en el dedo.
—El anillo lo tenía usted antes de que desapareciera de mi mano.
En ese momento un brazo apareció esta vez por el lado derecho del aro.
—¿Qué es esto? —exclamé. De nuevo lo reconocí como suyo por la manga antes de que se retirase, pero no había visto que lo metiese antes.
—Recuerde —dijo—, el lado derecho va por delante del izquierdo.
Y se acercó al lado izquierdo del aro, metió el brazo a través y de nuevo desapareció.
Sin duda Su Majestad ya lo habrá captado, pero yo no lo entendí hasta entonces: lo que quiera que sucediese en el lado derecho del aro era complementado, unos segundos después, por un acontecimiento en el lado izquierdo.
—¿Se trata de brujería? —pregunté.
—No, mi señor, nunca me he encontrado con un djinn, y si se diera el caso no confiaría en que obedeciese mis órdenes. Esto es una forma de alquimia.
Me dio una explicación, me habló de su búsqueda de diminutos poros en la piel de la realidad, como los agujeros que excavan los gusanos en la madera, y de cómo después de encontrar uno fue capaz de expandirlo y ensancharlo igual que un soplador de vidrio convierte un pegote de cristal fundido en un largo tubo, y de cómo luego dejó que el tiempo fluyese como agua por una de las embocaduras mientras que solidificaba la otra como jarabe. Confieso que no comprendí del todo sus palabras y que no puedo atestiguar su veracidad. Lo único que pude decir en respuesta fue:
—Ha creado usted algo verdaderamente asombroso.
—Gracias —dijo él—, pero esto no es más que un simple preludio de lo que quería enseñarle.
Me invitó a seguirlo hasta otra habitación, más al fondo. Allí había colocada en el centro una puerta circular con un enorme marco hecho del mismo metal negro y pulido.
—Lo que le he enseñado era una Puerta de Segundos. Ésta es una Puerta de Años. Los dos lados de la puerta están separados por un intervalo de veinte años.
Confieso que no entendí su comentario de inmediato. Me lo imaginé metiendo el brazo por el lado derecho y esperando veinte años hasta que emergiera del lado izquierdo, y se me antojó un truco de magia muy enrevesado. Algo así dije, y él se echó a reír.
—Ése sería un posible uso, pero plantéese qué sucedería si atravesara la puerta. —Delante del lado derecho, me hizo un gesto para que me acercase, y entonces señaló a través de la puerta—. Mire.
Miré y vi que al otro lado de la habitación parecía haber alfombras y cojines distintos de los que había visto al entrar. Moví la cabeza de lado a lado y me di cuenta de que cuando miraba a través de la puerta estaba viendo una habitación distinta a aquella en la que me encontraba.
—Está usted viendo la habitación dentro de veinte años —dijo Bashaarat.
Me quedé estupefacto, como le pasaría a cualquiera ante un espejismo de agua en el desierto, pero la visión persistía.
—¿Y dice usted que podría atravesarla? —le pregunté.
—Podría. Y con ese paso visitaría usted el Bagdad de dentro de veinte años. Podría buscar a una versión más vieja de usted mismo y sostener una conversación. Después, podría atravesar de nuevo la Puerta de Años y volver al día de hoy.
Al oír las palabras de Bashaarat sentí una especie de vértigo.
—¿Usted lo ha hecho? —le pregunté—. ¿Usted la ha atravesado?
—Pues sí, y también numerosos clientes míos.
—Antes dijo usted que yo era el primero a quien le enseñaba esto.
—Esta Puerta sí. Pero durante muchos años tuve una tienda en El Cairo, y fue allí donde construí la Puerta de Años. Les enseñé la Puerta a muchos, y muchos hicieron uso de ella.
—¿Qué sacaron de hablar con sus yos más viejos?
—Cada persona saca algo distinto. Si lo desea, puedo contarle la historia de una de esas personas.
Bashaarat procedió a contarme una historia, y si le place a Su Majestad, yo la repetiré aquí.
El cuento del cordelero afortunado
Había una vez un joven llamado Hassan que era cordelero. Atravesó la Puerta de Años para ver cómo sería El Cairo dos décadas más tarde, y al llegar se maravilló de cuánto había crecido la ciudad. Se sentía como si se hubiera metido en una escena bordada en un tapiz, y aunque la ciudad no dejaba de ser El Cairo, observaba con fascinación las cosas más triviales.
Deambulaba por la Puerta de Zuwayla, donde actúan los que danzan con espadas y los encantadores de serpientes, cuando un astrólogo le gritó:
—¡Joven! ¿Quiere saber el futuro?
Hassan se echó a reír.
—Ya lo sé —respondió.
—Pero querrá saber si le esperan riquezas, ¿no?
—Soy cordelero. Ya sé que no.
—¿Cómo estar seguro? ¿Qué me dice del renombrado comerciante Hassan al-Hubbaul, que comenzó de cordelero?
Le picó la curiosidad, Hassan preguntó por el mercado si otros sabían de este rico comerciante y descubrió que el nombre era bien conocido. Se decía que vivía en el barrio rico cerca de Birkat al-Fil, de modo que Hassan fue hasta allí y preguntó a la gente para que le indicase cuál era su casa, que resultó ser la más grande de su calle.
Llamó a la puerta y un sirviente lo condujo hasta un vestíbulo espacioso y bien amueblado con una fuente en el centro. Hassan esperó mientras el sirviente iba a buscar a su señor, pero mientras observaba el ébano y el mármol pulidos a su alrededor sintió que no encajaba allí y estaba a punto de marcharse cuando apareció su yo más viejo.
—¡Por fin estás aquí! —dijo el hombre—. Te he estado esperando.
—¿En serio? —dijo Hassan pasmado.
—Pues claro, porque visité a mi yo más viejo igual que tú me estás visitando ahora. Ha pasado tanto tiempo que se me había olvidado el día exacto. Ven, cena conmigo.
Entraron los dos en un comedor, y unos sirvientes les trajeron pollo relleno de pistachos, buñuelos de miel y cordero asado con granadas especiadas. El Hassan más viejo le dio algunos detalles de su vida: aludió a intereses comerciales de muy diversa índole, pero no le dijo cómo se había convertido en comerciante; mencionó a una esposa, pero dijo que todavía no era el momento de que el joven la conociera. En lugar de eso, le pidió al joven Hassan que le recordase las jugarretas que había protagonizado de niño, y se rio al oír historias que había olvidado.
Finalmente el Hassan más joven le preguntó al más viejo:
—¿Cómo hiciste tan tremendos cambios en tu fortuna?
—Lo único que te diré ahora mismo es esto: cuando vayas a comprar cáñamo al mercado, no camines por el lado sur como sueles hacer. Ve por el lado norte.
—¿Y con eso lograré mejorar mi posición?
—Tú limítate a hacer lo que digo. Ahora vuelve a casa; tienes cuerdas por hacer. Sabrás cuándo visitarme de nuevo.
El joven Hassan volvió a su presente e hizo lo que le habían indicado, se mantuvo en el lado norte de la calle hasta cuando no había sombra. Unos días más tarde vio cómo un caballo encabritado se desbocaba y corría por el lado sur en dirección opuesta a la suya, golpeando a varias personas, hiriendo a uno al volcarle un pesado jarro de aceite de palma encima, e incluso pisoteando a otro con sus cascos. Una vez se calmó el alboroto, Hassan rezó a Alá para que el herido sanase y el muerto descansara en paz, y le dio gracias por librarlo a él de todo mal.
Al día siguiente, Hassan atravesó la Puerta de Años y se fue a buscar a su yo más viejo.
—¿Te atropelló el caballo cuando ibas al mercado? —le preguntó.
—No, porque tomé nota de la advertencia de mi yo más viejo.
—No te olvides: tú y yo somos uno; cada circunstancia que te acontezca me aconteció a mí en su momento.
Y así es como el viejo Hassan fue dando indicaciones al más joven, y el más joven las obedeció. Se abstuvo de comprar huevos a su tendero habitual, y así evitó la enfermedad que sufrieron los clientes que compraron huevos de una remesa estropeada. Compró cáñamo de sobra y así tuvo material para trabajar cuando a otros les faltaba por culpa de una caravana retrasada. Seguir las indicaciones de su yo más viejo le evitó muchos problemas a Hassan, pero se preguntaba por qué no le contaba más. ¿Con quién se casaría? ¿Cómo se haría rico?
Entonces un día, tras haber vendido todas sus cuerdas en el mercado, y cargando con un monedero inusualmente lleno, Hassan chocó con un chico mientras caminaba por la calle. Se palpó en busca del monedero, descubrió que no lo tenía, se giró pegando un grito y escudriñó la multitud buscando al carterista. Al oír el grito de Hassan, el chico echó a correr de inmediato a través de la multitud. Hassan vio que la túnica del chico tenía un desgarrón en un codo, pero enseguida lo perdió de vista.
Por un instante, Hassan se quedó pasmado preguntándose por qué su yo más viejo no lo había puesto sobre aviso. Pero la cólera no tardó en reemplazar a la sorpresa y se lanzó a la persecución. Corrió entre la multitud, comprobando codos de túnicas masculinas, hasta que por casualidad encontró al carterista agachado bajo una carreta de fruta. Hassan lo agarró y empezó a gritar a todos que había pillado al ladrón, pidiéndoles que buscasen a un guardia. El chico, asustado de verse arrestado, devolvió el monedero a Hassan y se echó a llorar. Hassan miró fijamente al chico un buen rato y su cólera empezó a disiparse, así que lo soltó.
La siguiente vez que vio a su yo más viejo, Hassan le preguntó:
—¿Por qué no me avisaste de lo del carterista?
—¿Acaso no disfrutaste de la experiencia? —le preguntó su yo más viejo.
Hassan estaba a punto de negarlo, pero se refrenó.
—Sí que lo disfruté —admitió.
Al perseguir al chico, sin tener ni idea de si lograría pillarlo o no, había notado su sangre bombeando como hacía semanas que no bombeaba. Y ver las lágrimas del chico le había hecho recordar las enseñanzas del Profeta sobre el valor de la piedad, y Hassan se había sentido virtuoso al optar por dejar marchar al chico.
—¿Preferirías que te hubiese negado eso, entonces?
Igual que vamos comprendiendo el propósito de costumbres que nos parecen sin sentido durante la juventud, Hassan se dio cuenta de que tanto mérito tenía retener información como revelarla.
—No —contestó—, estuvo bien que no me advirtieras.
El Hassan más viejo vio que había comprendido.
—Ahora te contaré algo muy importante. Alquila un caballo. Te daré indicaciones para que vayas a un punto de las laderas al oeste de la ciudad. Allí, en una arboleda, encontrarás un árbol fulminado por un rayo. Al pie de éste, busca la piedra más pesada a la que seas capaz de darle vuelta y entonces cava debajo.
—¿Qué he de buscar?
—Lo sabrás cuando lo encuentres.
Al día siguiente, Hassan cabalgó hasta las laderas y buscó hasta encontrar el árbol. El terreno que lo rodeaba estaba cubierto de rocas, así que Hassan giró una para cavar debajo, y luego otra, y luego otra. Al final su pala topó con algo que no era roca ni tierra. Despejó la tierra a un lado y descubrió un cofre de bronce, lleno de dinares de oro y joyería variada. Hassan no había visto nada igual en su vida. Cargó el cofre en el caballo y volvió galopando a El Cairo.
La siguiente vez que habló con su yo más viejo, le preguntó:
—¿Cómo sabías dónde estaba el tesoro?
—Lo supe por mí mismo —dijo el Hassan más viejo—, igual que tú. En cuanto a cómo llegamos a saber su ubicación, no tengo explicación salvo que fue la voluntad de Alá, aunque ¿qué otra explicación hay para lo que sea?
—Te juro que haré buen uso de estas riquezas con las que Alá me ha bendecido —dijo el Hassan más joven.
—Y yo renuevo el juramento —dijo el más viejo—. Ésta es la última vez que hablaremos. Ahora encontrarás tu propio camino. Que la paz sea contigo.
Y así volvió Hassan a su casa. Con el oro pudo comprar cáñamo en grandes cantidades y contratar mano de obra, pagar un sueldo justo y vender cuerda de una manera rentable a todo aquel que la buscase. Se casó con una mujer hermosa y lista, y siguiendo sus consejos, comenzó a comerciar con otros artículos, hasta que fue un comerciante rico y respetado. Mientras tanto fue generoso con los pobres y vivió como un hombre honesto. De esta manera, Hassan vivió la más feliz de las vidas hasta que le dio caza la muerte, rompedora de ataduras y destructora de placeres.
—Es una historia extraordinaria —dije—. Para alguien que se está planteando si hacer uso de la Puerta o no, difícilmente podría encontrarse mejor incentivo.
—Demuestra usted sabiduría al ser escéptico —dijo Bashaarat—. Alá premia a quienes desea premiar y castiga a quienes desea castigar. La Puerta no cambia cómo nos contempla Alá.
Asentí, pensando que había entendido.
—De modo que, aun en el caso de evitar las desgracias que nuestro yo más viejo experimentó, no hay garantías de que no nos topemos con otras.
—No, disculpe a este viejo por ser poco claro. Usar la Puerta no es como decidir algo a cara o cruz, donde el lado escogido de la moneda varía a cada turno. Usar la Puerta es, más bien, como tomar un pasadizo secreto en un palacio, un pasadizo que nos permite entrar en una habitación más rápido que recorriendo el pasillo. La habitación sigue siendo la misma, independientemente de la puerta que usemos para entrar.
Esto me sorprendió.
—¿El futuro está decidido, entonces? ¿Es tan inmutable como el pasado?
—Se dice que el arrepentimiento y la enmienda borran el pasado.
—Yo también lo he oído, pero no me ha parecido que fuera verdad.
—Lamento oír eso —dijo Bashaarat—. Lo único que puedo decirle es que lo mismo sucede con el futuro.
Le di vueltas a aquello un rato.
—Entonces, si nos enteramos de que vamos a morir dentro de veinte años, ¿no podemos hacer nada para evitar la muerte? —Asintió. Se me antojó muy descorazonador, pero entonces me pregunté si acaso eso mismo no proporcionaba una garantía—. Supongamos que se entera usted de que estará vivo dentro de veinte años. Entonces nada puede matarlo en los próximos veinte años. Por lo tanto, podría luchar en batallas sin preocuparse, porque su supervivencia está asegurada.
—Es posible —dijo él—. También es posible que un hombre susceptible de hacer uso de una garantía semejante no encontrase a su yo más viejo vivo al utilizar por primera vez la Puerta.
—Ah —dije—. ¿Entonces resulta que sólo los prudentes se encuentran con sus yos más viejos?
—Deje que le cuente la historia de otra persona que utilizó la Puerta, y podrá decidir por usted mismo si fue prudente o no.
Bashaarat procedió a contarme la historia, y si le place a Su Majestad, yo la repetiré aquí.
El cuento del tejedor que se robó a sí mismo
Había una vez un joven tejedor llamado Ajib que se ganaba modestamente la vida como tejedor de alfombras, pero ansiaba saborear los lujos de los que disfrutan los ricos. Tras oír la historia de Hassan, Ajib atravesó de inmediato la Puerta de Años y buscó a su yo más viejo, quien, estaba convencido, sería tan rico y tan generoso como el Hassan más viejo.
Al llegar a El Cairo de veinte años más tarde, se dirigió al opulento barrio de Birkat al-Fil y preguntó a la gente dónde se encontraba la residencia de Ajib ibn Taher. Estaba preparado, si se encontraba con alguien que conociera al hombre y se fijase en el parecido de sus rasgos, para identificarse como el hijo de Ajib, recién llegado de Damasco. Pero no tuvo oportunidad de brindar su historia, porque nadie a quien preguntó reconoció el nombre.
Al final decidió volver a su antiguo vecindario y ver si allí alguien sabía dónde se había mudado. Cuando llegó a su antigua calle, paró a un chico y le preguntó si sabía dónde encontrar a un hombre llamado Ajib. El chico le indicó la antigua casa de Ajib.
—Ahí es donde vivía —dijo Ajib—. ¿Dónde vive ahora?
—Si se mudó ayer, no sé dónde —respondió el chico.
Ajib se mostró incrédulo. ¿Acaso era posible que su yo más viejo siguiera viviendo aún en la misma casa veinte años después? Eso significaría que jamás se había hecho rico, y que su yo más viejo no tendría ningún consejo que darle, o al menos ninguno del que Ajib pudiera sacar provecho. ¿Cómo podía diferir su suerte tanto de la del afortunado cordelero? Con la esperanza de que el chico estuviera equivocado, Ajib esperó delante de la casa y observó.
Al final vio salir de la casa a un hombre, y con un vuelco del corazón reconoció en él a su yo más viejo. Al Ajib más viejo lo seguía una mujer que el otro dio por hecho que sería su esposa, pero apenas se fijó, porque lo único que era capaz de ver era su propio fracaso a la hora de mejorar su posición. Observó consternado la ropa vulgar de la anciana pareja hasta que los perdió de vista.
Movido por la curiosidad que empuja a los hombres a mirar las cabezas de los ejecutados, Ajib se dirigió a la puerta de su casa. Su llave todavía encajaba en la cerradura, así que entró. El mobiliario había cambiado, pero era sencillo y estaba deteriorado, y Ajib se sintió mortificado al verlo. ¿Después de veinte años no se podía permitir siquiera unos almohadones mejores?
Siguiendo un impulso, se acercó al cofre de madera donde normalmente guardaba sus ahorros y lo abrió. Levantó la tapa y vio que el cofre estaba lleno de dinares de oro.
Ajib se quedó estupefacto. ¡Su yo más viejo tenía un cofre lleno de oro, y aun así vestía aquellos ropajes vulgares y llevaba veinte años viviendo en la misma casita! Menudo rácano penoso debía de estar hecho su yo más viejo, pensó Ajib, si teniendo riqueza no la disfrutaba. Ajib siempre había tenido presente que uno no puede llevarse sus posesiones a la tumba. ¿Sería algo que olvidaría según fuese envejeciendo?
Ajib decidió que semejantes riquezas debían pertenecer a alguien que supiera apreciarlas, y ese alguien era él. Quitarle a su yo más viejo sus riquezas no sería robar, razonó, porque sería él mismo quien las recibiría. Se echó el cofre al hombro, y con mucho esfuerzo logró traérselo a través de la Puerta de Años hasta El Cairo que le era conocido.
Ingresó parte de su recién encontrada riqueza en un banco, pero siempre iba con un monedero cargado de oro. Vestía túnica damascena, zapatillas de cuero y un turbante jorasaní adornado con una joya. Alquiló una casa en el barrio rico, la engalanó con alfombras y divanes de las mejores calidades, y contrató a un cocinero para que le preparase suntuosos manjares.
A continuación, fue a buscar al hermano de una mujer a la que deseaba en la distancia desde hacía mucho, una mujer llamada Taahira. Su hermano era boticario y Taahira lo ayudaba en su tienda. Ajib compraba de vez en cuando algún remedio a fin de poder hablar con ella. Una vez vio que se le caía el velo y tenía unos ojos tan oscuros y bellos como los de una gacela. El hermano de Taahira no le habría consentido que se casara con un tejedor, pero ahora Ajib podía presentarse como un buen partido.
El hermano de Taahira lo aprobó, y Taahira misma consintió sin problemas, puesto que había deseado también a Ajib. Ajib no reparó en gastos para la boda. Alquiló una de las gabarras que flotaban en el canal al sur de la ciudad y celebró un banquete con músicos y bailarinas, tras lo cual le regaló a Taahira un magnífico collar de perlas. La celebración fue la comidilla de todo el barrio.
Ajib se regocijó con la alegría que el dinero les había traído a Taahira y a él, y durante una semana vivieron la más deleitosa de las vidas. Entonces un día Ajib llegó a casa y se encontró la puerta descerrajada y todos los objetos de plata y oro saqueados. El aterrorizado cocinero salió de un escondrijo y le contó que los ladrones se habían llevado a Taahira.
Ajib rezó a Alá hasta que, fatigado por la tristeza, se quedó dormido. Al día siguiente lo despertaron unos golpes a la puerta. Lo esperaba un desconocido.
—Tengo un mensaje para ti —le dijo el hombre.
—¿Qué mensaje? —preguntó Ajib.
—Tu esposa está bien.
Ajib notó el miedo y la rabia que se le acumulaban en el estómago como bilis negra.
—¿Cuánto queréis de rescate? —preguntó.
—Diez mil dinares.
—¡Eso es muchísimo más de lo que tengo! —exclamó Ajib.
—A mí no me regatees —dijo el ladrón—. Te he visto gastar dinero como quien vierte agua.
Ajib cayó de rodillas.
—He sido un derrochador, te juro por el Profeta que no tengo tanto —dijo.
El ladrón se acercó más para mirarlo.
—Reúne todo el dinero que tienes —dijo— y tenlo aquí mañana a esta misma hora. Como sospeche que te guardas algo, tu esposa morirá. Si creo que eres honesto, mis hombres te la devolverán.
Ajib no veía otra posibilidad.
—De acuerdo —dijo, y el ladrón se marchó,
Al día siguiente fue al banco y sacó todo el dinero que le quedaba. Se lo dio al ladrón, que valoró la desesperación en la mirada de Ajib y quedó satisfecho. El ladrón cumplió su promesa y aquella tarde le devolvieron a Taahira.
Después de abrazarse, Taahira dijo:
—No pensaba que estuvieras dispuesto a pagar tanto dinero por mí.
—No sería capaz de encontrarle placer a la vida sin ti —respondió Ajib, y se sorprendió al darse cuenta de que era verdad—. Pero ahora lamento no poder comprarte lo que te mereces.
—No hace falta que me compres nada nunca más —dijo ella.
Ajib agachó la cabeza.
—Siento como si me hubieran castigado por mis fechorías.
—¿Qué fechorías? —le preguntó Taahira, pero Ajib no dijo nada—. Nunca te lo he preguntado hasta ahora, pero sé que no heredaste todo el dinero. Dime: ¿lo robaste?
—No —dijo Ajib, reticente a admitir la verdad ni ante ella ni ante sí mismo—. Me lo dieron.
—¿Un préstamo, entonces?
—No, no hace falta que lo devolvamos.
—¿Y tú no quieres devolverlo? —Taahira estaba pasmada—. Entonces, ¿estás conforme con que ese otro pagase nuestra boda y mi rescate? —Parecía al borde de las lágrimas—. ¿Soy tu esposa o la de ese otro hombre?
—Eres mi esposa —dijo él.
—¿Cómo voy a ser tu esposa cuando le debo la vida a otro?
—No dejaré que dudes de mi amor —dijo Ajib—. Te juro que le devolveré el dinero, hasta el último dírham.
De manera que Ajib y Taahira se mudaron de nuevo a la antigua casa y empezaron a ahorrar. Se pusieron a trabajar los dos para el hermano boticario de Taahira, y cuando acabó convirtiéndose en perfumero para los ricos, Ajib y Taahira se hicieron cargo del negocio de los remedios para enfermos. Llevaban una buena vida, pero gastaban tan poco como les era posible, viviendo modestamente y reparando el mobiliario estropeado en lugar de comprarlo nuevo. Durante años, Ajib sonreía cada vez que echaba una moneda al cofre, diciéndole a Taahira que era un recordatorio de lo mucho que la valoraba. Decía que incluso una vez llenado el cofre, sería una fruslería a su lado.
Pero no es fácil llenar un cofre si uno se limita a echar unas moneditas de vez en cuando, de modo que lo que comenzó como ahorro fue convirtiéndose paulatinamente en avaricia, y las decisiones prudentes fueron sustituidas por decisiones tacañas. Peor aún: el afecto que sentían Ajib y Taahira el uno por el otro disminuyó con el tiempo y empezaron a guardarse rencor por el dinero que no podían gastar.
Así es como pasaron los años y Ajib se hizo viejo, a la espera de que le robaran el oro.
—Qué historia más triste y extraña —dije.
—Y tanto —contestó Bashaarat—. ¿Diría usted que Ajib obró con prudencia?
Vacilé antes de contestar.
—No me corresponde a mí juzgarlo —dije—. Tuvo que vivir con las consecuencias de sus actos, igual que yo he de vivir con las de los míos. —Me quedé un instante callado, y luego dije—: Admiro la franqueza de Ajib por contarle a usted todo lo que había hecho.
—Ah, pero Ajib no me contó esto de joven —respondió Bashaarat—. Después de que emergiera por la Puerta con el cofre a cuestas, no volví a verlo hasta veinte años más tarde. Ajib era un hombre mucho más viejo cuando vino a visitarme de nuevo. Había vuelto a casa y le había desaparecido el cofre; saber que había saldado su deuda le hizo sentir que podía contarme todo lo sucedido.
—¿De verdad? ¿El Hassan más viejo de su primera historia también fue a visitarlo?
—No, la historia de Hassan se la oí a su yo más joven. El Hassan más viejo no volvió a mi tienda, pero en su lugar recibí a otro visitante que me contó una historia sobre Hassan que éste no me había contado.
Bashaarat procedió a contarme la historia de aquel visitante, y si a Su Majestad le place, yo la repetiré aquí.
El cuento de la esposa y su amante
Raniya llevaba casada con Hassan muchos años y vivían la más feliz de las vidas. Un día vio a su marido comiendo con un joven, a quien reconoció como la viva imagen de Hassan en la época en que se casó con él. Tan tremendo fue su asombro que no pudo evitar entrometerse en la conversación. Después de que el joven se marchase, le preguntó a Hassan quién era, y Hassan le contó una historia increíble.
—¿Le has hablado de mí? —preguntó—. ¿Ya sabías lo que nos esperaba cuando nos conocimos?
—Supe que me casaría contigo en cuanto te vi —respondió Hassan sonriendo—, pero no porque me lo dijese nadie. Tú tampoco querrías estropearle ese momento, ¿verdad, esposa mía?
Así que Raniya no habló con el yo más joven de su marido, sino que se limitó a escuchar a escondidas las conversaciones y a lanzarle miraditas. Se le aceleraba el pulso al observar sus facciones juveniles; a veces los recuerdos nos engañan con su dulzor, pero cuando contemplaba a los dos hombres sentados uno enfrente del otro, veía la plenitud de la hermosura del más joven sin exageración. Se pasaba la noche acostada en vela pensando en él.
Algunos días después de despedirse de su yo más joven, Hassan salió de El Cairo para llevar a cabo un negocio con un comerciante en Damasco. En su ausencia, Raniya encontró la tienda que Hassan le había descrito y atravesó la Puerta de Años rumbo a El Cairo de su juventud.
Recordaba dónde vivía él por entonces, de manera que le fue fácil dar con el joven Hassan y seguirlo. Mientras lo vigilaba, sintió un deseo mucho más intenso del que había sentido durante años por el Hassan más viejo, tan vívidos eran los recuerdos de sus escarceos juveniles. Siempre había sido una esposa fiel y leal, pero ahí tenía una oportunidad que no volvería a presentarse. Resolviéndose a cumplir aquel deseo, Raniya alquiló una casa, y en los días siguientes la amuebló.
Una vez la casa estuvo lista, siguió a Hassan discretamente mientras trataba de reunir el atrevimiento suficiente para abordarlo. En el mercado de joyeros lo vio dirigirse a un joyero, enseñarle un collar con diez gemas incrustadas y preguntarle cuánto pagaría por él. Raniya vio que era un collar que Hassan le había dado pocos días después de su boda; no sabía que hubiera intentado venderlo en su momento. Se mantuvo a poca distancia y escuchó, fingiendo mirar unos anillos.
—Tráelo mañana y te pagaré mil dinares —le dijo el joyero.
El joven Hassan aceptó el precio y se marchó.
Mientras lo veía alejarse, Raniya captó una conversación entre dos hombres que estaban a su lado:
—¿Has visto ese collar? Es de los nuestros.
—¿Estás seguro? —le preguntó el otro.
—Y tanto. Ése es el cabrón que desenterró nuestro cofre.
—Vamos a contárselo a nuestro capitán. Después de que ese individuo haya vendido el collar, le quitaremos el dinero y más.
Los dos se fueron sin fijarse en Raniya, que se quedó allí plantada inmóvil con el corazón desbocado, como un ciervo después de ver pasar un tigre. Se dio cuenta de que el tesoro que Hassan había desenterrado debía de haber pertenecido a una banda de ladrones de la que aquellos dos eran miembros. Ahora estaban vigilando a los joyeros de El Cairo para identificar a la persona que se había llevado su botín.
Raniya era consciente de que, dado que ella tenía aquel collar, el joven Hassan no podía haberlo vendido. También sabía que los ladrones no podían haber matado a Hassan. Pero no podía ser voluntad de Alá que ella no interviniera. Alá tenía que haberla llevado hasta allí para usarla como instrumento.
Raniya volvió a la Puerta de Años, la atravesó hacia su presente y en su casa encontró el collar dentro del joyero. Luego volvió a usar la Puerta de Años, pero en lugar de entrar por el lado izquierdo, entró por el lado derecho, de manera que visitó El Cairo de veinte años después. Allí buscó a su yo más viejo, ya una anciana. La Raniya más vieja la recibió cordialmente y cogió el collar de su propio joyero. A continuación, las dos mujeres ensayaron cómo iban a ayudar al joven Hassan.
Al día siguiente, los dos ladrones volvieron con un tercer hombre, que Raniya dio por hecho debía ser el capitán. Se quedaron vigilando mientras Hassan le enseñaba el collar al joyero.
Mientras el joyero lo examinaba, Raniya se acercó y dijo:
—¡Qué coincidencia! Joyero, yo quiero venderle un collar igual que éste.
Sacó su collar del bolso.
—Es extraordinario —dijo el joyero—. En mi vida había visto dos collares más parecidos.
Entonces apareció la Raniya anciana.
—¿Qué veo? ¡Está claro que la vista me juega una mala pasada! —Y dicho esto, sacó un tercer collar idéntico—. El que me lo vendió me juró que era único. Esto demuestra que era un mentiroso.
—A lo mejor debería devolverlo —le dijo Raniya.
—Eso depende —dijo la Raniya anciana. Le preguntó a Hassan—: ¿Cuánto le van a pagar por él?
—Mil dinares —respondió Hassan apabullado.
—¿De verdad? Joyero, ¿le gustaría comprar también este otro?
—Tengo que reconsiderar mi oferta —dijo el joyero.
Mientras Hassan y la Raniya anciana regateaban con el joyero, Raniya retrocedió lo suficiente para escuchar al capitán reprendiendo a los otros dos ladrones.
—Estúpidos, es un collar totalmente vulgar. Nos habríais hecho matar a la mitad de los joyeros de El Cairo y echarnos encima a la guardia.
Les dio unos capones y se los llevó.
Raniya volvió a prestar atención al joyero, que le había retirado a Hassan su oferta por el collar. La Raniya más vieja dijo:
—Muy bien. Intentaré devolvérselo al que me lo vendió.
Mientras la anciana se alejaba, Raniya vio que sonreía bajo el velo.
Raniya se volvió hacia Hassan.
—Parece que ni uno ni otro venderá el collar hoy.
—Quizá otro día —dijo Hassan.
—Debería llevarme el mío a casa para guardarlo a buen recaudo —dijo Raniya—. ¿Le importaría acompañarme?
Hassan accedió y acompañó a Raniya a la casa que había alquilado. Entonces ella lo invitó a entrar, le sirvió vino y, después de que ambos bebieran un poco, lo llevó a su dormitorio. Cubrió todas las ventanas con unas gruesas cortinas y apagó todas las lámparas para que la habitación quedase tan oscura como la noche. Sólo entonces se quitó el velo y lo condujo hasta la cama.
Raniya había estado emocionadísima previendo aquel momento, de manera que le sorprendió descubrir que los movimientos de Hassan eran torpes y desmañados. Recordaba su noche de bodas con toda claridad; era un hombre seguro de sí mismo y la había dejado sin aliento. Sabía que no faltaba mucho para el primer encuentro con la joven Raniya, y por un instante no comprendió cómo aquel muchacho tan manazas podría cambiar tan rápidamente. Pero enseguida lo vio claro.
Así que, cada tarde durante muchos días, Raniya y Hassan se vieron en la casa alquilada y ella le enseñó las artes amatorias, y haciendo esto demostró que, como se dice a menudo, las mujeres son la creación más asombrosa de Alá. Le dijo:
—El placer que das se te devuelve en el placer que recibes. —Y sonrió por dentro al pensar en cuánta verdad había en aquellas palabras. En poco tiempo adquirió la habilidad que ella recordaba, y disfrutó todavía más de él que siendo una mujer joven.
No tardó mucho en llegar el día en que le dijo al joven Hassan que era hora de marcharse. Él era consciente de que no valía la pena presionarla para imponer sus deseos, pero le preguntó si volverían a verse algún día. Ella le dijo, amablemente, que no. Luego Raniya vendió el mobiliario de la casa a su casero y volvió a través de la Puerta de Años a El Cairo de su presente.
Cuando el Hassan más viejo volvió de su viaje a Damasco, Raniya estaba en casa esperándolo. Lo recibió cariñosamente, pero se guardó el secreto de lo sucedido.
Me quedé perdido en mis pensamientos cuando Bashaarat concluyó su historia, hasta que dijo:
—Veo que esta historia lo ha intrigado como no lo han hecho las otras.
—No se equivoca, desde luego —admití—. Ahora me doy cuenta de que, aun cuando el pasado sea inmodificable, se puede encontrar lo inesperado al visitarlo.
—Por supuesto. ¿Comprende ahora por qué digo que el futuro y el pasado son lo mismo? No podemos cambiar ni uno ni otro, pero podemos conocer ambos más a fondo.
—Lo entiendo; me ha abierto usted los ojos, y ahora me gustaría usar la Puerta de Años. ¿Qué precio pide?
Me hizo un gesto de displicencia.
—No vendo pasajes a través de la Puerta —dijo—. Alá guía a quien desea hasta mi tienda, y yo me alegro de ser un instrumento de su voluntad.
De haberse tratado de otro hombre me hubiese tomado sus palabras como una estratagema para negociar, pero después de todo lo que me había contado, sabía que era sincero.
—Su generosidad es tan ilimitada como su sabiduría —le dije, y le dirigí una inclinación de cabeza—. Si algún día necesita un favor que pueda satisfacer un comerciante de telas, hágame llamar, por favor.
—Gracias. Hablemos ahora de su viaje. Tenemos que comentar algunos detalles antes de que visite el Bagdad de dentro de veinte años.
—No quiero visitar el futuro —le dije—. Me gustaría entrar por el otro lado, para revisitar mi juventud.
—Vaya, pues mil disculpas. Esta Puerta no lo llevará allí. Verá, construí esta puerta hace sólo una semana. Hace veinte años aquí no había ninguna puerta por la que pudiera salir.
Mi desilusión fue tal que mi pregunta debió sonar como la de un niño desconsolado:
—Pero ¿adónde lleva el otro lado de la Puerta? —Y rodeé la puerta circular para observar el otro lado.
Bashaarat rodeó la puerta para colocarse frente a mí. La vista a través de la Puerta aparecía idéntica a la de fuera, pero cuando estiró una mano para atravesarla, se detuvo como si chocase contra una pared invisible. Miré más de cerca y me fijé en una lámpara de latón en una mesa. La llama no oscilaba sino que estaba fija e inmóvil como si la habitación estuviese atrapada en un ámbar casi transparente.
—Lo que ve es la habitación como estaba la semana pasada —dijo Bashaarat—. Dentro de unos veinte años, el lado izquierdo de la Puerta permitirá la entrada y dejará que la gente cruce desde aquí para visitar su pasado. O bien —dijo conduciéndome hacia el lado de la puerta que me había enseñado en un principio—, podemos entrar desde la derecha ahora para visitarnos a nosotros mismos. Pero me temo que esta Puerta nunca permitirá visitar la época de su juventud.
—¿Y qué pasó con la Puerta de Años que tenía usted en El Cairo? —le pregunté.
Asintió.
—Esa Puerta sigue en pie. Mi hijo está al cargo de esa tienda.
—Entonces puedo ir a El Cairo y usar la Puerta para visitar El Cairo de hace veinte años. Desde allí podría viajar hasta Bagdad.
—Sí, podría emprender ese viaje, si es su deseo.
—Pues sí —dije—. ¿Me indicará cómo llegar a su tienda de El Cairo?
—Primero tenemos que hablar de unos asuntos —dijo Bashaarat—. No le preguntaré qué intenciones tiene, me conformo con esperar hasta que esté listo para confiármelas. Pero le recordaré que lo que está hecho no puede deshacerse.
—Lo sé —dije.
—Y que no puede evitar las tribulaciones que le están asignadas. Lo que da Alá, hemos de aceptarlo.
—Eso me recuerdo cada día de mi vida.
—Entonces será un honor ayudarlo en lo que esté en mi mano.
Sacó papel, pluma y tinta, y empezó a escribir.
—He de escribirle una carta para ayudarlo en su viaje. —Dobló la carta, dejó gotear un poco de cera de una vela en el borde y aplastó el sello de su anillo—. Cuando llegue a El Cairo, entréguele esto a mi hijo y él le dejará cruzar la Puerta de Años de allí.
Un comerciante como yo ha de estar versado en diferentes fórmulas de gratitud, pero en mi vida había sido tan efusivo dando gracias como con Bashaarat, y cada una de esas palabras las dije de corazón. Me indicó cómo llegar a su tienda de El Cairo, y yo le aseguré que ya le contaría a mi regreso. Cuando estaba a punto de salir de su tienda, se me ocurrió una cosa.
—Dado que la Puerta de Años de aquí se abre al futuro, tiene usted la garantía de que la Puerta y esta tienda siguen en pie dentro de veinte años.
—Sí, eso es verdad —dijo Bashaarat.
Empecé a preguntarle si había conocido a su yo más viejo, pero me interrumpí a media frase. Si la respuesta era no, estaba claro que era porque su yo más viejo había muerto, y le estaría preguntando si conocía la fecha de su muerte. ¿Quién era yo para hacer una pregunta así, cuando aquel hombre me estaba otorgando una bendición sin preguntarme por mis intenciones? Supe por su expresión que sabía lo que había pretendido preguntarle, y yo agaché la cabeza para pedirle mis humildes disculpas. Me indicó que las aceptaba con un gesto de la cabeza, y yo me volví a casa para ocuparme de los preparativos.
La caravana tardó dos meses en llegar a El Cairo. En cuanto a lo que ocupaba mis pensamientos durante el trayecto, Su Majestad, le contaré ahora lo que no le había contado a Bashaarat. Yo estuve casado, veinte años antes, con una mujer llamada Najya. Su figura se mecía con la gracilidad de una rama de sauce y tenía una cara hermosa como la luna, pero fue su naturaleza buena y tierna lo que me cautivó el corazón. Acababa de comenzar mi carrera como comerciante cuando nos casamos, y no éramos ricos, pero no vivíamos con apreturas.
Llevábamos sólo un año casados cuando tuve que viajar a Basra para entrevistarme con el capitán de un barco. Tenía la oportunidad de prosperar comerciando con esclavos, pero Najya no lo aprobaba. Le recordé que el Corán no prohibía la tenencia de esclavos siempre que se los tratase bien, y que incluso el Profeta contó con alguno. Pero ella dijo que yo no tendría ninguna manera de saber cómo trataban mis compradores a los esclavos, y que vender objetos era mejor que vender hombres.
La mañana de mi partida, Najya y yo discutimos. Le hablé con aspereza, utilizando palabras que me avergüenza recordar, y le ruego a Su Majestad me perdone por no repetirlas aquí. Me marché enfadado y no la volví a ver nunca más. Quedó malherida cuando se derrumbó la pared de una mezquita, pocos días después de irme yo. La llevaron al bimaristán, pero los médicos no pudieron salvarla, y murió poco después.
¿Serán los tormentos del infierno peores que lo que padecí en los días siguientes? Parecía probable que lo descubriese, tan cerca de la muerte me llevó la angustia. Y desde luego que la experiencia debe de ser similar porque, al igual que el fuego infernal, el pesar abrasa pero no consume; lo que hace es volvernos el corazón vulnerable a ulteriores sufrimientos.
El tiempo de mis lamentaciones acabó tocando a su fin y me quedé vacío, hecho un pellejo sin entrañas. Liberé a los esclavos que había comprado y me hice comerciante de telas. Con los años llegué a ser rico, pero no me volví a casar. Algunos de mis clientes intentaron emparejarme con una hermana o una hija, diciéndome que el amor de una mujer puede hacernos olvidar los dolores. A lo mejor tienen razón, pero no puede hacernos olvidar el dolor que le hemos provocado a otros. Siempre que me imaginaba casándome con otra mujer, recordaba la mirada dolida de Najya la última vez que la vi, y mi corazón se cerraba a otras.
Hablé con un mulá de lo que había hecho, y fue él quien me dijo que el arrepentimiento y la enmienda borran el pasado. Yo me arrepentí y me enmendé lo mejor que pude; durante veinte años viví como un hombre honrado, ofrecí mis plegarias, hice ayuno, di limosna a los más desfavorecidos y peregriné a la Meca, y aun así la culpa me siguió corroyendo. Alá es misericordioso, de manera que sabía que era cosa mía.
Si Bashaarat me lo hubiera preguntado, no habría sabido decirle qué esperaba conseguir. Quedaba claro por sus historias que no podría cambiar lo que sabía que iba a pasar. Nadie había impedido a mi yo más joven que discutiera con Najya en nuestra última conversación. Pero el cuento de Raniya, que se escondía en el de la vida de Hassan sin su conocimiento, me hizo albergar una leve esperanza: a lo mejor era capaz de participar en los acontecimientos mientras mi yo más joven estaba fuera con sus negocios.
¿No podía suceder, acaso, que hubiese habido un error y mi Najya hubiera sobrevivido? A lo mejor había sido otra mujer y su cuerpo el que fue envuelto en un sudario y enterrado durante mi ausencia. A lo mejor podía rescatar a Najya y llevármela al Bagdad de mi presente. Sabía que era una insensatez; los hombres experimentados dicen: «Hay cuatro cosas que no vuelven: lo dicho, la flecha disparada, el pasado y las oportunidades perdidas», y yo comprendía la veracidad de esas palabras mejor que la mayoría. Y aun así me atreví a esperar que Alá hubiese considerado suficientes mis veinte años de arrepentimiento y ahora me estuviera concediendo una oportunidad de recuperar lo perdido.
El viaje en caravana transcurrió sin percances, y tras sesenta amaneceres y trescientas plegarias, llegué a El Cairo. Allí tuve que orientarme por las calles de la ciudad, que son un laberinto desconcertante en comparación con el armonioso diseño de la Ciudad de la Paz. Me abrí paso hasta Bayn al-Qasrayn, la calle principal que parte el barrio fatimí de El Cairo. Desde allí localicé la calle en la que estaba establecida la tienda de Bashaarat.
Le dije al vendedor que había hablado con su padre en Bagdad, y le entregué la carta que Bashaarat me había dado. Después de leerla, me condujo a una trastienda, en cuyo centro se alzaba otra Puerta de Años, y me indicó con un gesto que entrase por el lado izquierdo.
Al colocarme frente al gigantesco círculo de metal noté un escalofrío y me reproché mi nerviosismo. Respiré hondo, lo atravesé y me encontré en la misma habitación con un mobiliario distinto. De no ser por eso no habría visto que la Puerta se diferenciase de cualquier otra puerta. Entonces me di cuenta de que el escalofrío que había sentido era simplemente por el frescor del aire de aquella habitación, puesto que el día de allí no era tan caluroso como el día que había dejado. Percibía su brisa cálida a mi espalda, entrando por la Puerta como un suspiro.
El vendedor me siguió y dijo en voz alta:
—Padre, tienes visita.
Entró un hombre en la habitación y quién iba a ser sino Bashaarat, veinte años más joven que cuando lo vi en Bagdad.
—Bienvenido, mi señor —dijo—. Soy Bashaarat.
—¿No me conoce? —le pregunté.
—No, usted debe de haber conocido a mi yo más viejo. Para mí, éste es nuestro primer encuentro, pero será un honor ayudarlo.
Su Majestad, como corresponde a esta crónica de mis defectos, he de confesar que, tan inmerso me hallaba en mis propios temores durante el trayecto desde Bagdad, que no me había dado cuenta antes de que era más que probable que Bashaarat me hubiera reconocido en el instante en que entré en su tienda. Mientras admiraba su reloj de agua y su pájaro de latón, tenía que saber que yo viajaría a El Cairo, y era más que probable que supiese ya si había logrado mi objetivo o no.
El Bashaarat con el que hablaba ahora no sabía ninguna de estas cosas.
—Le estoy doblemente agradecido por su amabilidad, señor —le dije—. Me llamo Fuwaad ibn Abbas, recién llegado de Bagdad.
El hijo de Bashaarat hizo mutis, y Bashaarat y yo conversamos; le pregunté a qué día y mes estábamos, confirmando que tenía tiempo de sobra para el viaje de regreso a la Ciudad de la Paz, y le prometí que le contaría todo cuando volviese. Su yo más joven era tan cortés como el más viejo.
—Estoy deseando hablar con usted a la vuelta, y ayudarlo de nuevo dentro de veinte años —dijo.
Sus palabras me hicieron detenerme.
—¿Tenía usted planeado abrir una tienda en Bagdad antes?
—¿Por qué lo pregunta?
—Me maravilló la coincidencia de que nos conociésemos en Bagdad justo a tiempo para que yo viajara hasta aquí, usara la Puerta y volviera. Pero ahora me pregunto si tal vez no tiene nada de coincidencia. ¿Mi llegada aquí hoy es la razón de que se mude usted a Bagdad dentro de veinte años?
Bashaarat sonrió.
—Coincidencia e intención son las dos caras de un tapiz, mi señor. Nos puede resultar más agradable mirar una, pero no podemos decir que una sea verdadera y la otra falsa.
—Como siempre, me ha dado usted mucho que pensar —le dije.
Le di las gracias y me despedí. Cuando salía de la tienda pasé por el lado de una mujer que entraba con cierto apresuramiento. Oí que Bashaarat la saludaba como Raniya y frené en seco por la sorpresa.
Desde la puerta oí decir a la mujer:
—Tengo el collar. Espero que mi yo más viejo no lo haya perdido.
—Estoy seguro de que lo tendrá usted guardado a buen recaudo, previendo su visita —le respondió Bashaarat.
Me di cuenta de que aquella era la Raniya de la historia que me había contado Bashaarat. Iba de camino a recoger a su yo más vieja para volver a los días de su juventud, confundir a unos ladrones con un collar doble y salvar a su marido. Por un momento no tuve claro si estaba soñando o despierto, porque me sentía como si acabase de entrar en un cuento, y la idea de que podría hablar con sus protagonistas y participar en los acontecimientos me produjo vértigo. Tuve la tentación de hablar y ver si podía representar un papel en secreto en aquel cuento, pero entonces recordé que mi objetivo era representar un papel en secreto en mi propio cuento. Así que me fui, sin decir palabra, a organizar un viaje en caravana.
Se dice, Su Majestad, que el Destino se ríe de los planes de los hombres. Al principio pareció que era yo el más afortunado de los seres humanos, puesto que una caravana que se dirigía hacia Bagdad salía aquel mes, y pude unirme a ella. En las siguientes semanas empecé a maldecir mi suerte, porque el viaje de la caravana empezó a sufrir retrasos. Los pozos de una ciudad cercana a El Cairo se secaron, y tuvo que enviarse una expedición a por agua. En otro pueblo, los soldados que protegían la caravana contrajeron disentería, y tuvimos que esperar semanas hasta que se recuperaron. A cada retraso revisaba mi estimación de cuándo llegaríamos a Bagdad y mi ansiedad iba en aumento.
Luego vinieron las tormentas de arena, que parecían una advertencia de Alá, y que realmente me hicieron dudar del discernimiento de mis actos. Tuvimos la buena fortuna de encontrarnos descansando en un caravasar al oeste de Kufa cuando irrumpieron las primeras tormentas de arena, pero nuestra estancia se prolongó primero días y luego semanas cuando, ahora sí y ahora no, los cielos se despejaban para oscurecerse de nuevo tan pronto como teníamos cargados de nuevo los camellos.
Rogué a los camelleros de uno en uno, tratando de contratar a alguien para que me llevase solo, pero no pude convencer a ninguno. Al final encontré a uno que aceptó venderme un camello a un precio que habría sido desorbitado en circunstancias ordinarias, pero que yo estaba más que dispuesto a pagar. Acto seguido enfilé mi solitario camino.
No sorprenderá a nadie saber que no avancé demasiado en plena tormenta, pero cuando los vientos amainaron, adquirí un buen ritmo de inmediato. Sin soldados que acompañasen la caravana, sin embargo, era un blanco fácil para bandidos, y cómo no, me pararon a los dos días de viaje. Me quitaron el dinero y el camello que había comprado, pero me perdonaron la vida, si fue por piedad o porque no quisieron molestarse en matarme no lo sé. Empecé a deshacer el camino para alcanzar la caravana, pero ahora los cielos me atormentaban con su claridad sin nubes y padecí todo su calor. Para cuando la caravana se topó conmigo, tenía yo la lengua hinchada y los labios agrietados como barro cocido al sol. Después de esto no tuve otra opción que acompañar a la caravana a su ritmo habitual.
Como pétalos que caen de uno en uno de una rosa marchita, mis esperanzas disminuyeron con el transcurso de cada día. Para cuando la caravana llegó a la Ciudad de la Paz, supe que era demasiado tarde, pero en cuanto entramos por las puertas de la ciudad le pregunté a los guardias si habían oído que se hubiera derrumbado alguna mezquita. El primer guardia con el que hablé dijo que no, y por un instante me atreví a albergar la esperanza de haber confundido la fecha del accidente, y de que en realidad llegaba a tiempo.
Luego otro guardia me contó que una mezquita se había desmoronado el día anterior en el barrio de Karkh. Sus palabras me golpearon como el hacha de un verdugo. Había viajado hasta tan lejos para recibir la peor de las noticias por segunda vez en mi vida.
Fui hasta la mezquita y vi los montones de ladrillos donde en su día hubo una pared. Era una escena que me había perseguido en sueños durante veinte años, pero ahora la imagen permanecía incluso aunque cerrase los ojos, y con una claridad más nítida de la que era capaz de soportar. Me di la vuelta y caminé sin rumbo, ciego a lo que me rodeaba, hasta que me encontré delante de mi antigua casa, aquella donde Najya y yo vivimos. Me quedé plantado en la calle delante, lleno de recuerdos y congoja.
No sé cuánto tiempo había transcurrido cuando advertí que una joven se había puesto a mi lado.
—Mi señor —dijo—. Busco la casa de Fuwaad ibn Abbas.
—La ha encontrado —le respondí.
—¿Es usted Fuwaad ibn Abbas, mi señor?
—Soy yo, y te pido, por favor, que me dejes en paz.
—Mi señor, le ruego que me perdone. Me llamo Maimuna, y ayudo a los médicos del bimaristán. Atendía a su esposa antes de que muriera.
Me volví a mirarla.
—¿Tú atendiste a Najya?
—Sí, mi señor. Juré entregarle un mensaje de su parte.
—¿Qué mensaje?
—Quería que le dijese que sus últimos pensamientos fueron para usted. Quería que le dijese que si bien su vida fue breve, fue feliz gracias al tiempo que pasó con usted.
Vio que me corrían las lágrimas por las mejillas y añadió:
—Discúlpeme si mis palabras le han causado daño, mi señor.
—No tienes por qué pedir disculpas, muchacha. Ojalá estuviera en mi mano pagarte lo que vale este mensaje para mí, porque aunque me pasara una vida dándote las gracias seguiría en deuda.
—El dolor no se adeuda —dijo—. Que la paz sea con usted, mi señor.
—Que la paz sea contigo —respondí.
Se marchó, y yo deambulé por las calles durante horas, llorando lágrimas de alivio. Mientras tanto iba pensando en lo acertado de las palabras de Bashaarat: pasado y futuro son lo mismo, y no podemos cambiar ni uno ni otro, sólo conocerlos más a fondo. Mi viaje al pasado no había cambiado nada, pero lo que había aprendido lo había cambiado todo, y comprendí que no podía haber sido de otra forma. Si nuestras vidas son cuentos que cuenta Alá, entonces somos la audiencia y los protagonistas al mismo tiempo, y es a fuerza de vivir esos cuentos como recibimos nuestras enseñanzas.
Cayó la noche, y entonces fue cuando la guardia nocturna me encontró, vagando por las calles después del toque de queda con mis ropas polvorientas, y me preguntaron que quién era. Les dije mi nombre y dónde vivía, y los guardias me llevaron con mis vecinos para ver si me conocían, pero no me reconocieron, así que me metieron en el calabozo.
Le conté al capitán de la guardia mi historia, y le pareció entretenida pero no se la creyó, porque ¿quién se la iba a creer? Entonces recordé algunas noticias de mi época de luto veinte años atrás y le dije que el nieto de Su Majestad nacería albino. Pocos días después llegó a oídos del capitán el rumor de la dolencia del niño, así que me llevó ante el gobernador del distrito. Cuando el gobernador escuchó mi historia, me trajo aquí a palacio, y cuando su señor chambelán escuchó mi historia, a su vez, me trajo aquí a la sala del trono, para que pudiese tener el infinito privilegio de contársela a Su Majestad.
Ahora mi cuento coincide con mi vida, enredados el uno y la otra, y la dirección que tomará a continuación es decisión de Su Majestad. Sé muchas cosas que sucederán aquí en Bagdad a lo largo de los próximos veinte años, pero nada de lo que me espera ahora. No tengo dinero para el viaje de vuelta a El Cairo y la Puerta de los Años de allí, aunque me considero más que afortunado, puesto que se me dio la oportunidad de revisitar mis errores pasados, y he experimentado los remedios que nos dispensa Alá. Sería un honor contarle todo lo que sé del futuro, si Su Majestad ve conveniente preguntarme, pero personalmente, el conocimiento más precioso que poseo es el siguiente:
Nada borra el pasado. Existe el arrepentimiento, existe la enmienda, y existe el perdón. No hay más, pero con eso basta.
FIN

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