Théophile Gautier: Arria Marcella, recuerdo de Pompeya

Théophile Gautier - Arria Marcella, recuerdo de Pompeya

En «Arria Marcella, recuerdo de Pompeya» de Théophile Gautier, tres jóvenes amigos visitan el museo Studii de Nápoles, fascinados por los objetos antiguos exhumados de Pompeya y Herculano. Uno de ellos, Octavien, queda hipnotizado por un molde de ceniza que conserva la forma del torso de una mujer. La historia toma un giro fantástico cuando, en una visita nocturna a las ruinas de Pompeya, Octavien se encuentra transportado a la época del Imperio Romano y conoce a Arria Marcella, una bella pompeyana. La trama explora la conexión entre el presente y el pasado, la obsesión y el amor, en un entorno donde el tiempo parece haberse detenido.

Théophile Gautier - Arria Marcella, recuerdo de Pompeya

Arria Marcella,
recuerdo de Pompeya

Théophile Gautier
(Cuento completo)

TRES jóvenes, tres amigos que habían viajado juntos a Italia, visitaban el año pasado el museo Studii de Nápoles donde se hallan reunidos los diversos objetos antiguos exhumados de las excavaciones de Pompeya y Herculano.

Se habían dividido a través de las salas y contemplaban los mosaicos, los bronces, los frescos de las paredes de la ciudad muerta, según les dictaba su capricho, y cuando uno de ellos había hecho un descubrimiento curioso, llamaba a sus compañeros con gritos de alegría, escandalizando a los taciturnos ingleses y a los tranquilos burgueses dedicados a hojear su catálogo.

Pero el más joven de los tres, detenido ante una vitrina, parecía no oír las exclamaciones de sus amigos, absorto como estaba en una contemplación profunda. Lo que examinaba con tanta atención, era un fragmento de ceniza negra solidificada que tenía una forma especial: era como un pedazo de molde de estatua roto por la fundición; la mirada experta de un artista hubiera reconocido fácilmente la silueta de un seno admirable y de un costado de estilo tan puro como el de una estatua griega. Se sabe, y la más sencilla guía del viajero lo indica, que la lava, endurecida alrededor del cuerpo de una mujer, ha conservado su maravilloso contorno, Gracias al capricho de la erupción que destruyó cuatro ciudades, aquella noble forma, reducida a polvo desde hace casi dos mil años, ha llegado hasta nosotros; la curva de una garganta ha atravesado los siglos cuando tantos imperios desaparecidos no han dejado ni rastro… Aquel sello de belleza, puesto por el azar sobre la escoria de un volcán, no se ha borrado.

Al ver que se obstinaba en su contemplación, los dos amigos de Octavien se dirigieron hacia él, y Max, tocándole en el hombro, le hizo estremecerse como a un hombre sorprendido en su secreto. Evidentemente Octavien no había oído llegar a Max ni a Fabio.

—Vamos, Octavien —dijo Max—, no te pares horas enteras delante de cada vitrina, o se nos pasará la hora del tren y no veremos Pompeya.

—¿Qué está mirando nuestro amigo? —añadió Fabio, que se había acercado—. ¡Ah! la huella encontrada en la casa de Arrio Diomedes —y lanzó sobre Octavien una ojeada rápida y significativa.

Octavien se ruborizó ligeramente, cogió a Max del brazo, y la visita acabó sin más incidentes. Al salir de Studii, los tres amigos montaron en un corricolo y se hicieron conducir a la estación del ferrocarril. El corricolo, con sus grandes ruedas rojas, su trasportín constelado de clavos de cobre, su caballo delgado pero lleno de ardor, enjaezado como una mula de España, que corre al galope sobre las anchas losas de lava, es demasiado conocido para que sea necesario aquí hacer su descripción, y además nosotros no escribimos las impresiones de un viaje a Nápoles, sino el simple relato de una aventura extraña y poco creíble, aunque verdadera.

El ferrocarril que va a Pompeya bordea casi constantemente la orilla del mar, y sus largas volutas de espuma van a desplegarse sobre una arena negruzca que parece carbón tamizado. La orilla, en efecto, está formada de corrientes de lava y de cenizas volcánicas y a causa de su tono oscuro, contrasta con el azul del cielo y el azul del agua; en medio de aquel resplandor, sólo la tierra parece retener la sombra.

Los pueblos que se atraviesan o se bordean, Portici, famoso por la ópera de Auber, Resina, Torre del Greco, Torre dell’Annunziata, cuyas casas de soportales y cuyas azoteas tienen, a pesar de la intensidad del sol y de la cal meridional, algo plutoniano y ferruginoso como Manchester y Birmingham; el polvo es negro, un hollín impalpable se pega a todo; se nota que la gran fragua del Vesubio jadea y humea a dos pasos de allí.

Los tres amigos descendieron en la estación de Pompeya, riendo entre ellos de la mezcolanza de lo antiguo y lo moderno que ofrecen espontáneamente al espíritu estas palabras: Estación de Pompeya. ¡Una ciudad grecorromana y un andén de ferrocarril!

Cruzaron el campo de algodoneros, en el que revoloteaban algunos copos blancos y que separa el ferrocarril del emplazamiento de la ciudad desenterrada, y tomaron un guía en la hostería construida extramuros de las antiguas murallas, o, para hablar más correctamente, un guía les cogió a ellos. Calamidad que es difícil evitar en Italia.

Hacía uno de esos maravillosos días tan corrientes en Nápoles, en que por el brillo del sol y la transparencia del aire los objetos cobran colores que parecen fabulosos en el Norte, y es como si pertenecieran al mundo del sueño más que al de la realidad. Quien ha visto una vez esa luz dorada y azul lleva siempre en el fondo de su alma una incurable nostalgia.

La ciudad resucitada, habiendo sacudido una parte de su capa de ceniza, surgía con sus mil detalles bajo un día deslumbrante. El Vesubio recordaba a lo lejos su cono surcado de estrías de lavas azules, rosas, violetas, doradas por el sol. Una ligera bruma, casi imperceptible en la luz encapuchaba la cresta sin pico de la montaña; a primera vista, parecía una de esas nubes que, incluso cuando está totalmente despejado, difuminan el aspecto de los picos elevados. Mirando con más atención, se veían finos hilillos de vapor blanco que salían de lo alto del monte como de los orificios de un pebetero y se convertían después en un ligero vapor. El volcán, de excelente humor ese día, fumaba tranquilamente su pipa y, sin el ejemplo de Pompeya sepultada a sus pies, no se le hubiera creído de un carácter más feroz que Montmartre; por el otro lado, bellas colinas de líneas onduladas y voluptuosas como las caderas de una mujer, limitaban el horizonte; y más lejos el mar, que antaño traía birremes y trirremes ante las murallas de la ciudad, trazaba su plácida línea azul.

El aspecto de Pompeya es absolutamente sorprendente; el brusco salto de diecinueve siglos atrás asombra incluso a las naturalezas más prosaicas y menos comprensivas; dos pasos os llevan de la vida antigua a la vida moderna, y del cristianismo al paganismo; así que, cuando los tres amigos vieron las calles donde las formas de una existencia desvanecida se conservan intactas, experimentaron, por muy preparados que estuvieran por los libros y los dibujos, una impresión tan extraña como profunda. Sobre todo Octavien parecía lleno de estupor y seguía maquinalmente al guía como sonámbulo, sin escuchar la retahíla monótona y aprendida de memoria que aquel bribón recitaba como una lección.

Contemplaba con mirada estupefacta las rodadas de los carros impresas en el pavimento ciclópeo de las calles y que parecen datar de ayer, tan reciente se manifiesta su huella; las inscripciones trazadas en letra roja y cursiva en las murallas: carteles de espectáculos, peticiones de alquiler, fórmulas votivas, letreros, anuncios de todas clases, curiosos como lo será dentro de dos mil años, para los pueblos desconocidos del futuro, un panel de una pared de París con sus carteles y sus letreros; las casas de tejados derribados que permitían a la mirada penetrar en los misterios de su interior, todos esos detalles domésticos que los historiadores pasan por alto y cuyo secreto las civilizaciones se llevan consigo; las fuentes secas, el foro sorprendido por la catástrofe en medio de una reparación y cuyas columnas y arquitrabes tallados o esculpidos, esperan en la pureza de sus líneas que los pongan en su lugar; los templos consagrados a dioses que habían pertenecido a la mitología y que ahora no tenían un solo ateo; las tiendas en las que sólo falta el tendero; las tabernas en que todavía se ve sobre el mármol la mancha circular dejada por la copa de los bebedores; el cuartel de columnas pintadas de ocre y minio que los soldados han pintarrajeado de caricaturas de combatientes, y los dobles teatros de drama y de canto yuxtapuestos, que podrían volver a hacer sus representaciones, si la compañía que las realizaba, reducida al estado de arcilla, no estuviera ocupada, seguramente, en taponar un barril de cerveza o en rellenar una rendija de la pared, como el polvo de Alejandro y de César, según la melancólica reflexión de Hamlet.

Fabio subió al escenario del teatro trágico mientras Octavien y Max trepaban hasta lo alto de las gradas, y allí se puso a declamar haciendo muchos gestos los fragmentos de poesía que le venían a la cabeza, con gran sobresalto de los lagartos, que se dispersaron agitando la cola y ocultándose en las rendijas de los asientos en ruinas; y aunque las vasijas de bronce o de barro, destinadas a repercutir los sonidos, ya no existieran, no por eso su voz resonaba menos potente y vibrante.

El guía les condujo después a través de los cultivos que cubren las partes todavía sepultadas de Pompeya, al anfiteatro, situado al otro extremo de la ciudad. Caminaron bajo árboles cuyas raíces se hunden en los tejados de los edificios enterrados, desunen las tejas, rajan los techos, desencajan las columnas, y pasaron por los sembrados donde sobre maravillas del arte fructifican simples verduras, materiales imágenes del olvido que el tiempo despliega sobre las cosas más bellas.

El anfiteatro no les sorprendió. Habían visto el de Verona, más grande e igualmente bien conservado, y conocían la disposición de esas arenas antiguas tan familiarmente como la de las plazas de toros en España, que se parecen mucho, menos por la solidez de la construcción y la belleza de los materiales.

Volvieron, pues, sobre sus pasos y llegaron por un atajo a la calle de la Fortuna, escuchando distraídamente al cicerone, que al pasar por delante de cada casa la llamaba por el nombre que le ha sido dado después de su descubrimiento, debido a alguna particularidad característica: la casa del Toro de bronce, la casa del Fauno, la casa del Buque, el templo de la Fortuna, la casa de Meleagro, la taberna de la Fortuna en la esquina de la calle Consular, la academia de Música, el Horno público, la Farmacia, la consulta del Cirujano, la Aduana, el alojamiento de las Vestales, el albergue de Albino, los Termopolios, y así hasta la puerta que conduce a la vía de las Tumbas.

Aquella puerta de ladrillos, recubierta de estatuas, y cuyos ornamentos han desaparecido, presenta en su arcada interior dos profundas ranuras destinadas a dejar pasar un rastrillo, como una fortaleza de la Edad Media a la que podía haberse atribuido esa clase de defensa particular.

—¿Quién podía sospechar —dijo Max a sus amigos—, que Pompeya, la ciudad grecolatina, estuviera protegida de forma tan románticamente gótica? ¿Podéis imaginar a un caballero romano, tocando el cuerno ante esa puerta e intentando que levantaran el rastrillo, como un paje del siglo XV?

—Nada hay nuevo bajo el sol —respondió Fabio—, y ni siquiera el aforismo es nuevo, porque fue formulado por Salomón.

—¡Quizá haya algo nuevo bajo la luna! —continuó Octavien sonriendo con melancólica ironía.

—Mi querido Octavien —dijo Max, que durante esta breve conversación se había detenido ante una inscripción trazada en rojo en la muralla exterior—, ¿quieres ver combates de gladiadores? Aquí están los carteles: Combate y caza para el 5 de las nonas de abril, se alzarán los mástiles, veinte pares de gladiadores lucharán en las nonas, y si temes por la lozanía de tu tez, tranquilízate, tenderán los toldos, y a menos que prefieras ir al anfiteatro temprano, estos se cortarán el cuello por la mañana: matutini erunt; no se puede ser más complaciente.

Así charlando, los tres amigos seguían la vía rodeada de sepulcros, la cual, desde nuestros sentimientos modernos, sería una lúgubre avenida para una ciudad, pero que no ofrece las mismas significaciones tristes para los antiguos, cuyas tumbas, en lugar de un cadáver horrible, no contenían sino un montoncito de cenizas, idea abstracta de la muerte. El arte embellecía las últimas moradas y, como dijo Goethe, el pagano decoraba con imágenes de la vida los sarcófagos y las urnas.

Sin duda eso hacía que Max y Fabio visitaran, con una curiosidad alegre y una dichosa plenitud de existencia que no hubieran tenido en un cementerio cristiano, aquellos monumentos fúnebres tan suavemente dorados por el sol y que, situados al borde del camino, parecen aferrarse todavía a la vida y no inspiran ninguna de esas frías repulsiones, ninguno de esos terrores fantásticos que se experimentan ante nuestras lúgubres sepulturas. Se detuvieron ante la tumba de Mammia, la sacerdotisa pública, junto a la cual ha crecido un árbol, un ciprés o un álamo; se sentaron en el hemiciclo del triclinium de los banquetes funerarios, riendo alegremente; leyeron entre bromas los epitafios de Nevoleja, de Labeon y de la familia Arria, seguidos de Octavien, que parecía más impresionado que sus despreocupados compañeros por la suerte de los que habían muerto dos mil años antes.

Así llegaron a la villa de Arrio Diomedes, una de las casas más notables de Pompeya. A ella se sube por unos escalones de ladrillos, y cuando se ha cruzado la puerta flanqueada por dos columnitas laterales, aparece un espacio semejante al patio de las casas españolas y árabes y que los antiguos llamaban impluvium o cavaedium; catorce columnas de ladrillos recubiertos de estuco forman, en sus cuatro lados, un pórtico o peristilo cubierto, semejante al claustro de los conventos, y bajo el cual se podía circular sin temor a la lluvia. El pavimento del patio es un mosaico de ladrillo y de mármol blanco, de un efecto suave y dulce a la vista. En el centro, un estanque de mármol en forma de cuadrilátero, que todavía existe, recibía las aguas pluviales que caían del tejado del pórtico. Producía un extraño efecto entrar así en la vida antigua y pisar con botas de charol unos mármoles gastados por las sandalias y los coturnos de los contemporáneos de Augusto y Tiberio.

El cicerone les llevó a la exedra o salón de verano, abierto por el lado del mar para aspirar mejor sus frescas brisas. Allí era donde se recibía y donde se echaba la siesta durante las horas calurosas, cuando soplaba el fuerte céfiro africano cargado de languidez y tormentas. Les hizo entrar en la basílica, larga galería que da luz a los aposentos y donde los visitantes y los clientes esperaban que el nomenclátor les llamara; después les condujo a la terraza de mármol blanco desde donde la vista se extiende sobre los jardines verdes y el mar azul; luego les enseño el ninfaeum o sala de baños, con sus paredes pintadas de amarillo, sus columnas de estuco, su pavimento de mosaico y su enorme tina de mármol que recibió tantos cuerpos maravillosos desvanecidos como sombras; el cubiculum, donde flotaron tantos sueños procedentes de la puerta de marfil, y cuyas recámaras construidas en la pared estaban cerradas por un conopeum o cortina cuyas anillas todavía yacen en el suelo, el tetrástilo o sala de recreo, la capilla de los dioses lares, el gabinete de los archivos, la biblioteca, el museo de los cuadros, el gineceo o estancia para las mujeres, compuesto por pequeñas habitaciones destruidas en parte, cuyas paredes conservan restos de pinturas y arabescos, como mejillas a las que se ha limpiado mal el afeite.

Terminada la inspección, bajaron a la planta inferior, pues el suelo es mucho más bajo por el lado del jardín que por el lado de la vía de las Tumbas, atravesaron ocho salas pintadas de rojo antiguo, una de las cuales está llena de nichos arquitecturales, como los que pueden verse en el vestíbulo de la sala de los Embajadores en la Alhambra, y llegaron por fin a una especie de sótano o de bodega cuyo destino lo manifestaban claramente ocho ánforas de arcilla apoyadas contra la pared y que debieron estar perfumadas de vino de Creta, de Falerno y de Másico, como las odas de Horacio.

Un vivo rayo de claridad pasaba por un estrecho tragaluz obstruido por las ortigas, y transformaba las hojas en esmeraldas y topacios, y aquel alegre detalle era como una sonrisa que rompía la tristeza del lugar.

—Aquí es —dijo el cicerone con su lánguida voz, cuyo tono no armonizaba con el sentido de las palabras—, donde se encontró, entre diecisiete esqueletos, el de la dama cuya silueta puede verse en el museo de Nápoles. Llevaba anillos de oro, y los jirones de su fina túnica todavía se adherían a las cenizas que han conservado su forma.

Las triviales frases del guía causaron una viva emoción en Octavien. Le pidió que le mostrara el lugar exacto donde los preciosos restos habían sido descubiertos, y si no le hubiera contenido la presencia de sus amigos, se hubiera dejado llevar por cierto lirismo extravagante; su pecho se hinchó, sus ojos se humedecieron furtivamente: aquella catástrofe, borrada por veinte siglos de olvido, le impresionó como una desgracia absolutamente reciente; la muerte de una amante o de un amigo no le hubiera afligido más, y una lágrima con dos mil años de retraso cayó, mientras Max y Fabio se habían vuelto de espaldas, sobre el lugar donde aquella mujer, de la que se había enamorado con retrospectivo amor, había perecido asfixiada por la ardiente ceniza del volcán.

—¡Basta de arqueología! —exclamó Fabio—; no queremos escribir un tratado sobre un cántaro o una teja de la época de Julio César para llegar a ser miembros de una academia de provincias; los recuerdos clásicos me abren el apetito. Vamos a cenar, si es posible, en nuestra pintoresca hostería, donde temo que sólo nos sirvan filetes fósiles y huevos frescos puestos antes de la muerte de Plinio.

—No diré como Boileau:

Un estúpido, a veces, dice una frase sensata,

—dijo Max riendo—, sería descortés; pero es una buena idea. Hubiera estado bien, sin embargo, haber celebrado un banquete aquí, en un triclinio cualquiera, tumbados a la antigua, servidos por esclavos, al modo de Lúculo o de Trimalción. Es verdad que no veo muchas ostras del lago Lucrino; los rodaballos y los salmonetes brillan por su ausencia; el jabalí de Apulia escasea en el mercado; los panes y las tortas de miel figuran en el museo de Nápoles duros como piedras al lado de sus moldes con cardenillo; los macarrones crudos, condimentados con cacio-cavallo, y aunque sean detestables, siempre son mejor que nada. ¿Qué opina el amigo Octavien?

Octavien, que lamentaba muchísimo no haberse encontrado en Pompeya el día de la erupción del Vesubio para salvar a la dama de los anillos de oro y así merecer su amor, no había oído una sola frase de aquella conversación gastronómica. Sólo las dos últimas palabras pronunciadas por Max le sobresaltaron, y como no tenía ganas de entablar una discusión, hizo, por si acaso, un gesto de asentimiento, y el amistoso grupo reemprendió, rodeando las murallas, el camino de la posada.

Pusieron la mesa bajo la especie de porche abierto que sirve de vestíbulo a la hostería, y cuyos muros, encalados, estaban decorados con malas imitaciones que el posadero señalaba: Salvator Rosa, el Españoleto, el caballero Massimo, y otros nombres famosos de la escuela napolitana, que se creyó obligado a exaltar.

—Venerable posadero —dijo Fabio—, no pierda el tiempo desplegando su elocuencia. Nosotros no somos ingleses y preferimos las muchachas jóvenes a los viejos lienzos. Más vale que nos mande la lista de vinos por medio de esa bella morena, de aterciopelados ojos, que he visto en la escalera.

El posadero, comprendiendo que sus huéspedes no pertenecían al género de los filisteos y burgueses fáciles de engañar, dejó de alabar su galería para ensalzar su bodega. Tenía todos los vinos de las mejores cosechas: château-margaux, grandlaffite, sillery de Moët, hochmeyer, scarlat-wine, oporto y pórter, ale y gingerbeer, lácrima christi blanco y tinto, capri y falerno.

—¡Cómo! ¡tienes vino de Falerno, animal, y lo pones al final de la lista! Nos ha obligado a soportar una letanía enológica insoportable —dijo Max echando las manos al cuello del posadero con un movimiento de furia cómica—; ¿pero es que no tienes el sentimiento del color local? ¿acaso eres indigno de vivir en este antiguo barrio? Por lo menos, ¿es bueno tu falerno? ¿se metió en el ánfora en tiempos del cónsul Planco? —consule Planco.

—No conozco al cónsul Planco, y mi vino no está metido en ánfora alguna, pero es viejo y cuesta 10 carlines la botella —respondió el posadero.

El día había caído y había llegado la noche, noche serena y transparente, más clara, sin duda alguna, que el pleno mediodía de Londres; la tierra tenía tonos azules y el cielo reflejos de plata de una suavidad inimaginable; el aire estaba tan calmado que la llama de las velas que había sobre la mesa ni siquiera oscilaba.

Un muchacho que tocaba la flauta se acercó a la mesa, miró fijamente a los tres comensales, en una actitud de bajorrelieve, y de su instrumento surgieron los sonidos más dulces y melodiosos, una de esas cantinelas populares en modo menor cuyo encanto es tan penetrante.

Seguramente el muchacho descendía en línea directa del flautista que precedía a Duilio.

—Nuestra comida va tomando un cariz de antigüedad bastante notable; sólo nos faltan bailarinas gaditanas y coronas de hiedra —dijo Fabio sirviéndose un vaso lleno de vino de Falerno.

—Estoy a punto de hacer algunas citas latinas como en los artículos de Débats; me vienen a la memoria algunas estrofas —añadió Max.

—Guárdalas para ti —exclamaron Octavien y Fabio, justamente alarmados—; no hay nada tan indigesto como el latín en la mesa.

La conversación entre jóvenes que, con un puro en la boca, los codos sobre la mesa, contemplan un cierto número de botellas vacías, sobre todo cuando el vino es embriagador, no tarda en girar en torno a las mujeres. Cada uno expuso su teoría; éste es más o menos el resumen.

A Fabio sólo le importaba la belleza y la juventud. Voluptuoso y positivo, jamás se hacía ilusiones y en amor no tenía ningún prejuicio. Una campesina le gustaba tanto como una duquesa, con tal de que fuera bella; el cuerpo le importaba más que el vestido; se reía mucho de algunos de sus amigos, enamorados de varios metros de seda y encajes, y decía que sería más lógico estar prendado del escaparate de un comerciante de novedades. Estas opiniones, muy razonables en el fondo, y que no ocultaba, le hacían pasar por un hombre excéntrico.

A Max, menos artista que Fabio, sólo le gustaban las empresas difíciles; buscaba resistencias que vencer, virtudes que seducir, y concebía el amor como una partida de ajedrez, con jugadas largo tiempo meditadas, efectos asombrosos, sorpresas y estratagemas dignas de Polibio. En un salón, la mujer que parecía tener menos simpatía por el lugar, era la que escogía como objetivo de sus acometidas; hacerla pasar de la aversión al amor mediante hábiles transiciones, era para él un placer delicioso; imponerse a las almas que le rechazaban, dar jaque mate a las voluntades rebeldes gracias a su influencia, le parecía el más dulce de los triunfos. Del mismo modo que ciertos cazadores recorren los campos, los bosques y los llanos con lluvia, sol y nieve, sufriendo fatigas excesivas y una pasión que nada apaga, por una pequeña pieza de caza que la mayoría de las veces se niegan a comer, así a Max, una vez localizada la presa, ya no le importaba lo demás, y empezaba a perseguirla casi inmediatamente.

Octavien confesaba que la realidad no le seducía en absoluto, no porque tuviera sueños de colegial llenos de azucenas y rosas como un madrigal de Demoustier, sino porque en torno a cualquier belleza había demasiados detalles prosaicos y merecedores del mayor de los rechazos; demasiados padres chochos y condecorados; madres coquetas, que llevaban flores naturales en cabellos postizos; primos coloradotes y meditabundos; tías ridículas, enamoradas de perritos emperifollados… Una aguatinta, imitación de Horace Vernet o Delaroche, colgada en la habitación de una mujer, bastaba para reprimir en él una pasión naciente. Más poético que enamorado, necesitaba una terraza de la Isola-Bella, en el lago Mayor, en un precioso claro de luna, para enmarcar una cita. Hubiera querido elevar su amor del ámbito de la vida común y trasladar la escena a las estrellas. Se había enamorado uno por uno con imposible y loca pasión de todos los grandes personajes femeninos conservados por el arte o la historia. Como Fausto, había amado a Helena, y hubiera querido que las ondulaciones de los siglos llevaran hasta él una de esas personificaciones de los deseos y los sueños humanos, cuya forma, invisible para los ojos vulgares, sigue subsistiendo en el espacio y el tiempo. Se había compuesto un serrallo ideal con Semíramis, Aspasia, Cleopatra, Diana de Poitiers, Juana de Aragón. A veces también amaba a las estatuas, y un día, al pasar por el Museo ante la Venus de Milo, había exclamado: «¡Oh! ¡quién pudiera devolverte los brazos para que me estrecharas contra tu seno de mármol!». En Roma, la visión de una abundante melena trenzada, exhumada de una tumba antigua, le había sumido en un extraño delirio; había intentado, por medio de dos o tres cabellos obtenidos de un guarda sobornado a precio de oro, entregados a una sonámbula de grandes poderes, evocar la sombra y la forma de la muerta; pero el fluido conductor se había evaporado después de tantos años, y la aparición no había podido salir de la noche eterna.

Como Fabio había adivinado ante la vitrina de Studii, la silueta recogida en el sótano de la villa de Arrio Diomedes excitaba en Octavien impulsos insensatos hacia un ideal retrospectivo; intentaba salir del tiempo y de la vida, y trasladar su alma al siglo de Tito.

Max y Fabio se retiraron a su habitación y, con la cabeza un poco aturdida por los clásicos vapores del Falerno, no tardaron en dormirse. Octavien, que a menudo había dejado su vaso lleno ante él, pues no quería turbar con una embriaguez vulgar la embriaguez poética que bullía en su cerebro, sintió por la agitación de sus nervios que no le vendría el sueño, y salió de la hostería con pasos lentos para refrescarse la cabeza y calmar su pensamiento con el aire de la noche.

Sus pies, sin que tuviera conciencia de ello, le llevaron a la entrada por la que se penetra en la ciudad muerta, quitó la barra de madera que la cierra y se introdujo al azar entre las ruinas.

La luna iluminaba con su blanco resplandor las pálidas casas, y dividía las calles en dos franjas de luz plateada y de sombra azulada. Aquel día nocturno, con sus definidos matices, disimulaba la degradación de los edificios. No se distinguían, como a la claridad resplandeciente del sol, las columnas truncadas, las fachadas surcadas de lagartos, los tejados abatidos por la erupción; la semioscuridad suplía las partes ausentes, y un rayo brusco, como un toque de sentimiento en el boceto de un cuadro, indicaba todo un conjunto derrumbado. Los genios taciturnos de la noche parecían haber transformado la ciudad fosilizada en la representación de una vida fantástica.

A veces hasta el propio Octavien creyó ver cómo se deslizaban vagas formas humanas en la sombra; pero se desvanecían en cuanto llegaban a la zona iluminada. Susurros sordos y un rumor indefinido revoloteaban en el silencio. Nuestro paseante los atribuyó al principio a algún parpadeo de sus ojos, a algún zumbido de sus oídos. Podía ser también una ilusión óptica, un suspiro de la brisa marina, o la huida a través de las ortigas de un lagarto o de una culebra, porque todo vive en la naturaleza, incluso la muerte, todo murmura, incluso el silencio. Sin embargo experimentaba una especie de angustia involuntaria, un ligero estremecimiento, que podía ser causado por el aire frío de la noche, y que le produjo escalofríos. Volvió dos o tres veces la cabeza; ya no se sentía solo como antes en la ciudad desierta. ¿Quizá sus compañeros habían tenido la misma idea que él, y le buscaban por entre las ruinas? Las formas vislumbradas, los ruidos indistintos de pasos, ¿eran Max y Fabio que, caminando y charlando, habían desaparecido por alguna esquina? Aunque la explicación era completamente natural, Octavien comprendía en su turbación que no era cierta, y los razonamientos que hacía al respecto para sus adentros no le convencían. La soledad y la oscuridad se habían poblado de seres invisibles a los que él alteraba; había caído en la profundidad de un misterio, y era como si estuvieran esperando que se hubiera ido para comenzar. Tales eran las ideas extravagantes que le pasaban por la cabeza y que cobraban absoluta verosimilitud por la hora, el lugar y mil detalles alarmantes que comprenderán los que se han encontrado de noche en alguna vasta ruina.

Al pasar por delante de una casa en la que se había fijado durante el día y sobre la cual la luna daba de lleno, vio, en un estado de perfecta conservación, un pórtico, cuyo orden había intentado restablecer: cuatro columnas de orden dórico acanaladas hasta media altura, y con el fuste envuelto como en un paño púrpura de tonalidades de minio, sostenían un cimacio embellecido de ornamentos polícromos, que el decorador parecía haber concluido ayer; en la pared lateral de la puerta un moloso de Laconia, ejecutado al encausto y acompañado de la inscripción sacramental: Cave canem, ladraba a la luna y a los visitantes en su furia pintada. Sobre el umbral de mosaico la palabra Ave en letras oscas y latinas, saludaba a los huéspedes con sus amistosas sílabas. Los muros exteriores, en tonos ocres y rojos, no tenían una sola grieta. La casa era de una sola planta, y el tejado de teja bordeado de una acrótera de bronce, proyectaba su perfil intacto sobre el suave azul del cielo, donde palidecían algunas estrellas.

Aquella extraña restauración, hecha en una sola tarde por un arquitecto desconocido, atormentaba enormemente a Octavien, pues estaba seguro de haber visto la casa el mismo día en un lamentable estado de ruina. El misterioso restaurador había trabajado muy deprisa, porque las viviendas de alrededor tenían el mismo aspecto reciente y nuevo; todos los pilares tenían sus capiteles; ni una piedra, ni un ladrillo, ni una brizna de estuco, ni una capa de pintura faltaba en las paredes relucientes de las fachadas, y por el intersticio de los peristilos se entreveía, alrededor del estanque de mármol del cavaedium, adelfas rosas y blancas, mirtos y granados. Todos los historiadores se habían equivocado; la erupción no había tenido lugar, o bien la aguja del tiempo había retrocedido veinte horas seculares en la esfera de la eternidad.

Octavien, muy sorprendido, se preguntó si se había dormido de pie y caminaba en un sueño. Se preguntó seriamente si la locura no hacía danzar ante él sus alucinaciones; pero no tuvo más remedio que reconocer que no estaba ni dormido ni loco.

Un cambio extraño había tenido lugar en la atmósfera; vagos matices rosas se mezclaban, por gradaciones violetas, con los reflejos azulados de la luna; el cielo se iluminaba en el horizonte; era como si el día fuera a aparecer. Octavien sacó su reloj; marcaba medianoche. Temiendo que se le hubiera parado, apretó el botón de la cuerda; la campanilla sonó doce veces; era realmente medianoche, y sin embargo la claridad seguía aumentando, la luna se fundía en un cielo cada vez más luminoso; estaba saliendo el sol.

Entonces Octavien, en quien todas las ideas de tiempo se mezclaban, pudo convencerse de que estaba paseando no por una Pompeya muerta, frío cadáver de ciudad a la que se ha quitado a medias su sudario, sino por una Pompeya viva, joven, intacta, sobre la que no se habían derramado los torrentes de lava del Vesubio.

Un prodigio inconcebible le trasladaba a él, un francés del siglo XIX, a la época de Tito, no en espíritu, sino en la realidad, o hacía volver a él, desde el fondo del pasado, una ciudad destruida con sus habitantes desaparecidos; porque un hombre vestido a la antigua acababa de salir de una casa.

El hombre llevaba el pelo corto y la barba afeitada, una túnica de color marrón y un manto grisáceo, cuyos extremos estaban recogidos para que no le molestara al andar; iba con paso rápido, casi precipitado, y pasó al lado de Octavien sin verle. Un cesto de esparto le colgaba del brazo, y se dirigía hacia el Forum Nundinarium; era un esclavo, un Davus cualquiera que iba al mercado; era imposible equivocarse.

Se oyeron ruidos de ruedas y un carro antiguo, arrastrado por bueyes blancos y cargado de verduras, apareció en la calle. Al lado de la yunta andaba un boyero de piernas desnudas y quemadas por el sol, los pies calzados con sandalias, y vestido con una especie de camisa de tela, ahuecada en la cintura; un sombrero de paja cónico, echado hacia atrás y sujeto al cuello por una cinta, dejaba ver su cabeza, de un tipo desconocido hoy, la frente baja atravesada por duras nudosidades, el pelo rizado y negro, la nariz recta, los ojos tranquilos como los de sus bueyes, y el cuello de Hércules campesino. Tocaba gravemente a sus animales con la aguijada, en una pose de estatua que hubiera hecho caer en éxtasis a Ingres.

El boyero vio a Octavien y pareció sorprendido, pero siguió su camino; una vez volvió la cabeza, pues sin duda no hallaba explicación al aspecto de aquel personaje extraño para él, aunque dejaba, en su plácida estupidez rústica, la clave del enigma a personas más hábiles.

También aparecieron unos campesinos campanianos, conduciendo burros cargados de odres de vino, que hacían sonar campanillas de bronce; su fisonomía difería de los campesinos de hoy como una medalla difiere de un céntimo.

La ciudad se iba poblando gradualmente como uno de esos cuadros de diorama, aparentemente desiertos, y que un cambio de iluminación anima de personajes hasta entonces invisibles.

Los sentimientos que experimentaba Octavien habían cambiado de naturaleza. Antes, en la sombra engañosa de la noche, había sido presa de esa clase de desazón de la que ni los más valientes pueden defenderse, en medio de circunstancias inquietantes y fantásticas que la razón no logra explicar. Su vago terror se había transformado en profunda estupefacción; no podía dudar, a causa de la nitidez de sus percepciones, del testimonio de sus sentidos, y sin embargo lo que veía era absolutamente increíble. Todavía no convencido del todo, buscaba mediante la constatación de pequeños detalles reales, demostrarse a sí mismo que no era el juguete de una alucinación. No eran fantasmas los que desfilaban ante sus ojos, porque la brillante luz del sol les iluminaba con innegable realidad, y sus sombras alargadas por la luz de la mañana se proyectaban en las aceras y los muros. Sin comprender absolutamente nada de lo que le ocurría, Octavien, encantado en el fondo de ver cumplido uno de sus sueños más queridos, dejó de resistirse a la evidencia y se dejó llevar por todas aquellas maravillas, sin pretender entenderlas; se dijo que ya que en virtud de un poder misterioso se le había concedido vivir unas horas en un siglo desaparecido, no perdería el tiempo tratando de buscar la solución a un problema incomprensible, y siguió valerosamente su camino, mirando a derecha e izquierda aquel espectáculo tan viejo y tan nuevo para él. Pero ¿a qué época de la vida de Pompeya había sido trasladado? Una inscripción de edilicia, grabada en una muralla, le hizo saber, por el nombre de los personajes públicos, que estaban en el comienzo del reinado de Tito, o sea en el año 79 de nuestra era. Una idea súbita cruzó la mente de Octavien; la mujer cuya silueta había admirado en el museo de Nápoles debía estar viva entonces, porque la erupción del Vesubio en la que había fallecido tuvo lugar el 24 de agosto de ese mismo año; así pues, podía encontrarla, verla, hablarle… El loco deseo que había sentido ante la visión de aquella ceniza moldeada sobre contornos divinos iba quizá a satisfacerse, porque nada debería ser imposible para un amor que había tenido la fuerza de hacer retroceder el tiempo, y de que pasara dos veces la misma hora en el reloj de arena de la eternidad.

Mientras Octavien se entregaba a estas reflexiones, bellas muchachas se dirigían a las fuentes, sosteniendo con la punta de sus blancos dedos jarros en equilibrio sobre la cabeza; patricios de togas blancas bordadas de bandas de púrpura, seguidos de su cortejo de clientes, se dirigían hacia el foro. Los compradores se apretaban en torno a las tiendas, señaladas con rótulos esculpidos y pintadas, que recordaban por su pequeñez y su forma las tiendas morunas de Argel; sobre la mayor parte de los puestos, un enorme falo de barro coloreado y la inscripción hic habitat felicitas, daban testimonio de precauciones supersticiosas contra el mal de ojo; Octavien vio también una tienda de amuletos cuyo escaparate estaba lleno de cuernos, ramas de coral bifurcadas, y pequeños Príapos de oro, como todavía hoy se encuentran en Nápoles, para preservarse de la jettatura, pues según dicen una superstición dura más que una religión.

Siguiendo la acera que bordea cada calle de Pompeya, y proporciona a los ingleses la comodidad de tal invención, Octavien se encontró frente a frente con un apuesto joven, aproximadamente de su edad, vestido con una túnica de color azafrán, y cubierto con un manto de fina lana blanca, suave como la cachemira. La vista de Octavien, con el horrible sombrero moderno en la cabeza, embutido en una mezquina levita negra, las piernas aprisionadas en unos pantalones, los pies encerrados en un par de relucientes botas, pareció sorprender al joven pompeyano, como nos asombraría encontrar, en el boulevard de Gand, un ioway o un botodudo con sus plumas, sus collares de garras de oso y sus barrocos tatuajes. Sin embargo, como era un joven bien educado, no soltó una carcajada ante Octavien, sino que se compadeció de aquel pobre bárbaro perdido en una ciudad grecorromana, y le dijo con voz afectada y suave:

Advena, salve.

Nada era más natural que un habitante de Pompeya, bajo el reinado del divino emperador Tito, poderosísimo y augusto, se expresara en latín, y sin embargo Octavien se estremeció al oír aquella lengua muerta en una boca viva. Entonces se alegró de haber sido un empollón y de haber obtenido premios en los exámenes especiales. El latín de la Universidad le servía en esta ocasión única, y recordando lo que había aprendido en clase, respondió al saludo del pompeyano, utilizando el estilo de dos libros de texto: De viris illustribus y Selectae e profanis, de forma suficientemente inteligente, pero con un acento parisino que hizo sonreír al joven.

—Seguramente te será más fácil hablar en griego —dijo el pompeyano—; también conozco esa lengua, porque he hecho mis estudios en Atenas.

—Sé todavía menos griego que latín —contestó Octavien—; soy del país de los galos, de París, de Lutecia.

—Conozco ese país. Mi abuelo hizo la guerra en las Galias bajo el gran Julio César. Pero ¡qué traje tan extraño llevas! Los galos que he visto en Roma no iban vestidos así.

Octavien intentó explicar al joven pompeyano que habían transcurrido veinte siglos desde la conquista de las Galias por Julio César, y que la moda había cambiado; pero sus conocimientos de latín no eran demasiado profundos, y acabó por abandonar su empeño.

—Me llamo Rufus Holconius, y mi casa es la tuya —dijo el joven—; a menos que prefieras la libertad de la taberna: se está bien en el albergue de Albino, cerca de la puerta del barrio de Augusto Félix, y en la hospedería de Sarino, hijo de Publio, junto a la segunda torre; pero si quieres, te serviré de guía en esta ciudad desconocida para ti; me gustas, joven bárbaro, aunque hayas tratado de burlarte de mi credulidad pretendiendo que el emperador Tito, que hoy reina, está muerto desde hace dos mil años, y que el Nazareno, cuyos infames sectarios, embadurnados de pez, han alumbrado los jardines de Nerón, reina solo como dueño y señor en el cielo desierto del que han caído los grandes dioses. ¡Por Pólux! —añadió fijando los ojos en una inscripción roja trazada en la esquina de una calle—, has llegado a tiempo, dan la Casina de Plauto, que acaban de reponer en el teatro; es una curiosa y graciosa comedia que te divertirá, aunque sólo comprendas la pantomima. Sígueme, pronto será la hora; te llevaré al banco de los invitados y los extranjeros.

Y Rufus Holconius se dirigió hacia el pequeño teatro cómico que los tres amigos habían visitado durante el día.

El francés y el ciudadano de Pompeya tomaron las calles de la Fuente de la Abundancia, de los Teatros, pasaron junto al colegio y el templo de Isis, el taller del estatuario, y entraron en el Odeón o teatro cómico por una entrada lateral. Gracias a la recomendación de Holconius, Octavien fue situado cerca del proscenio, un lugar que correspondería a nuestros palcos. Inmediatamente todas las miradas se volvieron hacia él con benévola curiosidad y un ligero murmullo corrió por el anfiteatro.

La obra todavía no había empezado; Octavien aprovechó para mirar la sala. Las gradas semicirculares, terminadas a cada lado en una magnífica pata de león esculpida en lava del Vesubio, partían cada vez más amplias de un espacio vacío que correspondía a nuestro patio de butacas, pero mucho más estrecho, pavimentado de un mosaico de mármoles griegos; una grada más ancha formaba, a trechos, una zona distintiva, y cuatro escaleras que correspondían a las salidas y que subían desde la base a lo alto del anfiteatro, lo dividían en cinco franjas más anchas por arriba que por abajo. Los espectadores, con sus billetes en la mano, que consistían en pequeñas láminas de marfil donde estaban designadas, por sus números de orden, la fila, la esquina y la grada, con el título de la obra representada y el nombre de su autor, llegaban fácilmente a sus localidades. Los magistrados, los nobles, los hombres casados, los jóvenes, los soldados, cuyos cascos de bronce se veían brillar, ocupaban puestos separados. Era un espectáculo admirable el de las bellas togas y los amplios mantos blancos bien plegados que se exhibían en las primeras gradas y contrastaban con los atuendos variados de las mujeres, situadas arriba, y las capas grises de la gente del pueblo, relegada a los bancos superiores, junto a las columnas que sostienen el tejado, y que dejaban ver, por los intersticios, un cielo de un azul intenso como el campo de una panatenea; una fina lluvia de agua aromatizada de azafrán caía de los frisos en gotitas imperceptibles, y perfumaba el aire refrescándolo. Octavien pensó en las emanaciones fétidas que vician la atmósfera de nuestros teatros, tan incómodos que más parecen lugares de tortura, y se dio cuenta de que la civilización no había avanzado mucho.

El telón, sujeto a una viga transversal, se hundió en las profundidades de la orquesta, los músicos se instalaron en su tribuna, y el Prólogo apareció vestido grotescamente y con una máscara deforme en la cabeza, encajada como un casco.

El Prólogo, después de haber saludado a la asistencia y reclamado los aplausos, empezó una argumentación jocosa. «Las viejas obras teatrales —decía—, eran como el vino que gana con los años, y la Casina, que tanto gustaba a los ancianos, no debía gustar menos a los jóvenes; todos podían disfrutar con ella: unos porque la conocían, otros porque no la conocían. La obra, además, había sido hecha con cuidado, y había que escucharla con el alma libre de toda preocupación, sin pensar en las deudas ni en los acreedores, porque ésas son cosas que no pertenecen al teatro; era un día feliz, hacía bueno, y los alciones volaban sobre el foro». Luego hizo un análisis de la comedia que los actores iban a representar, con un detalle que prueba que la sorpresa influía muy poco en el gusto que los antiguos sentían por el teatro; contó cómo el viejo Stalino, enamorado de su bella esclava Casina, quiere casarla con su arrendatario Olimpio, esposo complaciente al que sustituirá en la noche de bodas; y cómo Licostrata, la mujer de Stalino, para oponerse a la lujuria de su vicioso marido, quiere unir a Casina con el caballerizo Chalino, con la idea de favorecer los amores de su hijo; finalmente, la forma en que Stalino, burlado, toma a un joven esclavo disfrazado por Casina, la cual declarada libre e ingenua, se casa con el joven amo, al que ama y por quien es amada.

El joven francés contemplaba distraídamente cómo los actores, con sus máscaras de bocas de bronce, se desenvolvían en escena; los esclavos corrían aquí y allá para simular apresuramiento; el anciano movía la cabeza y extendía sus manos temblorosas; la matrona, arrogante, en tono huraño y desdeñoso, se daba mucha importancia y regañaba a su marido, con gran regocijo de la sala. Todos los personajes entraban y salían por tres puertas practicadas en la pared del fondo que comunicaban con el «camerino» de los actores. La casa de Stalino ocupaba una esquina del teatro, y la de su viejo amigo Alcésimo estaba enfrente. Los decorados, aunque muy bien pintados, eran más representativos de la idea de un lugar que del lugar en sí mismo, como los bastidores del teatro clásico.

Cuando el cortejo nupcial que conducía a la falsa Casina hizo su entrada en escena, una inmensa carcajada, como la que Homero atribuye a los dioses, circuló por todos los bancos del anfiteatro, y torrentes de aplausos hicieron vibrar los ecos del recinto; pero Octavien ya no escuchaba ni miraba.

En la fila de bancos de las mujeres, acababa de descubrir una criatura de maravillosa belleza. A partir de ese momento, los encantadores rostros que habían atraído su mirada se eclipsaron como las estrellas ante Febo; todo se desvaneció, todo desapareció como en un sueño; una bruma desdibujó las gradas abarrotadas de gente, y la voz chillona de los actores pareció perderse en un alejamiento infinito.

Había recibido en el corazón como una descarga eléctrica, y le pareció que brotaban chispas de su pecho cuando la mirada de aquella mujer se volvió hacia él.

Era morena y pálida; sus cabellos ondulados y rizados, negros como la noche, se recogían ligeramente hacia las sienes a la moda griega, y en su cara de un tono mate brillaban unos ojos oscuros y dulces, cargados de una indefinible expresión de tristeza voluptuosa y de tedio apasionado; su boca, desdeñosamente arqueada en las comisuras, protestaba por medio del fuego vivo de su púrpura encendida contra la blancura tranquila de la máscara; su cuello presentaba esas bellas líneas puras que ya no se encuentran sino en las estatuas. Sus brazos estaban desnudos hasta los hombros, y de la punta de sus magníficos senos, que alzaban su túnica de un rosa malva, partían dos pliegues que parecían trabajados en el mármol por Fidias o Cleomenes.

La vista de aquella garganta de tan correctos contornos y de un corte tan puro, turbó magnéticamente a Octavien; le pareció que aquellas formas se adaptaban perfectamente a la silueta del museo de Nápoles, que le había sumido en tan ardiente ensoñación, y una voz le gritó en el fondo del corazón que aquella mujer era la mujer enterrada por la ceniza del Vesubio en la villa de Arrio Diomedes. ¿Por qué prodigio la veía viva, asistiendo a la representación de la Casina, de Plauto? No buscó una explicación; además, ¿cómo estaba él mismo allí? Aceptó su presencia como en el sueño se admite la intervención de personas muertas hace mucho tiempo y que sin embargo actúan con las apariencias de la vida; por otra parte, su emoción no le permitía razonamiento alguno. Para él la rueda del tiempo se había salido de su carril, y su deseo triunfante escogía su lugar en los siglos transcurridos… Se encontraba frente a frente con su quimera, una de las más inaccesibles, una quimera retrospectiva. Su vida se llenaba de repente.

Mientras contemplaba aquella cabeza tan serena y tan apasionada, tan fría y tan ardiente, tan muerta y tan rebosante de vida, comprendió que tenía ante él a su primer y último amor, su copa de suprema embriaguez; sintió que se desvanecían como sombras ligeras los recuerdos de todas las mujeres que había creído amar y que su alma se volvía virgen de cualquier emoción anterior. El pasado desapareció.

Entretanto la bella pompeyana, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, lanzaba sobre Octavien, aunque daba la impresión de estar atenta a lo que ocurría en escena, la mirada aterciopelada de sus ojos nocturnos, y esa mirada le llegaba pesada y ardiente como un chorro de plomo fundido. Luego se inclinó hacia el oído de una niña que estaba sentada a su lado.

La representación acabó; la multitud se retiró por los vomitorios. Octavien, desdeñando la amabilidad de su guía Holconius, se lanzó por la primera salida que se ofreció a sus pasos. Apenas hubo llegado a la puerta, una mano se posó en su brazo, y una voz femenina le dijo en tono bajo, pero de forma que no perdió una sílaba:

—Soy Tiché Novoleja, encargada de procurar diversión a Arria Marcella, hija de Arrio Diomedes. Mi señora te ama, sígueme.

Arria Marcella acababa de subir a su litera que llevaban cuatro fuertes esclavos sirios desnudos hasta la cintura, cuyos torsos de bronce brillaban al sol. La cortina de la litera se entreabrió, y una mano pálida, estrellada de sortijas, hizo un gesto amistoso a Octavien, como para confirmar las palabras de la sirvienta. El visillo de púrpura volvió a cerrarse, y la litera se alejó con el movimiento acompasado de los esclavos.

Tiché llevó a Octavien por caminos poco frecuentados, salvando las calles por el procedimiento de pisar en las piedras separadas que unen las aceras y entre las cuales se deslizan las ruedas de los carros, orientándose a través de aquel laberinto con la precisión que da la familiaridad de una ciudad. Octavien advirtió que atravesaba barrios de Pompeya que las excavaciones no han descubierto, y en consecuencia le resultaban completamente desconocidos. Esa extraña circunstancia entre tantas otras no le sorprendió. Estaba decidido a no sorprenderse de nada. En toda aquella fantasmagoría arcaica, que hubiera vuelto loco de felicidad a un anticuario, ya no veía sino los ojos negros y profundos de Arria Marcella y aquel pecho magnífico que había vencido a los siglos, y que incluso la destrucción quiso conservar.

Llegaron a una puerta secreta, que se abrió y se cerró inmediatamente, y Octavien se encontró en un patio rodeado de columnas de mármol griego de orden jónico, pintadas hasta la mitad de su altura, de un amarillo vivo; el capitel estaba decorado de ornamentos rojos y azules. Una guirnalda de aristoloquia colgaba sus anchas hojas verdes en forma de corazón de los salientes de la arquitectura como un arabesco natural, y junto a un estanque rodeado de plantas, un flamenco rosa se mantenía de pie sobre una pata, flor de plumas entre las flores naturales.

Paneles con pinturas al fresco que representaban arquitecturas caprichosas o paisajes de fantasía decoraban los muros. Octavien vio todos esos detalles de manera muy rápida, porque Tiché le puso en manos de unos esclavos que hicieron sufrir a su impaciencia todos los refinamientos de las termas antiguas. Después de haber pasado por los diferentes grados del vapor, soportado al rascador del estrigilario, sufrido los cosméticos y los aceites perfumados, le vistieron con una túnica blanca, y encontró en la siguiente puerta a Tiché, que le cogió la mano y le condujo a otra sala profusamente decorada.

En el techo estaban pintados, con gran pureza de líneas, lujo colorista y libertad de trazos que dejaban ver a un gran maestro y al simple decorador hábil pero vulgar, Marte, Venus y el Amor; un friso de ciervos, liebres y pájaros que retozaban entre el follaje, se alzaba sobre un revestimiento de mármol cipolino; el mosaico del pavimento, maravilloso trabajo que se debía seguramente a Sósimo de Pérgamo, representaba relieves de un gran festín ejecutados con un arte de auténtico ensueño.

Al fondo de la sala, en un biclinio o lecho de dos plazas, estaba reclinada Arria Marcella en una postura voluptuosa y serena que recordaba a la mujer tumbada de Fidias en el frontón del Partenón; sus sandalias, bordadas de perlas, yacían en el suelo junto a la cama, y su bello pie desnudo, más puro y más blanco que el mármol, sobresalía de una ligera manta de biso que la cubría.

Dos pendientes en forma de balanza, con perlas en cada platillo, temblaban a la luz a ambos lados de sus pálidas mejillas; un collar de oro, de cuentas en forma de pera, caía sobre su pecho que semidescubría el descuidado pliegue de un peplo de color paja con una greca negra bordada; un lazo negro y dorado se introducía y brillaba entre sus cabellos de ébano, porque había cambiado de vestido al volver del teatro; y alrededor de su brazo, como el áspid alrededor del brazo de Cleopatra, una serpiente de oro, cuyos ojos eran piedras preciosas, se enrollaba repetidas veces y trataba de morderse la cola.

Una mesita con patas de grifo, incrustada de nácar, de plata y marfil, estaba situada al lado del lecho de dos plazas, cubierta de diferentes manjares servidos en fuentes de plata y oro o de barro esmaltado de preciosas pinturas. En ellas se veía un pájaro del Fasis tumbado en sus plumas, y multitud de frutas propias de distintas estaciones, que nunca pueden comerse juntas.

Todo parecía indicar que esperaban a un invitado; flores frescas alfombraban el suelo, y las ánforas de vino estaban metidas en unas urnas llenas de hielo.

Arria Marcella hizo un gesto a Octavien para que se tumbara a su lado en el biclinio y participara de la comida. El joven, enloquecido de sorpresa y de amor, tomó al azar varios bocados de los platos que le ofrecían esclavos asiáticos de pelo rizado y túnica corta. Arria no comía, pero de vez en cuando se llevaba a los labios un recipiente de tonos opalinos de los que se utilizan para la mirra, lleno de un vino de un púrpura oscuro como sangre coagulada; a medida que bebía, un imperceptible vapor rosa subía a sus pálidas mejillas, desde su corazón que no había latido hacía tantos años; sin embargo su brazo desnudo, que Octavien rozó al levantar su copa, estaba frío como la piel de una serpiente o el mármol de una tumba.

—¡Oh! cuando te detuviste en el museo Studii a contemplar el fragmento de barro endurecido que conserva mi forma —dijo Arria Marcella volviendo su larga mirada húmeda hacia Octavien—, y cuando tu pensamiento se lanzó ardientemente hacia mí, mi alma lo sintió en este mundo en que floto invisible para los ojos vulgares; la creencia hace al dios y el amor hace a la mujer. No estamos verdaderamente muertos hasta que dejamos de ser amados; tu deseo me ha devuelto la vida, la poderosa evocación de tu corazón ha suprimido la distancia que nos separaba.

La idea de evocación amorosa que expresaba la joven, encajaba en las creencias filosóficas de Octavien, creencias que no estamos lejos de compartir.

Efectivamente, nada muere, todo existe siempre; ninguna fuerza puede aniquilar lo que fue una vez. Toda acción, toda palabra, toda forma, todo pensamiento caído en el océano universal de las cosas produce en él unos círculos que van ensanchándose hasta los confines de la eternidad. La figuración material sólo desaparece para las miradas vulgares, y los espectros que se separan de ella pueblan el infinito. Paris continúa raptando a Helena en una región desconocida del espacio. La galera de Cleopatra infla sus velas de seda en la inmensidad de un Cydnus ideal. Algunos espíritus apasionados y poderosos han podido atraer hacia ellos siglos en apariencia pasados, y han hecho revivir personajes muertos para todos. Fausto ha tenido por amante a la hija de Tíndaro, y la ha conducido a su castillo gótico, desde el fondo de los abismos misteriosos del Hades. Octavien acababa de vivir un día bajo el reinado de Tito y había conseguido el amor de Arria Marcella, hija de Arrio Diomedes, acostada en ese momento junto a él en un lecho antiguo en una ciudad destruida para todo el mundo.

—Por mi desprecio hacia las demás mujeres —respondió Octavien—, por la invencible atracción que me arrastraba hacia las personas brillantes que viven en el fondo de los siglos como estrellas provocadoras, comprendí que sólo podría amar fuera del tiempo y del espacio. Era a ti a quien esperaba, y ese débil vestigio conservado por la curiosidad de los hombres, por su secreto magnetismo me ha puesto en contacto con tu alma. No sé si eres un sueño o una realidad, un fantasma o una mujer, si como Ixión abrazo a una nube contra mi pecho confiado, si soy el juguete de un vil hechizo, pero de lo que estoy seguro, es de que serás mi primer y mi último amor.

—Que Eros, hijo de Afrodita, escuche tu promesa —dijo Arria Marcella apoyando la cabeza en el hombro de su amante, que la levantó y la besó apasionadamente—. ¡Oh! estréchame entre tus jóvenes brazos, envuélveme con tu tibio aliento, tengo frío por haber permanecido durante tanto tiempo sin amor.

Y Octavien sintió cómo se agitaba contra su corazón aquel bello seno, cuyo molde había admirado esa misma mañana a través del cristal de una vitrina del museo; el frescor de su preciosa piel le penetraba a través de su túnica y le ardía. El lazo oro y negro se había desprendido de la cabeza de Arria al echarse apasionadamente hacia atrás, y sus cabellos se derramaron como un río negro sobre la almohada azul.

Los esclavos se habían llevado la mesa. No se oyó sino un ruido confuso de besos y suspiros. Las codornices familiares, despreocupadas de aquella escena amorosa, picoteaban, en el mosaico del suelo, las migas del festín mientras lanzaban grititos.

De repente las argollas de bronce de las cortinas que cerraban la estancia se deslizaron sobre su varilla, y un anciano de aspecto severo, ataviado con un amplio manto marrón, apareció en el umbral. Su barba gris estaba separada en dos puntas como la de los nazarenos, su rostro parecía surcado por la fatiga de la mortificación: una crucecita de madera negra le colgaba del cuello y no dejaba ninguna duda sobre su fe: pertenecía a la secta, entonces muy reciente, de los discípulos de Cristo.

Ante su vista, Arria Marcella, muy confusa, ocultó la cara bajo un pliegue de su manto, como un pájaro que mete la cabeza bajo el ala frente a un enemigo que no puede esquivar, para evitar al menos el horror de verlo; mientras Octavien, apoyado en el codo, miraba fijamente al molesto personaje que interrumpía tan bruscamente su dicha.

—Arria, Arria —dijo el austero personaje en tono de reproche—, ¿la duración de tu vida no te bastó para tus excesos, y necesitas que tus infames amores invadan siglos que no te pertenecen? ¿No puedes dejar a los vivos en su esfera? ¿Acaso tus cenizas no se han enfriado todavía desde el día en que moriste sin arrepentirte bajo la lluvia de fuego del volcán? Dos mil años de muerte no te han calmado, y tus brazos voraces atraen hacia tu pecho de mármol, sin corazón, a pobres insensatos embriagados por tus brebajes mágicos.

—Arrio, piedad, padre mío, no me abrumes en nombre de esa sombría religión que jamás fue la mía; yo creo en nuestros antiguos dioses que amaban la vida, la juventud, la belleza, el placer; no me sumerjas otra vez en la pálida nada. Déjame gozar de esta existencia que el amor me ha devuelto.

—Cállate, impía, no me hables de tus dioses, que son demonios. Deja marchar a este hombre encadenado por tu impura seducción; no sigas atrayéndole fuera del círculo de su vida, que Dios ha medido; vuelve a los limbos del paganismo con tus amantes asiáticos, romanos o griegos. Joven cristiano, abandona esta larva que te parecería más horripilante que Empusa y Phorkyas, si pudieras verla tal como es.

Octavien, pálido, helado de espanto, quiso hablar; pero la voz se le quedó pegada a la garganta, según la expresión virgiliana.

—Arria, ¿me obedecerás? —exclamó impetuosamente el anciano.

—No, jamás —respondió Arria, con los ojos brillantes, los labios temblorosos, mientras rodeaba el cuerpo de Octavien con sus bellos brazos de estatua, fríos, duros y rígidos como el mármol. Su belleza furiosa, exasperada por la tensión, resplandecía con un fulgor sobrenatural en ese momento supremo, como para dejar a su joven amante un ineluctable recuerdo.

—Vamos, desdichada —repuso el anciano—, será preciso recurrir a procedimientos extraordinarios y alejar tu nada palpable y visible de este muchacho al que has fascinado; y pronunció en tono autoritario una fórmula de exorcismo que hizo desaparecer de las mejillas de Arria los matices purpúreos que el vino rojo del recipiente de mirra había producido.

En ese momento, la campana lejana de uno de los pueblos de la costa o de las aldeas perdidas en los recovecos de la montaña dejó sonar los primeros tañidos de la Salutación angélica.

Ante aquel sonido, un suspiro de agonía salió del pecho destrozado de la joven. Octavien sintió que se apartaban de él los brazos que le estrechaban; los ropajes que la cubrían se replegaron sobre sí mismos, como si los contornos que ceñían se hubieran hundido, y el desdichado paseante nocturno ya no vio a su lado, en el lecho del festín, sino un montón de ceniza mezclada con diversos huesos calcinados, entre los que brillaban brazaletes, joyas de oro, y otros restos informes, tal como los debieron descubrir al desescombrar la casa de Arrio Diomedes.

Lanzó un grito terrible y perdió el conocimiento.

El anciano había desaparecido. Salía el sol y la sala, antes dispuesta con tanta magnificencia, ya no era sino una ruina arrasada.


Después de haber dormido un sueño muy pesado por las libaciones de la víspera, Max y Fabio se despertaron sobresaltados, y su primer impulso fue llamar a su amigo, cuya habitación estaba al lado de la suya, mediante uno de esos toques burlones que a veces se emplean en los viajes; Octavien no respondió, naturalmente. Fabio y Max, al no recibir respuesta, entraron en la habitación de su compañero y vieron que la cama no había sido deshecha.

—Se habrá dormido en alguna silla —dijo Fabio—, sin poder llegar a su cama; porque nuestro querido Octavien no es un hombre fuerte; habrá salido temprano para disipar los vapores del vino con el fresco de la mañana.

—Sin embargo apenas bebió —añadió Max reflexionando—. Todo esto me parece bastante extraño. Vamos en su busca.

Los dos amigos, acompañados del cicerone, recorrieron las calles, encrucijadas, plazas y callejuelas de Pompeya, entraron en todas las casas curiosas donde supusieron que Octavien podía estar entretenido copiando una pintura o descifrando una inscripción, y acabaron por encontrarle desvanecido sobre el mosaico de una pequeña estancia medio derrumbada. Les costó mucho hacerle volver en sí, y cuando hubo recobrado el conocimiento, no dio muchas explicaciones, sólo que se le había ocurrido la idea de ver Pompeya al claro de luna, y que le había dado un síncope que, sin duda, no tendría consecuencias.

El grupito volvió a Nápoles por ferrocarril, como había venido, y aquella noche, en un palco del San Carlo, Max y Fabio contemplaban, ayudados de sendos gemelos, cómo brincaban, imitando a Amalia Ferraris, la bailarina entonces de moda, un enjambre de ninfas que llevaban, bajo las faldas de gasa, unos horribles pololos de color verde chillón que hacían que parecieran ranas picadas por la tarántula. Octavien, pálido, la mirada desvaída, el porte lánguido, no parecía darse cuenta de lo que pasaba en el escenario y, después de las maravillosas aventuras de la noche, tenía que hacer verdaderos esfuerzos por recuperar el sentimiento de la vida real.

A partir de la visita a Pompeya, Octavien fue presa de una melancolía huraña que el buen humor y las bromas de sus amigos agravaban más que aliviaban; la imagen de Arria Marcella no dejaba de perseguirle, y el triste desenlace de su buena suerte imaginaria no destruyó su encanto.

Como no podía aguantar más, volvió en secreto a Pompeya y paseó, como la primera vez, por entre las ruinas, al claro de luna, con el corazón palpitante de insensata esperanza, pero la alucinación no se repitió; no vio sino lagartos que huían entre las piedras, no oyó sino chillidos de aves nocturnas asustadas; no encontró a su amigo Rufus Holconius; Tiché no le puso su mano delicada en el brazo; Arria Marcella permaneció obstinadamente en el polvo.


Por pura desesperación, Octavien acaba de casarse con una joven y encantadora inglesa, que está loca por él. Es muy bueno con su mujer; sin embargo Ellen, con ese instinto del corazón que no engaña, intuye que su marido está enamorado de otra; pero ¿de quién? El espionaje más activo no ha podido descubrirlo. Octavien no tiene una amante; en el mundo, no dirige a las mujeres sino galanterías banales; incluso ha respondido muy fríamente a las claras insinuaciones de una princesa rusa, famosa por su belleza y su coquetería. Un cajón secreto, abierto durante la ausencia de su marido, no suministró ninguna prueba de infidelidad a las sospechas de Ellen. Pero ¿cómo se le iba a ocurrir estar celosa de Marcella, hija de Arrio Diomedes, liberado por Tiberio?

Théophile Gautier - Arria Marcella, recuerdo de Pompeya
  • Autor: Théophile Gautier
  • Título: Arria Marcella, recuerdo de Pompeya
  • Título Original: Arria Marcella, souvenir de Pompéi
  • Publicado en: Revue de Paris, 1852
  • Traducción: Elena del Amo

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