Tim Pratt: Sueños imposibles

Pete volvía a casa caminando desde la filmoteca, donde había asistido a una sesión de tarde de Tener y no tener, cuando vio por primera vez el videoclub.

Se detuvo en la acera, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, ante el estrecho local apretujado entre una tienda de regalos hortera y una panadería. Se acercó a la puerta, escudriñó el interior y vio que había carteles de películas antiguas en las paredes, pilas de DVD, montones de cintas VHS y una pantalla grande de televisión en una pared. El letrero de la puerta rezaba «Videoclub Sueños imposibles» y las manchas del cristal indicaban que llevaba en funcionamiento ya algún tiempo.

Pero era imposible. Pete se conocía todos los videoclubs del condado, desde las grandes cadenas hasta el minúsculo local que llevaban los estudiantes de cine en la universidad, pasando por esa tienda de porno del centro que a veces vendía clásicos de terror italiano y películas pirateadas procedentes de Asia. Pero de este sitio ni siquiera había oído hablar, y pasaba por allí como mínimo dos veces por semana. Pete creía en el cine del mismo modo que otros creen en Dios, así que no lograba entender cómo es que no había reparado en una tienda que estaba justo a tres manzanas de su propia casa. Abrió la puerta con un empujoncito y sonó una campana. La tienda era pequeña, con solo tres pasillos para los DVD y una pared de cintas VHS, luces fluorescentes y una moqueta industrial de un azul desgastado; dentro no había ningún cliente. La dependienta dijo: «Avísame si necesitas ayuda», y él asintió, sin apenas fijarse en ella más allá del hecho de que era una mujer, de unos veintitantos, y de que llevaba el pelo corto y claro, de punta como la pelusa de un pollito.

Pete se dirigió hacia la sección de clásicos. Aunque era un omnívoro del cine, juzgaba un videoclub por la calidad de la estantería de clásicos del mismo modo en que se juzga una sociedad por el estado de sus cárceles. Curioseó por una hilera de títulos conocidos y se detuvo ante un DVD con la carátula expuesta en cuya parte delantera había una pegatina plateada en la que se leía «Novedad».

Pete lo cogió con las manos temblorosas. La caja afirmaba que era el montaje del director de El cuarto mandamiento de Orson Welles.

—¿Qué clase de broma es esta? —preguntó, con la caja en la mano, casi enfadado.

—¿Perdón? —dijo la dependienta.

Pete se acercó hasta ella, blandiendo la caja, pero al verla enarcar las cejas y ponerse a la defensiva, notó que ella debía de estar pensando que se las estaba viendo con un cliente problemático.

—Lo siento —se disculpó—. Es que aquí dice que es el montaje del director de El cuarto mandamiento, con el metraje que fue suprimido.

—Ajá —respondió la dependienta, aliviada—. Salió hace unas pocas semanas. ¿No lo sabías? Antes solo se podía encontrar la versión que se estrenó en el cine, la que mutiló el estudio…

—Pero el metraje que eliminaron —la interrumpió—, eso se perdió, se destruyó, y el único rastro que quedaba de los últimos cincuenta minutos estaba en las hojas de continuidad de la productora.

La chica frunció el ceño.

—Bueno, sí, el metraje se perdió, y todos dieron por hecho que fue destruido, pero encontraron la película el año pasado en un rincón al fondo de un almacén.

¿Cómo era posible que Pete no se hubiera enterado? Los foros que consultaba en internet tenían que andar revolucionadísimos con semejante noticia, era el sueño de cualquier loco del cine.

—¿Cómo encontraron el metraje que faltaba?

—Pues es una historia interesante. Welles la cuenta en la parte de los comentarios. Bueno, de forma algo dispersa, pero es que el tío tiene unos noventa años, ¿qué vas a pedirle al pobre? Y…

—Te equivocas —dijo Pete—. A no ser que Welles esté hablando desde ultratumba. Murió en los ochenta.

La chica abrió la boca, después la cerró y esbozó una falsa sonrisa. Pete prácticamente podía oír cómo se repetía mentalmente el mantra de la atención al cliente: el cliente siempre tiene razón, incluso cuando se equivoca.

—Claro, lo que tú digas. ¿Quieres alquilar el DVD?

—Sí —dijo—. Pero no tengo cuenta con vosotros.

—¿Vives cerca? No necesitamos más que un número de teléfono, un documento identificativo y algún papel donde ponga tu dirección.

—Creo que tengo por aquí la última nómina —dijo Pete, rebuscando en la cartera y revisando los papeles.

La chica le dio un formulario para que lo rellenara, después introdujo la información en el ordenador. Mientras lo hacía, él le dijo:

—Oye, no quiero parecer gilipollas, es que… Yo lo sabría. Sé mucho de cine.

—No tienes por qué creerme —dijo, dándole golpecitos a la caja del DVD con un dedo—. Son tres dólares y dieciocho centavos en total.

Sacó otra vez la cartera, abultada no por las monedas sino por los recibos desordenados y los trozos de papel en los que se apuntaba notas.

—¿Puedo pagar con tarjeta de crédito?

La dependienta hizo una mueca.

—La compra mínima para tarjeta es de cinco pavos, lo siento, son las normas de la casa.

—Entonces cogeré un par de pelis más —respondió.

La chica miró de reojo al reloj de la pared. Eran casi las diez.

—Sé que estás a punto de cerrar, me daré prisa —dijo.

Ella se encogió de hombros.

—Vale.

Fue a la estantería de ciencia ficción y se quedó boquiabierto de nuevo. Tenían Yo, robot, pero no esa película de acción tan poco memorable protagonizada por Will Smith, esta era más antigua, y en los créditos ponía «escrita por Harlan Ellison». Sin embargo, la adaptación del libro de Isaac Asimov que había hecho Ellison nunca llegó a rodarse, aunque sí que se había publicado en forma de libro. «Tiene que ser alguna cinta pirata grabada por estudiantes», murmuró, y además no reconocía el nombre de la compañía. Pero… pero… es que decía «ganadora de un premio de la Academia al mejor guión adaptado». Aquello definitivamente tenía que ser una broma estudiantil del director, con esa caja que presentaba seriamente el absurdo, como si se tratase de una película llegada desde alguna realidad alternativa. Merecía la pena verla, claro, aunque no entendía cómo es que tampoco había oído hablar de ella. A lo mejor la había hecho alguien de por allí. La llevó al mostrador y sacó la tarjeta.

La dependienta miró la tarjeta con suspicacia.

—¿Visa? Lo siento, solo aceptamos Weber y Foster.

Pete se quedó mirando fijamente a la chica y cogió la tarjeta que le devolvía.

—Pero esta la usa todo el mundo —protestó, hablando despacio, como a un niño—. Jamás he oído hablar de…

Encogiéndose de hombros, la chica volvió a mirar el reloj, más explícitamente esta vez.

—Lo siento, las reglas no las pongo yo.

Tenía que ver esas películas. En lo que se refería al cine —¡cine nuevo!, ¡extraño!— Pete tenía poca paciencia, aunque en otros aspectos de la vida era tranquilo hasta decir basta. Pero las películas eran algo importante.

—Por favor, vivo justo aquí al lado, deja que vaya a por algo de suelto y vuelvo en diez minutos, ¿vale?

La chica tenía un rictus de severidad en los labios. Él señaló El cuarto mandamiento.

—Solo quiero verla como fue concebida originalmente. A ti te gusta el cine, ¿no? Tú me entiendes.

La expresión de la dependienta se suavizó.

—Vale. Diez minutos, ni uno más. Yo también quiero irme a casa.

Pete le dio las gracias varias veces y salió casi corriendo de la tienda. Una vez fuera corrió de verdad durante tres manzanas, casi todo cuesta arriba, hasta que llegó a su apartamento en una modesta casita blanca, buscó a tientas las llaves, maldijo y se dirigió al fin hacia el cajón de los calcetines, donde guardaba un delgado fajo de dinero enrollado para emergencias. Volvió a Sueños imposibles a toda prisa, respiraba con tanta dificultad que sentía que cada exhalación le quemaba todo el cuerpo, con una punzada de dolor en el costado. Pete no había corrido (corrido en serio) desde las clases de gimnasia en el instituto, y de aquello había pasado ya una decena de años.

Llegó a la panadería, llegó a la tienda de regalos, pero allí entre ambas no había ninguna puerta de entrada a Sueños imposibles: es más, no había ningún espacio entremedias. Las dos tiendas estaban la una pegada a la otra sin siquiera un callejón que las separara.

Pete apoyó una mano contra la pared de ladrillo. Intentó convencerse de que se había confundido de manzana, de que se había despistado mientras corría, pero sabía que no era cierto. Caminó de vuelta a casa, pausadamente, y una vez en el apartamento se dirigió hacia el salón, lleno de estanterías de metal que iban del suelo al techo repletas de cintas y DVD. Cogió un disco y lo metió en su reproductor universal de lujo, después agarró el mando a distancia y encendió el enorme televisor de plasma. Los altavoces de sonido envolvente se encendieron emitiendo un zumbido y Pete se dejó caer sobre el sillón de cuero de exquisito acabado que había en el centro de la habitación. Pete conducía un Honda viejo y roñoso con cuatro puertas y trescientos veinte mil kilómetros, vivía casi exclusivamente a base de macarrones con queso y se ahorraba el dinero del papel higiénico robando rollos del baño de la secretaría de la universidad donde trabajaba. Escatimaba en casi todo para derrochar en el mundo del cine.

Le dio al play. Pete tenía toda la colección de la serie En los límites de la realidad en DVD y por los altavoces se escuchaba ahora la voz del narrador, que presentaba la historia de un hombre que encuentra una polvorienta tienda de magia llena de maravillas.

Mientras veía el episodio, Pete empezó a asentir con la cabeza y dijo con un susurro: «Ya lo tengo».

§

Pete regresó por la mañana; volvió a la hora de comer; volvió por la tarde al salir del trabajo en la secretaría; pero Sueños imposibles no reapareció. Compró la cena en una tienda de sándwiches, después deambuló de un lado a otro entre los bloques que se alzaban al final de la calle comercial que estaba cerca de su casa. A las ocho y media se reclinó contra una farola y miró fijamente el lugar donde había estado Sueños imposibles. Anoche llegó a las… ¿qué serían?, ¿las diez menos cuarto? Pero a lo mejor el tiempo no tenía nada que ver con la prodigiosa manifestación del videoclub. ¿Y si había sido una aparición única?

A eso de las nueve menos cuarto la puerta apareció de repente. Pete había parpadeado, nada más, pero en ese pestañeo algo había pasado y la tienda estaba de nuevo allí.

Pete notó un escalofrío, se sintió colmado de un extraño regocijo y se preguntó si eran aquellas las sensaciones que experimentaba la gente que había presenciado curaciones milagrosas o visto estatuas que sangraban. Respiró profundamente y entró en la tienda.

Atendía la misma dependienta del día anterior, que le lanzó una mirada furiosa.

—Anoche te estuve esperando.

—Lo siento —se disculpó Pete, intentando no mirarla fijamente. ¿Sabría ella que su tienda estaba llena de maravillas? Desde luego no actuaba como si lo supiera. Le pareció que ella formaba parte del milagro, que no era ajena a él, y que para ella un mundo en el que existiera El cuarto mandamiento entera y sin escenas eliminadas no era nada especial—. No logré encontrar dinero en casa, pero hoy he traído de sobra.

—Te he guardado las películas —dijo—. De verdad que tienes que ver la de Welles. Cambiará toda tu opinión sobre su carrera.

—Eres muy amable. Voy a echar un vistazo, puede que coja algunas más.

—Tómate el tiempo que quieras. Hoy no ha habido mucho movimiento, incluso para ser martes.

La curiosidad que Pete sentía por ella —la propietaria, o la dependienta al menos, de una tienda mágica— entraba en conflicto con su deseo de rebuscar entre las estanterías.

—¿Siempre trabajas sola?

—Casi siempre, menos los fines de semana. En realidad tendría que haber dos dependientes aquí, pero mi jefe no para de perder pasta con eso de que la gente se descarga las películas, hace pedidos por correo y tal. —Meneó la cabeza.

Pete asintió. Él también se bajaba películas y las recibía por correo, pero reconocía que había algo especial en la gratificación instantánea de alquilar una en un videoclub, sin esperar a que termine de descargarse o a que llegue por correo.

—Lo lamento. Esta tienda parece estupenda. ¿Estás aquí todas las noches?

La chica se inclinó sobre el mostrador y suspiró.

—Últimamente sí. Estoy trabajando todo lo que puedo, algunos días hasta doblo. Necesito el dinero. Últimamente casi no me puedo permitir ni comprar algo de comer, más allá de una manzana para el almuerzo y unos noodles para cenar. Mi compañero de piso me ha dejado tirada así que tengo que pagar el doble de alquiler mientras busco un nuevo compañero, un asco. Es que… vaya, lo siento, no quería darte la brasa con mis problemas.

—No pasa nada —dijo Pete. Mientras hablaba, pudo fijarse tranquilamente en ella y se dio cuenta de que, además de ser proveedora de milagros, era muy guapa, con un estilo desaliñado y vagamente punk. No era para nada su tipo salvo porque, obviamente, le gustaban las películas.

—Mira lo que quieras —dijo, y abrió un voluminoso libro sobre el mostrador.

No hizo falta que se lo repitieran. La noche anterior había desarrollado una teoría y todo cuanto veía la reforzaba. Pensaba que este videoclub pertenecía a algún universo paralelo, un mundo como el suyo, pero con pequeñas diferencias, como tarjetas de crédito de compañías distintas. Sin embargo, incluso los pequeños cambios podían terminar suponiendo diferencias enormes cuando se trataba de películas. Cada película dependía de tantas variables —el caprichoso entusiasmo de un director, la fe que un estudio tuviera en un guión, que una gran estrella estuviese disponible, con qué actriz se estuviese acostando el productor— que cualquier factor podía alterar irrevocablemente su curso; de hecho, la historia de Hollywood estaba alfombrada con los cadáveres de películas que estuvieron a punto de rodarse. Pero aquí, en este mundo, algunas sí llegaron a filmarse, y Pete se iba a quedar una semana sin dormir, si hacía falta, para ver tantas como pudiera.

Las estanterías ofrecían un milagro tras otro. Aquí estaba La muerte de Superman, dirigida por Tim Burton y con Nicolas Cage de protagonista; en el universo de Pete, Burton y Cage habían abandonado el proyecto nada más comenzar. Tenían también Desafío total, pero dirigida y escrita por David Cronenberg, no Paul Verhoeven. Estaba también Terminator, pero con O. J. Simpson como protagonista en vez de Arnold Schwarzenegger, aunque Schwarzenegger seguía saliendo en la película en el papel de Kyle Reese. Y también En busca del arca perdida, protagonizada por Tom Selleck en vez de Harrison Ford, aunque no había ni rastro de ninguna de las demás películas de la saga de Indiana Jones, lo cual era una lástima. A Pete apenas le cabían más películas en las manos, pero las sujetaba haciendo torpes malabarismos a la vez que cogía más de la estantería. Aquí tenían Casablanca protagonizada por George Raft en vez de Bogart, ¡e igual hasta tenía uno de los finales alternativos! Aquí había una película de la Segunda Guerra Mundial con John Wayne de la que nunca había oído hablar, pero la caja decía que iba de la invasión por tierra de las islas japonesas y la llamaba «un fascinante drama histórico». Una rápida ojeada a la estantería no parecía indicar que tuvieran ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Kubrick, detalles que, sumados, daban a entender que en este mundo nunca habían llegado a tirar la bomba atómica sobre Japón. Las implicaciones de aquello eran potencialmente inmensas… pero Pete apartó esas especulaciones de su mente en cuanto otra película llamó su atención. En este mundo, Kubrick había vivido el tiempo suficiente para terminar Inteligencia Artificial él mismo, y Pete tenía que ver esa película, sin ese toque sentimental de Spielberg que la convertía en Pinocho.

—Solo puedes quedártelas tres días —le advirtió la dependienta, divertida, y Pete parpadeó sintiéndose como en un sueño—. ¿Vas a tener tiempo de verlas todas?

—Voy a organizarme un pequeño festival de cine —respondió Pete, y en efecto, planeaba llamar por teléfono al trabajo para decir que estaba enfermo y ver todas esas películas, y copiarlas, si podía; a saber qué tipo de extraña tecnología de protección de copia existía en este mundo.

—Bueno, mi jefe no va a querer alquilar veinte películas a un miembro recién inscrito, ¿entiendes? ¿Podrías quedarte nada más que con cuatro o cinco para ahorrarme el jaleo de tener que vérmelas con él? Vives cerca, ¿no? Siempre puedes venir y coger más cuando acabes.

—Claro —se resignó Pete. No le gustaba la idea, pero temía echarlo todo a perder si la presionaba. Escogió cuatro películas: El cuarto mandamiento, La muerte de Superman, Yo, robot y Casablanca, y apartó el resto. En cuanto hubiera alquilado algunas veces más igual le dejaban llevarse diez o veinte películas de golpe. Tendría que mirar cuántas bajas por enfermedad le quedaban por gastar. Este era un buen momento para pillarse una buena gripe y faltar un par de semanas al trabajo.

La dependienta escaneó las cajas, tecleó en el ordenador y le dijo que en total eran doce dólares con setenta y dos centavos. Él extendió dos billetes de cinco, dos de uno, dos monedas de veinticinco, una de diez centavos, dos de cinco y un par de centavos: esta vez había traído un montón de suelto.

La chica miró el dinero sobre el mostrador, después lo miró a él con una expresión mezcla de diversión y recelo. Tocó los billetes con los dedos.

—Sé que no eres un falsificador porque si no al menos intentarías que el dinero pareciera real. ¿De dónde has sacado esto? ¿De un juego o algo así? No son monedas extranjeras porque reconozco a los presidentes, salvo al tipo este de… ¿de cuánto es esta?, ¿de diez centavos?

Pete reprimió un gruñido. El dinero era distinto, ni siquiera se le había ocurrido. Empezó a plantearse la logística del robo armado.

—Ah, espera, tienes un par de monedas de cinco centavos mezcladas con las falsas —dijo y apartó las dos—. Así que con esto solo me debes doce con sesenta y dos.

—Me siento un verdadero idiota —dijo Pete—. Sí, es dinero de un juego al que estuve jugando ayer, he debido de cogerlo por error. —Recogió los billetes y las monedas barriéndolos del mostrador con la mano.

—Eres un tío raro, Pete. Espero que no te moleste que te lo diga.

Asintiendo con tristeza, sacó un puñado de monedas de sus bolsillos.

—Supongo que lo soy.

Tenía un montón de monedas de cinco, que eran reales —o lo bastante reales— en este mundo, y las contó sobre el mostrador: tres dólares con treinta y cinco, lo justo para una película. Mañana iría al banco y cambiaría montones de monedas de cinco, tantas como pudiera llevarse, y alquilaría todas esas películas, sumando los cinco centavos uno por uno. Claro, siempre podía birlar las cuatro y correr, pero entonces ya no podría volver, y aquel lugar estaba lleno de estanterías y más estanterías de películas que quería ver. Por esa noche se conformaría con El cuarto mandamiento.

—Esta —dijo Pete, y ella cogió las monedas de cinco, meneando la cabeza, risueña. Le dio una caja de plástico traslúcido y unos centavos de cambio que eran unas extrañas monedas octogonales.

—Guardaré el resto, señor Moneditas —dijo, cogiendo las películas que quedaban en el mostrador—. Disfrútala, y ya me contarás qué te parece.

Pete murmuró algún comentario amable mientras se apresuraba hacia la puerta, con el disco bien apretado contra el pecho, y después marchó hacia su apartamento, andando unas veces y corriendo otras. Nada más entrar encendió todos los componentes A/V y abrió la bandeja del reproductor de DVD. Abrió la caja de plástico y sacó el disco —sencillo, negro con el título en letras plateadas— y lo colocó en la bandeja. Era un poco más pequeño que los DVD de este mundo, pero parecía encajar bien. El disco dio vueltas, se puso a silbar y la pantalla brilló varias veces antes de quedarse vacía. En la pantalla del televisor se leía: «No hay disco». Pete soltó un exabrupto y trató de cargarlo de nuevo, pero no hubo manera. Se sentó en el sillón de cuero y puso la cabeza entre las manos. No solo el dinero era diferente en ese otro mundo, también el cifrado. Ni siquiera su reproductor universal, que reproducía discos de todo el mundo, podía leer esta versión de El cuarto mandamiento. Tampoco servirían las cintas de vídeo: se había dado cuenta de que eran distintas de las suyas, con un formato inexistente en su mundo, más pequeño que el VHS, más grande que el BETA.

Pero no todo estaba perdido. Pete salió de casa —llevando consigo el DVD de El cuarto mandamiento, porque no podía soportar la idea de volver a perderlo— y volvió a toda prisa a Sueños imposibles.

—¿Alquiláis reproductores de DVD? —preguntó jadeante, sin aliento—. El mío está roto.

—Claro que sí, Pete —contestó la dependienta—, pero hay que dejar un depósito de trescientos dólares. ¿Vas a pagar también en monedas de cinco?

—Claro que no —respondió—. Tengo dinero de verdad en casa. ¿Puedo ver el reproductor?

A la mierda con ser razonable. Le quitaría el reproductor y se largaría corriendo. Ella tenía su dirección, pero este no era su mundo y en unos pocos minutos la tienda desaparecería de nuevo. Volvería mañana con una pistola de juguete y robaría todos los DVD que fuera capaz de llevarse, se traería una maleta para meterlos todos, se…

La chica dejó el reproductor sobre la mesa con el cable enrollado encima. Las clavijas eléctricas tenían un ángulo extraño, eran perpendiculares entre sí, y Pete se acordó de que los estándares eléctricos ni siquiera eran iguales en Europa y en Estados Unidos, así que resultaba ridículo asumir que sus tomas fueran compatibles con los aparatos de otro universo. Dudaba bastante que fuera capaz de encontrar un adaptador en Radio Shack, e incluso si pudiera apañar algo, el voltaje que llevaban los cables de su casa podría ser excesivo y destruir el reproductor, igual que algunos ordenadores estadounidenses se fríen si los enchufas en una toma de corriente europea.

—Da igual —dijo, derrotado. Sin muchas ganas, hizo como que se palpaba los bolsillos en busca de algo y añadió—: Me he olvidado la cartera.

—¿Estás bien, Pete?

—Sí, es solo que tenía muchas ganas de verla.

Se esperaba alguna respuesta despectiva, algo del tipo «no es más que una película», eso que se había pasado la vida escuchando de sus amigos y familiares. En vez de eso, ella le dijo:

—Ya, lo entiendo. No te preocupes, seguirá aquí cuando arregles el reproductor. El bueno de Orson ya no es un superventas.

—Ya —dijo Pete. Deslizó el DVD hacia ella por el mostrador.

—¿Quieres el reembolso? No la has tenido más que veinte minutos.

—Quédatelo —se resignó Pete.

Se quedó un rato fuera y desde el otro lado de la calle contempló cómo la dependienta cerraba el videoclub. Pasados unos diez minutos de las diez, parpadeó y la tienda desapareció justo cuando tenía los ojos cerrados. Se alejó con paso fatigado.

§

Aquella noche vio su propio DVD de El cuarto mandamiento en casa, con el amputado raccord, con el final feliz impuesto por el estudio, añadido para no deprimir al público en tiempos de guerra, y después no pudo dormir pensando en lo que podría haber llegado a ser.

§

Pete no creía que Sueños imposibles fuera a aparecer de nuevo, y de hecho eran ya casi las nueve cuando por fin lo hizo. Se preguntó si la ventana temporal estaba cerrándose, si la tienda iba a materializarse cada día más tarde hasta que ya no reapareciera nunca más, si se desvanecería para siempre en cuestión de una semana, o de un día. Pete empujó la puerta y entró con una pesada bolsa de plástico en la mano. La dependienta se inclinó sobre el mostrador, comiendo crackers que sacaba de pequeños paquetes de plástico, galletitas de las que vienen con la sopa en el restaurante.

—Hola.

—Señor Moneditas —le saludó—. Eres el único cliente que me viene después de las nueve últimamente.

—Es que, bueno, dijiste que de un tiempo a esta parte no tenías dinero para cenar y quería disculparme por ser tan pesado y… eso, que he traído comida, si te apetece.

Se había pasado todo el día pensando qué llevar. La comida rápida quedaba descartada: si en su mundo no tenían McDonalds, ¿qué iba a pensar de la presentación? También le dio vueltas a otras cosas: ¿debería evitar la carne de vacuno por si la enfermedad de las vacas locas campaba a sus anchas en su mundo? ¿Y si la gripe aviar había convertido el pollo en una exquisitez poco común? ¿Y si su cultura era exclusivamente vegetariana? Al final se decidió por unos rollitos de primavera vegetarianos, noodles de arroz y sopa agripicante. En el videoclub había visto películas de acción hongkonesas, así que sabía que al menos la cultura china seguía existiendo en su mundo y contaba con que seguramente la comida seguiría siendo la misma.

—Eres un dios, Pete —dijo ella, mientras abría un recipiente de papel de noodles y cogía los palillos con soltura—. ¿Sabes qué he comido hoy? Una pera, y la tuve que robar del árbol de mi vecino. Las crackers las cogí de una bandeja del comedor de la universidad. Me has salvado la vida.

—No es nada. Siento de verdad haber sido tan pesado estas dos últimas noches.

La chica agitó la mano para indicar que no tenía importancia, con la boca llena de rollito. Entonces, mirándola, Pete se dio cuenta de que su nuevo plan era imposible. Había planeado ganarse su afecto y convencerla de que le dejara quedarse allí hasta después de cerrar para que así pudiera… colarse de polizón y viajar a su mundo, donde podría ver todas esas películas y quizá ser el nuevo compañero de piso de la dependienta. A las tres de la madrugada de la noche anterior todo eso le había parecido muy coherente y apenas había podido pensar en nada más durante todo el día, pero ahora que había puesto en marcha su plan se daba cuenta de que era mucho más peliculero que práctico. Igual funcionaba en el cine, pero en la vida real ni siquiera sabía el nombre de esta mujer, ella no le iba a dejar entrar en su vida y, aunque lo hiciera, ¿qué iba a hacer él en su mundo? Se pasaba el día tramitando solicitudes, ordenando transcripciones, toqueteando una base de datos y archivando cosas, pero ¿qué iba a hacer él en su mundo? ¿Y si los ordenadores de allí tenían lenguajes de programación completamente distintos? ¿De dónde iba a sacar el dinero una vez se le terminara aquel hipotético y gigantesco saco de centavos?

—Lo siento, nunca te he preguntado cómo te llamas —dijo.

—Me llamo Ally —respondió—. Cómete un rollito, me siento como una cerda.

Pete hizo lo que le pedían y Ally dio la vuelta al mostrador.

—Tengo algo para ti. —Fue hacia la gigantesca pantalla de televisión y la encendió—. No tenemos tiempo de verla entera, pero sí el suficiente para ver los últimos cincuenta minutos, el metraje recuperado, antes de que tenga que cerrar.

Encendió el reproductor y empezó El cuarto mandamiento.

—Ay, Ally, gracias —dijo Pete.

—Oye, se te ha estropeado el cacharro y de verdad que tienes que verla.

Y entonces Pete vio aquellos cincuenta minutos. El reparto era parecido, solo cambiaba un actor, que él advirtiera, y por todo lo que había leído este era sustancialmente el mismo metraje del que había oído hablar en su mundo. El genio de Welles se intuía incluso en el mutilado estreno de la RKO, pero aquí aparecía condensado, con una claridad de visión que resultaba casi abrumadora, y esta versión era triste, profundamente triste, el relato de una gloria y un inevitable declive.

Cuando terminó, Pete se sentía físicamente exhausto y radiante de felicidad.

—Es la hora de cerrar, Pete —le avisó Ally—. Gracias por la cena. Me vuelve loca la comida china. —Lo acompañó amablemente hasta la puerta mientras él no paraba de darle las gracias—. Me alegro de que te haya gustado —añadió—. Podemos hablar de ella mañana.

Ella echó el cerrojo y Pete se quedó observando desde un portal al otro lado de la calle hasta que la tienda desapareció, justo unos minutos después de las diez. La ventana temporal se estaba cerrando, la tienda aparecía durante menos tiempo cada noche.

Iba a tener que disfrutarlo mientras pudiera. A los milagros no hay que pedirles más de lo que están dispuestos a dar.

§

A la noche siguiente llevó pollo kung pao y le preguntó cuáles eran sus películas favoritas. Ella lo llevó hasta la estantería que rezaba «La selección de nuestro personal» y le enseñó sus recomendaciones.

—Es más por nostalgia, pero me sigue gustando El club de los seis, ya sabes, la continuación de El club de los cinco, ambientada diez años más tarde. Molly Ringwald está que se sale. Y El retorno del jedi, aunque sé que hay mucha gente que la odia, es una de las mejores películas que ha hecho David Lynch. A mí Dune me pareció un jaleo, pero con esa supo meterse de lleno en el corazón del universo de La guerra de las galaxias, es mucho más oscura que El imperio contraataca. Y Jasón y los argonautas, de Orson Welles, claro, aunque esa la tiene todo el mundo en su lista…

Mientras hablaba, Pete se descubrió mirándola a ella en vez de a las cajas de las películas con las que se entusiasmaba. Claro que quería verlas, todas, pero no iba a ser posible y, francamente, estaba hablando con una mujer de otro universo: aquello era igual de extraordinario que todo cuanto había visto en una pantalla. Era inteligente, divertida y sabía tanto de cine como él. Tampoco es que hubiera salido con muchas chicas, porque se sentía más cómodo estando a solas en la oscuridad delante de una pantalla que cenando frente a frente con una mujer; y además, sus relaciones rara vez duraban más de algunas citas una vez ellas se daban cuenta de que el cine era su principal forma de ocio. Pero con Ally… con ella podía hablar. Tenían obsesiones coincidentes y complementarias.

O puede que simplemente estuviera intentando convertir este milagro en algún tipo de melodrama romántico.

—Te pones preciosa cuando hablas de películas —dijo.

—Eres un encanto, Moneditas.

§

Pete regresó las siguientes tres noches, cada vez unos minutos más tarde, puesto que la puerta aparecía cada vez por menos tiempo. Ally le hablaba de películas, incrédula ante aquellas extrañas lagunas en su conocimiento:

—¿Cómo que nunca has oído hablar de Sara Hansen? ¡Es una de las más grandes directoras de todos los tiempos! —Pete se preguntaba si en su mundo habría muerto joven o si no habría nacido.

Ally sentía debilidad por las películas malas de ciencia ficción, sobre todo por todas aquellas películas de Ed Wood que protagonizó Bela Lugosi, quien, en el universo de Ally, había vivido varios años más, en lugar de morir durante el rodaje de Plan 9 del espacio exterior. También le gustaban las buenas películas de ciencia ficción, sobre todo El juego de Ender, de Ron Howard. Pete lamentaba que nunca podría ver ninguna de estas películas más allá de los fragmentos que Ally le enseñaba para respaldar sus argumentos, pero lamentaba aún más que dentro de poco, cuando la tienda dejase de aparecer, como parecía inevitable, ya no volvería a ver a Ally. Ella entendía de arcos dramáticos de personajes, del uso del color, de lo infravaloradas que estaban las cualidades de los actores de cine mudo, de la inusual audacia que demostraban las películas anteriores al Código Hays, de los peligros de la voz en off, de por qué una escena continua grabada con una sola cámara era algo digno de admirar, de por qué la animación de Ray Harryhausen era en muchos sentidos infinitamente más gratificante que las mejores imágenes hechas por ordenador. Ella era «su gente».

—¿Por qué te gustan tanto las películas? —le preguntó en esa tercera noche, mientras cenaban langostinos al estilo de Sichuán, ella inclinada sobre su lado del mostrador, él sobre el suyo.

Ally masticó, pensativa.

—Alguien describió la experiencia de leer grandes obras de ficción como estar dentro de un sueño vívido y continuo, y yo creo que las películas lo hacen mejor que cualquier otro medio. Algunos dicen que la mejor película no es tan buena como el mejor libro, y yo digo que no están viendo las películas adecuadas, o que no están viéndolas de la forma adecuada. Mi vida no tiene mucho sentido a veces. Paso hambre y frío y me siento sola, mis padres son una mierda, no puedo pagarme la matrícula del semestre que viene, no sé qué voy a hacer cuando me licencie. Pero cuando veo una buena película siento que entiendo un poco mejor la vida, y las que no son tan buenas al menos hacen que me olvide de las partes mierdosas de mi vida durante un par de horas. El cine me ha enseñado a ser valiente, a ser romántica, a defenderme sola, a cuidar de mis amigos. No tenía fe ni unos padres cariñosos, pero tenía películas, las sesiones baratas de la tarde cuando faltaba a clase y vídeos cuando ahorré lo suficiente para comprarme una tele y un reproductor. No tenía un mentor, pero tenía a Obi-Wan Kenobi y a Jimmy Stewart en Qué bello es vivir. Vale, el cine puede ser una forma de evasión, pero, qué leches, a veces necesitas evadirte de todo, ver un mundo mejor en la pantalla, saber que la vida puede ser mejor de lo que es, o que puede ser peor y así comprender todo lo bueno que tienes. El cine me ha enseñado a no conformarme con menos. —Le dio un sorbo a su botella de agua—. Por eso me encanta el cine.

—Caray —se emocionó Pete—. Me… caray.

—Bueno —dijo ella, mirándolo de forma extraña—, ¿y tú por qué finges que te gusta el cine?

Pete frunció el ceño.

—¿Qué? ¿Cómo que fingir?

—Oye, no pasa nada. Entraste aquí y dijiste que eras un friki del cine, pero ni siquiera sabes quién es Sara Hansen, nunca has visto Jasón y los argonautas, dices que unos actores son los protagonistas de películas en las que no salen… Vamos, yo pensé que te gustaba y que no sabías cómo ligar conmigo, pero me gustas, y si quieres pedirme que salga contigo puedes, pero no hace falta que seas un experto en cine para impresionarme.

—Claro que me gustas —aseguró Pete—. Pero me encanta el cine. De verdad.

—Pete… creías que Clark Gable salía en Lo que el viento se llevó. —Se encogió de hombros—. ¿Hace falta que añada algo más?

Pete miró el reloj. Tenía quince minutos.

—Espera aquí. Quiero que veas algo.

Se fue corriendo a casa. Esto de correr cada vez se le daba mejor. Quizá hacer ejercicio no era tan mala idea. Llenó una mochila con libros de su estantería de consulta —la Enciclopedia de cine de ciencia ficción, el Manual AFI de cine, la Guía de vídeos y DVD del año pasado y algunos más— y después volvió corriendo. Con la respiración entrecortada, dejó la pesada mochila sobre el mostrador.

—Libros —dijo, jadeando—. Léelos —jadeo—. Hasta —jadeo— mañana.

—Claro, Pete —dijo Ally, alzando la ceja de esa forma suya—. A mandar.

Pete salió del videoclub tambaleándose, respirando aún con dificultad, y cuando se giró hacia la puerta esta ya había desaparecido. Ni siquiera eran las diez. El tiempo se estaba agotando y, aunque Ally no tardaría en salir de su vida para siempre, no podía dejar que lo hiciese creyendo que él era un ignorante en esa pasión que compartían. Los libros igual no bastaban para convencerla. Mañana le enseñaría algo más.

§

Pete entró en cuanto se materializó la puerta, casi a las nueve y media. Ally no se entretuvo en muestras de cortesía. Dio un golpe en el mostrador con el Manual AFI de cine y dijo:

—¿Qué demonios está pasando?

Pete se quitó la mochila de la espalda, la abrió y sacó un delgado portátil de color plata, junto con un estuche de CD con varios DVD.

Lo que el viento se llevó —explicó. Introdujo un disco en el portátil, hizo aparecer el panel de control del DVD y adelantó la imagen hasta la primera escena en la que aparecía Clark Gable.

Ally se quedó mirando la pantalla LCD y Pete miró cómo se reflejaban los colores en su rostro. La voz de Gable, aunque metálica debido a la acústica de los pequeños altavoces, sonaba tan grave como siempre.

Pete cerró el portátil con delicadeza.

—Ya ves que sí que sé de pelis —dijo—. Solo que no hemos visto las mismas.

—Pero esto… estos libros… tú… tú eres de otro mundo. Es como… como…

—Como un episodio de En los límites de la realidad, lo sé. Pero lo cierto es que eres tú la que viene de otro mundo. Cada noche, durante una hora o así, últimamente menos, la puerta de Sueños imposibles aparece en mi calle.

—¿Qué? No lo entiendo.

—Ven —dijo, y le ofreció la mano. Ella la cogió y Pete la guio hacia afuera—. Mira —dijo, señalando la panadería a un lado, la tienda de regalos al otro, el taller de reparación de bicicletas en la acera de enfrente.

Ally se dejó caer contra la puerta, medio refugiándose en la tienda.

—Esto no puede ser. Esto no tendría que estar aquí.

—Vuelve dentro —respondió él—. La tienda cada vez aparece más tarde y desaparece antes, y no soportaría que te quedaras aquí atrapada.

—¿Por qué pasa esto? —preguntó Ally, aún cogida de su mano.

—No lo sé —reconoció Pete—. A lo mejor no hay una razón. A lo mejor en una película sí que la habría, pero…

—Algunas películas nos confortan asegurándonos que la vida tiene sentido —dijo Ally—. Y otras nos recuerdan que para nada lo tiene. —Exhaló, bruscamente—. Pero hay cosas que no tienen nada que ver con las películas.

—Cuidado con lo que dices —respondió Pete—. Oye, quédate el portátil. La batería debería durar un par de horas. Tienes otra más en la mochila, completamente cargada, y te debería llegar para otro par de horas. Ver pelis se come la batería, me temo. No sé si podrás encontrar un adaptador para cargar el portátil en tu mundo, los modelos son distintos. Pero puedes ver un par de películas al menos. Te he metido mis DVD favoritos, cosas muy chulas de Miyazaki, Beat Takeshi, Wes Anderson, algunos clásicos… Tienes para elegir.

—Pete…

Él se inclinó y la besó en la mejilla.

—Me ha encantado hablar contigo todas estas noches. —Trató de pensar en lo que diría si esto fuera la última escena de una película, su momento de despedida a lo Casablanca, y se le ocurrieron unas cuantas citas adecuadas para la ocasión. Las descartó todas—. Voy a echarte de menos, Ally.

—Gracias, Pete —dijo ella, y después volvió a entrar a regañadientes en Sueños imposibles. Ella lo miró desde la otra parte del cristal, y él levantó la mano para despedirse justo cuando la puerta se desvaneció.

§

Pete se contuvo de regresar a la noche siguiente, porque sabía que la tentación de entrar en la tienda sería demasiado fuerte y que esta vez apenas estaría abierta diez minutos. Pero después de pasarse horas dando vueltas por el salón, al final salió de casa pasadas las diez y caminó hasta donde había estado la tienda, pensando que quizá ella hubiera dejado una nota, con ánimo de poner un cierre, algún gesto de final cinematográfico, una rosa en el umbral, algo.

Pero no había nada, ninguna puerta, ninguna nota, ninguna rosa, y Pete se sentó en la acera, pensando que ojalá hubiera fotografiado a Ally, preguntándose qué películas habría decidido ver, qué le habrían parecido.

—Eh, señor Moneditas.

Pete levantó la mirada. Ally estaba allí de pie con un abrigo rojo, con la mochila del portátil colgada de un hombro. Se sentó a su lado.

—No sabía si vendrías, y no me entusiasmaba la idea de vagar por una ciudad extraña toda la noche cuando lo único que tengo para abrigarme son cincuenta dólares en monedas de cinco centavos. Los nombres de algunas calles son iguales a los del lugar del que vengo, pero hay demasiadas diferencias como para que pueda adivinar dónde vives.

—¡Ally! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Me dejaste esos libros —dijo— y todos hablan de Ciudadano Kane de Orson Welles y de cómo transformó el cine. —Le dio un puñetazo en el hombro—. ¡Pero no me diste el DVD!

—Pero… ¡todo el mundo ha visto Ciudadano Kane!

—No en el lugar del que vengo. Destruyeron la cinta. Hearst sabía que la película estaba basada en su vida e hizo un trato con el estudio, los guardias miraron para otro lado y alguien destruyó la película. Welles tuvo que empezar de cero e hizo Jasón y los argonautas. ¡Pero tú tienes Ciudadano Kane! ¿Cómo no iba a venir a verla?

—Pero Ally… a lo mejor no puedes volver.

Se rio e inclinó la cabeza sobre su hombro.

—No pienso volver. Allí no tengo nada.

Pete sintió una punzada de pánico en el pecho.

—Esto no es una película —dijo.

—No —reconoció Ally—. Es mejor. Es mi vida.

—Es que no sé…

Ally le dio una palmadita en la pierna.

—Tranquilo, Pete. No te estoy pidiendo que me acojas. Yo, al contrario que Blanche Dubois interpretada por Jessica Tandy, que no Vivian Leigh, en el lugar del que vengo, no dependo de la amabilidad de los extraños. Me escapé de casa cuando tenía quince y no volví a mirar atrás. Ya he empezado de cero antes, sin amigos, ni perspectivas, ni carné, y puedo volver a hacerlo.

—No vas a empezar de cero —le aseguró Pete, rodeándola con un brazo—. Desde luego que no. —Las luces no iban a encenderse, no iba a bajar el telón; esto no era el final de una película. Por una vez, a Pete le gustaba más su vida que el continuo y vívido sueño de la pantalla—. Venga, vamos a ver Ciudadano Kane.

Se pusieron de pie y caminaron juntos.

—Solo por curiosidad —empezó a decir—. ¿Qué películas viste en el portátil?

—Ah, ninguna. Pensé que sería más divertido verlas contigo.

Pete se rio.

—Ally, creo que este podría ser el comienzo de una bonita amistad.

Ella inclinó la cabeza y levantó una ceja.

—Eso me suena a alguna cita —dijo—, pero no sé de qué.

—Tenemos muchas cosas que ver —dijo Pete.

—Tenemos montones de cosas que hacer —replicó Ally.


© Tim Pratt: Impossible Dreams (Sueños imposibles). Publicado en Asimov’s Science Fiction, julio de 2006. Traducción de Silvia Schettin. | Cuento completo.