Tobias Wolff: Aquí empieza nuestra historia

La niebla entró temprano otra vez. Este era el décimo día consecutivo. Los camareros y las camareras se reunieron junto al ventanal para verla, y Charlie empujó su carrito a través del comedor para poder mirarla con ellos mientras llenaba los vasos de agua. Las barcas iban entrando adelantándose a la niebla, que se alzaba amenazadora tras ellas como una enorme ola. Las gaviotas planeaban desde el cielo hasta los pilones del muelle, donde se sacudían las plumas, se balanceaban de un lado a otro y miraban furiosas a los turistas que pasaban.

La niebla cubrió los puntales del puente. El puente parecía flotar suelto a medida que la niebla penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas. Una por una las fue engullendo a todas.

—Eso es lo que yo llamo espeluznante —dijo uno de los camareros—. No me harías salir ahí fuera ni por amor ni por dinero.

—Bonita conversación —dijo el camarero.

Una camarera dijo algo y los demás se echaron a reír.

El maître salió de la cocina e hizo chascar los dedos.

—¡Chico! —gritó.

Una de las camareras se volvió y miró a Charlie, el cual dejó la jarra con la que estaba sirviendo el agua y empujó el carrito a través del comedor hasta el lugar que le estaba asignado. Durante la siguiente media hora, hasta que llegó el primer cliente, Charlie dobló servilletas y puso cuadraditos de mantequilla en pequeños cuencos llenos de hielo picado, y pensó en las cosas que le haría al maître si alguna vez tuviera al maître en su poder.

Pero esto era un entretenimiento; en realidad no odiaba al maître. Odiaba este trabajo sin sentido y su temor a perderlo, y más que nada odiaba que le llamaran chico, porque eso le hacía más difícil pensar en sí mismo como en un hombre, cosa que estaba aprendiendo a hacer.

Esa noche sólo entraron en el restaurante unos cuantos turistas. Todos ellos estaban solos y claramente decepcionados. Se sentaron solos, con las bolsas de sus compras en la silla de enfrente, y miraron taciturnos en dirección al Golden Gate, aunque no se veía nada más que la niebla presionando contra los ventanales y unas gotas de agua grasienta resbalando por el cristal. Como la mayoría de la gente que está sola, pidieron los platos más baratos, gambas o bacalao o el «Plato del Capitán», y quizás una jarra pequeña de vino de la casa. Los camareros les sirvieron de manera descuidada. Los turistas comieron muy despacio, dieron excesivas propinas y se marcharon más profundamente hundidos en la decepción que antes.

A las nueve de la noche el maître mandó a casa a todos los camareros, excepto a tres, y se fue él. Charlie esperó que le hiciese también a él una indicación, pero le dejó de pie junto a su carrito, donde dobló más servilletas y renovó el hielo a medida que se derretía en los vasos de agua y bajo los cuadraditos de mantequilla. Los tres camareros no paraban de irse a la despensa a fumar droga. Para cuando cerraron el restaurante estaban tan colocados que apenas podían tenerse en pie.

Charlie emprendió la vuelta a casa por el camino más largo, por Columbus Avenue, porque Columbus Avenue tenía las farolas más luminosas. Pero con esta niebla las farolas eran sólo una presencia, una mancha lechosa aquí y allí entre el vapor. Charlie anduvo despacio y pegándose a las paredes. No se encontró a nadie en el camino; pero una vez, cuando se detuvo para secarse la humedad de la cara, oyó un extraño ruido de pasos tras él, y al volverse vio a un perro de tres patas surgir entre la niebla. Pasó junto a él dando una serie de sacudidas y desapareció.

—Dios —dijo Charlie.

Luego se rió, pero el sonido fue poco convincente y decidió meterse en algún sitio durante un rato.

Justo a la vuelta de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa, escuchando la música que él consideraba clásica. Le agradaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.

Cuando Charlie entró en el café, los únicos clientes que había eran cuatro viejos sentados en una mesa junto a la puerta. Él cogió una mesa al otro lado del local. Alguien se había dejado una revista italiana de cine en la silla junto a la suya. Charlie ojeó las fotografías, llevando el ritmo de «El coro del yunque» con los dedos, mientras la camarera le preparaba su cappucino. La máquina del café silbó cuando ella le dio a la manivela. El local se llenó del grato olor del café. Charlie notó también olor a pescado y se dio cuenta de que venía de él, que apestaba a pescado. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre la mesa.

Pagó a la camarera cuando ella le sirvió. Tenía la intención de beberse el café y marcharse. Mientras esperaba a que el café se enfriara entró una mujer con dos hombres. Miraron a su alrededor, conferenciaron y finalmente se sentaron en la mesa contigua a la de Charlie. No bien se sentaron empezaron a hablar sin preocuparse de si Charlie les oía. Él escuchó, y al cabo de unos minutos empezó a lanzarles miradas. No lo notaron o no les importó. Se mostraban indiferentes a su presencia.

Charlie dedujo de su conversación que los tres eran miembros del coro de una iglesia y que iban de copas después de ensayar. La mujer se llamaba Audrey. Tenía el lápiz de labios corrido, lo cual hacía que su boca pareciese un poco torcida. Tenía una cara afilada, con gruesas cejas negras, que enarcaba con escepticismo cada vez que hablaba su marido. El marido de Audrey era alto y corpulento. Cambiaba de postura constantemente, arañando el suelo con las patas de su silla al hacerlo, y pasaba su sombrero de una rodilla a la otra repetidas veces. A pesar de su corpulencia, el traje verde que llevaba le sentaba perfectamente. Se llamaba Truman, y el otro hombre se llamaba George. George tenía una voz tranquila y aguda, que disfrutaba utilizando; Charlie le vio escuchándose al hablar. Era profesor de algo, cosa que no sorprendió a Charlie. George le recordaba a los catedráticos jóvenes que había tenido en sus tres años de universidad: gafas sin montura, jersey de cuello vuelto, el fantasma de una sonrisa siempre en los labios. Pero George no era joven realmente. Su cabello abundante, con raya al medio, había empezado a encanecer.

No, al parecer, sólo Audrey y George cantaban en el coro. Le estaban contando a Truman un viaje que habían hecho recientemente a Los Ángeles, a un festival de coros. Truman miraba alternativamente a su mujer y a George según hablaban, y meneaba la cabeza cuando describían los lamentables caracteres de los otros miembros del coro y las excentricidades del director del mismo.

—Por supuesto, el padre Wes no es nada comparado con monseñor Strauss —dijo George—. Monseñor Strauss estaba positivamente loco.

—¿Strauss? —dijo Truman—. ¿Quién es Strauss? El único Strauss que conozco es Johann.

Truman miró a su mujer y se rió.

—Perdona —dijo George—. Estaba siendo críptico. George a veces se olvida de lo elemental. Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss supones que todo el mundo ha oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director durante cinco años, antes de la toma de posesión del padre Wes. Le dio un ataque de religiosidad y se fue al subcontinente justo antes de que Audrey se uniera a nosotros, así que, naturalmente, no tenías por qué reconocer el nombre.

—El subcontinente —dijo Truman—. ¿Qué es eso? ¿La Atlántida?

—Por Dios santo, Truman —dijo Audrey—. A veces me avergüenzas.

—La India —dijo George—. Calcuta. La Madre Teresa y todo eso.

Audrey le puso una mano en el brazo a George.

—George —dijo—, cuéntale a Truman esa maravillosa historia que me contaste a mí acerca de monseñor Strauss y el filipino.

George sonrió para sí.

—Ah, sí —dijo—, Miguel. Es una larga historia, Audrey. Quizá sería mejor dejarla para otra noche.

—Oh, no —dijo Audrey—. Esta noche sería perfecta.

—Si es tan larga… —dijo Truman.

—No lo es —dijo Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la mesa—. Cuenta la historia, George.

George miró a Truman y se encogió de hombros.

—No le eches la culpa a George —dijo. Se bebió lo que quedaba de coñac—. De acuerdo. Aquí empieza nuestra historia. Monseñor Strauss tenía algún dinero y todos los años viajaba a lugares exóticos. Al regresar a casa siempre traía algún recuerdo extraño que había adquirido en sus viajes. De Argentina se trajo unas semillas que se convirtieron en plantas cuyas flores olían a, con perdón, merde. Las había comprado en una tienda argentina de artículos de broma, si te puedes imaginar semejante cosa. Cuando volvió de Kenya pasó de contrabando un lagarto que cazaba moscas con la lengua a una distancia de metro y medio. Monseñor llevaba este lagarto a todas partes sobre un dedo, y cuando una mosca se ponía a tiro decía: «¡Mirad esto!», y apuntaba al lagarto como si fuera una pistola, y paf…, se acabó la mosca.

Audrey apuntó a Truman con un dedo y dijo:

—Paf.

Truman se limitó a mirarla.

—Necesito otra copa —dijo Audrey, y le hizo una seña a la camarera.

George pasó un dedo por el borde de su copa de coñac.

—Después del lagarto —continuó— hubo un enorme roedor australiano que acabó en el zoo, y después del roedor vino un ser humano de diecinueve años originario de las Islas Filipinas. Se llamaba Miguel López de Constanza, y era un taxista de Manila a quien monseñor había contratado como chófer durante su estancia allí y al cual le había cogido afecto. Cuando monseñor volvió tocó unas cuantas teclas en Inmigración y unas semanas más tarde llegó Miguel. No hablaba inglés realmente, sólo unas cuantas palabras chapurreadas para los turistas de Manila. El primer mes o cosa así se alojó con monseñor en la rectoría; luego encontró una habitación en el hotel Overland y se trasladó allí.

—El hotel Overland —dijo Truman—. Eso es un tugurio de drogotas en la parte alta de Grant.

—El hotel Sobredosis —dijo Audrey. Cuando Truman la miró, ella aclaró—: Así es como le llaman.

—Pareces estar muy puesta en la nomenclatura —comentó Truman.

La camarera vino con las bebidas. Cuando vació la bandeja se quedó de pie detrás de Truman y empezó a escribir en un cuaderno que llevaba. Charlie deseó que no se acercara a su mesa. No quería que los otros se fijaran en él. Adivinarían que había estado escuchándoles y quizá no les agradara la idea. Podrían dejar de hablar. Pero la camarera terminó de hacer sus anotaciones y se volvió a la barra sin mirar siquiera a Charlie.

Los viejos sentados junto a la puerta estaban discutiendo en italiano. La ventana que había tras ellos estaba toda empañada, y Charlie notó la proximidad de la niebla. El tocadiscos tragaperras brillaba en el rincón. La canción que estaba sonando acabó bruscamente, la maquinaria zumbó y volvió a sonar «El coro del yunque».

—¿Y por qué el hotel Overland? —preguntó Truman.

—Truman prefiere el Fairmont —dijo Audrey—. Truman cree que todo el mundo debiera alojarse en el Fairmont.

—Miguel no tenía dinero —explicó George—. Sólo el que le daba monseñor. La idea era que se quedara allí justo el tiempo suficiente para aprender inglés y un oficio. Luego conseguiría un trabajo y podría mantenerse.

—Parece razonable —dijo Truman.

Audrey se echó a reír.

—Truman, me haces gracia. Eso es exactamente lo que pensé que dirías. Pero demos la vuelta a las cosas por un minuto. Digamos que por alguna razón tú, Truman, te encuentras en Manila sin un céntimo. No conoces a nadie, no entiendes nada de lo que hablan y vas a parar a un hotel donde la gente se está pinchando y palmándola en las escaleras y prendiendo fuego a sus habitaciones todo el rato. ¿Cuánto español aprenderías viviendo de esa manera? ¿Qué clase de oficio? Sé realista. Esa no es una existencia razonable.

—San Francisco no es Manila —dijo Truman—. Créeme, yo he estado allí. Por lo menos aquí tienes una posibilidad. Además, no es cierto que no conociera a nadie. ¿Qué pasa con monseñor?

—Fantástico —dijo Audrey—. Un cura que va por ahí con un lagarto en un dedo. Un amigo estupendo. O, como tú dirías, un contacto estupendo.

—Nunca, que yo sepa, he usado la palabra contacto en ese sentido —dijo Truman.

George había estado con la vista clavada en su copa de coñac, que sostenía con ambas manos. Levantó los ojos y miró a Audrey.

—En realidad —dijo—, Miguel no estaba totalmente perdido. De hecho, se las arregló bastante bien durante algún tiempo. Monseñor Strauss le metió en un curso para mecánicos en la casa Porsche-Audi en Van Ness, y aprendía el inglés a una velocidad tremenda. Es asombroso, ¿verdad?, lo que uno es capaz de hacer cuando no tiene alternativa —George hizo rodar la copa entre las palmas de sus manos—. Los drogotas le dejaron en paz, por muy increíble que parezca. No se metían con él en los vestíbulos ni nada. Era como si Miguel viviera en una dimensión distinta de la suya, y en cierto modo así era. Iba a misa diariamente y cantaba en el coro. Allí fue donde yo le conocí. Miguel tenía una hermosa voz de barítono, verdaderamente hermosa. Estaba sumamente orgulloso de su voz. Y también de su cuerpo. Comía exactamente tanto de esto y tanto de lo otro. Hacía complicados ejercicios todos los días. Y hasta se daba masajes faciales para evitar que le saliera papada.

—Ahí lo tienes —dijo Truman a Audrey—. Existe el carácter —como ella no contestó, añadió—: Lo que quiero decir es que uno no está necesariamente limitado por las circunstancias.

—Ya sé lo que quieres decir —dijo Audrey—. La historia no ha terminado todavía.

Truman pasó su sombrero de una rodilla a la mesa. Cruzó los brazos sobre el pecho.

—Tengo todo un día por delante —le dijo a Audrey.

Ella asintió, pero sin mirarle.

George bebió un sorbo de coñac. Después cerró los ojos y se pasó la punta de la lengua por los labios. Luego bajó la cabeza de nuevo y fijó la mirada en la copa.

—Miguel conoció a una mujer —dijo—, como nos pasa a todos. Se llamaba Senga. Yo supongo que primitivamente su nombre sería Agnes, y que le dio la vuelta con la esperanza de resultar más interesante a las personas del género masculino. Senga tenía por lo menos diez años más que Miguel, puede que más. Tenía una hija en octavo, creo. Senga era una especialista en finanzas en B of A. No recuerdo dónde se conocieron. Salieron durante algún tiempo; luego ella cortó. Supongo que para ella fue algo intrascendente, pero para Miguel era serio. Adoraba a Senga, y uso esa palabra con conocimiento de causa. Montó un pequeño altar para ella en su habitación. Una foto de Senga cuando terminó los estudios secundarios, rodeada de diversos objetos que ella había llevado o utilizado. Peines, pañuelos, frascos de perfume vacíos. Un montón de cosas. Cómo los consiguió, no tengo ni idea, si ella se los dio o él los cogió. Lo extraño es que sólo salió con ella unas cuantas veces. Dudo mucho de que llegaran nunca a acostarse.

—No se acostaron —dijo Truman.

George le miró.

—Si se hubieran acostado —dijo Truman—, no le habría puesto un altar.

Audrey meneó la cabeza.

—Truman puro —dijo—, Truman de ley.

Él le palmeó un brazo.

—No te ofendas —le dijo.

—Sea como sea —dijo George—, Miguel no estaba dispuesto a renunciar, y ésa fue la causa de todo el problema. Primero le escribió cartas, largas cartas sensibleras en un inglés entrecortado. Me dio a leer una para que le corrigiera la ortografía y esas cosas, pero era totalmente imposible. Era todo fragmentos y repeticiones. Sin párrafos. Simplemente se la devolví al cabo de unos días y le dije que estaba bien. Miguel pensaba que las cartas convencerían a Senga, pero ella nunca le contestaba, y después de algún tiempo empezó a llamarla a todas horas. Ella se negaba a hablar con él. En cuanto oía su voz le colgaba. Finalmente consiguió un número que no aparecía en la guía telefónica. Ella se negaba a hablar con él, pero Miguel pensó que a este servidor le escucharía. Quería que fuese a B of A a defender su causa, que actuara como una especie de garante de su carácter. Cosa que, después de alguna reflexión, acepté hacer.

—Ajá —dijo Truman—. La trama se complica. Entra Miles Standish.

Sabía que dirías eso —dijo Audrey.

Se terminó su bebida y miró a su alrededor, pero la camarera estaba sentada en la barra, de espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.

George se quitó las gafas, las sostuvo a la luz y se las volvió a poner, diciendo:

—Así que George sale resueltamente para conocer a Senga. Senga…, ¿no os sugiere ese nombre a una reina de la selva? Ojos que relumbran, daga en la cadera, pechos asomando por encima de una piel de leopardo. Pues no era el caso. Esta Senga seguía siendo una Agnes. Delgada, con aspecto de ejecutiva. Y muy gruñona. No bien mencioné el nombre de Miguel, me enseñó la puerta y me dio un mensaje para él: si volvía a molestarla pondría a la policía tras él. Esas fueron sus palabras, y las decía en serio. Una semana después, más o menos, Miguel la siguió desde el trabajo a casa, e inmediatamente ella contrató a un abogado para ocuparse del caso. El resultado fue que Miguel tuvo que firmar un papel diciendo que entendía que sería arrestado si volvía a escribir, llamar o seguir a Senga. Firmó, pero con reservas, como si dijéramos. Me dijo: «Jorge, firmo, pero no acepto». Le contesté: «Nobles palabras, pero más te vale aceptar, porque de lo contrario esa mujer te hará encerrar». Miguel dijo que la prisión no le asustaba, que en su país todas las mejores personas estaban en prisión. Efectivamente, a los pocos días siguió a Senga a su casa una vez más y ella cumplió lo prometido: le hizo encerrar.

—Pobre chico —dijo Audrey.

Truman había estado intentando atraer la atención de la camarera, que rehuía mirarle. Se volvió a Audrey.

—¿Qué significa eso de «pobre chico»? ¿Qué me dices de la chica? ¿De Senga? Está tratando de conservar un trabajo y de alimentar a su hija, y mientras tanto tiene a un filipino persiguiéndola por toda la ciudad. Si quieres sentir pena por alguien, siéntela por ella.

—La siento —dijo Audrey.

—De acuerdo entonces.

Truman miró de nuevo a la camarera y en ese momento Audrey cogió la copa de George y bebió un sorbo. George le sonrió.

—¿Qué le pasa a esa mujer? —dijo Truman. Meneó la cabeza—. Renuncio.

—Continúa, George —dijo Audrey.

George asintió.

—En resumen —dijo—, fue un asunto serio. Très sérieux. Fijaron una fianza de veinte mil dólares, que monseñor Strauss no pudo reunir. Y por descontado, un servidor tampoco. Así que Miguel se quedó en la cárcel. El abogado de Senga quería sangre y metió a los de Inmigración en el asunto. Amenazaban con revocar el visado de Miguel y expulsarlo del país. Finalmente monseñor Strauss consiguió sacarle, pero fue, como diría el duque, por los pelos. Resultó que a Senga iban a trasladarla a Portland al cabo de un mes o cosa así, y monseñor la convenció de que retirase los cargos, con la condición de que Miguel no se acercaría a quince kilómetros de los límites de esa ciudad mientras ella viviera allí. Hasta que ella se marchara Miguel viviría con monseñor Strauss en la rectoría, bajo su supervisión personal. Monseñor aceptó también pagar los honorarios del abogado de Senga, que eran disparatados. Absolutamente disparatados.

—¿Y cuál era la última condición? —preguntó Truman.

—La simplicidad misma —respondió George—. Si Miguel no cumplía, le pondrían en el primer avión para Manila.

—Eso parece ilegal —dijo Truman.

—Quizá. Pero ése era el acuerdo.

Empezó una nueva canción en el tocadiscos tragaperras. Los viejos de la puerta dejaron de discutir, y cada uno de ellos pareció ensimismarse de repente.

—Escuchad —dijo Audrey—. Es él. Caruso.

El disco estaba gastado y producía el efecto de ruidos parásitos detrás de la voz de Caruso. La música, llegando a través del ruido parásito, le hizo recordar a Charlie las emisiones de radio culturales de Europa que sus padres escuchaban con tanta gravedad cuando él era niño. A veces la voz de Caruso casi se perdía, pero luego volvía a subir. Los viejos estaban inmóviles. Uno de ellos empezó a llorar. Las lágrimas caían libremente de sus ojos abiertos y corrían por sus mejillas.

—Así que ése era Caruso —dijo Truman cuando la canción terminó—. Siempre me había preguntado a qué se debía tanta fama. Ahora lo sé. A eso le llamo yo cantar.

Sacó la cartera y dejó algo de dinero sobre la mesa. Examinó el dinero que quedaba en la cartera antes de guardarla.

—¿Lista? —le preguntó a Audrey.

—No —dijo ella—. Termina la historia, George.

George se quitó las gafas y las puso sobre la mesa, al lado de su copa. Se frotó los ojos.

—Está bien —dijo—. Volvamos a Miguel. Según lo acordado, vivió en la rectoría hasta que Senga se fue a Portland. Y además se portó bien. Ni cartas, ni llamadas, ni seguimientos. En pijama todas las noches antes de las diez. Entonces Senga se fue y Miguel volvió al Overland. Durante algún tiempo parecía bastante desesperado, pero al cabo de unas semanas pareció superarlo.

Digo «pareció» porque estaban sucediendo más cosas de las que se veían. O al menos de las que veía yo. Una noche estoy yo en casa escuchando, lo creáis o no, Tristán, cuando suena el teléfono. Al principio nadie dice nada; luego llega una voz en un susurro: «Ayúdame, Jorge, ayúdame», y naturalmente, sé quién es. Dice que necesita verme en seguida. Sin ninguna explicación. Ni siquiera me dice dónde está. Tengo que suponer que está en el Overland, y allí es donde le encuentro, en el vestíbulo.

George lanzó una risita.

—En realidad —dijo—, por poco no le veo. Tenía toda la cara vendada, desde la nariz hasta la parte alta de la frente. Si no le hubiera estado buscando, no le habría reconocido. En la vida. Estaba sentado, rodeado de sus maletas y con un bastón blanco sobre las rodillas. Cuando le hice saber que estaba allí, me dijo: «Jorge, estoy ciego». Le pregunté qué había ocurrido. No quería decírmelo. En cambio, me dio un pedazo de papel y me pidió que llamara a Senga y le dijera que se había quedado ciego y que llegaría a Portland en autocar a las once de la mañana siguiente.

—Cielo santo —dijo Truman—. Lo estaba fingiendo, ¿no es eso? Quiero decir que no estaba ciego realmente, ¿verdad?

—Esa es una pregunta interesante —dijo George—. Porque si bien he de decir que Miguel no estaba realmente ciego, también he de decir que no estaba fingiendo realmente. Pero sigamos. Senga no se conmovió. Me ordenó que le dijera a Miguel que no sería ella, sino la policía, quien le estaría esperando. Miguel no le creyó. «Jorge, ella estará allí», me dijo. Y eso fue todo. Se acabó la discusión.

—¿Fue? —preguntó Truman.

—Claro que fue —dijo Audrey—. La amaba.

George asintió.

—Yo mismo le metí en el autocar. Le conduje hasta su asiento, de hecho.

—Así que seguía llevando las vendas —dijo Truman.

—Oh, sí. Las seguía llevando.

—Pero es un viaje de doce o trece horas. Si no le pasaba nada en los ojos, ¿por qué no se quitó el vendaje y se lo volvió a poner cuando el autocar fuera a llegar a Portland?

Audrey puso su mano sobre la de Truman.

—Truman —dijo—, tenemos que hablar de algo.

—No lo entiendo —insistió Truman—. ¿Por qué viajar ciego? ¿Por qué hacer todo el trayecto en la oscuridad?

—Truman, escucha —dijo Audrey.

Pero cuando Truman se volvió hacia ella Audrey retiró su mano y miró a George al otro lado de la mesa. George tenía los ojos cerrados. Sus dedos estaban cruzados como si estuviera rezando.

—George —dijo Audrey—. Por favor. Yo no puedo.

George abrió los ojos.

—Díselo —dijo Audrey.

Truman miró alternativamente del uno a la otra.

—Esperad un momento —dijo.

—Lo siento —dijo George—. Esto no es fácil para mí.

Truman miraba fijamente a Audrey.

—Eh —dijo.

Ella empujó su vaso vacío adelante y atrás.

—Tenemos que hablar —dijo.

Él acercó su cara a la de ella.

—¿Acaso crees que porque gano mucho dinero no tengo sentimientos?

—Tenemos que hablar —repitió ella.

—Ciertamente —dijo George.

Los tres permanecieron sentados durante un rato. Luego Truman dijo:

—Se acabó el pastel.

Unos minutos más tarde los tres se levantaron y salieron del café.

La camarera estaba sentada en la barra sola, inmóvil, excepto cuando levantaba la cabeza para lanzar el humo al techo. Junto a la puerta, los italianos se estaban jugando los palillos de dientes a los dados. «El coro del yunque» sonaba nuevamente en el tocadiscos tragaperras. Era la primera pieza de música clásica que Charlie había oído suficientes veces como para hartarse de ella, y ahora estaba harto de ella.

Cerró la revista que había estado fingiendo leer, la dejó sobre la mesa y salió.

Aún había niebla y hacía más frío que antes. El padre de Charlie le había desaconsejado que se trasladara a San Francisco en mitad del verano, incluso había citado a Mark Twain, en el sentido de que el invierno más frío que Mark Twain había soportado fue el verano que pasó en San Francisco. Este había sido especialmente malo; hasta los nativos lo decían. La verdad era que estaba empezando a deprimir a Charlie. Pero no se lo había reconocido a su padre, como tampoco había reconocido que su trabajo le agotaba y apenas le daba lo suficiente para vivir, o que los amigos de los que hablaba en sus cartas a casa no existían, o que los editores a quienes había enviado su novela se la habían devuelto sin comentario, todos menos uno, que había garabateado a lápiz sobre la página del título: «¿Está usted de broma?».

La habitación de Charlie estaba en Broadway, en la cima de la colina. La pendiente era tan acentuada que habían tenido que hacer escalones en las aceras y cerrar la calle con un muro de cemento debido a los coches que perdían los frenos al bajar. A veces, por la noche, Charlie se sentaba sobre ese muro y miraba hacia las luces de North Beach y pensaba en todos los escritores que estarían allí, inclinados sobre sus mesas, llenando páginas y páginas con palabras bien escogidas. Pensaba que estos escritores se reunirían de madrugada para beber vino y leer la obra de los otros y hablar de las cosas que pesaban en sus corazones. Estos eran los hombres y mujeres brillantes y las conversaciones profundas de las que Charlie escribía a sus padres.

Estaba al borde de renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta que salió del café esa noche y notó que acababa de decidir continuar a pesar de todo. Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La tristeza de ese sonido, la idea de él mismo deteniéndose a escucharlo, la densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer.

Charlie oyó violines tras él cuando la puerta del café se abrió; luego se cerró de un portazo y los violines cesaron. Una voz profunda dijo algo en italiano. Una voz más alta le respondió y ambas voces se alejaron juntas calle abajo.

Charlie se volvió y echó a andar cuesta arriba, pasando junto a farolas que brillaban con gotas de agua, paredes que rezumaban y ventanas oscuras. Una china apareció a su lado. Sostenía ante sí una langosta que agitaba sus patas de un lado a otro, como si estuviera dirigiendo una orquesta. La mujer apretó el paso y desapareció. La pendiente empezó a hacerse más pronunciada bajo los pies de Charlie. Se detuvo para recobrar el aliento y oyó de nuevo la sirena de la niebla. Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La lengua humedeciendo los labios, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa.

Ficha bibliográfica

Autor: Tobias Wolff
Título: Aquí empieza nuestra historia
Título original: Our Story Begins
Publicado en: Back in the world, 1985
Traducción: Maribel de Juan Guyatt

[Relato completo]

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