Sinopsis: «Una voz en la noche» (The Voice in the Night) es un cuento de William Hope Hodgson, publicado en noviembre de 1907 en The Blue Book Magazine. Durante una noche brumosa y sin estrellas en el Pacífico Norte, una goleta permanece inmóvil en medio del océano. De pronto, una voz inquietante irrumpe desde la niebla, llamando al barco con insistencia. Quien habla permanece en las sombras y se niega a acercarse a la luz. Su tono es desesperado y su petición, extraña. Los marineros, desconcertados, intentan entender quién es y qué misterio esconde esa figura invisible que rehúye ser vista.

Una voz en la noche
William Hope Hodgson
(Cuento completo)
Era una noche oscura, sin estrellas. Nos hallábamos en plena calma chicha en el Pacífico Norte. Desconozco nuestra posición exacta, pues llevábamos una interminable y tediosa semana sin poder ver el sol, siempre oculto detrás de un fino manto de bruma que flotaba a nuestro alrededor, sobre la parte alta de los mástiles, y que descendía de vez en cuando para ocultarnos la superficie del mar.
Debido a la ausencia total de viento, habíamos fijado la caña del timón y, en ese momento, me encontraba solo en la cubierta. La tripulación, formada tan sólo por dos hombres y un muchacho, dormía en la cabina de proa, y Will —mi amigo y patrón de nuestro pequeño barco— se encontraba en la parte de babor del diminuto camarote de popa.
De pronto, escuché un saludo que surgió de entre la oscuridad que nos rodeaba.
—¡Ah de la goleta!
La sorpresa que me causó aquel inesperado grito fue tal que no acerté a contestar al instante.
El grito volvió a repetirse; lo producía una voz extraña, profunda, casi inhumana, y provenía de algún lugar de entre las tinieblas marinas que nos circundaban, por el costado de babor:
—¡Ah de la goleta!
—¡Hola! —respondí, una vez hube salido de mi aturdimiento inicial—. ¿Quién es? ¿Qué quiere?
—No tiene nada que temer —respondió la extraña voz, que seguramente había advertido cierto tono de sorpresa en mis palabras—. Sólo soy un pobre… viejo.
Aquella pausa entrecortada me resultó bastante extraña; sólo más adelante comprendí su verdadero significado.
—Entonces, ¿por qué no se acerca un poco más al barco? —le pregunté con firmeza, pues no me había hecho gracia que se hubiera dado cuenta de mi turbación.
—Yo… yo… no puedo. Resultaría peligroso. Yo… —la voz se quebró y volvió a reinar el silencio.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Por qué habría de ser peligroso? ¿Dónde está usted?
Quedé a la escucha durante un rato, pero nadie respondió. Entonces, espoleado por una repentina aunque imprecisa sospecha, mi dirigí a toda velocidad a la bitácora y así el farolillo. Al mismo tiempo golpeé varias veces con el tacón sobre la cubierta para despertar a Will. Pronto estuve de nuevo junto a la borda, levanté el farol y proyecté un haz de amarillenta luz sobre la silenciosa inmensidad que se extendía al otro lado de la barandilla. Entonces escuché un grito entrecortado y sordo, seguido de un breve chapoteo, como si alguien hubiera hundido los remos en el agua precipitadamente. Pero, aparte de eso, no podría decir que hubiera visto nada, aunque en un primer momento tuve la sensación de que allí había habido algo flotando sobre el mar, algo que acababa de desaparecer.
—¡Eh, oiga! —grité—. ¡Se puede saber qué clase de broma es ésta!
Pero la única respuesta que obtuve fue el rumor hueco de un bote de remos perdiéndose en la noche.
Luego oí la voz de Will que salía a través de la escotilla de popa:
—¿Qué sucede, George?
—¡Sube, Will! —le dije.
—¿Qué quieres? —preguntó mientras se acercaba andando por la cubierta.
Le conté el extraño incidente. Me preguntó sobre ciertos detalles; después nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato, Will se llevó las manos a la boca y gritó:
—¡Ah, los del bote!
Escachamos una voz apagada que provenía de bastante lejos y mi amigo repitió la llamada. Poco después, tras un corto silencio, volvimos a escuchar el sordo chapoteo de unos remos que se acercaban y Will volvió a gritar.
En esta ocasión sí se produjo una respuesta:
—Aparten esa luz.
—Debe estar loco si se cree que voy a hacerlo —murmuré; pero Will me indicó con un gesto que la apartara, así que la deposité sobre la cubierta, tras las amuradas.
—Acérquese —le pidió Will, y volvimos a escuchar el chapoteo de los remos. Luego, cuando el bote debía encontrarse a unos seis metros de distancia, el sonido cesó.
—Arrímese al costado del barco —exclamó Will—. ¡No tiene por qué recelar de nosotros!
—¿Me prometen que no volverán a sacar la luz?
—¿Qué le pasa? —estallé—. ¿Por qué tiene un miedo tan atroz a la luz?
—Es debido a… —comenzó la voz, pero se detuvo bruscamente.
—¿Debido a qué? —pregunté enseguida.
Will me puso la mano en el hombro.
—Espera un momento, hombre —me susurró al oído—. Déjame a mí.
Mi amigo se inclinó un poco más sobre la borda.
—Escuche, caballero —dijo—, comprenda que se trata de un asunto un tanto extraño: usted, llegando de esta manera hasta nuestra embarcación, que está varada en mitad del bendito Océano Pacífico. ¿Cómo podemos estar seguros que no se trata de un truco? Usted dice que viene solo; ¿cómo vamos a creerle si no nos deja echarle un vistazo? Y, además, ¿qué tiene en contra de la luz?
Cuando Will terminó de hablar, volví a escuchar el chapoteo de los remos seguido de la voz, pero esta vez ambos sonidos llegaban de más lejos y las palabras del extraño sonaron patéticas, como si estuviera al borde de la desesperación.
—¡Perdonen… perdonen! No debería haberles molestado… pero es que estoy tan hambriento, y… y ella también.
La voz se perdió en la noche mientras los remos, con un ritmo regular, volvieron a chapotear sobre las aguas.
—¡Deténgase! —gritó Will—. No quiero que se vaya. ¡Regrese! No sacaremos la luz, si eso le molesta.
Se volvió hacia mí.
—Esta situación es condenadamente absurda, pero supongo que no corremos ningún riesgo.
Su tono de voz era más bien interrogante, así que le di mi opinión:
—No. Me da la sensación de que el pobre diablo ha debido naufragar cerca de aquí y, al parecer, ha perdido el juicio.
El sordo chapoteo de los remos se acercó de nuevo.
—Vuelve a poner el farolillo en la bitácora —dijo Will.
Mi amigo se asomó por encima de la barandilla y se quedó a la escucha. Dejé el farolillo en su sitio y regresé junto a él. El chapoteo de los remos se detuvo a unos diez metros del casco del barco.
—¿No va a acercarse al costado ahora? —le preguntó Will en un tono conciliador—. He ordenado que vuelvan a poner el farolillo en la bitácora.
—Yo… no puedo —respondió la voz—. No me atrevo a acercarme más. Ni tan siquiera creo que pueda pagarles las… provisiones.
—No se preocupe… —le dijo Will dubitativo—. Cuente con todos los víveres que pueda acarrear… —y volvió a dudar.
—Es usted muy generoso —exclamó la voz—. El buen Dios, que todo lo comprende, sabrá recompensarle… —concluyó en un tono entrecortado.
—¿Y la… señora? —le soltó Will de repente—. ¿Está con…?
—Se ha quedado en la isla —dijo la voz.
—¿Qué isla? —le espeté.
—No sé cómo se llama —respondió—. ¡Quiera Dios que…! —exclamó, pero enseguida reprimió sus palabras.
—Podríamos mandar un bote y traerla aquí —sugirió Will entonces.
—¡No! —atajó la voz, extraordinariamente alarmada—. ¡No, por Dios!
Se produjo un silencio, y después añadió, como queriendo justificarse:
—Me arriesgué a venir acuciado por nuestra situación de extrema necesidad… porque ya no podía seguir soportando su agonía.
—Lo siento; me he portado como un patán insensible —exclamó Will—. Espere un segundo, quienquiera que sea, y veré qué puedo conseguirle.
Mi amigo regresó al cabo de unos minutos cargado con diversas conservas, y se detuvo un momento sobre la barandilla.
—¿No va a acercarse a recogerlas? —preguntó.
—No… no me atrevo —tartamudeó la voz, y me pareció advertir en ella una especie de ansiedad contenida, como si el que así hablaba reprimiera un deseo irresistible. En ese instante pude darme cuenta de que el anciano que se ocultaba en la noche, en medio de aquella oscuridad, sufría una auténtica necesidad de lo que Will traía en los brazos, pero que, por alguna razón inexplicable, reprimía el impulso de acercarse al costado del barco. Aquella repentina revelación me llevó a pensar que en realidad nuestro invisible visitante no estaba loco, sino que debía de estar soportando con gran entereza un horror indescriptible.
—¡Por favor, Will! —exclamé, dominado por una mezcla de sentimientos confusos entre los que prevalecía una profunda compasión—. Mete todo en una caja y echémosla al agua para que le llegue flotando.
Y eso es lo que finalmente hicimos: tiramos la caja y la empujamos con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto oímos un grito entrecortado que provenía del misterioso visitante, prueba evidente de que le había llegado el cajón.
Poco después se despedía, dirigiéndonos una bendición tan sentida que sin duda resultó más que reconfortante para nuestros espíritus. Acto seguido, sin más ceremonias, hundió los remos en el agua y se sumergió en la oscuridad.
—Se ha ido bien pronto —apuntó Will, que parecía sentirse un poco ofendido por este hecho.
—Espera un poco —le contesté—. Algo me dice que volverá. Parece que tenía una tremenda necesidad de alimentos.
—¿Y la mujer? —preguntó Will. Se quedó en silencio durante un rato y luego añadió:
—Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca.
—Sí —dije y me quedé pensativo.
La noche siguió deslizándose, hora tras hora, y Will continuaba a mi lado. Aquel extraño suceso le había desvelado por completo.
Estaba a punto de finalizar la tercera hora cuando volvimos a escuchar el chapoteo de unos remos en mitad del silencioso océano.
—¡Escucha! —dijo Will, conteniendo la excitación.
—Regresa, tal y como lo imaginaba —murmuré.
El sordo chapoteo de los remos se aproximaba y me dio la sensación de que ahora las paladas resonaban más largas y regulares. La comida ya había producido efecto.
El rumor se detuvo a corta distancia de nuestra embarcación y aquella voz peculiar volvió a elevarse entre las tinieblas.
—¡Ah de la goleta!
—¿Es usted? —preguntó Will.
—Sí —respondió la voz—. Tuve que irme enseguida porque… porque realmente estábamos muy necesitados. La… señora se ha quedado en tierra y les está muy agradecida. Dentro de poco estará aún más agradecida en… el cielo.
Will empezó un amago de respuesta con voz nerviosa, pero titubeó y se detuvo bruscamente. Yo guardé silencio. Me intrigaban las extrañas pausas con las que se expresaba nuestro visitante y, aparte de la curiosidad, en ese momento también me invadía una profunda compasión.
La voz prosiguió:
—Nosotros… ella y yo, hemos estado hablando mientras disfrutábamos de los presentes de la caridad de Dios y de la de ustedes…
Will le interrumpió con palabras un tanto incoherentes.
—Le ruego que… no le quite importancia al gesto de caridad cristiana que ha tenido conmigo esta noche —dijo la voz—. Puede estar seguro de que Él se lo tendrá en cuenta.
Después se produjo un silencio que se prolongó durante un minuto, al cabo del cual volvió a oírse la voz:
—Hemos estado hablando de… de lo que nos ocurrió. Habíamos decidido llegar hasta el final sin contarle a nadie el horror que invadió nuestras… vidas. Ella opina, y yo también, que lo que ha sucedido esta noche es algo muy especial, un signo de que Dios desea que les revelemos todo lo que hemos tenido que pasar desde… desde…
—¿Desde qué? —preguntó Will con deferencia.
—Desde que se hundió el Albatros.
—¡Ah! —exclamé involuntariamente—. Ese barco zarpó hace seis meses de Newcastle con rumbo a Frisco y desde entonces no se ha sabido nada de él.
—Sí —confirmó la voz—. Pero a unos grados al norte del Ecuador se vio envuelto en una espantosa tormenta y quedó desarbolado. Con las primeras luces del alba se descubrió una considerable vía de agua y, horas después, cuando retornó la calma, los marineros escaparon en los botes, abandonando… abandonando a una mujer joven, mi prometida, y a mí en un barco que se hundía.
»Estábamos abajo, recogiendo parte de nuestro equipaje, cuando nos abandonaron. El pánico les hizo perder toda consideración humanitaria y, cuando regresamos a la cubierta, nos encontramos con que los botes ya estaban muy lejos, como unas pequeñas siluetas que se recortaban en el horizonte. Pero no perdimos la esperanza, y decidimos construir una balsa. Una vez que estuvo terminada, cargamos en ella lo más imprescindible, debido a su escasa capacidad, varios recipientes con agua y unas provisiones de galletas marinas. Cuando la nave estaba ya casi totalmente anegada por el agua, subimos a la balsa y la impulsamos lejos del casco del barco.
»Poco después me di cuenta de que la balsa seguía alguna especie de corriente o marea que nos alejaba del navío. Tres horas después, según mi reloj, el casco había desaparecido bajo las aguas, aunque los mástiles tronchados permanecieron todavía a la vista durante algún tiempo. Al atardecer el tiempo se tornó brumoso y así continuó durante toda la noche. A la mañana siguiente aún nos encontrábamos inmersos en la niebla y el viento y el mar seguían en calma.
»Durante cuatro días flotamos a la deriva en medio de aquella extraña bruma, hasta que, la noche del cuarto día, empezamos a escuchar un rumor de olas que rompían a lo lejos. Aquel rumor se fue haciendo más y más claro y, pasada la medianoche, comenzamos a oírlo a ambos lados de la balsa con cierta intensidad. Poco después entramos en una zona de oleaje que hacía subir y bajar la balsa hasta que, al fin, el rugido de las rompientes quedó atrás y tocamos aguas tranquilas.
»Cuando llegó el día, descubrimos que habíamos llegado a una especie de enorme bahía, aunque en un primer momento no nos lo pareció porque, a corta distancia de nuestra balsa y semioculto en la niebla, se alzaba el casco de un gran barco velero. Mi prometida y yo nos pusimos de rodillas y dimos gracias a Dios ante lo que creímos sería el fin de nuestros infortunios. Aún nos quedaba mucho que aprender.
»La marea nos acercó a la nave y empezamos a gritar para que nos subieran a bordo, pero nadie respondió a nuestras llamadas. Al cabo de un rato la balsa chocó contra el costado del buque y descubrimos un cabo que colgaba de lo alto. Me así a él e intenté trepar, cosa que no resultó nada fácil, pues estaba impregnado de un hongo gris y mohoso que también teñía de un color violáceo el costado del barco.
»Finalmente me aupé hasta la barandilla superior, la sorteé y me encontré sobre la cubierta. Una buena parte de la superficie exterior de los puentes se hallaba también invadida por aquella materia gris, que formaba grandes manchas y concentraciones de uno o dos metros de espesor. Aunque en aquel momento no le di una especial importancia, pues tan sólo me preocupaba la posibilidad de encontrar seres vivos a bordo. Llamé, pero no obtuve ninguna respuesta. Me acerqué al portalón que daba acceso al castillo de popa, lo abrí y miré dentro. El interior despedía un intenso hedor a cerrado, por lo que deduje que allí dentro no podía haber nada vivo y cerré rápidamente la puerta; de pronto me había invadido un profundo sentimiento de soledad.
»Regresé enseguida a la barandilla por la que había accedido al barco. Mi… mi amada me esperaba tranquilamente sentada en la balsa. Cuando vio que me asomaba por encima de la borda me preguntó si había encontrado a alguien a bordo. Le dije que el barco tenía aspecto de llevar abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que intentaría encontrar una escala o algo parecido para que pudiera subir a la cubierta y así inspeccionar juntos la nave. Al poco de iniciar la búsqueda encontré una escala de cuerda que colgaba del costado opuesto. La trasladé a la barandilla e, instantes después, mi prometida se encontraba a mi lado.
»Recorrimos juntos los camarotes y compartimentos de popa, pero no encontramos el menor indicio de vida en ellos. Por todas partes, incluso dentro de los camarotes, se habían extendido las manchas de aquel extraño hongo; pero no importaba mucho porque, como dijo mi amada, se podía limpiar.
»Cuando nos convencimos de que el castillo de popa estaba vacío, nos dirigimos a la proa, sorteando las repugnantes concentraciones de aquel extraño cultivo. En la proa llevamos a cabo una inspección más minuciosa, tras la cual no nos quedaron dudas de que estábamos completamente solos a bordo.
»Después de asegurarnos a este respecto, volvimos a la parte posterior del barco, buscamos un lugar adecuado y lo acondicionamos lo mejor que pudimos. Limpiamos y arreglamos dos camarotes y después recorrí la nave para ver si encontraba víveres. Tuvimos suerte, y le di las gracias a Dios de todo corazón por ello. También encontré la bomba de agua potable y, tras una pequeña reparación, descubrí que el agua que manaba de ella se podía beber, aunque tenía un regustillo desagradable.
»Permanecimos varios días a bordo sin acercarnos a la costa. Nos dedicamos a acondicionar el lugar para hacerlo lo más habitable posible. Pero enseguida comprobamos que nuestra suerte no resultaba tan propicia como habíamos imaginado: aquellas manchas mohosas y grises que con tanto esmero habíamos raspado de las paredes y los suelos de los camarotes y del salón se reproducían en los mismos lugares y casi con el mismo tamaño de antes al cabo de tan sólo veinticuatro horas; este contratiempo no sólo nos desmoralizaba, sino que nos producía un indefinible desasosiego.
»Pero no nos dimos por vencidos tan fácilmente. Volvimos a raspar los brotes del mohoso hongo y esta vez rociamos también con ácido fénico los espacios que ocupaban, aprovechando que habíamos encontrado una lata en la despensa. Sin embargo, unos días más tarde, el hongo gris volvió a brotar con renovado brío y además se extendió a otros lugares. Parecía como si al manipularlo hubiéramos facilitado su desplazamiento y expansión.
»Al séptimo día, mi amada descubrió al despertar una mancha del hongo que crecía sobre la almohada, muy cerca de su rostro. Se vistió rápidamente y vino a mi encuentro. Yo estaba en la cocina, encendiendo el hornillo para preparar el desayuno.
»—Ven un momento, John —me dijo, y la seguí hasta la popa. Cuando contemplé aquel brote en la almohada sentí un escalofrío, y en aquel preciso momento decidimos abandonar inmediatamente el barco y trasladarnos a la playa, donde probablemente estaríamos más cómodos.
»Recogimos en un momento todas nuestras cosas y descubrí que tampoco ellas se habían librado del hongo; una mancha incipiente se extendía sobre uno de los chales de mi amada. Lo cogí y lo arrojé por encima de la borda sin que ella se diera cuenta.
»Nuestra balsa no se había apartado del costado del buque, pero como resultaba demasiado rústica para maniobrar adecuadamente con ella, solté un pequeño bote salvavidas que colgaba amarrado a la popa y pusimos rumbo a la playa. Conforme nos aproximábamos a la costa me fui dando cuenta de que el hongo nefasto que nos había obligado a abandonar la nave crecía allí libre y exuberante. En algunas zonas se habían formado amontonamientos espantosos, inimaginables, y cuando eran azotados por el viento, palpitaban y se estremecían como animados por una vida misteriosa. En muchas partes adoptaban la forma de dedos gigantescos y en otras se extendían como una capa uniforme, despejada y traicionera. Finalmente, también crecía en algunos sitios con la apariencia de árboles grotescos y rechonchos, terriblemente retorcidos y nudosos… Toda aquella extraña flora se estremecía perversamente de tanto en tanto.
»Nuestra primera impresión fue que toda la extensión de la costa estaba inundada por la floración de aquel hongo siniestro. Pero, poco después, nos dimos cuenta de que estábamos equivocados, pues según recorríamos el litoral en el bote, a escasos metros de la playa, divisamos una superficie blanca que nos pareció arena fina, y arribamos a ella. No era arena. En realidad no sé lo que era. Lo único que sabemos es que en esa superficie no crece el hongo, a diferencia del resto de la isla donde, salvo en las pequeñas zonas ocupadas por esa especie de arena, formando senderos y pequeños claros cercados por la desoladora vegetación del hongo, no se encuentra otra cosa que una abominable exuberancia grisácea.
»Les sería difícil comprender hasta qué punto nos sentimos felices por haber encontrado un lugar totalmente libre del hongo. Dejamos allí nuestras pertenencias y volvimos al barco para coger todo lo que pudiera sernos de utilidad. Logré hacerme incluso con una vela de la nave, con la que improvisé dos tiendas que nos sirvieron de refugio. Guardamos nuestras cosas y nos instalamos en ellas. Transcurrieron así cuatro semanas sin contratiempos; a decir verdad fueron semanas muy felices… porque… porque estábamos juntos.
»Fue en el pulgar de su mano izquierda donde el hongo apareció por primera vez. No era más que una mancha, semejante a un lunar gris. ¡Cielo santo! ¡Fue terrible la angustia que invadió mi espíritu cuando me lo enseñó! Limpiamos y desinfectamos la manchita con ácido fénico. Al día siguiente examinamos el dedo de nuevo. El lunar gris había reaparecido. Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos. Luego, sin decir palabra, repetimos la operación de limpieza. Antes de concluir, ella rompió el silencio:
»—¿Qué tienes en este lado de la cara, cariño? —su voz sonó aguda a causa de la ansiedad. Me llevé la mano al rostro—. ¡Ahí!, junto a la oreja, debajo del pelo… Un poco más arriba —mi dedo se posó finalmente en el lugar indicado y entonces supe de qué se trataba.
»—Acabemos de limpiar primero tu lunar —le dije, y ella consintió, porque no quería tocarme hasta que no estuviera desinfectada. Una vez que le hube lavado y desinfectado el dedo, ella se ocupó de hacer lo mismo en mi cara. Luego nos sentamos y estuvimos hablando seriamente de muchas cosas, porque habían empezado a acosarnos pensamientos terribles. El miedo a morir ya no era nuestra principal preocupación; podían ocurrimos cosas peores. Pensamos en la posibilidad de cargar el bote con alimentos y agua y hacernos de nuevo a la mar. Pero estábamos indefensos en muchos sentidos y además… además ya nos encontrábamos contaminados por el hongo. Finalmente decidimos quedarnos en la isla y que se hiciera la voluntad de Dios. Optamos por esperar.
»Pasó un mes, dos, tres meses; nuestras manchas se extendieron y aparecieron otras nuevas. Pero no nos dejamos vencer fácilmente por el miedo y el avance del hongo resultaba muy lento, dentro de lo que cabía esperar.
»A veces íbamos hasta la nave para traer algunas provisiones que necesitábamos. En estas excursiones pudimos comprobar que los brotes crecían allí de manera incesante. Uno de ellos, que se extendía por la cubierta principal, se había desarrollado hasta alcanzar la altura de mi cabeza.
»En aquellos días comprendimos que jamás saldríamos de la isla. El hongo nos había contaminado y en el futuro debíamos evitar todo contacto con seres humanos no infectados.
»Ante esta perspectiva, llegamos a la conclusión de que debíamos racionar las provisiones y el agua; aún desconocíamos que no podríamos vivir muchos más años.
»Por cierto, antes les dije que era un hombre viejo. No se puede decir que lo sea si tenemos en cuenta mi edad, pero… pero…
La voz se quebró en su garganta, pero enseguida se repuso y continuó su relato bruscamente:
—Como les decía, decidimos racionar nuestras reservas de alimentos, pero en ese momento todavía no sabíamos lo escasas que eran. Unas semanas después descubrí que todos los depósitos de pan que no habíamos abierto, y que creí llenos, estaban vacíos, y que no teníamos más provisiones que unas cuantas latas de carne y vegetales y algunas conservas, aparte del pan que quedaba en el depósito que habíamos abierto.
»A la vista de esta escasez pensé en la manera de conseguir más alimentos. Intenté pescar en la bahía, pero fue inútil. Este nuevo contratiempo me sumió en la desesperación, hasta que se me ocurrió intentarlo mar adentro, más allá de la bahía.
»Estas incursiones en el mar resultaron mucho más fructíferas, pero lo que conseguía pescar resultaba insuficiente para apaciguar el hambre que nos acuciaba. Entonces empecé a pensar que nuestro final llegaría de la mano del hambre y del hongo que había infectado nuestros cuerpos.
»Ése era nuestro estado de ánimo cuando se cumplió el cuarto mes de estancia en la isla. Entonces ocurrió algo terrible. Una mañana, regresaba yo de la nave al filo del mediodía con un paquete de galletas que todavía quedaba, cuando descubrí que mi amada se había sentado a la puerta de su tienda y estaba comiendo algo.
»—¿Qué es eso, querida? —le grité desde la playa. Pero ella pareció asustarse al oír mi voz, se volvió y tiró algo con disimulo al otro lado de la zona arenosa. La cosa no llegó a salir del claro y yo, acuciado por un vago presentimiento, me acerqué y lo recogí del suelo. Era un trozo de aquel hongo gris.
»Me dirigí hacia ella con el pedazo en la mano y mi amada se puso muy pálida, y luego se ruborizó. Al ver su rostro me sentí confuso y aterrado.
»—¡Amor mío! ¡Amor mío! —fueron las únicas palabras que acerté a pronunciar. Entonces ella cayó abatida y lloró amargamente. Estuvo un rato sollozando, y cuando logró calmarse me confesó que había probado un poco el día anterior y que… y que le había gustado. Yo le hice jurar de rodillas que no lo volvería a hacer por mucha hambre que pasáramos. Ella me lo juró y me dijo que siempre había sentido una tremenda repugnancia por el hongo, pero que de repente había experimentado un deseo incontenible de probarlo.
»Aquel descubrimiento me había dejado aturdido y por mi cabeza rondaban ideas siniestras, así que, llegada la tarde, decidí dar un paseo por uno de aquellos tortuosos senderos, de superficie blanca y arenosa, que se internaban entre la fungosa vegetación. Ya me había adentrado por uno de ellos en otra ocasión, pero no demasiado. Esta vez, sumido en terribles pensamientos, fui mucho más lejos.
»De repente, un extraño sonido ronco me sacó de mis cavilaciones. Me volví rápidamente y descubrí que entre la maleza que había justo a mi izquierda se movía una masa de forma bastante definida. Oscilaba con movimientos regulares, como dotada de vida propia. Me quedé observándola y de repente caí en la cuenta de que su forma era una grotesca imitación del cuerpo de un ser humano, aunque un tanto deforme. Todavía me encontraba bajo el efecto de la sorpresa, cuando se produjo un ruido sordo, mórbido, como de algo que se desgarra, y me encontré con que una de sus ramificaciones en forma de brazo se separaba del resto del follaje fungoso y avanzaba hacia mí. El bulbo grisáceo que hacía las veces de cabeza se inclinó hacia delante. Me quedé paralizado y estupefacto hasta que aquel brazo infecto me acarició el rostro. Lancé un grito de pavor y me alejé un trecho corriendo. Aquel roce me había dejado un sabor dulzón en los labios. Me relamí y un deseo irrefrenable se apoderó de mí. Me volví a un lado del sendero y arranqué una mata de vegetación fungosa. Luego otra… y otra… Mi apetito era insaciable. Entonces, en pleno festín, mi mente ofuscada se iluminó con el recuerdo de lo ocurrido aquella mañana. Era Dios quien me enviaba aquella advertencia. Asqueado, tiré al suelo el trozo que me estaba comiendo en ese momento. Después, terriblemente avergonzado y con un peso enorme en la conciencia, regresé a nuestro refugio.
»Creo que mi amada adivinó enseguida lo que acababa de ocurrir, gracias a una extraordinaria intuición que era fruto del amor. Su gesto de tierna comprensión me animó a relatarle mi pecado imperdonable. Pero le oculté el siniestro suceso que lo había precedido, para ahorrarle un terror “innecesario”.
»Mas yo, interiormente, no podía ignorarlo, y su insoportable recuerdo alimentaba en mi imaginación un horror permanente: para mí era indudable que aquella aparición revelaba el estado al que había quedado reducido uno de los tripulantes del buque fondeado en la bahía, y que nuestro destino se vería abocado al mismo desenlace abominable.
»Desde entonces no volvimos a acercarnos al nefasto alimento, aunque se nos había metido en la sangre un irresistible apetito de él. Pero fue inútil; el terrible castigo crecía ya en nuestros cuerpos, y el avance del hongo infeccioso no se detuvo hasta apoderarse de nosotros. Todo intento por controlarlo resultó infructuoso, y de ese modo… de ese modo… mi prometida y yo, que siempre fuimos dos seres humanos, nos convertimos en… Bueno, qué más da, ya nada importa. Aunque… ¡nosotros éramos un hombre y una mujer!
»Y, cada día que pasa, nuestra batalla por contener el irresistible deseo de ingerir el hongo se hace más aterradora.
»Hace una semana que se nos acabaron las galletas, y sólo he logrado pescar tres peces desde entonces. Esta tarde había salido a mar abierto para ver si encontraba algo de pesca, cuando vi aparecer entre la bruma una goleta, la suya. Les llamé… y ya conocen el resto. Que Dios, en su infinita bondad, les bendiga por la caridad que han demostrado hacia una… hacia una pobre pareja de almas condenadas.
Un remo batió el agua… después otro.
Luego escuchamos aquella voz por última vez, perdiéndose en medio de aquella niebla fúnebre y espectral.
—¡Qué Dios les bendiga! ¡Adiós!
—Adiós —respondimos al unísono con la voz entrecortada y el corazón encogido por una intensa emoción.
Miré hacia el cielo y observé que el alba empezaba a clarear.
Un rayo perdido penetró débilmente en la niebla e iluminó con un tenue reflejo el bote que se alejaba. Distinguí borrosamente algo que se bamboleaba entre los remos. Tenía el aspecto de una esponja, una esponja desproporcionada, grisácea y tambaleante, y traté inútilmente de diferenciar el punto en el que la mano se asía al remo. Mis ojos buscaron otra vez la… cabeza. Se había inclinado hacia delante al tiempo que los remos retrocedían para dar un nuevo impulso a la embarcación. Las palas se hundieron en el agua, el bote desapareció del claro de luz y aquel… aquel ser se desvaneció estremeciéndose en medio de la bruma.
FIN
