Rayuela ha sido saludada por el Times Literary Supplement como “la primer gran novela de la América Española”. No sé si esto es estrictamente cierto; lo que sí se puede afirmar es que Julio Cortázar, este hombre alto, ojiazul, desgarbado, dueño de una estampa que desmiente su medio siglo, está escribiendo, desde sus habituales residencias en la Place du Général Beuret en París y en una granja desvencijada cerca de Saignon donde la cañería, cuando no se congela, gruñe y protesta, la prosa narrativa más revolucionaria de la lengua española. Pero limitar a Cortázar a eso que Phillipe Sollers llama el «latinocentrismo” sería un grave error. Para el crítico y novelista norteamericano C. D. B. Bryan, escribiendo en The New Republic, Rayuela es «la más poderosa enciclopedia de emociones y visiones que haya producido la generación internacional de escritores de la posguerra”. El lector podrá comprobar la validez de estas afirmaciones a poco que se adentre en uno de los más ricos universos de la ficción contemporánea: el que contiene esta caja de Pandora —juego, ceniza y resurrección— que es Rayuela.
Novela latinoamericana, Rayuela lo es porque participa de una atmósfera mágica de peregrinación inconclusa. Como decía al hablar de García Márquez, América, antes de ser descubierta, ya había sido inventada en el sueño de una búsqueda utópica, en la necesidad europea de encontrar un là bas, una isla feliz, una ciudad de oro. ¿Es de extrañar que uno de los rasgos más significativos de la imaginación literaria latinoamericana sea la aventura en pos del Eldorado —Carpentier—, del paraíso patriarcal —Rulfo y García Márquez—, de una identidad original —Asturias— o de una helada mitificación —Borges— que se encuentran más allá de la pesadilla histórica y de la esquizofrenia cultural? Eternamente dual, la cultura latinoamericana propone sus imágenes conflictivas como verdades absolutas. Nostalgia del buen salvaje y escatología del hombre revolucionario: Godot-Quetzalcóatl debe regresar a vengar la muerte de Atahualpa-Cuauhtémoc-Adán. Arraigo provinciano y desarraigo cosmopolita: tequila y yerba mate versus champagne y Twinings’tea. Individualismo extremo y colectivismo apocalíptico; orgullo anárquico y profundo respeto del poder: Martín Fierro es su propia ley, sí, pero sólo el Señor General, el Señor Cura, el Señor Presidente pueden resolver nuestros problemas. Capturada dentro de estos absolutos, es una cultura sin humor: no puede verse fuera de sí misma.
La fuerza motriz del arte y la literatura contemporáneos en América Latina es, como diría Orwell, un «coming up for air”, un inventar la visión plural del tiempo y el movimiento, de la vida como azar y variedad, fuera de las exigencias monolíticas de la historia y la geografía estáticas. Contra aquel mundo viejo Cortázar crea otro, totalmente inventado, totalmente ficcionalizado que, precisamente, es el único que puede hacer significativo el vacío humano entre los dualismos abstractos de la Argentina en particular y de América Latina en general. Cortázar colma ese vacío con el accidente, la comedia, el error, la banalidad; con todo lo que no existe en el rito sacralizado de la vida latinoamericana. Es un juego, ciertamente; pero un ¿cara-o-cruz? suicida en el que el autor representa a Latinoamérica con una imagen violenta, tragicómica, de lo que Latinoamérica no quiere ver: el peligro absoluto de un hombre libre, un escritor, que dice: «Somos como yo quiero verlos, no como ustedes quieren ser vistos”. Para lograrlo, Cortázar ha debido ir más allá de una conciencia que nacía de la descomposición de nuestras sociedades apenas constituidas y enajenadas en su modernidad: él realiza primero la peregrinación hacia adentro, busca la explosión hacia sí mismo que, con fortuna, pueda conducirlo a la «superación” de las figuras. En todo caso, Cortázar no pretende comprometer a la sociedad si antes no ha comprometido a lo real.
Al nivel más aparente, Rayuela ofrece una estructura y una historia engañosa. La división formal del libro es triple. La primera parte, «Del lado de allá”, es París y la historia del expatriado argentino Horacio Oliveira, que al buscar a la mujer amada y desaparecida, La Maga, la recuerda y recuerda la vida en común, a un paso indefinible del universo «clochard”. La segunda, «Del lado de acá”, es Buenos Aires y el encuentro de Oliveira con Talita, la doble de La Maga, cuidadora de gatos en un circo y posteriormente enfermera en un manicomio. La tercera parte, los «Capítulos prescindibles”, reúne un collage de citas, recortes de periódicos, signos y premoniciones que van de lo académico a lo pop.
Una «tabla de instrucciones” completa la estructura sólo para empezar a transfigurarla: la novela puede ser leída una primera vez de corrido, y una segunda vez siguiendo la tabla de instrucciones. Pero esta segunda lectura sólo abre la puerta a una tercera y, sospechamos, al infinito de la verdadera lectura. Cortázar, nos damos cuenta, está proponiendo algo más que una narración. Su propósito es agotar todas las formulaciones posibles de un libro imposible: un libro que suplantara radicalmente a la vida o, mejor, que convirtiera nuestra vida en una vasta lectura de todas las combinaciones de lo escrito. Proyecto «increíble”, como diría Borges, equivalente a imaginar la total negación o el total salvamento del tiempo.
«¿Encontraría a La Maga?” Las primeras palabras de Rayuela, entregan la clave de esa búsqueda inconclusa, «increíble”, que, cerrada antes de escribir el libro, Oliveira re-presenta en la ceremonia de la escritura de un libro. Porque sólo el libro le permitirá el nuevo encuentro con La Maga, esa «concreción de nebulosa”, ligeramente cándida, ligeramente perversa, continuamente recordada y prevista en un tiempo presente de la literatura que se convierte en la tercera muerte del tiempo real.
Hay tres extinciones en Rayuela: la muerte de la presencia recordada, la muerte de la prefiguración y la muerte del libro escrito para compensar la ausencia de La Maga, la compañera indispensable del juego infantil interrumpido y desacralizado. Sólo la pareja, proyecto «increíble” de negación y salvamento, podía negar y salvar la fatalidad del cielo y el infierno en el juego de la rayuela, trasposición objetiva y lúdica de la mandala. Al disolverse la pareja, Oliveira es entregado al éxodo; a la búsqueda de la «isla final” que represente el espacio perdido; a la peregrinación hacia el «kibbutz del deseo” en el que se puede vivir —o se puede creer que se vive— con los sustitutos de la unidad amorosa perdida.
Novela de puentes entre lo perdido y lo recuperable, Rayuela se inicia bajo los arcos del Sena y culmina sobre unos raquíticos tablones que unen las ventanas de una pensión en Buenos Aires. La odisea de Oliveira lo lleva de París, el modelo original, a Buenos Aires, la patria falsa. Buenos Aires es la cueva en la que se reflejan las sombras del ser. La realidad de la Argentina es una ficción, la autenticidad de la Argentina es su falta de autenticidad, la esencia nacional de la Argentina es la imitación europea: la ciudad de oro, la isla feliz, no es más que la sombra de un sueño de fundación. Oliveira regresa a Buenos Aires para encontrar a Talita, la doble de La Maga parisina perdida.
Pero la doble de La Maga, por fuerza, está acompañada del doble de Oliveira: Traveler, al que le daba rabia llamarse así, él que nunca había ido más allá del Río de la Plata. Talita y Traveler, los reflejos degradados de La Maga y Oliveira, ofrecen también una vida de remedo. La bohemia expatriada, el intelectual desarreglo de los sentidos de La Maga y Oliveira, Babs y Gregorovius, se convierte, en el contexto nacional, en actividad de circo, manicomio y hospital. ¿La caída? ¿La nada? Sí, pero no con la voluntad trágica de una conciencia que contempla el derrumbe de algo. La caída de Oliveira, es la de un Buster Keaton de la pampa, voluntariamente cómica, bufa, grotesca: es la caída de alguien que no tiene dónde caer porque antes no se ha levantado; es la nada del mundo latinoamericano moderno, confrontado con la nada antes de ser o tener nada. O, mejor, después de tener sólo un sueño: ¿Encontraría a La Maga? ¿Pero es que alguna vez Oliveira conoció a La Maga, o sólo pretende encontrarla con las palabras que dice Oliveira y escribe Cortázar?
La ironía del viaje espiritual de Oliveira es que, como todo proyecto de ser, nace de una conciencia solitaria pero no se puede sostener aisladamente, sin los demás, sin lo demás. Oliveira intenta todas las alquimias de la sustitución. Y cada una le entrega una caricatura seca, tragicómica, de su esplendorosa unidad soñada de erotómano cornudo al lado de la compañera deseada y detestada, La Maga. En este nivel, los «capítulos prescindibles” se vuelven imprescindibles. Morelli, un viejo escritor fracasado, posible alter ego del autor, es el magister ludi de este mercado de las pulgas de la cultura, de esta Porta Portese de las ideas en la que se acumulan los desechos de la razón («un burdel de vírgenes, si tal cosa fuera posible”), la sociedad («este callejón sin salida al servicio de la Gran Infatuación Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente, S. R. L.”), la historia («puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, ya no se llamará así”) y la inteligencia (“…el hecho mismo de estarlo pensando en vez de estarlo viviendo prueba que está mal”). Cortázar dicta aquí una verdadera memorabilia de todo lo que no debería llevarse a una isla desierta.
Pero Oliveira está ya, instalado con masoquista alegría, en la isla desierta. Su sueño, La Maga, madona y amante, no está. No puede contar con la sombra insustancial de la caverna porteña. Sólo le queda lo que arrastra: el basurete racional, los pianos rellenos de burros muertos de Un chien andalou. Oliveira renuncia a las palabras del basurero («En guerra con las palabras, en guerra, todo lo que sea necesario, aunque haya que renunciar a la inteligencia”) a cambio de los actos. Pero los actos tienen que ser descritos por las palabras del autor, Julio Cortázar: «La violación del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaban de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera licenciarlo y seguir —¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?— hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba.”
La verdadera integración de Rayuela se inicia con esta desintegración de las palabras para integrar los actos que el novelista deberá describir. Michel Foucault dice que «Don Quijote lee al mundo para demostrar los libros”. Cortázar se propone la operación contraria. Por boca de Morelli, declara su intención de hacer una novela, no escrita, sino des-escrita. Para des-escribir, Cortázar inventa un contra-lenguaje capaz, no de reemplazar las imágenes, sino de ir más allá de ellas, a las puras coordenadas, a las figuras, a las constelaciones de personajes. «Atrápalas, cógelas del rabo, chillen, putas”, dice Octavio Paz de las palabras: no hace otra cosa Cortázar. A puñetazos, sin aliento, con cargas dislocadas de dinamita conceptual, rítmica, onomatopéyica, neológica, púnica, hace saltar el lenguaje de su propia novela y sobre la ruina total vuela —triunfo desintegrado de alas en llamas— el autor, último ángel de este anti-paraíso y anti-infierno en que Dios y Demonio son una sola paradoja: mientras más se crea, más se condena. Sucede en Rayuela lo que, según Lévi-Strauss, define la relación entre el bricolage —el trabajo manual— y el mito: es una relación que se queda a medio camino entre los perceptos y los conceptos. Los primeros están determinados por la situación concreta en que se han dado, mientras que los segundos exigen que el pensamiento pueda poner, así sea provisionalmente, a los proyectos prácticos entre paréntesis. En virtud de esta tensión entre perceptos y conceptos, entre los actos y el lenguaje que al describirlos los destruye o pone entre paréntesis, entre los actos des- escritos y la vida silenciosa fuera de las marcas del libro, gracias a esta prodigiosa construcción verbal, Rayuela es a la prosa en español lo que Ulises a la prosa en inglés.
Este encuentro de los actos y el contra-lenguaje capaz de des-escribirlos, obliga a Oliveira a una «in-conducta”, a un despilfarro de movimientos ajenos al lenguaje que tradicionalmente los ha descrito. El conflicto conduce rectamente a la burla, la farsa y el absurdo. La broma descomunal, digna de Rabelais y de Sterne, se apodera del libro. El encuentro con la vieja y solitaria pianista ninfómana, Berthe Trépat, incomparable en la literatura (y quizás sólo comparable, en la vida, a los encuentros de Benito Mussolini con la anarquista mahometana Leda Rafanelli, cuyas exclamaciones orgásmicas eran: «¡Leeremos a Nietzsche y el Corán!”). La colocación de los tablones de ventana a ventana en Buenos Aires, donde los fracasos de la intención son tantos que el fracaso se convierte en el propósito de la acción. La muerte de Rocamadour, el niño de La Maga, en medio de una orgía literaria. El descenso a la morgue refrigerada, al hielo abrasador del infierno. La re-escritura y re-ordenación del mundo en los cuadernos del insigne loco uruguayo, don Ceferino Piriz, o en los mensajes del no menos ilustre orate mexicano, el licenciado Juan Cuevas. Son éstas las claves profundas de Rayuela, de su filiación patafísica, de su anclaje en la extrema iluminación surrealista, de su perturbado diálogo entre las esfinges bretonianas del humor y del azar.
El lenguaje y la acción marginales se transforman en el contra-lenguaje y la superación esenciales de la búsqueda de Oliveira. La peregrinación lo conduce al doble de sí mismo, Traveler. Y ante el doble encarnado sólo hay dos respuestas: el asesinato o la locura. De otra manera, Oliveira debería aceptar que su vida, al no ser singular, carece de valor y de sentido; que otro, que es él, piensa, ama y muere por él y que acaso Oliveira es sólo el doble de su doble y solo vive la vida del döppelganger. Oliveira intenta entonces el asesinato por el terror. No un verdadero asesinato, pues matar al doble sería suicidarse, sino un conato criminal que abra las puertas de la locura: si uno de los dos enloquece, quizás ya no seguirán siendo el mismo. Allí, en el manicomio y el hospital finales que son el único kibbutz asegurado por el azar, la virtud y la necesidad propias de los Oliveiras de este mundo, se puede vivir en el absurdo sin justificaciones ni contradicciones. Se puede, allí, creer que los lunáticos Piriz y Cuevas son tan dignos de tomarse en cuenta como Platón o Heidegger: ¿qué hacen, al cabo, sino multiplicar la irrealidad creando por medio de la palabra todo lo que les parece que falta en el mundo? ¿Y qué ha hecho la novela? ¿Y qué ha hecho el novelista que ha hecho la novela que ha hecho a Oliveira que ha hecho a su doble que ha hecho un loco de Oliveira? Y en medio, sólo unos momentos de ternura leve, escuchando con los ojos cerrados un disco de jazz, oyendo “el fragor de la luna apoyando contra su oreja la palma de una pequeña mano un poco húmeda por el amor o por una taza de té…” Il faut tenter de vivre.
Oliveira pertenece a la línea de los imbéciles geniales que, como el peregrino Melmot, poseen órganos que ya no soportan su pensamiento; que, de Louis Lambert a Pierrot le Fou, crean el imprescindible orden de lo prescindible. En el manicomio y en el hospital, puerto final del Nietzsche que cada uno puede ser, se encuentra el centro de la rayuela, se celebran las bodas del cielo y el infierno y se puede ejercitar la libertad a partir de un clamor perpetuo de insuficiencia, de insatisfacción. El viaje ha consistido en ampliar un milímetro la conciencia o los sentidos perpetuamente hambrientos de más, perpetuamente prisioneros en las cárceles del menos.
“Ya se está”, dice Oliveira. A este estar, el novelista sólo le da el impulso mortal, el salto hacia la probable isla del deseo convertido en realidad. El verdadero ser está en otra parte y el novelista es el profeta que quisiera conducirnos fuera del cautiverio del discurso, de la historia y de la sicología. Pero al hacerlo, el pobre, tiene que empezar de nuevo su peregrinación, escribir de nuevo su novela, pasearse de nuevo por un tiempo que, al hacerse, es ininteligible y, al entenderse, es invisible. El pasado —»…el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides del corazón y los riñones…”— no sólo es irrepetible: sólo sería, en este caso, objeto de nostalgia; el pasado lo guarda todo, conserva todo lo que, siendo nuestro, no podemos tocar, ver o vivir otra vez; el pasado es detestable porque ha secuestrado nuestra vida, porque el pasado la posee y nosotros no; pero, además, esa ausencia nos obliga a creer que nuestra vida pasada no existió; es como si la muerte nos estuviese mirando dos veces: de frente y desde atrás: «Pero todo eso, el canto de Bessie, el arrullo de Coleman Hawkins, ¿no eran ilusiones y no eran algo todavía peor, la ilusión de otras ilusiones, una cadena vertiginosa hacia atrás, hacia un mono mirándose en el agua el primer día del mundo?” Un hijo con cola de cerdo.
El recuerdo nos hace creer que nuestro pasado fue una ilusión, una muerte en vida, pero como el presente que vivimos ha de convertirse fatalmente en pasado, es ya, de hecho, pretérito: «…cómo podemos estar reunidos esta noche si no por un mero juego de ilusiones…” «Esta noche fría nos convertirá a todos en necios y locos”, gime el Rey Lear cuando se da cuenta de que, si no tiene otra respuesta para vencer la vejez y la muerte, la locura es respuesta suficiente; es, por lo menos, una gesticulación de la vida: no la vida misma, pero tampoco la misma muerte. Es sorprendente la similitud de la frase en Cortázar: «cómo podemos estar reunidos esta noche…” La representación trágica de la vida en un presente destinado a ser ilusión en el pasado y muerte en el futuro se llama amor y se llama sueño: «Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano… y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo…”
Por un instante, la realidad es el deseo y el deseo es la realidad. Pero no basta la idea, ni el sentimiento: el amor es la unidad concreta y fugaz de la materia viva, donde ya no se puede pensar en la realidad y el deseo porque ahora, de verdad, ambos son una sola cosa que no admite siquiera el hedonismo de pensar que el deseo ha encontrado su respuesta objetiva: el amor es pasión carnal o no es nada:
«Los perfumes, los himnos órficos… Aquí olés a sardónica. Aquí a crisoprasio. Aquí, esperá un poco, aquí es como perejil pero apenas, un pedacito perdido en una piel de gamuza. Aquí empezás a oler a vos misma. Qué raro, verdad, que una mujer no pueda olerse como la huele el hombre. Aquí exactamente. No te muevas, dejame. Olés a jalea real, a miel en un pote de tabaco, a algas aunque sea tópico decirlo. Hay tantas algas, La Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén del mar. A la ola misma. Ciertos días el olor a alga se mezclaba con una cadencia más espesa, entonces yo tenía que apelar a la perversidad —pero era una perversidad paulatina, entendé, un lujo de bulgaróctono, de senescal rodeado de obediencia nocturna—, para acercar los labios a los tuyos, tocar con la lengua esa ligera llama rosa que titilaba rodeada de sombra, y después, como hago con vos, le iba apartando muy despacio los muslos, la tendía un poco de lado y la respiraba interminablemente… Ahí… está temblando Alderabán, saltan los genes y las constelaciones, todo se resume alfa y omega, coquille, cunt, concha, con, coño, milenio, Armagedón, terramicina, oh calláte, no empecés allá arriba tus apariencias despreciables, tus fáciles espejos. Qué silencio tu piel, qué abismos donde ruedan dados de esmeralda, cinífices y fénices y cráteres…”
La pasión amorosa no puede ser nombrada: es olida, tocada, besada, penetrada, soñada. El sueño, como el amor, es unidad sin palabras: «…en el sueño… en la contradicción abolida sin esfuerzo…” Pero el sueño no se puede representar en la vigilia: «Hablando de los sueños, nos dimos cuenta casi al mismo tiempo que ciertas estructuras soñadas serían formas corrientes de la locura a poco que continuaran en la vigilia. Soñando nos es dado ejercitar gratis nuestra aptitud para la locura. Sospechamos al mismo tiempo que toda locura es un sueño que se fija”.
Termina el acto de amor y lo destruye la palabra. Termina el acto de soñar y lo destruye la razón. La palabra y la razón asesinan la unidad, restablecen la contradicción. Entonces se escriben novelas con las armas del enemigo: la palabra y la razón. Se escribe Rayuelo.
Gran maestro contemporáneo de la ars combinatoria, Julio Cortázar ha escrito una novela fiel a la convicción profunda del autor: «Aparte de nuestros destinos individuales, somos parte de figuras que desconocemos.” Con Octavio Paz y Luis Buñuel, Julio Cortázar representa hoy la vanguardia de la contemporaneidad hispanoamericana. Con Paz, comparte la tensión incandescente del instante como punto supremo de la marea temporal. Con Buñuel, comparte la visión de la libertad como el aura del deseo permanente, de la insatisfacción desautorizada y, por ello, revolucionaria.
© Carlos Fuentes: Cortázar: la caja de Pandora. Publicado en La Nueva Novela Hispanoamericana, 1972.