Apenas salido de las prensa, L’Étranger de Albert Camus obtuvo el éxito más grande. Se repetía que era “el mejor libro desde el armisticio”. Entre la producción literaria de la época esa novela era ella misma una extranjera. Nos llegaba del otro lado de la línea, del otro lado del mar; nos hablaba del sol, en esta desabrida primavera sin carbón, no como de una maravilla exótica, sino con la familiaridad cansada de quienes han gozado demasiado de él; no se preocupaba de sepultar una vez más y con sus propias manos al viejo régimen ni de imbuirnos la sensación de nuestra indignidad; al leerla se recordaba que había habido en otro tiempo obras que pretendían valer por sí mismas y no probar nada. Pero, como contrapartida de ese carácter gratuito, la novela era bastante ambigua: ¿cómo había que entender a ese personaje que, al día siguiente de la muerte de su madre, “se bañaba, iniciaba una aventura amorosa irregular e iba a reír ante una película cómica”, que mataba a un árabe “a causa del sol” y que, la víspera de su ejecución, afirmando que “había sido dichoso y lo seguía siendo”, deseaba muchos espectadores alrededor del cadalso para que “lo acogieran con gritos de odio”? Unos decían: “Es un tonto, un pobre tipo”; otros, mejor inspirados: “Es un inocente”. Pero quedaba por comprender el sentido de esa inocencia.
El señor Camus, en El mito de Sísifo, aparecido algunos meses después, nos ha dado el comentario exacto de su obra: su personaje no era bueno ni malo, moral ni inmoral. Estas categorías no le convienen; forma parte de una especie muy singular a la que el autor reserva el nombre de absurda. Pero esta palabra adquiere bajo la pluma del señor Camus dos significados muy diferentes: lo absurdo es a la vez un estado de hecho y la conciencia lúcida que ciertas personas adquieren de ese estado. Es “absurdo” el hombre que de una absurdidad fundamental saca sin desfallecimiento las conclusiones que se imponen. Hay en ello la misma traslación de sentido que cuando se llama “swing” a una juventud que baila el swing. ¿Qué es, pues, lo absurdo como estado de hecho, como dato original? Nada menos que la relación del hombre con el mundo. La absurdidad primera pone de manifiesto ante todo un divorcio: el divorcio entre las aspiraciones del hombre hacia la unidad y el dualismo insuperable del espíritu y de la naturaleza, entre el impulso del hombre hacia lo eterno y el carácter finito de su existencia, entre la “preocupación” que es su esencia misma y la vanidad de sus esfuerzos. La muerte, el pluralismo irreductible de las verdades y de los seres, la ininteligibilidad de lo real, el azar, son los polos de lo absurdo. En verdad, no son estos temas muy nuevos y el señor Camus no los presenta como tales. Fueron enumerados, desde el siglo XVIII, por cierta especie de razón seca, somera y contemplativa que es propiamente francesa; sirvieron de lugares comunes al pesimismo clásico. ¿No es Pascal quien insiste en “la desdicha natural de nuestra condición débil y mortal y tan miserable que nada puede consolarnos cuando pensamos en ella de cerca”?. ¿No es él quien le señala su lugar a la razón? ¿No aprobaría sin reservas esta frase de Camus: “El mundo no es ni enteramente racional ni tan irracional”? ¿No nos demuestra que la “costumbre” y la “diversión” ocultan al hombre “su nada, su abandono, su insuficiencia, su impotencia, su vacío”? Por el estilo helado de El mito de Sísifo, por el tema de sus ensayos, el señor Camus se coloca en la gran tradición de esos moralistas franceses a los que Andler llama con razón los precursores de Nietzsche; en cuanto a las dudas que plantea con respecto al alcance de nuestra razón, se hallan en la tradición más reciente de la epistemología francesa. Si se piensa en el nominalismo científico, en Poincaré, Duhem, y Meyerson, se comprenderá mejor el reproche que nuestro autor le hace a la ciencia moderna: “Me habláis de un sistema planetario invisible en el que los electrones gravitan alrededor de un núcleo. Me explicáis ese mundo con una imagen. Me doy cuenta entonces de que habéis venido a parar a la poesía”[1]. Es lo que expresa por su parte y casi al mismo tiempo un autor que bebe en las mismas fuentes cuando escribe: “(La física) emplea indiferentemente modelos mecánicos, dinámicos o también psicológicos, como si, liberada de pretensiones ontológicas, se hiciera indiferente a las antinomias clásicas del mecanismo o del dinamismo qué suponen una naturaleza en sí misma”[2]. El señor Camus tiene la coquetería de citar textos de Jaspers, Heidegger y Kierkegaard que, por lo demás, no parece comprender siempre bien. Pero sus verdaderos maestros están en otra parte: el giro de sus razonamientos, la claridad de sus ideas, el corte de su estilo de ensayista y cierto género de siniestro solar, ordenado, ceremonioso y desolado, todo anuncia un clásico, un mediterráneo. En él todo, inclusive su método (“El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos asentir al mismo tiempo a la emoción y la claridad”[3]) recuerda a las antiguas geometrías apasionadas de Pascal y de Rousseau y lo aproxima a Maurras, por ejemplo, ese otro mediterráneo del que difiere, no obstante, en tantos respectos, mucho más que a un fenomenólogo alemán o un existencialista danés.
Pero el señor Camus, sin duda alguna, nos concedería de buena gana todo eso. En su opinión, su originalidad consiste en ir hasta el fin de sus ideas. Para él no se trata, en efecto, de coleccionar máximas pesimistas. Es cierto que lo absurdo no está en el hombre ni en el mundo, si se los toma aparte; pero como la característica esencial del hombre es “estar en el mundo”, lo absurdo, para terminar, se identifica por completo con la condición humana. Por lo tanto no es ante todo el objeto de una simple noción: es una iluminación desolada la que nos lo revela. “Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el sueño lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo…”[4] y luego, de pronto, los decorados se desploman y alcanzamos una lucidez sin esperanza. Entonces, si sabemos rechazar la ayuda engañosa de las religiones o de las filosofías existenciales, nos atenemos a algunas evidencias esenciales: el mundo es un caos, una “divina equivalencia que nace de la anarquía”; no hay día siguiente, puesto que se muere, “…en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces el hombre se siente extraño. Es un exilio sin remedio, pues está privado de los recuentos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida”[5]. Es que, en efecto, el hombre no es el mundo: “Si yo fuese un árbol entre los árboles…, esta vida tendría un sentido, o más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo, al que me opongo ahora, con toda mi conciencia… Esta razón tan irrisoria es la que me opone a toda la creación”[6]. Así se explica ya en parte el título de nuestra novela: el extranjero es el hombre frente al mundo. El señor Camus muy bien habría podido elegir también para titular a su obra el nombre de una obra de Georges Gissing: Né en exil (Nacido en el exilio). El extranjero es también el hombre entre los hombres. “Hay días en que… se encuentra extraña a la mujer que se había amado”[7]. Soy en fin yo mismo con relación a mí mismo, es decir, el hombre de la naturaleza con relación al espíritu: “El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo”[8].
Pero no es solamente esto: es una pasión de lo absurdo. El hombre absurdo no se suicidará; quiere vivir, sin renunciar a ninguna de sus certidumbres, sin porvenir, sin esperanza, sin ilusión, y también sin resignación. El hombre absurdo se afirma en la rebelión. Mira a la muerte con una atención apasionada y esa fascinación lo libera: conoce la “divina irresponsabilidad” del condenado a muerte. Todo está permitido, pues Dios no existe y se muere. Todas las experiencias son equivalentes, sólo que conviene adquirir la mayor cantidad posible de ellas. “El presente y la sucesión de los presentes ante un alma sin cesar consciente es el ideal del hombre absurdo”[9]. Todos los valores se derrumban ante esta “ética de la cantidad”; el hombre absurdo, arrojado a este mundo, rebelde, irresponsable, “nada tiene que justificar”. Es inocente. Inocente como esos primitivos de que habla Somerset Maugham, antes de la llegada del pastor que les enseña el Bien y el Mal, lo permitido y lo prohibido. Inocente como el príncipe Muichkin, quien “vive en un presente perpetuo matizado con sonrisas e indiferencia”. Un inocente en todos los sentidos de la palabra, un “idiota” también, si queréis. Y esta vez comprendemos plenamente el título de la novela de Camus. El extraño que quiere describir es justamente uno de esos terribles inocentes que constituyen el escándalo de una sociedad porque no aceptan las reglas de su juego. Vive entre los extraños, pero para ellos es también un extraño. Por eso le amarán algunos, como Marie, su querida, quien siente afecto por él porque es “raro”; y otros lo detestarán por eso, como esa multitud de sedentarios cuyo odio siente de pronto. Y nosotros mismos, que al abrir el libro no estamos familiarizados todavía con la sensación de lo absurdo, trataremos inútilmente de juzgarle de acuerdo con nuestras normas acostumbradas: también para nosotros es un extraño.
Así, el choque que habéis sentido al abrir el libro y leer: “Pensé que era un domingo más, que mamá estaba ya enterrada, que iba a reanudar mi trabajo y que, en suma, nada había cambiado”[10] era deseado: es el resultado de vuestro primer encuentro con lo absurdo. Pero esperabais sin duda que al continuar la lectura de la obra veríais que se disipaba vuestro malestar, que todo se aclaraba poco a poco, se fundaba en razón, se explicaba. Vuestra esperanza ha sufrido una decepción: L’Étranger no es un libro que explica: el hombre absurdo no explica, describe. Tampoco es un libro que demuestra. El señor Camus se limita a proponer y no se preocupa de justificar lo que es, por principio, injustificable. El mito de Sísifo nos va a enseñar la manera como hay que acoger la novela de nuestro autor. En él encontramos, en efecto, la teoría de la novela absurda. Aunque lo absurdo de la condición humana sea su único tema, no es una novela de tesis, no emana de un pensamiento “satisfecho” y que tiende a suministrar sus documentos justificativos; es, al contrario, el producto de un pensamiento “limitado, mortal y rebelde”. Demuestra por sí misma la inutilidad de la razón razonadora: “El hecho de que (los grandes novelistas) hayan preferido escribir en imágenes más bien que con razonamientos revela cierto pensamiento que les es común, convencido de la inutilidad de todo principio de explicación y del mensaje docente de la apariencia sénsible”[11]. Así el mero hecho de entregar su mensaje en forma novelesca revela en el señor Camus una humildad orgullosa. No se trata de resignación, sino del reconocimiento rebelde de los límites del pensamiento humano. Es cierto que ha considerado su deber dar de su mensaje novelesco una traducción filosófica que es precisamente el “Mito de Sísifo” y más adelante veremos qué es lo que hay que pensar de ese doblaje. Pero la existencia de esta traducción no altera, en todo caso, el carácter gratuito de la novela. En efecto, el creador absurdo ha perdido inclusive la ilusión de que su obra es necesaria. Quiere, al contrario, que percibamos perpetuamente su contingencia. Desea que se escriba en exergo: “Habría podido no existir”, como Gide quería que se escribiese al final de Les faux-monnayeurs: “Se podría continuarla”. Habría podido no existir: como esa piedra, como ese curso de agua, como ese rostro; es un presente que se da, sencillamente, como todos los presentes del mundo. No tiene ni siquiera esa necesidad subjetiva que los artistas reclaman de buena gana para sus obras cuando dicen: “No podía dejar de escribirla, pues tenía que librarme de ella”. Volvemos a encontrar aquí, pasado por la criba del sol clásico, un tema del terrorismo superrealista: la obra de arte no es sino una hoja arrancada de una vida. La expresa, ciertamente, pero habría podido no expresarla. Y, por otra parte, todo es equivalente: escribir Los poseídos o beber un café con leche. El señor Camus no exige, por lo tanto, del lector esa solicitud atenta que exigen los escritores que “han sacrificado su vida a su arte”. L’Étranger es una hoja de su vida. Y como la vida más absurda debe ser la vida más estéril, su novela quiere ser de una esterilidad magnífica. El arte es una generosidad inútil. No nos asustemos demasiado: bajo las paradojas del señor Camus vuelvo a encontrar algunas observaciones muy juiciosas de Kant con respecto a la “finalidad sin fin” de lo bello. De todas maneras, L’Étranger está ahí, arrancado de una vida, injustificado, estéril, instantáneo, abandonado ya por su autor, y abandonado por otros presentes. Así es como debemos tomarlo: como una comunión brusca de dos hombres, el autor y el lector, en lo absurdo, más allá de las razones.
Eso nos indica más o menos la manera como debemos considerar al protagonista de L’Étranger. Si el señor Camus hubiese querido escribir una novela de tesis no le habría sido difícil mostrar a un funcionario alardeando de superioridad en el seno de su familia y luego, de pronto, presa de la intuición de lo absurdo, resistiéndose un momento y decidiéndose por fin a vivir la absurdidad fundamental de su situación. El lector se hubiese convencido al mismo tiempo que el personaje y por las mismas razones. O bien nos habría trazado la vida de uno de esos santos de lo absurdo que enumera en El mito de Sísifo y que gozan de su favor particular: el Don Juan, el Comediante, el Conquistador, el Creador. No es eso lo que ha hecho y, hasta para el lector familiarizado con las teorías de lo absurdo, Meursault, el protagonista de L’Étranger, resulta ambiguo. Por supuesto, se nos asegura que es absurdo y la lucidez implacable constituye su característica principal. Además, en más de un punto está construido de manera que proporciona una ilustración concertada de las teorías expuestas en El mito de Sísifo. Por ejemplo, el señor Camus escribe en esta última obra: “Un hombre es más un hombre por las cosas que calla que por las cosas que dice”. Y Meursault es un ejemplo de ese silencio viril, de esa renuencia a contentarse con palabras: “(Le han preguntado) si había observado que yo estaba ensimismado y ha reconocido únicamente que yo no hablaba para no decir nada”[12]. Y precisamente, dos líneas antes, el mismo testigo de descargo ha declarado que Meursault “era un hombre”. “(Le han preguntado) qué entendía por eso y ha declarado que todo el mundo sabía lo que quería decir.” Asimismo el señor Camus se explica largamente sobre el amor en El mito de Sísifo: “No llamamos amor —dice — a lo que nos liga a ciertos seres sino por referencia a una manera de ver colectiva y de la que son responsables los libros y las leyendas”[13]. Y, paralelamente, leemos en L’Étranger: “Ella quiso saber entonces si yo le amaba. Contesté… que eso nada significaba, pero que sin duda yo no le amaba”[14]. Desde este punto de vista la cuestión que se plantea en la audiencia y en la mente del lector alrededor de la pregunta: “¿Meursault amaba a su madre?” es doblemente absurda. Ante todo, como dice el abogado: “¿Se le acusa de haber ocultado a su madre o de haber matado a un hombre?” Pero sobre todo la palabra “amar” carece de sentido. Sin duda Meursault ha encerrado a su madre en el asilo porque no tenía dinero y porque “ya nada tenían que decirse”. Sin duda, también, no iba a verla con frecuencia, “porque eso le ocupaba su domingo, sin contar el esfuerzo para ir a la parada del ómnibus, tomar los boletos y hacer dos horas de camino”[15]. ¿Pero qué significa eso? ¿No pertenece todo al presente, todo a sus estados de ánimo presentes? Lo que se llama un sentimiento no es sino la unidad abstracta y la significación de impresiones discontinuas. Yo no pienso siempre en quienes amo, pero pretendo que los amo hasta cuando no pienso en ellos, y sería capaz de comprometer mi tranquilidad en nombre de un sentimiento abstracto, en ausencia de toda emoción real e instantánea. Meursault piensa y obra de manera distinta: no quiere conocer esos grandes sentimientos continuos y semejantes; para él no existe el amor, ni tampoco los amores. Sólo cuenta lo presente, lo concreto. Va a ver a su madre cuando siente el deseo de hacerlo, eso es todo. Si ese deseo existe, será lo bastante fuerte para hacerle tomar el ómnibus, puesto que tal otro deseo concreto tendrá bastante fuerza para hacer correr a ese indolente y para hacerle saltar a un camión en marcha. Pero siempre llama a su madre con la palabra tierna e infantil de “mamá” y no pierde una ocasión de comprenderla y de identificarse con ella. “Del amor sólo conozco esa mezcla de deseo, ternura e inteligencia que me une a tal ser”[16]. Se ve, por lo tanto, que no se debería descuidar el aspecto teórico del carácter de Meursault. Asimismo, muchas de sus aventuras tienen como razón principal poner de relieve tal o cual aspecto de la absurdidad fundamental. Por ejemplo, como hemos visto, El mito de Sísifo alaba “la divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada”[17], y para que gocemos de esa madrugada y de esa disponibilidad es para lo que el señor Camus ha condenado a su protagonista a la pena capital. “¿Cómo no había visto yo —le hace decir— que nada era más importante que una ejecución… y que, en un sentido, era inclusive la única cosa verdaderamente interesante para un hombre?” Se podrían multiplicar los ejemplos y las citas. Sin embargo, este hombre lúcido, indiferente, taciturno, no está enteramente hecho para las necesidades de la causa. Sin duda el carácter, una vez esbozado, se ha terminado por sí solo; el personaje tenía sin duda una pesadez propia. Lo cierto es que su absurdidad no nos parece conquistada, sino dada: es así y nada más. Tendrá su iluminación en la última página, pero ha vivido siempre según las normas del señor Camus. Si hubiera una gracia de lo absurdo habría que decir que él posee esa gracia. No parece plantearse ninguna de las cuestiones que se agitan en El mito de Sísifo; tampoco se ve que se haya rebelado antes de ser condenado a muerte. Era feliz, se dejaba llevar y su dicha no parece haber conocido ni siquiera esa mordedura secreta que el señor Camus señala en muchas ocasiones en su ensayo y que proviene de la presencia cegadora de la muerte. Su indiferencia misma se parece con mucha frecuencia a la indolencia, como en ese domingo en que se queda en casa por simple pereza y en que confiesa que se ha “aburrido un poco”. Así, hasta para una mirada absurda, el personaje tiene una opacidad propia. No es el Don Juan, ni el Don Quijote de la absurdidad, y con frecuencia hasta se podría creer que es su Sancho Panza. Está ahí, existe, y no podemos comprenderlo ni juzgarlo plenamente; vive, en fin, y sólo su densidad novelesca puede justificarlo para nosotros.
Sin embargo, no habría que ver en L’Étranger una obra enteramente gratuita. El señor Camus distingue, lo hemos dicho, entre el sentimiento y la noción de lo absurdo. Dice a este respecto: “Como las grandes obras, los sentimientos profundos declaran siempre más de lo que dicen conscientemente… Los grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o miserable”[18]. Y añade un poco más adelante: “La sensación de lo absurdo no es lo mismo que la noción de lo absurdo. La fundamenta y nada más. No se resume en ella sino durante el breve instante en que juzga al universo”[19]. Se podría decir que El mito de Sísifo aspira a darnos esa noción y que L’Étranger quiere inspirarnos ese sentimiento. El orden de aparición de las dos obras parece confirmar esta hipótesis. L’Étranger, que se publicó primeramente, nos sumerge sin comentarios en el “clima” de lo absurdo; luego viene el ensayo para aclarar el paisaje. Ahora bien, lo absurdo es el divorcio, el desacuñe. L’Étranger será, por lo tanto, una novela del desacuñe, del divorcio, del extrañamiento. De ahí su construcción hábil; por una parte el flujo cotidiano y amorfo de la realidad vivida; por otra parte la recomposición edificante de esa realidad por la razón humana y el razonamiento. Se trata de que el lector, puesto al principio en presencia de la realidad pura, la vuelva a encontrar, sin reconocerla, en su transposición racional. De ahí nacerá la sensación de lo absurdo, es decir, de la impotencia en que nos hallamos de pensar con nuestros conceptos, con nuestras palabras, los acontecimientos del mundo. Meursault encierra a su madre, toma una querida, comete un crimen. Estos diferentes hechos serán relatados en su proceso por los testigos y agrupados y explicados por el fiscal. Meursault tendrá la impresión de que se habla de otra persona. Todo está construido para producir de pronto la explosión de Marie, quién, habiendo hecho en la barra de los testigos un relato compuesto según las reglas humanas, estalla en sollozos y dice “que no era eso, que había otra cosa, que la obligaban a decir lo contrario de lo que pensaba”. Esos juegos de espejo son utilizados corrientemente desde Les faux-monnayeurs. No está en eso la originalidad del señor Camus. Pero el problema que debe resolver le va a imponer una forma original: para que sintamos el desacuñe entre las conclusiones del fiscal y las verdaderas circunstancias del homicidio, para que conservemos al cerrar el libro la impresión de una justicia absurda que jamás podrá comprender ni siquiera alcanzar los hechos que se propone castigar, es necesario que primeramente nos hayamos puesto en contacto con la realidad o con una de esas circunstancias. Pero para establecer ese contacto el señor Camus, como el fiscal, sólo dispone de palabras y conceptos; tiene que describir con palabras, reuniendo pensamientos, el mundo anterior a las palabras. La primera parte de L’Étranger podría titularse, como un libro reciente, Traducido del silencio. Nos encontramos aquí con un mal común a muchos escritores contemporáneos y cuyas primeras manifestaciones veo en Jules Renard; yo lo llamaré: la obsesión del silencio. El señor Paulhan vería en ello ciertamente un efecto del terrorismo literario. Ha tomado mil formas, desde la escritura automática de los superrealistas hasta el famoso “teatro del silencio” de J. J. Bernard. Es que el silencio, como dice Heidegger, es el modo auténtico de la palabra. Sólo calla quien puede hablar. El señor Camus habla mucho y en El mito de Sísifo inclusive charla. Y sin embargo nos confía su amor al silencio. Cita la frase de Kierkegaard: “El más seguro de los mutismos no consiste en callar, sino en hablar”[20] y añade por su cuenta que “un hombre es más un hombre por las cosas que calla que por las cosas que dice”… Así, en L’Étranger se ha propuesto callarse. ¿Pero cómo se puede callar con palabras? ¿Cómo se puede expresar con conceptos la sucesión impensable y desordenada de los presentes? Esta empresa implica el recurso a una técnica nueva.
¿Qué técnica es ésa? Me habían dicho: “Es Kafka escrito por Hemingway”. Confieso que no he encontrado a Kafka. Las consideraciones del señor Camus son todas terrestres. Kafka es el novelista de la trascendencia imposible; el universo está para él cargado con signos que no comprendemos; hay un revés del decorado. Para el señor Camus el drama humano es, al contrario, la ausencia de toda trascendencia: “Yo no sé si este mundo tiene un sentido que está fuera de mi alcance. Pero sé que no conozco ese sentido y que por el momento me es imposible conocerlo. ¿Qué significa para mí una significación fuera de mi condición? Yo no puedo comprender más que en términos humanos. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo”. Para él no se trata, por lo tanto, de encontrar disposiciones de palabras que hagan suponer un orden inhumano e indescifrable: lo inhumano es simplemente el desorden, lo mecánico. En él nada hay de sospechoso, de inquietante, de sugerido. L’Étranger nos ofrece una sucesión de opiniones luminosas. Si desconciertan es únicamente por su número y por la falta de un lazo que las una. Las mañanas, los crepúsculos claros, las tardes implacables son sus horas favoritas; el verano perpetuo de Argel es su estación preferida. La noche apenas tiene lugar en su universo. Si habla de ella es en estos términos: “Me desperté con estrellas en el rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores de noches, de tierra y de sal refrescaban mis sienes. La maravillosa paz de este estío dormido entraba en mí como una marea”[21]. Quien ha escrito estas líneas está todo lo lejos posible de las angustias de un Kafka. Se halla muy tranquilo en el centro del desorden; la ceguedad obstinada de la naturaleza le irrita sin duda, pero le tranquiliza. Su elemento irracional no es sino un negativo: el hombre absurdo es un humanista, no conoce más que los bienes de este mundo.
La comparación con Hemingway parece más provechosa. El parentesco de los dos estilos es evidente. En uno y otro texto aparecen las mismas frases cortas; cada una de ellas se niega a aprovechar el impulso adquirido por las precedentes, cada una es un comenzar de nuevo. Cada una es como una toma de vista de un gesto, de un objeto. A cada gesto nuevo, a cada objeto nuevo corresponde una frase nueva. Sin embargo, no quedo satisfecho: la existencia de una técnica de relato “americana” le ha sido, sin duda alguna, útil al señor Camus. Dudo de que haya influido en él propiamente hablando. Hasta en Death in the Afternoon, que no es una novela, Hemingway conserva ese modo entrecortado de narración que hace salir a cada frase de la nada mediante una especie de espasmo respiratorio; su estilo es él mismo. Sabemos ya que el señor Camus tiene otro estilo, un estilo de ceremonia. Pero, además, en L’Étranger mismo, alza a veces el tono; la frase adquiere entonces un caudal más amplio y continuo: “El grito de los vendedores de diarios en el aire ya menos tenso, los últimos pájaros en el jardín público, el pregón de los vendedores de sándwiches, el quejido de los tranvías en los altos recodos de la ciudad y ese rumor del cielo antes que la noche caiga sobre el puerto, todo eso recomponía para mí un itinerario de ciego que conocía mucho antes de ingresar en la cárcel”[22]. A través del relato jadeante de Meursault discierno en transparencia una prosa poética más caudalosa que lo sostiene y que debe de ser el modo de expresión personal del señor Camus. Si L’Étranger muestra huellas tan visibles de la técnica americana es porque se trata de un préstamo deliberado. El señor Camus ha elegido entre los instrumentos que se le ofrecían el que le parecía más conveniente para su propósito. Dudó de que lo utilice en sus próximas obras.
Examinemos más de cerca la trama del relato y nos daremos cuenta mejor de sus procedimientos. “También los hombres segregan lo inhumano —escribe el señor Camus—. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto los rodea”[23]. He aquí, por lo tanto, lo que hay que expresar ante todo: L’Étranger debe ponernos ex abrupto “en estado de malestar ante la inhumanidad del hombre”. ¿Pero cuáles son las ocasiones singulares que pueden provocar en nosotros ese malestar? El mito de Sísifo nos da un ejemplo de ellas: “Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive”[24]. Quedamos informados, casi demasiado, pues el ejemplo revela cierto prejuicio del autor. En efecto, el gesto del hombre que telefonea y al que no oís no es sino relativamente absurdo: es que pertenece a un circuito truncado. Abrid la puerta, aplicad el oído al auricular y el circuito queda restablecido, la actividad humana vuelve a adquirir su sentido. Habría que decir, por lo tanto, si se obrara de buena fe, que no hay sino absurdos relativos y sólo con referencia a “racionales absolutos”. Pero no se trata de buena fe, sino de arte; el procedimiento del señor Camus es muy rebuscado: entre los personajes de que habla y el lector va a intercalar un tabique de vidrio. ¿Qué hay más inepto, en efecto, que hombres detrás de un vidrio? Éste parece dejar que pase todo y sólo intercepta una cosa: el sentido de sus gestos. Falta elegir el vidrio: será la conciencia del Extraño. Es, en efecto, transparente; vemos todo lo que ella ve. Sólo que se la ha construido de tal modo que es transparente para las cosas y opaca para los significados.
“Desde ese momento todo sucedió muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el ataúd con un paño. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta se hallaba una dama a la que yo no conocía: ‘El señor Meursault’, dijo el director. No percibí el nombre de la dama y comprendí solamente que era enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa su rostro huesoso y largo. Luego nos alineamos para dejar que pasara el cadáver”[25].
Unos hombres bailan tras un vidrio. Entre ellos y el lector han interpuesto una conciencia, casi nada, una pura translucidez, una pasividad pura que registra todos los hechos. Pero se ha realizado la jugarreta: precisamente porque es pasiva, la conciencia no registra sino los hechos. El lector no se ha dado cuenta de esa interposición. ¿Pero cuál es el postulado que implica este género de relato? En suma, de lo que era organización melódica se ha hecho una adición de elementos invariantes; se pretende que la sucesión de los movimientos es rigurosamente idéntica al acto tomado como totalidad. ¿No nos las tenemos que haber aquí con el postulado analítico, que pretende que toda realidad es reducible a una suma de elementos? Ahora bien, si el análisis es el instrumento de la ciencia, es también el instrumento del humorismo. Si quiero describir un partido de rugby y escribo: “Vi a unos adultos en calzoncillos que se peleaban y se arrojaban a tierra para hacer pasar una pelota de cuero entre dos postes de madera”, hago la suma de lo que he visto, pero deliberadamente no tengo en cuenta su sentido: hago humorismo. El relato del señor Camus es analítico y humorístico. Miente —como todo artista— porque pretende restituir la experiencia desnuda y filtra socarronamente todas las relaciones significativas, que pertenecen también a la experiencia. Es lo que hizo en otro tiempo Hume cuando declaró que no descubría en la experiencia sino impresiones aisladas. Es lo que hacen todavía al presente los neo-realistas americanos cuando niegan que haya entre los fenómenos algo más que relaciones externas. Contra ellos la filosofía contemporánea ha establecido que los significados eran también datos inmediatos. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Bástenos señalar que el universo del hombre absurdo es el mundo analítico de los neo-realistas. El procedimiento ha hecho sus pruebas literariamente: es el de L’ingénu o de Micromégas; es el de Gulliver. Pues el siglo XVIII tuvo también sus extranjeros, en general “buenos salvajes” que, transportados a una civilización desconocida, percibían los hechos antes de comprender su sentido. ¿El efecto de ese cambio de lugar no consistía, precisamente, en provocar en el lector la sensación de lo absurdo? El señor Camus parece recordarlo en muchas ocasiones, sobre todo cuando nos muestra a su protagonista reflexionando sobre los motivos de su encarcelamiento[26].
Ahora bien, es este procedimiento analítico el que explica el empleo de la técnica americana en L’Étranger. La presencia de la muerte al final de nuestro camino ha disipado en humo nuestro porvenir, nuestra vida “no tiene mañana’”, es una sucesión de presentes. ¿Qué quiere decir eso sino que el hombre absurdo aplica al tiempo su espíritu de análisis? Allí donde Bergson veía una organización que no se puede descomponer, el hombre absurdo no ve sino una serie de instantes. Es la pluralidad de los instantes incomunicables la que finalmente dará cuenta de la pluralidad de los seres. Lo que nuestro autor toma prestado a Hemingway es, por lo tanto, la discontinuidad de sus frases cortadas que se calca en la discontinuidad del tiempo. Ahora comprendemos mejor el corte de su narración: cada frase es un presente. Pero no un presente indeciso que hace sombra y se prolonga un poco sobre el presente que le sigue. La frase es clara, sin rebabas, cerrada en sí misma; está separada de la frase siguiente por una nada, como el instante de Descartes está separado del instante que le sigue. Entre cada frase y la siguiente el mundo se acaba y renace: la palabra, desde el momento en que se eleva, es una creación ex nihilo; una frase de L’Étranger es una isla. Y nosotros caemos en cascada de frase en frase, de nada en nada. Para acentuar la soledad de cada unidad frásica es para lo que el señor Camus ha decidido hacer su relato en el tiempo de pretérito perfecto. El pretérito indefinido es el tiempo de la continuidad: “Paseó durante largo tiempo”. Estas palabras nos remiten a un pluscuamperfecto, a un futuro; la realidad de la frase es el verbo, es el acto, con su carácter transitivo, con su trascendencia. “Se ha paseado durante largo tiempo” disimula la verbalidad del verbo; el verbo queda roto, dividido en dos: a un lado encontramos un participio pasado que ha perdido toda trascendencia, inerte como una cosa; y al otro lado el verbo “ser” que no tiene más que el sentido de una cópula, que une al participio con el substantivo como al atributo con el sujeto; el carácter transitivo del verbo ha desaparecido y la frase se ha coagulado; su realidad, ahora, es el nombre. En vez de lanzarse como un puente entre el pasado y el porvenir, no es ya sino una pequeña substancia aislada que se basta a sí misma. Si, por añadidura, se tiene cuidado de reducirla todo lo posible a la proposición principal, su estructura interna adquiere una sencillez perfecta y gana otro tanto en cohesión. Es verdaderamente un insecable, un átomo de tiempo. Naturalmente, no se organizan las frases entre sí; se las yuxtapone únicamente; en particular se evita todas las relaciones causales, que introducirían en el relato una especie de embrión de explicación y pondrían entre los instantes un orden diferente de la sucesión pura. Se escribe: “Un momento después ella me ha preguntado si la amaba. Yo le he contestado que eso no quería decir nada, pero que me parecía que no. Ella ha parecido triste. Pero mientras preparaba el almuerzo y a propósito de nada ha vuelto a reír de tal manera que la he besado. Es en ese momento cuando los ruidos de una disputa han estallado en casa de Raymond”[27]. Subrayamos dos frases que disimulan de la manera más cuidadosa posible un nexo causal bajo la pura apariencia de la sucesión. Cuando es absolutamente necesario aludir en una frase a la frase anterior se utilizan las palabras “y”, “pero”, “después” y “fué en ese momento cuando”, que no evocan sino la disyunción, la oposición o la adición pura. Las relaciones de estas unidades temporales son externas, como las que el neo-realismo establece entre las cosas; lo real aparece sin ser traído y desaparece sin ser destruido, el mundo se hunde y renace a cada pulsación temporal. Pero no vayamos a creer que se produce por sí mismo: es inerte. Toda actividad por su parte tendería a substituir con poderes temibles el tranquilizador desorden del azar. Un naturalista del siglo XIX habría escrito: “Un puente saltaba sobre el río”. El señor Camus rechaza ese antropomorfismo y dirá: “Sobre el río había un puente”. Así la cosa nos entrega inmediatamente su pasividad. Está ahí, simplemente, indiferenciada: “Había cuatro hombres negros en la habitación… Delante de la puerta se hallaba una dama que yo no conocía… Delante de la puerta estaba el coche… Junto a ella se hallaba el ordenador de pagos…”[28]. Se decía de Renard que terminaría escribiendo: “La gallina pone”. El señor Camus y muchos autores contemporáneos escribirían: “Hay la gallina y ella pone”. Es que les gustan las cosas por ellas mismas, no quieren diluirlas en la corriente de la duración. “Hay agua”: he aquí un trocito de eternidad, pasivo, impenetrable, incomunicable, rutilante; ¡qué goce sensual si se lo puede tocar! Para el hombre absurdo es el único bien de este mundo. Por eso el novelista prefiere a un relato organizado ese centelleo de pequeños fulgores sin mañana, cada uno de los cuales es una voluptuosidad; por eso el señor Camus, al escribir L’Étranger, puede creer que calla: su frase no pertenece al universo del discurso; no tiene ramificaciones, ni prolongaciones, ni estructura interior; podría definirse, como la Sílfide de Valéry:
Ni vista ni conocida:
el tiempo de un seno desnudo
entre dos camisas.
Y se la mide muy exactamente por el tiempo de una intuición silenciosa.
En estas condiciones se puede hablar de un todo que sería la novela del señor Camus. Todas las frases de su libro son equivalentes, como son equivalentes todas las experiencias del hombre absurdo; cada una se plantea por sí misma y rechaza a las otras a la nada; pero por lo mismo, salvo en los raros momentos en que el autor, infiel a su principio, hace poesía, ninguna se destaca sobre el fondo de las otras. Los diálogos mismos forman parte integral del relato; el diálogo, en efecto, es el momento de la explicación, de la significación; darle un lugar privilegiado sería admitir que las significaciones existen. El señor Camus lo pule, lo resume, lo reproduce con frecuencia en estilo indirecto, le niega todo privilegio tipográfico, de modo que las frases pronunciadas aparecen como acontecimientos semejantes a los otros, espejean durante un instante y desaparecen, como un relámpago de calor, como un sonido, como un olor. Por eso, cuando se inicia la lectura del libro no parece que uno se encuentra en presencia de una novela, sino más bien de una melopea monótona, del canto gangoso de un árabe. Se puede creer entonces que el libro se parecerá a uno de esos aires de que habla Courteline, que “se van y nunca vuelven” y que se interrumpen de pronto sin que se sepa por qué. Pero poco a poco la obra se organiza por sí sola bajo los ojos del lector y revela la sólida infraestructura que la sostiene. No hay un detalle inútil, uno solo que no sea tomado de nuevo más adelante y lanzado a la contienda; y cuando cerramos el libro comprendemos que no podía comenzar de otro modo, que no podía tener otro fin: en este mundo que se nos quiere dar como absurdo y del que se ha extirpado cuidadosamente la causalidad, el menor incidente tiene importancia, no hay uno solo que no contribuya a conducir al protagonista hacia el crimen y la pena de muerte. L’Étranger es una obra clásica, una obra de orden, compuesta a propósito de lo absurdo y contra lo absurdo. ¿Es enteramente lo que deseaba el autor? No lo sé; la que doy es la opinión del lector.
¿Y cómo se puede clasificar esta obra seca y neta, tan compuesta bajo su desorden aparente, tan “humana”, tan poco secreta tan luego como se posee la clave? No podríamos llamarla un relato: el relato explica y coordina al mismo tiempo que narra, substituye con el orden causal el encadenamiento cronológico. El señor Camus la llama “novela”. Sin embargo, la novela exige una duración continua, un devenir, la presencia manifiesta de la irreversibilidad del tiempo. No sin vacilar daría yo ese nombre a esta sucesión de presentes inertes que deja entrever por debajo la economía mecánica de una pieza armada o en ese caso sería, a la manera de Zadig y de Candide, una novela corta de moralista, con un discreto sabor de sátira y retratos irónicos[29] que, a pesar del aporte de los existencialistas alemanes y de los novelistas norteamericanos, sigue pareciéndose mucho, en realidad, a un cuento de Voltaire.
Febrero de 1943.
© Jean Paul Sartre: Explicación de “L’Étranger”. Publicado en El hombre y las cosas. Buenos Aires: Losada, 1960, pp. 77-94. Traducción de Luis Echavarri.
NOTAS
[1] El mito de Sísifo, página 25 de la edición castellana de la Editorial Losada.
[2] Merleau-Ponty: La structure du comportement (La Renaissance du Livre, 1942), pág. 1.
[3] El mito de Sísifo, página 14 de la edición castellana de la Editorial Losada.
[4] Ibíd., pág. 20.
[5] Ibíd., pág. 15.
[6] Ibíd., pág. 47.
[7] Ibíd., pág. 21.
[8] Ibíd., pág. 21.
[9] Ibíd., pág. 56.
[10] L’Étranger, pág. 36.
[11] El mito de Sísifo, pág. 81.
[12] L’Étranger, p. 121.
[13] El mito de Sísifo, pág. 63.
[14] L’Étranger, pág. 59.
[15] L’Étranger, pág. 12.
[16] El mito de Sísifo, pág. 63.
[17] Ibíd., pág. 53.
[18] El mito de Sísifo, pág. 18.
[19] Ibíd., pág. 31.
[20] El mito de Sísifo, pág. 29. Piénsese también en la teoría del lenguaje de Brice Parain y en su concepción del silencio.
[21] L’Étranger, pág. 158.
[22] L’Étranger, pág. 128. Véase también págs. 81-82, 158-159, etc.
[23] El mito de Sísifo, pág. 21.
[24] El mito de Sísifo, pág. 21.
[25] L’Étranger, pág. 23.
[26] L’Étranger, págs. 103, 104.
[27] L’Étranger, pág. 51.
[28] L’Étranger, pág. 23.
[29] Los del rufián, el juez de instrucción, el fiscal, etcétera.