H. P. Lovecraft: El sepulcro

H. P. Lovecraft - El sepulcro

«El sepulcro», un relato de terror psicológico de H.P. Lovecraft, nos sumerge en la perturbadora historia de Jervas Dudley, un joven obsesionado con un antiguo mausoleo familiar. Narrado en primera persona, el cuento ofrece un viaje inquietante por la mente alterada de Dudley, quien asegura haber establecido una conexión sobrenatural con los antiguos ocupantes del sepulcro. A medida que la historia avanza, la línea entre los delirios del protagonista y los sucesos sobrenaturales se desdibuja, dejando al lector en un estado de incertidumbre sobre la veracidad de los acontecimientos narrados.

H. P. Lovecraft - El sepulcro

El sepulcro

H. P. Lovecraft
(Cuento completo)

Al relatar las circunstancias que han desembocado en mi confinamiento en este asilo para dementes, soy consciente de que mi actual posición creará una duda muy natural sobre la autenticidad de mi narración. Es un hecho lamentable que la humanidad en general sea demasiado limitada en su visión mental, y esté por ello incapacitada para sopesar con paciencia e inteligencia aquellos fenómenos aislados que tan sólo una minoría psicológicamente sensitiva puede ver y experimentar, y que se hallan fuera de la experiencia común. Los hombres de más amplias miras intelectuales son capaces de comprender que no existe una distinción muy acusada entre lo real y lo imaginario; que todo lo que existe nos aparece en la forma en lo que lo conocemos, tan sólo en virtud de los delicados instrumentos individuales, físicos y mentales, a través de los cuales adquirimos consciencia de ello; pero el materialismo prosaico condena al apelativo de locura aquellos relámpagos de visión superior que desgarran el velo vulgar del obvio empirismo.

Mi nombre es Jervas Dudley, y mi condición ha sido, desde la infancia primera, la de un soñador y un visionario. Poseedor de una riqueza material que me situaba más allá de las necesidades de la vida comercial, e incapaz por temperamento de dedicarme a los estudios y a las distracciones sociales de mis conocidos, he morado siempre en reinos alejados del mundo visible, ocupando los años de mi juventud y adolescencia en familiarizarme con libros antiguos y poco conocidos, y en vagabundear por los campos y valles de la región que rodea mi casa solariega. No creo que lo que yo veía en aquellos viejos volúmenes, o en mis paseos por tales campos y valles, fuese exactamente lo mismo que lo que otros muchachos pudiesen ver o leer en ellos; pero muy poco puedo decir de esto, puesto que un discurso más detallado serviría quizá tan sólo para justificar las crueles calumnias sobre mis facultades intelectuales que a veces escucho, susurradas por los obtusos enfermeros que me rodean. Me será suficiente relatar los acontecimientos sin analizar sus causas.

He dicho que vivía alejado del mundo visible, pero no he dicho que viviese solo. Eso es algo que no puede hacer ningún ser humano; porque aquel a quien falta la compañía de los vivos, busca y encuentra inevitablemente la de aquellos que no lo están, o que ya no lo están. Hay, muy cerca de mi hogar, un valle singular, boscoso, en cuyas profundidades umbrías pasé la mayor parte de mi tiempo entregado a la lectura, al pensamiento o al ensueño. Di mis primeros pasos infantiles por sus laderas musgosas, y tejí en torno a sus encinas de grotescos nudos las primeras fantasías de mi pubertad. Llegué a establecer buenas relaciones con las dríadas que cuidaban de aquellos árboles, y a menudo contemplé sus danzas salvajes bajo los rayos de una luna que luchaba por no desvanecerse; pero no es éste el momento para hablar de tales cosas. Sólo hablaré del sepulcro solitario que se escondía en lo más oscuro e intrincado de la falda de la colina: el mausoleo abandonado de los Hyde, una vieja y afamada familia cuyo último descendiente directo había sido depositado en el interior de los negros muros muchas décadas antes de mi nacimiento.

El sepulcro al que me refiero es de granito antiguo, patinado y decolorado por la humedad y la bruma de muchas generaciones. Tan sólo se distingue la entrada del edificio, pues su profundo interior fue excavado en el interior de la vertiente. La puerta, una pesada e imponente lápida, fabricada de la misma roca de la colina, cuelga de oxidados goznes de hierro, y está cerrada, aunque no del todo, de una forma bastante siniestra y extraña, por medio de pesadas cadenas y candados, de hierro también, según la desagradable costumbre de hace medio siglo. La mansión, de la estirpe cuyos vástagos están allí inhumados, coronó antaño el declive en el que se halla el sepulcro, pero hace ya largo tiempo que sucumbió a las llamas de un incendio causado por el golpe de un rayo. Los más viejos habitantes de la región hablan a veces, con voces sofocadas por la preocupación, de la tormenta de media noche que hizo caer aquella mansión sombría; y aluden a la «ira divina», de una forma que, en estos últimos años, avivó en forma imprecisa la fascinación siempre intensa que yo sentía por el sepulcro sombreado del bosque. Tan sólo un hombre había perecido entre las llamas. Cuando el último de los Hyde fue enterrado en aquel lugar de quietud y de sombra, la urna que contenía sus cenizas vino de una tierra distante, en la que los miembros de la familia habían fijado su residencia cuando su mansión se incendió. No queda ya nadie que deposite flores ante el pórtico de granito, y pocos son los que se atreven a desafiar las sombras deprimentes que parecen rondar extrañamente en torno a las rocas erosionadas por la humedad.

Nunca olvidaré la tarde en la que me encontré por primera vez con aquella semioculta casa de los muertos. Era hacia la mitad del verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una masa de vivo verde, casi homogénea; cuando los sentidos están por completo intoxicados por los agitados mares de húmeda verdura y los olores sutiles, indefinibles, del suelo fecundo y de la vegetación. En un entorno tal, el espíritu pierde su perspectiva: el tiempo y el espacio se vuelven triviales e irreales, y los ecos de un olvidado pasado prehistórico llaman insistentemente a las puertas de la consciencia transida.

Había pasado todo el día vagando sin rumbo a través de las místicas espesuras del valle; meditando sobre cosas que no necesito exponer, conversando con cosas que no tengo por qué nombrar. Aunque sólo contaba diez años de edad había visto y oído muchas maravillas que siempre permanecerán ocultas a la mayoría, y en ciertas cosas poseía una extraña senectud. Cuando, luchando para abrirme paso entre dos arbustos de rosas salvajes, me encontré de pronto con la entrada del panteón, no sabía yo la naturaleza de lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta de tan curiosa manera entreabierta, ni siquiera los grabados de fúnebre carácter que adornaban la parte superior de la entrada, despertaban en mí asociaciones de carácter terrible o doloroso. Mucho sabía yo de tumbas y sepulcros, y mucho más aún era lo que imaginaba, pero mis familiares, a causa de las peculiaridades de mi carácter, me habían mantenido alejado de todo contacto personal con camposantos y cementerios. La extraña edificación pétrea de la boscosa pendiente era para mí tan solo una fuente de especulación y de interés; y su interior frío y húmedo, que pude observar a medias por la puerta tan desesperantemente entreabierta, no contenía para mí ningún indicio de muerte o descomposición. Pero en aquel instante de curiosidad nació en mí el loco e irrazonado deseo que me ha llevado a este infernal encierro. Impulsado por una voz que debía proceder de la horrenda alma del bosque, resolví penetrar en la sugestiva oscuridad del sepulcro, a despecho de las poderosas cadenas que me impedían el paso. Bajo la evanescente luz del atardecer me esforcé en abrir por completo la puerta pétrea, sacudiendo sus candados mohosos, e intenté deslizar mi delgado cuerpo por la abertura ya existente; pero ninguno de los dos intentos tuvo éxito. Curioso al principio, pronto alcancé un verdadero frenesí; y cuando regresé a mi hogar en la espesa penumbra, había jurado a los cien dioses de los bosques que, a cualquier precio, me abriría paso algún día hacia las negras y escalofriantes profundidades que parecían llamarme. El médico de barba gris-acero que viene a visitarme cada día a mi habitación, le dijo una vez a un visitante que esta decisión supuso el comienzo de una desdichada monomanía; pero dejaré el veredicto a mis lectores, cuando hayan conocido los pormenores del asunto.

Pasé los meses que siguieron a mi descubrimiento en fútiles intentos de forzar los complicados cerrojos de la puerta entreabierta del sepulcro, y en investigaciones discretas pero cuidadosas sobre la naturaleza e historia del edificio. Previsto del oído tradicionalmente receptivo de los muchachos muy jóvenes, aprendí mucho; aunque una costumbre de guardar con cuidado mis secretos hizo que a nadie hablase ni de mis informaciones ni de mi resolución. Merece quizá la pena mencionar que no me causó el menor terror ni asombro el conocer la naturaleza del sepulcro. Mis ideas, bastante originales, sobre la vida y la muerte, me habían hecho asociar de una manera vaga la fría arcilla con el cuerpo que respira; y sentía que la grande y siniestra familia que antaño habitara la mansión incendiada se hallaba representada de alguna manera en el ámbito de piedra que yo anhelaba explorar. Los cuentos y murmuraciones que corrían sobre los ritos siniestros y las orgías llenas de impiedad que habían tenido lugar antaño en la antigua morada, me hicieron adquirir por la tumba un renovado y más fuerte interés; cada día me sentaba frente a su puerta durante horas enteras. Una vez arrojé una vela a su interior por la rendija de la entrada, pero no pude distinguir casi nada, salvo unos peldaños de húmeda piedra que llevaban hacia abajo. El olor del lugar me repelía, y, sin embargo, me embrujaba. Sentía como si lo hubiese sentido en un tiempo remoto, anterior a cualquier recuerdo; anterior incluso a mi habitar en este cuerpo que hoy poseo.

Al año siguiente de aquel en el que por primera vez contemplé el sepulcro, hallé en el desván de mi hogar, repleto de libros, una antigua traducción comida de ratones, de las «Vidas» de Plutarco. Al leer la vida de Teseo quedé muy impresionado por aquel pasaje que habla de la enorme piedra tras de la cual el joven héroe había de encontrar las pruebas de su destino en el momento en el que adquiriese la fuerza suficiente para levantar su peso monstruoso. La leyenda tuvo el efecto de disipar la inmediatez de mi impaciencia, porque me hizo sentir que el momento no había llegado todavía. Más tarde, me dije, llegaré a alcanzar una fuerza y una pureza de espíritu que me permitirán abrir la puerta fuertemente encadenada con toda facilidad; pero hasta entonces, había de conformarme con lo que parecía ser la voluntad del Destino.

En consonancia con esto, disminuyeron mis vigilias frente al oscuro portal, y emprendí otras búsquedas, aunque de un carácter igualmente extraño. Solía levantarme con mucha cautela en la noche, y salir de la casa sin hacer ruido para pasear por los camposantos de los que mis padres me habían mantenido alejado. No voy a relatar lo que allí hacía, porque hay muchas cosas de las que no estoy seguro; pero sé que en los días que seguían a tales merodeos nocturnos solía asombrar a las que me rodeaban por mi conocimiento de materias casi olvidadas desde hacía muchas generaciones. Fue tras una noche así cuando escandalicé a la comunidad al narrar una extravagante fantasía referente al entierro del rico y célebre caballero Brewster, historiador local que fue inhumado en 1711 y cuya lápida de pizarra, que llevaba tallada una calavera y dos tibias, se deshacía lentamente en polvo. En un arranque de imaginación infantil, inventé no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había robado a aquel caballero sus zapatos de hebilla de plata, su chaleco de seda y su ropa interior de satén antes del entierro, sino que el mismo caballero, que no estaba por completo inanimado, se había dado dos vueltas en el interior de su ataúd cubierto de tierra al día siguiente de haber sido inhumado.

Pero nunca dejó mi pensamiento la idea de penetrar en el sepulcro, y fue ciertamente estimulada por el descubrimiento genealógico inesperado que me reveló el hecho de que mis propios antecesores por línea materna poseían al menos un ligero parentesco con la supuestamente extinguida familia de los Hyde. Al ser el último de mi estirpe paterna, era igualmente el último de aquella rama más antigua y misteriosa. Empecé a sentir que el sepulcro era mío, y a esperar con cálida impaciencia que llegase el momento en el que yo hubiera de pasar el pétreo umbral y descender a la oscuridad por aquellos húmedos y resbaladizos peldaños. Fue entonces cuando adquirí el hábito de escuchar con mucha atención junto a la puerta entreabierta, eligiendo para mi rara vigilia mis horas preferidas, las de la tranquila medianoche. Al llegar a la época en que alcancé mi mayoría de edad, había construido una pequeña glorieta ante las paredes musgosas de la ladera, permitiendo a la vegetación circundante que rodease el espacio que había abierto, y a las plantas trepadoras que tendiesen sus lazos sobre él, como si se tratase de los verdes muros y techo de un templete silvestre. Si aquél era mi templo, la encadenada puerta era el santuario, y ahí me tumbaba yo, sobre el suelo musgoso, soñando extraños sueños y meditando extraños pensamientos.

Cuando tuve la primera revelación era una noche de bochorno. La fatiga me debió llevar al sopor, porque cuando escuché las voces sentí claramente que me había despertado. Dudo de hablar de aquellos tonos y acentos; no diré nada de su calidad, pero puedo decir que presentaban ciertas desusadas diferencias en vocabulario, pronunciación y forma de ser empleadas. Todos los matices del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las rudas sílabas de los colonos puritanos hasta la retórica precisa de hace cincuenta años, parecían representados en aquel coloquio de sombras, aunque de aquel hecho sólo me apercibí después. Por supuesto, en el momento en que se estaba produciendo, mi atención estaba distraída de tal materia lingüística por otro fenómeno; un fenómeno tan impreciso que no podría jurar que fuese real. Imaginé simplemente que, en el momento de mi despertar, una luz había sido apagada a toda prisa en el interior del semienterrado sepulcro. No creo que yo quedase asombrado ni tampoco que fuese presa del pánico, pero sé que aquella noche sufrí un cambio grande y permanente. A mi vuelta a casa, me dirigí directamente a un baúl semipodrido que había en el desván, y en su interior encontré la llave que me permitió, al día siguiente, abrir con facilidad la barrera que durante tanto tiempo había intentado forzar en vano.

La primera vez que penetré en el mausoleo de la vertiente abandonada, lo hice al suave brillo del anochecer. Me sentía como hechizado, y mi corazón saltaba en mi pecho presa de una excitación muy difícil de describir. Cuando cerré tras de mí la puerta y descendí los peldaños goteantes a la luz de mi vela solitaria, me pareció reconocer el camino; y aunque el agobiante y viciado ambiente del lugar amenazaba con apagar la llama de mi vela, me sentí singularmente a gusto en aquella fétida atmósfera de osario.

Al mirar a mi alrededor, contemplé muchas lápidas de mármol sobre las que yacían ataúdes o restos de ataúdes. Algunos de ellos estaban sellados e intactos, pero otros casi habían desaparecido, dejando sólo las placas y asas de plata entre ciertos curiosos montones de polvo blanquecino. Sobre una placa leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había venido de Sussex en 1640 y murió aquí algunos años después. En una alcoba oculta había un ataúd maravillosamente bien conservado y vacío, adornado con un simple nombre que despertó en mí un escalofrío y una sonrisa. Un impulso extravagante me hizo subir sobre la ancha lápida, extinguir mi vela y yacer en el interior de la caja vacante.

Cuando llegó el amanecer con su luz gris salí tambaleándome del sepulcro, que volví a cerrar tras de mí con su cadena. Ya no era yo un hombre joven, aunque sólo veintiún inviernos habían dejado sentir sus fríos rigores en mi cuerpo. Los campesinos madrugadores que observaron mi vuelta a casa me miraron con extrañeza, y se asombraron de los signos patentes de libertinaje que vieron en alguien reputado de llevar una existencia sobria y respetable. No me presenté ante mis padres hasta después de haber gozado de un sueño largo y refrescante.

Desde aquella noche en adelante, volví diariamente al sepulcro: veía, escuchaba y hacía cosas que no debo recordar jamás. Mi manera de hablar, siempre susceptible a las influencias del entorno, fue el primer elemento que sucumbió al cambio; y mi arcaísmo de dicción súbitamente adquirido llamó pronto la atención. Más tarde, una extraña audacia y arrojo se hizo patente en mi comportamiento, hasta que llegué a poseer, inconsciente de ello, el porte de un hombre de mundo, a despecho de la reclusión voluntaria en la que había transcurrido mi vida entera. Mi lengua, que habitualmente guardaba silencio, se volvió aguda y suelta, y adquirí la fácil gracia de un Chesterfield y el impío cinismo de un Rochester. Hacía gala de una peculiar erudición, distinta en lo absoluto al fantástico saber monacal que había alimentado mi imaginación juvenil; y cubría las márgenes de mis libros con fáciles epigramas improvisados que sugerían el estilo de Gay, Prior y la brillantez de los rasgos de ingenio y rimas de los Augustales. Una mañana, durante el desayuno, bordeé el desastre familiar cuando declamé, con una voz sensiblemente alcoholizada, una canción propia de las bacanales del siglo dieciocho, un divertimento poético de la época georgiana nunca recogido en ningún libro, que decía poco más o menos así:


«Adelante, compañeros, venid con vuestras jarras de cerveza,
y brindad por el presente antes de que se vaya;
apilad en vuestros platos montañas de carne
porque el comer y el beber nos dan la alegría:
Así que llenad vuestros vasos que la vida pasa pronto;
¡Cuando estéis muertos, ya no podréis brindar por vuestro rey o por vuestra mujer!
Anacreonte tenía la nariz roja, según dicen;
Pero ¿qué importa una nariz roja cuando se es feliz y se está alegre?
¡Que Dios me maldiga! ¡Prefiero estar rojo y aquí donde estoy,
que blanco como un lirio y muerto y enterrado!
Ven, Betty, mi niña,
ven a darme un beso;
¡no hay en el infierno una hija de posadero como ésta!
El joven Harry se mantiene todo lo derecho que puede,
pero pronto perderá su peluca y se caerá bajo la mesa,
pero llenad vuestros vasos, que circule la bebida;
¡es mejor estar bajo la mesa que debajo de tierra!
¡Así que reíd, y que siga la juerga!
¡y bromead, sedientos!
¡No es fácil reírse bajo seis pies de tierra!
¡Ese vino me deja sin sentido! Casi no puedo andar
¡Y quisiera saber si puedo permanecer de pie o hablar!
Eh, posadero, dile a Betty que traiga una silla;
¡Haré de esto mi casa porque mi mujer no está aquí!
Así que dadme una mano;
no me tengo en pie, pero ¡qué importa, mientras pueda estar encima de la tierra!»


Por aquellas fechas comencé a sentir el miedo que ahora sufro al fuego y a las tormentas. Si antes era indiferente a tales cosas, a partir de entonces tuve un indecible horror hacia ellas, y me retiraba a los lugares más ocultos del interior de la casa cuandoquiera que el cielo amenazaba con desarrollar sus fastos eléctricos. Uno de mis lugares favoritos en las horas del día era la bodega en ruinas de la mansión incendiada, y solía imaginar en mí fantasía cómo podía haber sido la construcción en su forma primitiva. En cierta ocasión dejé asombrado a un aldeano llevándole, sin vacilación, a una bodega inferior situada bajo tierra que yo parecía conocer a despecho de que nunca nadie la había visto y había sido olvidada desde hacía muchas generaciones.

Por último llegó lo que tanto había yo temido. Mis padres, alarmados por el aspecto y carácter alterados de su único hijo, comenzaron a ejercer un suave espionaje sobre mis movimientos, que amenazaba con acabar en una catástrofe. A nadie había hablado de mis visitas al sepulcro, ya que había guardado mi propósito en secreto con un celo religioso desde la infancia; pero entonces me vi obligado a tomar las mayores precauciones al deambular por el laberinto del valle boscoso, de manera que despistase a cualquier posible seguidor. Llevaba mi llave del sepulcro suspendida al cuello con un cordel, y yo era el único en conocer su existencia. Nunca saqué de la tumba ninguna de las cosas que hallaba en su interior.

Una mañana, cuando salí del húmedo sepulcro y volví a asegurar, con mano temblorosa, la cadena del portal, vi, oculto tras un seto cercano, el temido rostro de un observador. Era seguro que se acercaba el fin: mi temple había sido descubierto, y desvelado el misterio de mis escapadas nocturnas. El hombre no me abordó, así que me apresuré a volver a casa, y me esforcé en escuchar el informe verbal que le hizo a mi preocupado padre. ¿Estaban mis estancias más allá de la puerta encadenada a punto de ser reveladas al mundo? ¡Imaginad mi asombro y mi alegría cuando escuché al espía contar a mis padres con susurros cautelosos que yo había pasado la noche en la glorieta exterior al sepulcro, con mis ojos entrecerrados por el sueño fijos en la puerta encadenada! ¿Por qué milagro habría sufrido el observador aquella rara alucinación? Me convencí entonces de que gozaba de la protección de un agente sobrenatural. Envalentonado por aquellas circunstancias providenciales, comencé a ir a la tumba abiertamente, confiando en que nadie podría nunca ser testigo de mi entrada en ella. Durante una semana degusté las delicias de aquella convivencia con los habitantes del pudridero que no debo describir; y entonces ocurrió aquello, y fui conducido a esta maldita morada de la tristeza y la monotonía.

No debiera haberme aventurado a salir aquella noche, porque las nubes tenían el matiz del relámpago, y una fosforescencia infernal se alzaba del pútrido marjal que había en el fondo del valle. También era distinta la llamada de los muertos. En vez del sepulcro de la ladera, era la bodega hundida en lo alto de la vertiente, o quizá su demoníaco habitante, quien me hacía gestos con dedos invisibles. Cuando salí de los intrincados matorrales que crecían en la llanura, frente a las ruinas, contemplé al brumoso claro de luna algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, que hacía un siglo había desaparecido, se alzaba una vez más, esplendorosa, y cada ventana brillaba con la luz de muchos candelabros. Por el largo camino rodaban los coches de la buena sociedad de Boston, mientras que un gran número de elegantes y empolvados vecinos se dirigían a pie hacia la casa. Me mezclé a aquella muchedumbre, aunque sabía que mi lugar estaba más bien entre los anfitriones que entre los invitados. Dentro, en el salón, había música, risas, y vasos de vino en todas las manos. Reconocí algunos rostros; aunque los hubiese reconocido mejor si estuviesen podridos o carcomidos por los gusanos y la descomposición de la muerte. Yo era el más desenfrenado y libertino en medio de aquella multitud de libertinos desenfrenados. De mis labios se vertían torrentes de alegres blasfemias, y mis ocurrencias no respetaban las leyes de Dios ni las de la Naturaleza.

De súbito, el redoblar del trueno, que resonó incluso más fuertemente que los gritos de aquella porcina multitud, se dejó oír en el mismísimo techo de la casa, e impuso un silencio de terror al escandaloso grupo. Rojas lenguas de fuego y ardientes ráfagas de calor llenaron la casa; y los juerguistas, aterrorizados por la llegada de una calamidad que no parecía ser producida sólo por la naturaleza desencadenada, huyeron gritando en la noche. Sólo yo permanecí allí, sujeto a mi asiento por un terror poderoso que nunca sentí anteriormente. Y entonces un segundo horror tomó posesión de mi alma. Si era quemado vivo hasta convertirme en cenizas, si mi cuerpo era dispersado a los cuatro vientos, ¡nunca podría yacer en la tumba de. los Hyde! ¿No estaba preparado ya mi ataúd? ¿No tenía derecho a descansar por toda la eternidad entre los descendientes de Sir Geoffrey Hyde? ¡Ay! Reclamaría mi herencia legítima de muerte, aunque mi alma tuviese que buscar a través de los siglos otra residencia corpórea, que la representase en aquel lugar vacío que había en la alcoba del sepulcro. ¡Jervas Hyde no compartiría jamás la triste suerte de Palinurus!

Cuando se desvaneció el fantasma de la casa incendiada, me encontré aullando y luchando, enloquecido, entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido a la tumba. La lluvia caía en torrentes, y, hacia el sur, se veían los relámpagos que anteriormente habían pasado sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro arrugado por la tristeza, permanecía cerca de nosotros mientras yo aullaba mis súplicas de ser enterrado en el sepulcro, y con frecuencia recomendaba a mis captores que me tratasen con toda la suavidad posible. Un círculo ennegrecido en el suelo de la bodega en ruinas indicaba que el cielo había descargado allí un violento golpe; y en aquel lugar un pequeño grupo de aldeanos curiosos provistos de linternas contemplaban una pequeña caja de antigua factura que el rayo había sacado a la luz.

Cesando en mi lucha, ahora fútil y sin objeto, observé a los espectadores y el tesoro que habían encontrado, y se me permitió compartir la visión de sus descubrimientos. La caja, cuya cerradura había sido rota por el mismo rayo que la desenterró, contenía muchos papeles y objetos de valor, pero yo sólo tenía ojos para una cosa: era la miniatura, ejecutada en porcelana, de un joven que llevaba una elegante peluca rizada; el objeto estaba marcado por las iniciales «J.H.». El rostro era tal que, al contemplarlo, se diría que me estaba mirando en un espejo.

Al día siguiente fui conducido a esta habitación de ventanas enrejadas, pero he sido informado de ciertas cosas por un viejo servidor, anciano y de mente simple, a quien tomé gran afecto en mi infancia y que, como yo, gusta de los camposantos. Lo que he osado relatar de mis estancias en el sepulcro sólo ha servido para atraerme sonrisas compasivas. Mi padre, que viene con frecuencia a visitarme, declara que en ningún momento crucé la puerta cerrada con cadenas, y jura que el candado enmohecido había permanecido intacto desde hacía cincuenta años cuando lo examinó. Él dice incluso que todo el pueblo sabía de mis visitas a la tumba, y que a menudo fui observado mientras dormía en la glorieta exterior al sepulcro, con mis ojos entreabiertos fijos en la hendidura que lleva al interior. No tengo ninguna prueba tangible contra esas afirmaciones, ya que mi llave del candado se extravió durante la lucha de aquella noche de horrores. Las cosas extrañas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos las atribuye mi padre al conocimiento adquirido por mi continua lectura de los libros de la biblioteca familiar. Si no hubiese sido por mi viejo criado Hiram, ahora estaría yo completamente convencido de mi locura.

Pero Hiram, leal hasta el fin, ha tenido fe en mí, y ha hecho algo que me impulsa a hacer pública al menos una parte de mi historia. Hace una semana forzó el candado que sujetaba la puerta siempre entreabierta del sepulcro, y descendió con una linterna a sus húmedas profundidades. Sobre una lápida en una alcoba encontró un ataúd viejo pero vacío, cuya oxidada placa tiene grabada una sola palabra: «JERVAS». En aquel ataúd, y en aquel sepulcro, me han prometido que seré enterrado.

FIN

H. P. Lovecraft - El sepulcro
  • Autor: Howard Phillips Lovecraft
  • Título: El sepulcro
  • Título Original: The Tomb
  • Publicado en: The Vagrant, marzo de 1922
  • Traducción: Eduardo Haro Ibars

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