El hombre de la casa de carne (Meathouse Man) es un cuento de horror y ciencia ficción de George R. R. Martin publicado en 1976 en la colección Orbit 18. En un mundo distópico donde la humanidad emplea cadáveres reanimados como fuerza laboral, Trager, un joven manipulador de cadáveres, se adentra por primera vez en la «casa de carne», un oscuro lugar de entretenimiento donde estos cuerpos son utilizados también para el placer. Inexperto y temeroso, Trager enfrenta un conflicto emocional mientras explora sus deseos en un ambiente decadente que lo desafía a reconocer su propia soledad y necesidad de afecto. A medida que transcurre su vida entre cadáveres y trabajos opresivos, el joven empieza a cuestionar la naturaleza de sus relaciones y la posibilidad de hallar un propósito auténtico en un entorno deshumanizado.
El hombre de la casa de carne
George R. R. Martin
(Cuento completo)
I. EN LA CASA DE CARNE
La primera vez fueron directamente desde los yacimientos: Trager y los chicos mayores, los que ya eran casi hombres y manipulaban cadáveres con él. Cox, el mayor del grupo y el que más tiempo llevaba yendo, había dicho que Trager tenía que ir tanto si quería como si no. Otro se había reído y había comentado que Trager no sabría ni por dónde empezar, pero Cox, que hacía las veces de jefe, lo había hecho callar de un empujón. Y cuando llegó el día de cobrar, Trager siguió a los demás a la casa de carne, asustado pero impaciente, y pagó al hombre de la planta baja, que le dio la llave de una habitación.
Entró en la penumbra de la estancia tembloroso, hecho un manojo de nervios. Los demás se habían ido a otras habitaciones y lo habían dejado a solas con ella («No, no es “ella”, es “eso”», se recordó, pero de inmediato lo olvidó de nuevo), en un sórdido cubículo gris con una única lámpara que emitía una luz mortecina.
Trager apestaba a sudor y azufre, como todos los que recorrían las calles de Skrakky; era inevitable. Habría preferido bañarse antes, pero en la habitación no había baño: solo un lavabo, una cama grande con sábanas cuya suciedad era patente hasta en la penumbra y un cadáver.
Yacía desnuda, casi sin respirar, con las piernas abiertas y la mirada perdida. Estaba lista. Trager se preguntó si la habría dispuesto de aquel modo el hombre que lo había precedido, o si estaría siempre así. Sí sabía qué hacer (lo sabía, claro que lo sabía: había leído los libros que le había prestado Cox; también estaban las películas y todo eso), pero no sabía mucho más de la vida. Aparte de manipular cadáveres: eso se le daba bien, aunque fuera el manipulador más joven de Skrakky. Lo habían metido en la escuela de manipuladores cuando murió su madre y no le había quedado más remedio que aprender, así que a eso se dedicaba. En cambio, lo otro no lo había hecho nunca (pero sabía, claro que sabía). Era su primera vez.
Se acercó a la cama muy despacio y se sentó en medio de un coro de muelles chirriantes. La tocó; tenía la piel cálida. Claro, no era un cadáver de verdad. El cuerpo seguía vivo, respiraba, y bajo los grandes pechos blancos palpitaba un corazón. Lo único que le faltaba era el cerebro, que le habían extirpado para sustituirlo por el reprocerebro de algún muerto. Ya no era más que carne, un cuerpo más bajo el control de un manipulador, igual que los que veía a diario en su trabajo bajo los cielos sulfúreos. No era una mujer, así que no importaba que Trager fuera un chiquillo, un crío de rostro bobalicón que apestaba a Skrakky. A ella (no, no: ¡a eso!) no le importaría. No podía importarle.
Envalentonado y con una erección, el chico se despojó de la ropa de manipulador de cadáveres y se tumbó en la cama con la carne de mujer. Estaba tan nervioso como excitado, y le temblaron las manos cuando la acarició, cuando examinó la piel blanca, el pelo largo y oscuro. Ni a un mocoso como él podía parecerle bonita: tenía la cara ancha, la boca abierta y las extremidades flácidas y sebosas.
El cliente anterior le había dejado marcas de mordiscos en los enormes pechos, alrededor de los grandes pezones oscuros. Trager las tocó indeciso y las recorrió con el dedo. Luego dejó de lado los titubeos, agarró un pecho, se lo estrujó y pellizcó el pezón hasta que le pareció que una chica de verdad habría gritado de dolor. El cadáver no se movió. Sin dejar de apretar, se puso encima y llevó los labios al otro pecho.
Y el cadáver respondió.
Le devolvió la embestida con fuerza y cerró los brazos gruesos y carnosos en torno a la espalda llena de espinillas del muchacho para atraerlo hacia sí. Trager gimió y la palpó entre los muslos. Estaba cálida, húmeda, excitada. El chico se estremeció. ¿Cómo lo harían? ¿Era posible que un cuerpo sin mente se excitara? ¿Le habrían insertado tubos con lubricante?
Enseguida dejó de pensar en ello. Se cogió el pene con torpeza, la penetró y embistió. El cadáver lo aprisionó con las piernas y siguió su ritmo. Era fabuloso, increíble, mucho mejor que lo que conseguía solo, y sentía un turbio orgullo al notarla tan húmeda y excitada.
Apenas aguantó unas cuantas embestidas: era demasiado joven e inexperto, y estaba demasiado ansioso para durar más. Solo necesitó esas pocas acometidas…, igual que ella. Se corrieron a la vez, y una oleada de rubor bañó la piel de la mujer cuando arqueó la espalda y se estremeció en silencio.
Después volvió a yacer como un cadáver.
Trager estaba satisfecho, pero aún le quedaba tiempo y tenía toda la intención de exprimir el dinero al máximo. La exploró a fondo: le metió los dedos por todas partes, la toqueteó sin reparos, le dio la vuelta y la examinó a conciencia. Cuando lo movía, el cadáver no era más que carne muerta.
La dejó tal como la había encontrado, tumbada de espaldas en la cama y con las piernas abiertas. Las normas de cortesía de la casa de carne.
El horizonte era un muro de fábricas, todo fábricas, grandes fábricas que vomitaban nubes rojas contra el oscuro cielo sulfúreo. El chico las veía, pero casi ni se daba cuenta. Estaba bien sujeto con arneses a bordo de su trituradora, a una altura de dos pisos sobre la monstruosa máquina de metal corroído pintado de amarillo, con crueles dientes de diamante y duraleación. Se le nublaban los ojos, y veía triple: distinguía con nitidez el cuadro de mandos situado ante él, así como el volante, el inyector de combustible, el brillante manubrio de la pala para la mena, el freno, el bloqueo de emergencia y las hileras de luces que le indicarían si algo fallaba en la refinería que se encontraba bajo sus pies. Pero no era lo único que veía. Las reverberaciones le llegaban tenues, amortiguadas; imágenes superpuestas de otras dos cabinas casi idénticas a la suya, donde las manos de los cadáveres se desplazaban con torpeza por los mandos.
Trager movía aquellas manos despacio, con cautela, mientras otra parte del cerebro mantenía inmóviles sus propias manos, sus manos de verdad. El controlador de cadáveres emitía un débil zumbido en el cinturón del muchacho.
Las otras dos trituradoras se colocaron a ambos lados de él. Las manos muertas apretaron los frenos, y las máquinas se detuvieron con estrépito, las tres alineadas al borde de la enorme cuenca como gigantes sarnosos y lisiados, preparadas para descender a las tinieblas. La hondonada era cada vez más grande porque día tras día le arrancaban más capas de roca y mena.
Hubo un tiempo en que allí había una cordillera, pero Trager no la recordaba.
El resto era sencillo. Las trituradoras ya estaban preparadas, y resultaba facilísimo mover el equipo al unísono; era una tarea al alcance de cualquier manipulador. Se complicaba un poco cuando había que controlar varios cadáveres a la vez, cada uno ocupado en una tarea distinta, pero tampoco representaba un gran desafío para un buen profesional. Los Veteranos eran capaces de controlar equipos de ocho unidades: ocho cuerpos, ocho reprocerebros conectados a un controlador de cadáveres movido por una sola mente. Estaban sintonizados con un único controlador, y el manipulador que lo llevaba enviaba pensamientos a los cadáveres que se encontraban en su campo de acción y podía moverlos como cuerpos secundarios. O como si fueran su propio cuerpo, siempre que tuviera suficiente habilidad.
Trager se palpó la mascarilla filtradora y los tapones de los oídos, accionó el inyector de combustible, activó el contacto y puso en marcha las cuchillas láser y los taladros. Los cadáveres repitieron sus movimientos, y unas ráfagas de luz iluminaron el crepúsculo de Skrakky. Las fauces devoradoras de roca de la trituradora tenían una anchura superior a la altura de la máquina. Los tapones de los oídos no amortiguaban por completo el espantoso chirrido de las palas en funcionamiento.
Trager y su equipo de cadáveres bajaron a la mina con estruendo y en perfecta formación. Antes de llegar a las fábricas que se divisaban al otro lado, habrían arrancado, fundido y procesado toneladas de metal, dejando que el aire ya irrespirable absorbiese la piedra pulverizada. Al anochecer, en el horizonte, entregarían el acero elaborado.
Mientras descendían, Trager iba pensando que era un buen manipulador, pero la manipuladora de la casa de carne tenía que ser una verdadera artista. Se la imaginaba metida en algún sótano, observando todos los cadáveres mediante holos y psicircuitos y moviéndolos para complacer a los clientes. ¿El polvo había salido tan perfecto por pura casualidad, o siempre era así de hábil? Pero ¿cómo?, ¿cómo podía manipular una docena de cadáveres sin siquiera estar cerca? ¿Cómo conseguía que hicieran cosas diferentes, mantenerlos excitados y hacerles seguir con tal precisión el ritmo y las necesidades de cada cliente?
Tras él, el aire se ennegrecía por el polvo de roca. Los chirridos le saturaban los oídos, y el horizonte distante era un muro rojizo al pie del cual se arrastraban las hormigas amarillas para devorar la roca. Pero la erección le duró durante todo el trayecto a través de la explanada, mientras la trituradora vibraba debajo de él.
Los cadáveres eran propiedad de la empresa y se guardaban en el depósito. Trager, en cambio, disponía de un cuarto solo para él, una porción de espacio en un almacén de acero y hormigón dividido en miles de porciones más. Solo conocía a unos pocos vecinos, pero era como si los conociera a todos: eran manipuladores de cadáveres. Vivían en un mundo de pasillos oscuros y silenciosos e interminables puertas cerradas. El vestíbulo que hacía las veces de sala de estar, todo aire y plástico, estaba siempre polvoriento y desierto. Nadie lo utilizaba jamás.
Las tardes eran largas; las noches, eternas. Trager había instalado más paneles luminosos en su cubículo, y cuando los encendía todos a la vez, la luz era tan intensa que las escasas visitas que tenía se quejaban de que los deslumbraba. Pero siempre llegaba un momento en que ya no podía seguir leyendo; entonces tenía que apagarlos, y la oscuridad volvía a imponerse.
Su padre, que hacía tanto que había muerto que ya casi ni se acordaba de él, le había dejado un tesoro de libros y cintas que aún conservaba. Cubrían las paredes de su habitación, y había altas pilas al pie de la cama y a los lados de la puerta del baño. Muy de tarde en tarde salía con Cox y los demás para beber, reír y rondar a mujeres de verdad. Los imitaba lo mejor que podía, pero siempre se sentía fuera de lugar, así que casi todas las noches prefería quedarse en su cuarto para leer, escuchar música, recordar y pensar.
La semana anterior al día de paga se pasó todas las noches dándole vueltas a la cabeza mucho después de apagar los paneles luminosos, y sus pensamientos fueron un caos de temores. Cox volvería a proponerle que los acompañara a la casa de carne, y sí, sí, claro que quería ir. ¡Había sido un placer tan excitante…! Por primera vez se había sentido seguro y viril. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de que era demasiado fácil, cutre, sucio. Tenía que haber algo más. Amor, fuera lo que fuera. Tenía que ser mejor con una mujer de verdad, pero en la casa de carne no encontraría de esas. Tampoco había conocido a ninguna fuera, claro, pero solo porque no se había atrevido a intentarlo. Y tenía, tenía que intentarlo. De lo contrario, ¿qué vida le esperaba?
Se masturbó bajo las sábanas casi sin pensar en ello, mientras tomaba la decisión de no volver a la casa de carne.
Pero, llegado el día, Cox se burló de él y se sintió obligado a acompañarlos; como si tuviera algo que demostrar.
Le correspondió otra habitación, otro cadáver. Era una negra gorda de pelo naranja chillón, aún menos atractiva que la primera si cabe. Pero Trager estaba más que dispuesto y deseoso, y en aquella ocasión duró más. De nuevo, la ejecución fue impecable. El ritmo del cadáver se adecuaba a la perfección con el suyo; alcanzó el orgasmo al mismo tiempo que él, y en todo momento parecía saber exactamente lo que necesitaba.
A aquella visita siguieron otras: dos, cuatro, seis. Se convirtió en cliente habitual, como los demás, y ya le daba igual. Cox y los otros lo aceptaban a su manera extraña y desganada, aunque a él cada vez le gustaban menos. Se creía mejor que ellos. Se las arreglaba perfectamente en la casa de carne y controlaba los cadáveres y las trituradoras tan bien como cualquiera, pero no había perdido la capacidad de pensar, de soñar. Algún día, todo aquello quedaría atrás y se marcharía de Skrakky, llegaría a ser alguien. Ellos seguirían visitando la casa de carne toda la vida, pero Trager sabía que podía aspirar a más. Estaba seguro. Encontraría el amor.
Desde luego, en la casa de carne no lo encontraba, pero el sexo era cada vez mejor, y eso que ya había sido perfecto desde el principio. En la cama con los cadáveres, Trager no quedaba nunca insatisfecho: hacía todo aquello sobre lo que había leído, de lo que había oído hablar, con lo que había soñado. Los cadáveres entendían sus necesidades antes que él mismo. Cuando quería ir despacio, iban despacio; cuando quería sexo duro, rápido y brusco, se lo proporcionaban a la perfección. Utilizaba todos los orificios que tenían, y los cadáveres siempre sabían cuál debían presentarle.
La admiración que sentía hacia la manipuladora de la casa de carne creció a lo largo de los meses hasta transformarse en adoración. Al final, pensó que tal vez podría conocerla. Seguía siendo un crío ingenuo, y estaba seguro de que se enamoraría de ella. La sacaría de la casa de carne para llevarla a un mundo limpio sin cadáveres, donde serían felices.
Cierto día, en un momento de debilidad, se lo contó a Cox y a los demás. Cox se quedó mirándolo, meneó la cabeza y sonrió; otro se echó a reír con disimulo. Al final, todos estallaron en carcajadas.
—Mira que eres gilipollas, Trager —le dijo Cox al final—. ¡No hay ninguna manipuladora, joder! ¡No me digas que no has oído hablar de los circuitos de respuesta automática!
Se lo explicó entre risas. Le contó que cada cadáver estaba sintonizado con un controlador incorporado a la cama y le explicó cómo el cliente manipulaba la carne echada en la cama; por eso, para los que no eran manipuladores, las mujeres de la casa estaban inmóviles, muertas. Y el chico comprendió el motivo por el que el sexo era siempre tan perfecto: era mejor manipulador de lo que jamás habría imaginado.
Aquella noche, a solas en su habitación y con todas las luces a plena potencia, en medio del resplandor blanco y ardiente, Trager se enfrentó a sí mismo y tuvo que apartar la vista, asqueado. Su trabajo se le daba bien, y de eso estaba orgulloso, pero en cuanto a lo demás…
Decidió que era culpa de la casa de carne. Allí había una trampa que podía destruirlo, que podía destrozarle la vida, los sueños y las esperanzas. No volvería; era demasiado fácil. Iban a enterarse Cox y su pandilla. Recorrería el camino más difícil, aceptaría los riesgos, soportaría el dolor si era preciso. Y quizá sentiría alegría, quizá amor. Llevaba demasiado tiempo por el camino equivocado.
Trager no volvió a la casa de carne. Todos los días se metía en su habitación y se sentía fuerte, decidido, superior. Allí, mientras pasaban los años, se dedicaba a leer, a soñar y a esperar a que empezara la vida.
1. A los veintiún años
Josie fue la primera.
Era guapa, siempre había sido guapa, sabía que era guapa. Eso la había convertido en quien era y en como era: enérgica, segura, conquistadora; un espíritu libre. Solo tenía veinte años cuando se conocieron, igual que Trager, pero había vivido más que él y parecía conocer las respuestas. Se enamoró de ella a primera vista.
Pero ¿cómo era el Trager al que conoció Josie, años después de la casa de carne? Ya era más alto y corpulento, con músculo y grasa, callado, a menudo melancólico, siempre reservado. Controlaba un equipo de cinco en los yacimientos: más que Cox, más que ninguno de sus compañeros. Por la noche leía, a veces en su cuarto y a veces en el vestíbulo. Hacía mucho que había olvidado que iba allí para tratar de conocer a alguien. Trager era equilibrado, recto, impasible; no se metía con nadie y nadie se metía con él. Hasta el tormento había cesado, aunque por dentro conservaba las cicatrices. Pero no reparaba en ellas, puesto que nunca se miraba hacia dentro.
Había terminado por encajar en aquel mundo. Con sus cadáveres.
Aunque… no del todo. En su interior cobijaba un sueño, una fe, un ansia, un anhelo. Fue lo suficientemente fuerte para apartarlo de la casa de carne, de la vida vegetativa que habían elegido los demás. Algunas noches solitarias cobraba aún más fuerza. En esas ocasiones, Trager salía del lecho vacío, se vestía y pasaba horas recorriendo los pasillos con las manos hundidas en los bolsillos mientras algo, no sabía qué, le reconcomía las entrañas. Los paseos acababan siempre con la decisión de cambiar, de empezar una vida nueva al día siguiente.
Pero llegaba el día siguiente. Los pasillos grises y silenciosos quedaban olvidados; los demonios se desvanecían, y volvía a verse en la mina con seis trituradoras traqueteantes y estrepitosas. Se sumergía en la rutina, y pasaban largos meses antes de que regresara aquella sensación.
Y un día apareció Josie. La historia de su encuentro es la siguiente.
Había un yacimiento nuevo, abundante, sin explotar, una vasta llanura de rocas y escombros. Pocas semanas atrás había colinas bajas, pero los planeadores de la compañía habían nivelado la zona con explosiones atómicas sistemáticas, y había llegado el turno de las trituradoras. Los cinco del equipo de Trager habían sido de los primeros, y al principio le resultó estimulante el cambio. La vieja mina estaba casi agotada; en cambio, allí se enfrentaba a un terreno nuevo, con rocas y puños de bordes afilados que rugían al salir volando, cortando el viento cargado de polvo.
Todo le parecía emocionante, peligroso. Llevaba chaqueta de cuero y máscara filtradora, gafas de seguridad y tapones en los oídos, y dirigía sus seis máquinas y sus seis cuerpos con fiero orgullo, pulverizando las rocas para despejar el camino a las máquinas que lo seguirían, abriéndose paso metro a metro para recoger tanta mena como pudiera.
Un día, de repente, una de las reverberaciones visuales le llamó la atención. En la trituradora de un cadáver centelleaba una luz roja. Trager extendió las manos, la mente, cinco pares de brazos muertos. Seis máquinas se detuvieron en el acto, pero otra luz se puso en rojo, y luego otra, y otra más, y al final, todo el cuadro, las doce. Una trituradora no funcionaba. Trager maldijo, buscó la máquina con la mirada por la llanura de roca y le dio una patada con la pierna del cadáver. Las luces siguieron en rojo, así que emitió una señal pidiendo un técnico.
En el tiempo que tardó en llegar, Trager se soltó los arneses, bajó por los aros metálicos del lateral de la trituradora y cruzó las rocas hacia donde se había detenido la máquina averiada. Estaba a punto de subirse cuando apareció Josie en un planeador monoplaza que parecía una lágrima de metal negro como la noche. Se conocieron al pie de la montaña de metal amarillo, a la sombra de sus neumáticos.
Supo al instante que aquella mujer no era nueva en los yacimientos. Vestía mono de manipulador, llevaba tapones en los oídos y gafas de seguridad, y se había engrasado la cara para evitar la abrasión del polvo. Pero seguía siendo hermosa. Tenía el pelo corto, castaño claro, despeinado por el viento; cuando se quitó las gafas le mostró unos ojos de un verde intenso.
Nada más llegar se puso al mando. Se presentó, muy profesional, le hizo unas cuantas preguntas y abrió el compartimento de reparación para introducirse en las entrañas del motor, el fundidor de mena y la refinería. No le llevó mucho tiempo: volvió a salir en unos diez minutos.
—Ni se te ocurra entrar —le dijo al tiempo que sacudía la cabeza para apartarse un mechón de pelo de las gafas—. Ha sido un fallo del amortiguador. Hay una fuga en los reactores nucleares.
—Ah —fue la respuesta de Trager. En lo último en que pensaba era en la trituradora; quería causarle buena impresión, decir algo inteligente—. ¿Va a estallar? —preguntó, y al instante comprendió que no había sido una pregunta inteligente, ni mucho menos. Claro que no iba a estallar. Sabía de sobra que los reactores nucleares con fugas no estallaban.
Pero a Josie debió de hacerle gracia, porque sonrió, mostrándole por primera vez aquella fulgurante sonrisa tan característica, y pareció verlo a él, a él, a Trager, no a un manipulador de cadáveres.
—No. Se fundirá, y nada más. Aquí fuera no se notará ni el calor, porque los tabiques están blindados. No entres y ya está.
—De acuerdo. —Pausa. ¿Qué podía añadir?—. ¿Qué hago ahora?
—Seguir trabajando con el resto de tu equipo, digo yo. Esta máquina está para el desguace. Hace tiempo que tendrían que haberle hecho una puesta a punto completa, pero qué va, no hacen más que ponerle parches. Imbéciles. Se estropea, se vuelve a estropear, y no se dan por vencidos. No se dan cuenta de que algo va mal. Después de tantos fallos, hay que ser idiota para pensar que funcionará a la próxima.
—Me imagino —asintió Trager. Josie sonrió, selló el panel e hizo ademán de irse—. ¡Espera! —Le salió casi sin pensarlo. La chica se volvió, ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad. Y de repente, Trager extrajo fuerzas del acero, de la piedra, del viento. «Tal vez, tal vez», pensó. Bajo el cielo de azufre, los sueños no parecían tan imposibles—. Me llamo Greg Trager. ¿Quieres que volvamos a vernos?
—Claro —Josie sonrió—. Ven esta noche. —Le dio una dirección.
Cuando se marchó, Trager volvió a subirse a la trituradora, exultante en la fuerza de sus seis cuerpos, todo fuego, todo vida, y se puso a devorar roca con una sensación muy cercana a la alegría. A lo lejos, el fulgor rojo oscuro casi parecía un amanecer.
En casa de Josie se encontró con otras cuatro personas, amigos de la chica. Era una pequeña fiesta. Josie organizaba muchas fiestas, y de aquella noche en adelante, Trager asistió a todas. Josie hablaba con él, se reía con él; le gustaba, y de pronto la vida ya no era igual.
Con Josie vio zonas de Skrakky que no había visto nunca e hizo cosas que no había hecho jamás.
Paseó con ella entre las multitudes que se congregaban de noche en la calle, azotadas por el viento cargado de polvo, bajo la enfermiza luz amarillenta que iluminaba los edificios de cemento sin ventanas, y apostó en las carreras de camiones amarillos que pasaban rugiendo una y otra vez, y animó hasta enronquecer a los mecánicos sucios de grasa que los conducían.
Recorrió con ella los despachos subterráneos, tan extraños, blancos y silenciosos, con sus pasillos sellados y climatizados donde vivían y trabajaban los de otros planetas, los chupatintas y los ejecutivos de las empresas.
Deambuló con ella por los centros recreativos, aquellos edificios enormes y bajos tan semejantes por fuera a almacenes, pero llenos de luces de colores, salas de juegos, cafeterías, videolocales e incontables bares donde los manipuladores pasaban los ratos libres.
Fue con ella a los gimnasios de los edificios dormitorio, donde vieron como manipuladores menos hábiles que él enfrentaban a sus cadáveres a torpes puñetazos.
Se sentó con ella y sus amigos en tabernas tranquilas y oscuras que animaron con sus charlas y risas, y en cierta ocasión vio a un hombre muy parecido a Cox que lo miraba desde el rincón más alejado del local, así que sonrió y se acercó un poco más a Josie.
Casi ni se fijaba en las otras personas, en la gente de la que se rodeaba Josie; cuando hacían alguna de sus alocadas salidas y eran seis, u ocho, o diez, Trager se decía que los que salían eran Josie y él, y que los demás solo los acompañaban.
Muy de tarde en tarde, las circunstancias se combinaban de manera que se quedaban a solas y tenían ocasión de charlar. Sobre mundos lejanos, política, cadáveres y la vida en Skrakky; sobre los libros que ambos devoraban, sobre deportes, juegos o amigos que tenían en común. Tenían muchas afinidades. Trager hablaba y hablaba con Josie. Y no llegó a decirle ni una palabra.
Se había enamorado de ella, claro. Empezó a sospecharlo el primer mes, y no tardó en estar seguro. La amaba. Era lo que de verdad había estado esperando, y había llegado, como sabía que sucedería.
Pero con el amor había llegado el dolor: era incapaz de decírselo. Lo intentó un montón de veces, pero no le salían las palabras. ¿Y si el sentimiento no era mutuo?
Seguía pasando las noches a solas en la pequeña habitación, con las luces blancas, los libros y el dolor. Se sentía más solo que nunca, porque le habían arrebatado la tranquilidad de la rutina, la semivida con sus cadáveres. De día manejaba las grandes trituradoras, movía los cuerpos, pulverizaba la roca, fundía la mena y ensayaba lo que le diría a Josie. Y soñaba con lo que le respondería ella. Pensaba que se encontraba también atrapada, que había conocido a otros hombres, claro, pero no los amaba: lo amaba a él, aunque no se lo podía decir, igual que él no sabía decírselo a ella. Cuando lo consiguiera, cuando diera con las palabras y encontrara el valor, todo se arreglaría. Eso se decía jornada tras jornada, y cavaba más deprisa y a más profundidad.
Sin embargo, cuando volvía a casa, la seguridad se esfumaba, y comprendía con desesperación que estaba engañándose. Para ella, era y sería siempre un amigo, nada más. ¿Por qué mentirse? Los indicios estaban bien claros. Nunca se habían acostado juntos, y las pocas veces que se atrevió a tocarla, ella se limitó a sonreír y a apartarse con cualquier excusa, de forma que no le quedaba del todo claro si lo estaba rechazando. Pero así era, y en la oscuridad, la certeza lo destrozaba. No había semana en que no deambulara hosco por los pasillos, desesperado por hablar con alguien, sin saber cómo. Las viejas heridas volvían a sangrar.
Hasta el día siguiente; cuando volvía a sus máquinas, recuperaba la fe. Debía creer en sí mismo, lo sabía, se lo decía a gritos. Debía dejar de lado la autocompasión y actuar. Tenía que decírselo a Josie, sí, iba a decírselo.
Y ella le correspondería, juraba el día.
Y ella se echaría a reír, replicaban las noches.
Trager la persiguió todo un año, un año de dolor y promesas, el primer año que vivió de verdad. En eso estaban de acuerdo los temores nocturnos y la voz del día: nunca había estado tan vivo. Jamás volvería a sentir el vacío que tenía antes de conocer a Josie; no pensaba regresar nunca a la casa de carne. Al menos en ese sentido había salido ganando. Podía cambiar y tal vez, algún día, reuniría el valor para decírselo.
Una noche, Josie fue a visitarlo con un par de amigos, pero estos tuvieron que marcharse temprano. Siguieron charlando sobre naderías durante una hora, y al final Josie dijo que tenía que irse. Trager se ofreció a acompañarla.
La rodeó con el brazo para recorrer los largos pasillos y observó su rostro, vio como las luces y las sombras jugaban en sus mejillas al pasar de la luz a la oscuridad.
—Josie —empezó a decir. Se sentía bien, a gusto, cómodo, y le salió—. Te quiero.
Ella se detuvo, se apartó, retrocedió. Entreabrió los labios, y una sombra le relampagueó en los ojos.
—Oh, Greg —dijo. En voz baja. Con tristeza—. No, Greg, no, no, no. —Negó con la cabeza.
Tembloroso, articulando palabras sin sonido, Trager le tendió la mano. Josie no se la cogió. Le acarició suavemente la mejilla, y ella se apartó sin decir nada.
Y entonces, por primera vez, Trager se echó a llorar.
Josie se lo llevó a la habitación. Se sentaron en el suelo, uno frente al otro, sin tocarse, y hablaron.
J: … hace mucho que lo sé… Intenté desalentarte, Greg, pero no quería ser tan directa ni… pretendía hacerte daño… Eres buena persona… No te preocupes…
T: … ya lo sabía… Sabía que nunca… Me engañé… Quería creer que sí, aunque no fuera verdad… Lo siento, Josie, lo siento, lo siento, lo siento…
J: … miedo de que volvieras a ser como eras… No, Greg, prométemelo… No puedes rendirte… Tienes que creer…
T: ¿Por qué?
J: …si dejas de creer, lo pierdes todo… Muerto… Te mereces más… Buen manipulador… Vete de Skrakky, busca algo… Aquí no hay vida… Alguien… Lo encontrarás, solo tienes que creer, sigue creyendo…
T: … a ti… Te querré siempre, Josie… Siempre… ¿Cómo voy a encontrar a alguien?… No hay nadie como tú… Especial…
J: … no, Greg… Muchas personas… Solo tienes que buscar… Ábrete…
T: (Risas). ¿Que me abra?… Primera vez que hablaba con alguien…
J: … si quieres, habla conmigo… Podemos hablar… Demasiados amantes ya, todos quieren acostarse conmigo, mejor ser amigos nada más…
T: … amigos… (Risas, lágrimas).
2. Promesas de algún día
El fuego se había extinguido hacía tiempo, y Stevens y el guarda forestal se habían ido a dormir, pero Trager y Donelly seguían sentados en torno a las cenizas, en el límite de la zona despejada. Hablaban bajo para no despertar a los demás, y las palabras quedaban suspendidas en el aire agitado de la noche. En el bosque oscuro sin talar que se alzaba detrás de ellos reinaba la quietud: toda la vida animal de Vendalia había huido del estruendo que la flota de camiones sierra había provocado durante el día.
—… un equipo de seis sierra. Aunque no tenga mucha experiencia, sé que no es fácil —estaba diciéndole Donelly. Era un joven pálido y tímido, agradable pero lleno de inseguridad. En su modo de hablar, tan forzado, Trager oía ecos de sí mismo—. Se te daría bien la arena de combate.
Trager asintió pensativo, sin apartar la vista de las cenizas que removía con un palo.
—Vine a Vendalia con esa intención, pero fui al gladiatorio una vez y nada más; me bastó para cambiar de idea. Podría con ellos, sí, aunque solo de imaginarlo me dan arcadas. Aquí, bueno, gano muchísimo menos que en Skrakky, pero el trabajo es, no sé, limpio, ¿entiendes?
—Más o menos. Pero los combatientes de la arena no son personas, ya lo sabes. No son nada más que carne. En el peor de los casos, los cuerpos quedarán tan muertos como sus mentes. Si lo piensas bien, tiene lógica.
—Eres demasiado lógico, Don —dijo Trager riendo—. Deberías probar a sentir más. Mira, cuando vuelvas a Gidyon ve a los gladiatorios y abre bien los ojos. Es muy desagradable: unos cadáveres tambaleantes que se atacan con hachas, espadas y mazas de púas. Una salvajada, y el público jalea cada golpe, y se ríe… ¡La gente se ríe, Don! No. —Negó con un ademán brusco—. No.
—Pero ¿por qué no? —Donelly jamás daba por terminada una discusión—. No te entiendo, Greg. Serías el mejor; te he visto trabajar con tu equipo.
Trager alzó la mirada y estudió unos instantes al jovencito que aguardaba la respuesta en silencio. Recordó las palabras de Josie: ábrete, tienes que abrirte. El anterior Trager, el Trager que vivía solo, sin amigos, encerrado en la residencia de manipuladores de Skrakky, ya no existía. Había crecido; no era el mismo.
—Conocí a una chica —empezó con voz pausada. Se abrió—. En Skrakky me enamoré, Don. No salió bien, y por eso estoy aquí. Busco a otra persona, busco algo mejor. Es por eso, ¿lo entiendes? —Hizo una pausa para escoger las palabras—. Yo quería que aquella chica, Josie, se enamorase de mí. —Le costaba decirlo—. Que me admirase y todo eso. Sí, tienes razón, podría ganar una fortuna manipulando cadáveres en la arena, pero Josie no se enamoraría de un tío con un trabajo así. Ahora ya no es por ella, claro, sino que… no podré encontrar a la persona que estoy buscando si me dedico a la arena. —Se levantó de repente—. No sé. Eso es lo importante: Josie, o encontrar una chica como ella un día no muy lejano.
Donelly se quedó en silencio, sentado a la luz de la luna, y se mordisqueó el labio sin mirar a Trager. De pronto, toda lógica era inútil. Y Trager, a falta de pasillos, se fue a vagar a solas por el bosque.
Eran un grupo muy compenetrado: tres manipuladores, un guarda forestal y trece cadáveres. Día a día ganaban terreno al bosque, encabezados por Trager, que lanzaba su equipo de seis cadáveres, cada uno con su camión sierra, contra la espesura vendaliana, contra el brezonegro, los duros ferrelanzas de corteza gris, los correosos quebramas y toda la maraña del bosque hostil. Los camiones sierra, voladores veloces, eran más complejos y difíciles de manejar que las trituradoras de Skrakky, aunque más pequeños. Trager dirigía seis con manos de cadáveres, además del suyo. El muro de vegetación se derrumbaba ante los filos rechinantes y las cuchillas láser. Tras él iba Donelly, empujando tres aserraderos móviles grandes como montañas, que transformaban los árboles caídos en madera para Gidyon y otras ciudades de Vendalia. Cerraban la marcha Stevens, el tercer manipulador, con un cañón de llamas que quemaba los tocones y fundía la roca, y las bombas de succión que preparaban la zona recién despejada para el cultivo. El guarda forestal era el capataz, y el proceso era todo un arte.
Se trataba de una labor limpia, dura, exigente, que a Trager se le iba dando mejor con el paso de los días. Adelgazó hasta adquirir un aspecto casi atlético; los rasgos se le endurecieron; la piel se le tostó bajo el sol radiante de Vendalia. Manipulaba los cadáveres y pilotaba los sierra con tanta facilidad como movía un pie o una mano, hasta el punto de que parecían formar parte de él. A veces, el control era tan firme y las reverberaciones tan fuertes y nítidas que no se sentía un manipulador con un equipo, sino un hombre con siete cuerpos, siete cuerpos fuertes que volaban a lomos de los bochornosos vientos del bosque. Y se regocijaba en el sudor de todos ellos.
Las tardes, después del trabajo, también le gustaban. Trager halló una paz allí que nunca había tenido en Skrakky, como si hubiera encontrado su sitio. Los forestales que iban y venían de Gidyon para trabajar en turnos alternos eran buena gente. Stevens era un hombretón jovial que rara vez hacía una pausa entre bromas para decir algo serio, y Trager siempre se divertía con él. A Donelly, el joven tímido, la voz tranquila de la lógica, llegó a considerarlo un amigo. Sabía escuchar, mostraba tolerancia y empatía, y al nuevo Trager, el Trager que se había abierto, le gustaba hablar. Cuando hablaba de Josie y exorcizaba lo que le reconcomía el alma, los ojos del muchacho brillaban con algo que bien podía ser envidia, y Trager comprendió, o creyó comprender, que Donelly era él, el viejo Trager, el de antes de Josie que no acertaba con las palabras.
Pero con el tiempo, tras días y semanas de conversación, Donelly dio con las palabras, y fue el turno de Trager de escuchar y compartir el dolor ajeno. Se sintió bien: estaba ayudando a otra persona, dándole fuerzas. Alguien lo necesitaba.
Al anochecer, en torno a las cenizas, los dos hombres intercambiaban sueños y tejían un tapiz esperanzado de promesas y mentiras.
Pero las noches siempre llegaban.
Como siempre, eran el peor momento; eran las horas de los largos paseos solitarios de Trager. Josie le había dado mucho; sin embargo, también le había arrebatado algo: aquella extraña apatía que lo había protegido, la capacidad de no pensar, de amortiguar el dolor. En Skrakky, rara vez recorría los pasillos; aquellos bosques, en cambio, lo acogían con frecuencia.
Todo empezaba cuando terminaba la charla, cuando Donelly se iba a dormir. Entonces, Josie visitaba a Trager en la soledad de la tienda. Mil veces se quedó en vela, tumbado con las manos entrelazadas en la nuca y la vista fija en la lona de plástico, mientras revivía la noche en que se lo había dicho. Mil veces le tocó la mejilla, mil veces la vio apartarse.
Pensaba, luchaba contra los pensamientos y perdía. Y era entonces cuando se levantaba desasosegado y salía de la tienda. Cruzaba el claro para adentrarse en el bosque silencioso e imponente, se metía en la maleza apartando las ramas bajas y caminaba hasta encontrar agua. Entonces se sentaba junto a un lago saturado de escoria o un riachuelo borboteante cuyas aguas corrían rápidas y grasientas a la luz de la luna, y se dedicaba a lanzar piedras a la superficie, piedras planas que volaban en la noche, para oír como se hundían en el agua con un chapoteo.
Y allí se quedaba horas, tirando piedras y pensando, hasta que por fin se convencía de que el sol volvería a salir.
Gidyon. La ciudad. El corazón de Vendalia, y por tanto de Slagg, Skrakky, Nuevo Pittsburg y todos los mundos de cadáveres, lugares duros e ingratos donde los hombres tenían muertos que trabajaban en su lugar. Gidyon, con sus altas torres de metal negro y plata, esculturas aéreas que centelleaban al sol y brillaban tenues por la noche; su espaciopuerto vasto y bullicioso donde ascendían y descendían los cargueros dejando estelas transparentes de fuego tras de sí; sus centros comerciales con suelos de madera de ferrelanza, tan lustrosos que despedían un fulgor gris. Gidyon.
La ciudad de la podredumbre. La ciudad cadáver. El mercado de carne.
Porque los cargueros transportaban hombres: criminales, delincuentes y agitadores procedentes de una docena de mundos, comprados al contado con moneda vendaliana; por otra parte, corrían rumores más siniestros sobre naves de pasaje desaparecidas misteriosamente en saltos turísticos rutinarios. Y las altas torres eran hospitales y cadaverarios donde hombres y mujeres morían, se guardaban y renacían para volver a caminar. Y a lo largo de las pasarelas entarimadas de ferrelanza se alineaban las tiendas de cadáveres y las casas de carne.
Las casas de carne de Vendalia tenían mucha fama; la belleza de los cadáveres estaba garantizada.
Trager estaba sentado frente a uno de aquellos locales, al otro lado de la ancha avenida gris, bajo el toldo de un café al aire libre, con una copa de vino agridulce que bebía con parsimonia, pensando en cómo había volado su permiso y tratando de no mirar a la otra acera. El vino le calentaba la lengua, y era incapaz de controlar los ojos.
No dejaba de pasar gente entre el café y la casa de carne: curtidos manipuladores de Vendalia, Skrakky o Slagg; rechonchos mercaderes y turistas boquiabiertos de los Mundos Limpios como la Vieja Tierra o Zéfiro; y docenas de desconocidos cuyos nombres, trabajos y propósitos no sabría jamás. Se sentía terriblemente aislado allí mirando: no podía comunicarse con aquellas personas, no podía llegar a ellas. No sabía cómo, no era capaz. Daría igual que se levantase y agarrase a cualquiera de los transeúntes. No serviría de nada: no habría contacto real. El desconocido se limitaría a liberarse de él y echar a correr. Se había pasado así el tiempo de permiso: entrando en todos los bares de Gidyon, intentando relacionarse mil veces con la gente… Pero era todo muy forzado y no había surgido nada.
Se había terminado el vino. Trager contempló la copa con ojos turbios, parpadeando, mientras le daba vueltas. Luego, con ademanes bruscos, se levantó y pagó. Le temblaban las manos.
«Han pasado tantos años… —pensó, cruzando la calle—. Perdóname, Josie».
Trager regresó al campamento, y sus cadáveres pilotaron los camiones sierra como posesos. Pero estuvo más callado de lo habitual, y aquella noche, junto a la hoguera, no quiso hablar con Donelly. Al final, dolido y desconcertado, el muchacho lo siguió al bosque y lo encontró junto a un arroyo lánguido y oscuro como la muerte, concentrado en lanzar las piedras que había amontonado a sus pies.
T: … entré… Pese a lo que había dicho, pese a todas las promesas…, entré…
D: … no te preocupes… Recuerda tus palabras… Tienes que seguir creyendo…
T: … creía, de verdad, creía… Sin dificultades… Josie…
D: … dices que no me rinda… Tú tampoco… Repite aquello que dijiste, lo que te dijo Josie… Todo el mundo encuentra a alguien… si no deja de buscar… Si te rindes, mueres… Solo necesitas… Abrirte… Valor para buscar… Nada de autocompasión… Me lo has dicho mil veces…
T: … no te jode, es más fácil decirlo que hacerlo…
D: … Greg… No eres hombre de casa de carne… Soñador… Mejor que ellos…
T: (Suspiro). Sí… Pero cuesta mucho… ¿Por qué me hago esto…?
D: ¿… mejor volver a ser como eras…? ¿Sin sufrir? ¿Sin vivir…? ¿Como yo…?
T: … no… No… Tienes razón…
II. EL PEREGRINO, DE UN LADO PARA OTRO
Se llamaba Laurel y no se parecía a Josie en nada, salvo en una cosa: Trager estaba enamorado de ella.
¿Hermosa? No se lo parecía, al menos al principio. Demasiado alta, un palmo más que él; le sobraba algo de peso y era tirando a torpe. Lo más bonito que tenía era el pelo, una cabellera castaña rojiza en invierno que se tornaba de un rubio deslumbrante en verano, le caía por la espalda y cobraba vida cuando la agitaba el viento. Pero no era hermosa, al menos no como Josie. Lo raro era que con el tiempo iba volviéndose más bella, tal vez porque perdió peso, tal vez porque Trager se estaba enamorando y la veía con otros ojos, o tal vez porque le dijo que era hermosa y al decírselo la hizo bella, igual que cuando Laurel le dijo que era sabio y su fe le dio sabiduría. Fuera cual fuera la razón, cuando llegó a conocerla bien, Laurel era muy hermosa.
Tenía cinco años menos que él; era pulcra e inocente y tan tímida como decidida era Josie, además de inteligente, romántica y soñadora. Su frescura y entusiasmo eran adorables, pero también era exasperantemente insegura y ansiosa.
Acababa de llegar a Gidyon procedente de las regiones más distantes de Vendalia para hacerse guarda forestal. Trager, que volvía a estar de vacaciones, había ido a visitar la academia de forestales para saludar a un profesor que había trabajado en su equipo. Se conocieron en su despacho. Trager tenía dos semanas libres en una ciudad llena de desconocidos y casas de carne; Laurel estaba sola. Le mostró la deslumbrante decadencia de Gidyon, sintiéndose refinado y distinguido, y ella quedó impresionada.
Las dos semanas pasaron muy deprisa, y llegó la última noche. Trager, repentinamente preocupado, la llevó a un parque junto al río que cazaba Gidyon. Se sentaron en un muro de piedra bajo al borde del agua, cerca, pero sin tocarse.
—El tiempo vuela —comentó. Lanzó al agua con fuerza la piedra que tenía en la mano y observó como saltaba por la superficie y se hundía, sumido en sus pensamientos. Luego miró a la chica—. Estoy nervioso —dijo, y se rió—. Es que… No quiero marcharme, Laurel.
El rostro de Laurel no dejaba traslucir nada. ¿Estaba a la defensiva?
—Es una ciudad muy bonita —asintió.
—No, ¡no! —Trager negó con gesto vehemente—. No se trata de la ciudad, sino de ti. Me parece… Creo que…
Laurel le sonrió, y los ojos le brillaron de alegría.
—Ya lo sé —dijo.
Trager no daba crédito a sus oídos. Le tocó la mejilla, y ella le besó la mano. Y se sonrieron.
Volvió al campamento forestal para despedirse.
—¡Tienes que conocerla, Don! —exclamó—. ¿Ves? Si yo he podido, tú también. Solo necesitas creer y no dejar de intentarlo. Soy tan feliz que doy asco.
Donelly, siempre tan lógico y envarado, le sonrió sin saber muy bien qué hacer ante tal avalancha de alegría.
—¿A qué te vas a dedicar? —preguntó con cierto embarazo—. ¿A la arena de combate?
—Claro que no; ya sabes qué pienso —dijo Trager riéndose—. A algo parecido. Voy a trabajar en un teatro con actores cadáver, al lado del espaciopuerto. El sueldo es una mierda, pero estaré con Laurel, que es lo único que importa.
Aquella noche casi no durmieron: hablaron, se acariciaron entre abrazos e hicieron el amor. El sexo era puro gozo, un juego, un descubrimiento glorioso. Técnicamente no era tan perfecto como el de la casa de carne, pero a Trager le daba igual. Enseñó a Laurel a ser abierta, le contó todos sus secretos y deseó tener aún más.
—Pobre Josie —decía Laurel a menudo, con el cuerpo cálido pegado a él—. No sabe lo que se pierde. Tengo suerte; no puede haber dos como tú.
—No, quien tiene suerte soy yo.
Y discutían el asunto un buen rato entre risas.
Donelly se trasladó a Gidyon y entró a trabajar en el teatro. Dijo que sin Trager el bosque no tenía alicientes. Los tres pasaron mucho tiempo juntos, para alegría de Trager. Quería compartir a sus amigos con Laurel, y le había hablado mucho de Donelly. También quería que Donelly viera lo feliz que era, cuánto se podía conseguir con un poco de fe.
—Laurel me gusta —le dijo Donelly con una sonrisa la primera noche, cuando la chica se hubo marchado.
—Me alegro.
—No —insistió—. Me gusta de verdad, Greg.
Pasaron mucho tiempo juntos. Demasiado.
—Greg —dijo Laurel cierta noche, en la cama—, me parece que Don está… bueno, que está por mí. Ya me entiendes.
Trager se volvió hacia ella y apoyó la cabeza en el brazo.
—Dios. —Parecía preocupado.
—No sé qué hacer.
—Ten cuidado. Es muy vulnerable. Seguramente eres la primera mujer que le interesa. No seas demasiado dura con él. No quiero que sufra tanto como sufrí yo.
El sexo no era nunca tan bueno como en la casa de carne, y con el paso del tiempo, Laurel fue cerrándose. Empezó a quedarse dormida, cada vez más a menudo, después de hacer el amor. Ya no charlaban hasta el amanecer; tal vez no les quedara nada que decirse. Trager advirtió que la chica solía terminar sus historias por él; era casi imposible dar con una que no le hubiera contado ya.
—¿Que ha dicho qué? —Trager saltó de la cama, encendió la luz y se sentó con el ceño fruncido. Laurel se subió la manta hasta la barbilla—. ¿Y tú qué contestaste?
—No puedo decírtelo —respondió tras un momento de duda—. Queda entre Don y yo. Me reprochó que siempre te contara todo lo que pasa entre nosotros, y tiene razón.
—¿Razón? ¡Si yo te lo cuento todo a ti! ¿No te acuerdas de…?
—Sí, pero…
Trager negó en silencio, y cuando volvió a hablar ya no parecía tan enfadado.
—¿Qué pasa, Laurel? De pronto tengo miedo. Sabes que te quiero. ¿Cómo es posible que todo cambie tan deprisa?
La expresión de la chica se suavizó. Se incorporó y le tendió los brazos, y la manta cayó para dejar al descubierto sus pechos grandes y suaves.
—No te preocupes, Greg. Te quiero, siempre te querré, pero también lo quiero a él, ¿me entiendes?
Trager se refugió en sus brazos, apaciguado, y la besó con fervor. Luego, de repente, se apartó.
—Oye —preguntó con burlona seriedad para disimular que le temblaba la voz—, ¿a quién quieres más?
—A ti, claro.
El volvió al beso con una sonrisa.
—Sé que lo sabes —dijo Donelly—, así que más vale que hablemos.
Trager asintió. Estaban en el teatro, entre bastidores. Los tres cadáveres que caminaban tras él se detuvieron y cruzaron los brazos como si fueran guardias.
—De acuerdo. —Lo miró de hito en hito, mudando de golpe la sonrisa por un gesto severo—. Laurel me pidió que fingiera que no sabía nada porque te sentías culpable, pero me ha costado mucho trabajo, Don. Así que supongo que es mejor que lo saquemos todo a la luz.
Donelly clavó en el suelo los claros ojos azules y se metió las manos en los bolsillos.
—No quiero hacerte daño.
—Pues no me lo hagas.
—Pero tampoco puedo fingir que estoy muerto. No estoy muerto. Yo también la quiero.
—Eres mi amigo, Don. Búscate a otra a quien querer. Así solo conseguirás sufrir.
—Tiene más en común conmigo que contigo.
Trager se quedó mirándolo. Donelly alzó la vista hacia él y luego volvió a mirar al suelo, avergonzado.
—No sé. Me ha dicho que te quiere más a ti, Greg. No debería haber concebido esperanzas. Me siento como si te hubiera clavado un puñal por la espalda. No…
Trager lo miró fijamente y, al final, se echó a reír.
—Mierda, no aguanto más. Mira, Don, no me has clavado ningún puñal, no digas eso. Si la quieres, en fin, así son las cosas. Solo espero que todo salga bien.
Aquella noche, en la cama, se confió a Laurel.
—Estoy preocupado por él —le confesó.
El rostro de Trager, antes bronceado, se había tornado ceniciento.
—¿Laurel? —murmuró incrédulo.
—Ya no te quiero. Lo siento. Es así. Antes me parecía muy real, pero ahora es como un sueño y no sé si alguna vez te quise de verdad.
—Don… —La voz le salió hueca.
—No se te ocurra decir nada malo de Don —se enfureció Laurel—. Estoy harta de que lo critiques. Él siempre habla bien de ti.
—Pero, Laurel, ¿no recuerdas todo lo que nos dijimos? ¿Lo que sentíamos? Sigo siendo el mismo.
—Pues yo he crecido —replico rígida, sin lágrimas, al tiempo que se echaba atrás la melena entre rubia y rojiza—. Me acuerdo muy bien de todo, pero ya no siento lo mismo.
—No, por favor —tendió la mano hacia ella.
Laurel retrocedió.
—No me toques. He dicho que se acabó, Greg. Márchate ya; va a venir Don.
Fue peor que con Josie. Mil veces peor.
3. Vagabundo
Intentó seguir trabajando en el teatro porque le gustaba y tenía amigos, pero fue imposible. Donelly estaba allí a diario, todo amabilidad y sonrisas, y a veces Laurel iba a buscarlo al terminar la función y se marchaban juntos cogidos del brazo. Trager intentaba hacer como que no lo veía, y aquello que tenía dentro aullaba y lo desgarraba a zarpazos.
Dejó el empleo. No quería volver a verlos. Al menos le quedaba el orgullo.
Las luces iluminaban el cielo de Gidyon, y las risas se oían por doquier, pero en el parque reinaban la oscuridad y el silencio.
Trager estaba de pie junto a un árbol, muy rígido, con la mirada fija en el río y los puños apretados contra el pecho. Era una estatua. Casi no respiraba. Ni siquiera movía los ojos.
Junto al muro bajo, de rodillas, el cadáver siguió dando puñetazos hasta que la piedra quedó llena de sangre y las manos muertas no fueron más que muñones de carne desgarrada. El sonido de los golpes era sordo y húmedo, excepto cuando el hueso arañaba la roca.
Tuvo que pagar antes de entrar siquiera en la cabina, y esperar una hora para poder hablar con ella. Por fin, pensó. Por fin.
—Josie.
—¡Greg! —Le dedicó aquella sonrisa tan suya—. Tendría que haberlo imaginado, ¿quién más iba a llamarme desde Vendalia? ¿Cómo estás?
Se lo contó, y a Josie se le borró la sonrisa de la cara.
—Oh, Greg, no sabes cuánto lo siento. Pero no permitas que te hunda. Sigue adelante. La próxima vez saldrá mejor, siempre pasa igual.
No era suficiente.
—¿Cómo van las cosas por allí, Josie? ¿Me echas de menos?
—Claro que sí. Por aquí va todo bien, aunque claro, sigue siendo Skrakky. Quédate ahí, que estás mejor. —Miró hacia un punto fuera de la pantalla y luego se volvió de nuevo hacia él—. Tengo que irme o te costará una fortuna. Gracias por llamar, cariño.
—Josie… —empezó Trager. Pero la pantalla ya se había apagado.
A veces, de noche, incapaz de controlarse, llamaba a Laurel desde la pantalla de su casa. Cuando lo veía, ella entrecerraba los ojos y colgaba de inmediato.
Y Trager se quedaba sentado en la habitación, a oscuras, y recordaba los tiempos en que el simple hecho de oír su voz la había hecho muy feliz.
Las calles de Gidyon no eran el sitio más adecuado para paseos nocturnos y solitarios. Estaban atestadas de hombres y cadáveres, y la iluminación resultaba deslumbrante hasta en las horas más oscuras. Y las casas de carne abundaban en los bulevares y pasarelas de ferrelanza.
Las palabras de Josie habían perdido su poder. En las casas de carne, Trager renunció a los sueños y encontró consuelo fácil. Las veladas sensuales con Laurel y el sexo titubeante de su adolescencia habían quedado atrás; Trager tomaba la carne con rapidez y brutalidad, la follaba con energía salvaje, muda, hasta el inevitable orgasmo perfecto. A veces recordaba el teatro y hacía que representaran escenitas eróticas para ponerse a tono.
Por la noche llegaba el dolor.
Volvía a estar en los pasillos, en la penumbra de la residencia de manipuladores de Skrakky, solo que eran retorcidos y tortuosos, y había perdido el rumbo hacía rato. Una densa neblina de podredumbre flotaba en el aire, cada vez más espesa. Tenía miedo de quedarse a ciegas.
Daba vueltas y más vueltas, iba de un lado para otro, pero siempre le quedaban más pasillos por delante y ninguno llevaba a ninguna parte. Las puertas eran sombríos rectángulos negros, sin pomo, cerradas para siempre; iba dejándolas atrás casi sin pensar, aunque a veces se detenía un instante ante las que dejaban escapar rendijas de luz. Prestaba atención y oía sonidos al otro lado, y llamaba desesperado. Pero nadie respondía.
De modo que seguía adelante, en medio de la neblina cada vez más oscura y densa que parecía quemarle la piel, puerta, tras puerta, tras puerta, hasta que los pies se le quedaban exhaustos y ensangrentados y era incapaz de contener las lágrimas. Y entonces, a lo lejos, al final de un larguísimo e imponente pasillo que se abría ante él, veía una puerta abierta por la que salía una luz tan blanca y ardiente que hería los ojos, y música viva y alegre, y risas. Entonces Trager echaba a correr hacia allí, aunque tenía los pies en carne viva y la neblina que respiraba le abrasaba los pulmones. Corría, corría sin cesar hasta llegar a la habitación de la puerta abierta.
Pero cuando llegaba, era su habitación y estaba vacía.
En cierta ocasión, durante el breve tiempo que compartieron, habían ido al bosque y habían hecho el amor bajo las estrellas. Luego ella se había acurrucado contra él, que la acarició con ternura.
—¿En qué piensas? —preguntó.
—En nosotros —respondió Laurel. Se estremeció. El viento era frío y cortante—. A veces tengo miedo, Greg. Tengo mucho miedo de que nos pase algo, de que lo nuestro se eche a perder… No quiero que me dejes nunca.
—No te preocupes. Nunca te dejaré.
Todas las noches se atormentaba con aquellas palabras antes de poder dormir. Los buenos recuerdos le dejaban cenizas y lágrimas; los malos, una rabia impotente.
Dormía al lado de un fantasma, un fantasma de belleza sobrenatural, la cáscara vacía de una pesadilla. Todas las mañanas se la encontraba al despertar.
Los detestaba. Se detestaba por detestarlos.
III. EL SUEÑO DE DUVALIER
Su nombre no importa. Su aspecto no importa. Solo importa que existió, que Trager volvió a intentarlo, que se esforzó por seguir adelante, por creer, por no rendirse. Que lo intentó.
Pero faltaba algo. ¿La magia?
Las palabras eran las mismas.
«¿Cuántas veces pueden pronunciarse? —se preguntó Trager—. ¿Cuántas veces pueden repetirse y creerse como la primera vez? ¿Una sola? ¿Dos? ¿A lo mejor tres? ¿O cien? Y a esos que las dicen cien veces, ¿se les da mejor el amor? ¿O es que se engañan? ¿No será que renunciaron al sueño, pero siguen usando su nombre para algo distinto?».
Pronunció las palabras, la abrazó, la acarició, la besó. Pronunció las palabras con una experiencia más segura, más firme y más muerta que la fe. Pronunció las palabras y lo intentó, pero ya no las sentía.
Ella también pronunció las palabras, y Trager comprendió que no significaban nada para él. Las dijeron una vez, y otra, y otra, dijeron todo cuanto el otro deseaba oír, y ambos supieron que estaban fingiendo.
Lo intentaron con todas sus fuerzas. Pero cuando extendió la mano, como un actor atrapado en su papel, condenado a representarlo para siempre, cuando extendió la mano y le tocó la mejilla, sintió la piel suave y perfecta. Y húmeda de lágrimas.
4. Ecos
—No quiero hacerte daño —dijo Donelly arrastrando los pies. Tenía tal expresión de culpa que Trager se avergonzó de haber herido a su amigo.
Le tocó la mejilla, y ella se apartó.
—No pretendía hacerte daño —dijo Josie, y Trager se entristeció. Josie le había dado mucho, y a cambio él la hacía sentirse culpable. Sí, estaba dolido, pero si hubiera sido más fuerte, no habría dejado que lo notara.
Le tocó la mejilla, y ella le besó la mano.
—Lo siento. Es así —dijo Laurel. Y Trager no pudo entenderlo. ¿Qué había hecho? ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo lo había echado a perder? Había estado tan seguro, habían tenido algo tan grande…
Le tocó la mejilla, y ella lloró.
«¿Cuántas veces pueden pronunciarse? —repitió su propia voz—. ¿Cuántas veces pueden repetirse y creerse como la primera vez?».
El viento era negro; el polvo, denso; el cielo palpitaba con llamaradas color escarlata. En la mina, en la oscuridad, se alzaba una joven con gafas de seguridad y mascarilla, pelo castaño muy corto y muchas respuestas.
—Se estropea, se vuelve a estropear, y no se dan por vencidos. No se dan cuenta de que algo va mal —dijo—. Después de tantos fallos, hay que ser idiota para pensar que funcionará a la próxima.
El cadáver enemigo es negro y corpulento, con un torso musculoso fruto de meses de ejercicio. Trager no se ha enfrentado nunca a nada tan grande. Avanza por el serrín con paso lento, torpe, empuñando el reluciente mandoble. Trager, sentado en una silla elevada en un extremo de la arena de combate, lo ve acercarse. El otro maestro cadaverero es precavido, cauteloso.
El muerto de Trager, un rubio fibroso, aguarda en pie y arrastra una maza de púas por la arena empapada de sangre. Cuando llegue el momento, Trager lo moverá con rapidez y destreza. El enemigo lo sabe; la multitud, también.
Con un movimiento repentino, el negro alza el mandoble y se lanza a la carrera con la esperanza de utilizar su velocidad y su envergadura como armas; asesta un tajo bien calculado, pero el cadáver de Trager ya no está donde estaba, y la hoja corta el aire.
Cómodamente sentado por encima de la palestra / Abajo en la arena con los pies llenos de sangre y serrín, Trager / el cadáver da la orden / gira la maza, y la enorme bola con pinchos se mueve casi con indolencia, casi con armonía. Golpea al enemigo en la nuca justo antes de que se incorpore y se vuelva. Una flor de sangre y sesos brota de repente, y la multitud vitorea.
Trager hace salir a su cadáver de la arena y se levanta para recibir los aplausos. Es la décima vez que mata. No tardará en ganar el campeonato. Con el récord que está estableciendo, ya no pueden negarle nada.
Es hermosa, su dama, su amada. Tiene el pelo corto y rubio, el cuerpo delgado, casi atlético, con piernas esbeltas y pechos pequeños y firmes. Sus ojos son de un verde intenso y siempre le dan la bienvenida, y tiene una sonrisa enigmática, erótica e ingenua a la vez.
Lo espera en la cama, espera a que vuelva de la arena de combate, lo espera deseosa, juguetona, amante. Cuando entra, se incorpora y le sonríe, y las mantas le caen hasta la cintura. Él, desde la puerta, le mira los pezones.
Consciente de su mirada, se cubre el pecho y se sonroja. Trager sabe que está fingiendo pudor, que es un juego. Se dirige a la cama, se sienta, extiende la mano y le acaricia la mejilla. Tiene la piel suave. Ella se frota contra su palma. Luego Trager le aparta las manos, deposita un beso delicado en cada pecho y otro no tan delicado en la boca. Ella se lo devuelve con ardor; las lenguas se entrelazan.
Hacen el amor, ella y él, lentos y sensuales, trabados en un abrazo amoroso que no cesa. Los dos cuerpos se mueven en perfecta sincronía; cada uno conoce las necesidades del otro. Trager embiste, el otro cuerpo se alza para recibirlo. Extiende la mano y encuentra la de ella. Llegan juntos al clímax (siempre, siempre, el cerebro del manipulador provoca los dos orgasmos), y ella acaba con un intenso rubor en los pechos y en los lóbulos de las orejas. Se besan.
Después habla con ella, con su dama, su amada. Siempre hay que hablar después. Lo aprendió hace mucho tiempo.
—Tienes suerte —le dice Trager a veces, y ella se acurruca pegada a él y le cubre el pecho de besos—. Mucha suerte. Ahí fuera no te cuentan más que mentiras, mi amor. Te muestran un sueño esplendoroso, una estupidez, y te dicen que tienes que creer, que tienes que perseguirlo, que para cada persona hay alguien especial. Pero no es verdad. El universo no es justo, no lo ha sido nunca. Así que, ¿por qué nos cuentan semejante falacia? Corremos tras un fantasma, perdemos, y nos dicen que a la siguiente irá la vencida, pero todo es una mierda, una mierda sin sentido. A nadie se le hace realidad el sueño; solo se engañan para seguir creyendo. No es más que una mentira a la que la gente se aferra desesperada y que cuenta a los demás para convencerse.
Al final ya no puede seguir hablando, porque los besos de ella han ido bajando por su vientre, y lo toma en la boca. Trager sonríe y le acaricia el pelo con suavidad.
De todas las deslumbrantes mentiras que nos cuentan, la más cruel es esa que llaman «amor».