Algernon Blackwood: La Muñeca

Algernon Blackwood - La Muñeca

«La Muñeca», cuento de Algernon Blackwood publicado en 1946, narra la historia del coronel Hymbers Masters, oficial retirado del Ejército de la India. Una noche, un hombre trae a casa del coronel un paquete, con la expresa instrucción de que sólo a él le sea entregado. Varios días después, el coronel descubre que el paquete contiene una muñeca y da la orden de que sea destruida. Sin embargo, la cocinera, desatiende la instrucción y se la regala a Mónica, la hija del coronel, quien de inmediato se encariña con la muñeca y la convierte en su compañera. A partir de ese momento, misteriosos sucesos empiezan a perturbar la vida en la residencia de los Masters.

Algernon Blackwood - La Muñeca

La Muñeca

Algernon Blackwood
(Cuento completo)

HAY noches que son negras, sin más; pero hay otras cuyas tinieblas parecen anunciar un acontecimiento misterioso y amenazador. Por lo menos, ésta es la sensación que se experimenta en ciertos barrios apartados, en los cuales, apenas llega la noche, quedan grandes espacios completamente oscuros entre farol y farol, en los cuales no ocurre nunca nada, en los cuales el sonar de una campanilla está considerado casi como una intimidación, en los cuales la gente dice: «¡Vámonos a la ciudad!». Alrededor de las villas, los cedros suspiran al viento, pero todas las demás actividades están rodeadas de silencio.

Aquella noche de noviembre una brisa húmeda agitaba débilmente los pinos plateados de la angosta avenida que conducía a Los Laureles, residencia del coronel Hymbers Masters, oficial retirado del Ejército de la India, cuyo nombre iba acompañado de muchas iniciales honoríficas. La doncella tenía su día libre, por lo que tuvo que ser la cocinera quien atendiera a la llamada en la puerta, poco después de las diez de la noche. El sonido de la campanilla resultó tan desagradable como inoportuno, ya que Mónica, la hija del coronel, muy querida y algo descuidada por su padre, dormía en el primer piso. Sin embargo, la cocinera no se asustó por la posibilidad de que la chiquilla se despertase, ni por la hora intempestiva para llamar a la puerta con tal violencia. Se asustó después de abrir la puerta porque vio en la escalinata, bajo el viento y la lluvia, a un «negro» alto y delgado, con un paquete en la mano.

Luego, la cocinera recordaba perfectamente que aquel individuo tenía un rostro negruzco, y que era negro, hindú, o árabe (para ella, eran «negros» todos los hombres que no pertenecían a la raza blanca). Envuelto en un impermeable de color amarillo, tocado con un viejo sombrero mojado por la lluvia y «con el mismo aspecto que debe tener el diablo, lo juro», el individuo le entregó el paquete, mientras la luz del vestíbulo se reflejaba en sus ojos centelleantes. «Para el coronel Masters —murmuró rápidamente—. Para entregárselo en mano, a él y a nadie más». Tras pronunciar esas palabras, desapareció en la noche, «con su raro acento extranjero, sus ojos de fuego y su espantosa voz silbante».

Pareció fundirse realmente con las tinieblas, la lluvia y el viento.

—Pero yo vi sus ojos relucientes —explicó la cocinera a la doncella a la mañana siguiente—, su aspecto desagradable, sus manos negras, sus largos dedos de uñas encorvadas, y tuve la sensación de que era muy parecido… No sé como decirlo. Bueno, creo que la Muerte tiene que ser por el estilo de aquel individuo.

Así hablaba a la mañana siguiente. Pero aquella noche, apoyada contra la puerta que acababa de cerrar, apretando entre sus manos el paquete envuelto en papel de embalar, impresionada por la orden que había recibido de entregarlo al coronel Masters y a nadie más, sintió un gran alivio al pensar que su dueño no regresaba nunca antes de medianoche y que, por lo tanto, no tenía necesidad de actuar inmediatamente. A pesar de todo, permaneció allí sin moverse, vacilante e intranquila. Un paquete, aunque proceda de un misterioso extranjero, no tiene nada de espantoso en sí; sin embargo, la cocinera estaba muy asustada. Tal vez el instinto y la superstición actuaban sobre ella, al igual que el viento, la noche, su soledad en la casa y la inesperada visita de aquel hombre negro. Se sentía invadida por un vago terror; en su sangre irlandesa se despertaron los sueños de antaño; empezó a temblar, como si el paquete contuviera un explosivo, un veneno, o un ser vivo y maligno. Los dedos de la cocinera se entreabrieron. El paquete cayó sobre el pavimento con un ruido seco, pero no se movió. La cocinera lo miró fijamente unos instantes, y el paquete continuó inmóvil: un simple paquete envuelto en papel de embalar. Traído por un recadero en pleno día, hubiese podido contener comestibles, tabaco, una camisa zurcida. Sin embargo, aquel ruido seco había sido desconcertante… Pasados unos momentos, la cocinera se revistió de valor y recogió el objeto de sus temores, temblando visiblemente. En vez de entregárselo al coronel «en mano», decidió dejarlo sobre su mesa-escritorio, y no hablarle del paquete hasta el día siguiente. Aunque, a decir verdad, su dueño, de temperamento y de vocabulario tiránicos, no resultaba fácil de abordar, y por las mañanas menos que nunca.

La cocinera se dirigió con el paquete hacia el despacho del coronel, con la firme intención de no dar detalles precisos acerca del modo como había llegado el paquete. La señora O’Reilly temía lo indecible al coronel Masters, que a sus ojos no tenía de humano más que el amor que sentía hacia su hija. Desde luego, le pagaba un buen sueldo, y a veces incluso le sonreía; era un hombre guapo, evidentemente, aunque demasiado moreno para el gusto de la señora O’Reilly. De todos modos, se convenían mutuamente, y ella no pensaba abandonar su empleo, que le permitía robar de un modo prudente, sí, pero muy provechoso.

—No me gusta nada este asunto —le dijo a la doncella el día siguiente—. No me gusta esa historia de «entregárselo en mano, a él y a nadie más», ni los ojos de aquel individuo, ni el ruido seco que hizo el paquete al caer al suelo. No, no me gusta —repitió—. Un hombre tan negro como aquél sólo puede traer desgracias. Un paquete… con aquellos ojos de diablo…

—¿Qué hizo usted con el paquete? —preguntó la doncella.

—Tirarlo al fuego, naturalmente —replicó la cocinera, mirando a su compañera de arriba abajo.

—No lo creo —declaró la doncella.

La cocinera, no hallando una respuesta inmediata, se tomó algún tiempo para reflexionar.

—¿Sabes lo que opino? —terminó por decir—. ¿No? Bien, entonces, voy a decírtelo. Ese paquete era algo que el coronel teme, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, el coronel tiene miedo de algo, y estoy convencida que es de ese paquete. Debió cometer una mala acción en la India, hará muchos años, y ese negro le ha traído el castigo que mereció. Por eso he dicho que lo había tirado al fuego… Era un ídolo pagano —murmuró, persignándose—, y él… Bueno, él participaba de un culto secreto.

La doncella abrió unos ojos como platos y contuvo el aliento.

—¡Y no olvides lo que acabo de decirte, mi pequeña Jane! —concluyó la cocinera, volviendo a sus cacerolas.

Durante algún tiempo, las cosas quedaron así. La cocinera, como buena irlandesa, se sentía más inclinada a reír que a llorar, y, aunque evitó confesar que no había quemado el paquete, casi llegó a olvidarse del incidente. De todos modos, no era trabajo suyo ir a abrir la puerta de entrada. Ella había «entregado» el paquete: su conciencia estaba tranquila.

Según todas las apariencias, nadie «prestó atención a sus palabras» ya que no sucedió nada extraordinario. Mónica se entregaba con su entusiasmo de siempre a sus juegos solitarios; el coronel Masters se mostró tan tiránico y severo como de costumbre. El húmedo viento invernal continuó soplando entre los pinos plateados; la lluvia siguió repiqueteando en los cristales de las ventanas; no se presentó ningún visitante. Esto duró una semana, un espacio de tiempo bastante largo en esos barrios apartados en los cuales nunca ocurre nada.

Pero, una mañana, el coronel Masters hizo sonar el timbre desde su escritorio, y como la doncella estaba en el primer piso, acudió la cocinera a la llamada. Él tenía entre las manos un paquete envuelto en papel de embalar, a medio deshacer, con la cuerda colgando.

—Acabo de encontrar esto sobre mi escritorio. No había entrado en el despacho desde hace ocho días. ¿Quién ha traído este paquete? ¿Cuándo llegó?

La tez amarillenta del coronel aparecía teñida de rojo.

La señora O’Reilly respondió a la primera pregunta, sin aludir de momento a la fecha de llegada del misterioso paquete.

—Un desconocido… —murmuró—. Alguien que no era de aquí… Un hombre al que yo no había visto nunca…

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó el coronel.

—Muy moreno, señor… Incluso demasiado moreno, si mis ojos no me engañaron… Pero se marchó tan de prisa, que no tuve tiempo de verle bien el rostro…

—¿Dejó algún mensaje?

—Tras vacilar unos instantes, la cocinera respondió:

—No había respuesta…

—¡Le he preguntado si dejó algún mensaje! —gritó el coronel.

—No, señor, ningún mensaje. Se marchó antes de que pudiera preguntarle su nombre y dirección. Pero creo que era una especie de negro… a menos que me engañasen mis ojos… Como estaba tan oscuro… no podría asegurarlo, señor…

Unos segundos más tarde, se hubiese puesto a llorar o habría caído desmayada, tal era el miedo que le inspiraba el coronel, especialmente cuando le mentía. Sin embargo, el coronel le evitó aquellas dos catástrofes, tendiéndole bruscamente el paquete a medio deshacer. No la llenó de insultos ni la sometió a un interrogatorio, como ella había temido. Le habló en un tono cortante que reflejaba la cólera, mezclada con cierta ansiedad.

—Tome ese maldito paquete y échelo al fuego —le ordenó—. Y, si no quiere quemarlo, póngalo donde le dé la gana. Si vuelve ese individuo, dígale que el paquete fue quemado… y que no me lo entregaron. ¿Me ha comprendido usted? No me han entregado el paquete.

—Sí, señor, desde luego, señor —respondió la cocinera.

Luego, dio media vuelta y salió de la habitación, sosteniendo el paquete delicadamente entre sus manos, como si contuviera un animal capaz de picar o de morder.

Sin embargo, sus temores se habían apaciguado un poco: si el coronel trataba al paquete con tanto desdén, ¿por qué había de inspirarle miedo a ella? Una vez sola en su cocina, en medio de sus dioses lares, se dispuso a abrirlo. Con gran asombro (al que iba mezclada una buena dosis de decepción), descubrió que el paquete contenía solamente una muñeca rubia con la cabeza de cera, de esas que pueden adquirirse por un chelín y seis peniques en cualquier tienda de juguetes. La muñeca tenía un rostro pálido e inexpresivo; sus rubios cabellos estaban muy sucios; los brazos pendían a lo largo de los costados; la boca, aunque cerrada, parecía fruncida en una mueca de burla; las cejas semejaban las cerdas de un cepillo de dientes usado. En resumen, embutida en su vestido de tela de buena calidad, parecía completamente inofensiva, digna de lástima y bastante fea.

¡Una muñeca! La cocinera se echó a reír, olvidados ya todos sus temores.

«¡Dios mío! —pensó—. El coronel debe tener una conciencia más negra que el carbón… Sin duda esperaba recibir algo muy distinto a una muñeca de bazar».

Temiendo demasiado a su señor para despreciarle, la cocinera experimentaba cierto sentimiento de piedad hacia él. Sin embargo, en vez de tirar la muñeca o quemarla, como le habían ordenado, se la regaló a Mónica. La chiquilla, que no tenía demasiados juguetes, se apasionó en seguida por aquella muñeca, y prometió solemnemente, a instancias de la señora O’Reilly, que no diría nunca a su padre que tenía aquel juguete.

El coronel Hymbers Masters era, indudablemente, un hombre «desengañado de la vida». Desengañado en su carrera, y desengañado también en sus amores (ya que Mónica era, sin duda alguna, hija ilegítima). Lo módico de su paga como oficial retirado le obligaba a vivir en un ambiente que le era odioso y en unas condiciones materiales que le inspiraban verdadero disgusto.

Sus vecinos no sentían una animadversión especial hacia él, pero le consideraban un hombre siniestro, debido a sus modales silenciosos y a su rostro moreno, surcado de profundas arrugas. En aquellos barrios apartados, «moreno» equivalía a «misterioso», y los modales silenciosos invitan a la imaginación femenina a llenar el vacío. A pesar de todo, como era un excelente jugador de bridge, el coronel era recibido en muchas casas. En consecuencia, salía todas las tardes y rara vez regresaba antes de medianoche.

Entretanto, Mónica consideraba como un verdadero tesoro la muñeca del rostro de cera, que tenía a sus ojos tanto más valor por cuanto era un regalo «secreto» de su padre. La chiquilla había recibido ya varios regalos de esa clase sin concederles mucha importancia; pero era la primera vez que poseía una muñeca, y estaba realmente extasiada con ella. No revelaría nunca su secreto: la muñeca sería otro lazo de silenciosa unión entre la chiquilla y su padre, un lazo que unir a los ya existentes, pues Mónica adoraba al coronel en virtud de su propio silencio y de sus regalos indirectos, por los cuales ella no le daba nunca las gracias, pues sabía instintivamente que formaban parte de un juego maravilloso al que se entregaban padre e hija.

—Es mucho más real que cualquier muñeca de las que he visto en toda mi vida —le dijo la chiquilla a la cocinera después de haber examinado atentamente su nuevo juguete—. ¿Cómo se le habrá podido ocurrir a papá una idea así? Habla conmigo, ¿sabes? —añadió, apretando contra su mejilla el rostro de cera—. ¡Es mi niña querida!

Efectivamente, la muñeca era algo muy distinto a un oso de trapo, pues representaba a una niña. Había venido a traer un poco de ternura a una mansión llena de severidad; había venido a traer un poco de esperanza, una atmósfera de maternidad que ningún otro juguete podía crear. ¡Una niña! Sin embargo, la cocinera y la institutriz, que habían asistido juntas al acto de apertura del paquete, recordaron después que Mónica, al ver su contenido, lanzó un grito de excitación que fue casi un grito de dolor: se hubiera dicho que había experimentado un instintivo horror, aniquilado inmediatamente por un torbellino de delirante alegría.

Fue Mrs. Jodzka quien, mucho tiempo después, se refirió a aquella extraña contradicción, que la señora O’Reilly también recordaba.

Sin embargo, en aquel momento, la cocinera se limitó a decir:

—¡Oh, querida! ¡Es una muñeca muy bonita!

Y la institutriz, por su parte, añadió:

—Si le tapas la boca de ese modo, no podrá respirar…

Pero la chiquilla, sin prestar la menor atención a las palabras de las dos mujeres, se puso a mecer a la muñeca con aire extasiado.

Una muñequita de bazar, de cabellos rubios, de rostro de cera…

Mrs. Jodzka, la institutriz polaca, abandonó la casa de un modo bastante brusco. A pesar de que Mónica la adoraba y el coronel Masters se mostraba respetuoso con ella, se marchó de la casa poco después de la llegada de la muñeca. Era una viuda todavía joven y bonita, de buena familia, y había recibido una esmerada educación, mostrándose en todo momento comprensiva y discreta. Quería mucho a Mónica; temía un poco a su padre, a pesar de que en secreto admiraba aquel tipo de inglés fuerte y dominante. El coronel le concedía una gran independencia, y, como ya hemos dicho, no se permitió nunca la menor impertinencia hacia ella. Mrs. Jodzka recibía un sueldo bastante generoso, que le hacía mucha falta. A pesar de todo lo que llevamos dicho, se marchó bruscamente, de la noche a la mañana, alegando como motivo de su marcha que tenía demasiado miedo para pasar una noche más en aquella casa. Un motivo absurdo, pero perfectamente comprensible, pues cualquier mujer puede llegar a sentir tanto miedo en una casa determinada, que le resulte absolutamente insoportable seguir viviendo en ella: el miedo se convierte en una obsesión, en una idea fija que ningún razonamiento podría extirpar.

En este caso, el terror de Mrs. Jodzka se basaba en un hecho concreto. Juraba que había visto a la muñeca «andar sola», con paso mecánico y espantoso, sobre la cama donde dormía Mónica.

Mrs. Jodzka se hallaba en el umbral de la puerta, a fin de mirar hacia el interior de la habitación, según su diaria costumbre, y comprobar que la chiquilla descansaba tranquilamente. La pequeña lámpara colgada de la pared emitía una luz débil pero suficientemente clara. La atención de la institutriz se sintió atraída por algo que se movía sobre el cobertor: un objeto de pequeño tamaño que Mónica debió soltar al dormirse…

Al cabo de unos segundos, Mrs. Jodzka comprobó que no se trataba de un «objeto», ya que tenía contornos vivientes; además, en vez de rodar o de deslizarse, como había creído en el primer momento, avanzaba a pasos menudos en una dirección determinada. Tenía un minúsculo rostro espantoso, desprovisto de expresión, y dos ojos brillantes que miraban fijamente a Mrs. Jodzka.

Durante un par de minutos, la institutriz quedó paralizada por el asombro; luego, presa de un indecible horror, se dio cuenta de que el pequeño monstruo que se dirigía directamente hacia ella a través del cobertor ¡era la muñeca de Mónica!

Mrs. Jodzka realizó un gran esfuerzo para mantener el dominio de su cuerpo y de su espíritu, para negar la existencia de aquel fenómeno anormal, increíble. Quiso ignorar que toda su sangre se helaba, que todo su cuerpo temblaba. Rezó desesperadamente. Evocó la imagen de su confesor en Varsovia. Quiso gritar, pero el grito resonó solamente en su cerebro. Y la muñeca, aumentando su velocidad, continuó su marcha implacable, sin volver ni una sola vez la mirada fija de sus ojos de cristal.

Mrs. Jodzka se desvaneció.

La institutriz, que poseía un sentido exacto de los valores, se dio perfecta cuenta que aquella historia «no colaría». Por ello no se la contó más que a la cocinera, y anunció al coronel que la muerte de un miembro de su familia la obligaba a regresar inmediatamente a Varsovia. Digamos también, en su honor, que no trató en modo alguno de embellecer su relato, ya que, al recobrar el sentido, se había revestido de valor y llevado a cabo una cosa notable: se había obligado a un examen más a fondo de la situación. Después de entrar en la habitación, se había asegurado de que Mónica dormía apaciblemente y de que la muñeca yacía, inerte, en el centro del cobertor. La miró largo rato, con la mayor atención. Sus ojos sin párpados, bordeados por unas ridículas pestañas negras, estaban fijos en el vacío. La muñeca tenía una expresión estúpida, una máscara mortuoria que remedaba la vida. Era de una fealdad repugnante.

Sostenida por su gran carácter, la institutriz no se limitó a estudiar aquel rostro: tocó el monstruoso objeto y lo tomó en sus manos. Su razón le prohibía dar crédito a lo que sus sentidos le habían atestiguado unos momentos antes. Era imposible que la muñeca se hubiese movido. Sin temblar, colocó el espantoso juguete encima de la mesilla de noche, entre el búcaro de flores y la lamparilla. La muñeca permaneció inmóvil, echada sobre su espalda, inocente y, sin embargo, horrible. Sólo entonces Mrs. Jodzka abandonó la estancia para ir a acostarse. Nos parece muy natural que sus dedos siguieran helados mucho rato después de que se hubo dormido.

Imaginación o realidad, aquel objeto andando como un ser viviente dotado de voluntad debió ofrecer un espectáculo espantoso, una visión de pesadilla. Para Mrs. Jodzka, protegida desde su infancia por una racional educación, aquello fue una impresión terrible que dislocó todas sus nociones de lo posible. La sangre se heló en sus venas y se desvaneció. Sin embargo, aquella misma impresión le infundió el valor necesario para actuar en cuanto recobró el sentido. Mrs. Jodzka amaba a Mónica; y la imagen de aquel pequeño monstruo moviéndose junto al rostro y a las manos entrelazadas de la niña dormida había insuflado en ella la fuerza de voluntad que se requería para coger la muñeca y apartarla de la cama.

Durante horas enteras, antes de conciliar el sueño, pensó en aquella increíble aventura, negando y aceptando alternativamente los hechos, para dormirse finalmente con la certeza de que sus sentidos no la habían engañado. En realidad, el tribunal más exigente habría aceptado la sinceridad de su detallado informe.

—Lo siento muchísimo —dijo el coronel Masters, aludiendo al duelo ficticio que Mrs. Jodzka le había anunciado—. Además, Mónica la echará mucho de menos: la niña la necesita.

Luego, cuando Mrs. Jodzka se disponía a retirarse, el coronel le alargó la mano, sonriendo, y añadió:

—Si, dentro de una temporada, puede usted volver a ocupar su puesto en esta casa, le ruego que me lo comunique. Su influencia es muy… beneficiosa para… para la niña.

Mrs. Jodzka murmuró una vaga promesa, pero se retiró con la indefinible sensación de que no era Mónica quien necesitaba de ella. Lamentó que el coronel no hubiese empleado otras palabras. Se sintió avergonzada, como si se dispusiera a desertar de un deber a cumplir, o mejor dicho, de una ocasión de mostrarse caritativa que Dios había puesto en su camino.

En el tren y en el barco, su conciencia la reprochó despiadadamente. Había abandonado a una niña a la que amaba, una niña que la necesitaba, a impulsos del pánico… No, no era eso, en realidad. Había abandonado una casa porque el diablo acababa de entrar en ella… No, tampoco eso era verdad más que en parte.

Cuando una persona de temperamento nervioso, modelada desde su infancia rígidamente, empieza a separar unos hechos y a analizar unas reacciones, la lógica y el sentido común suelen brillar por su ausencia. La mente marcha en una dirección, la emoción en otra, y resulta imposible llegar a una conclusión clara.

Mrs. Jodzka continuó su viaje a Varsovia, donde se encontraría con su padrastro, un general retirado que llevaba una vida de disipación y que no iba a recibirla demasiado bien. Para la joven viuda, la perspectiva de regresar con las manos vacías era de lo más humillante, ya que se había decidido a aceptar un empleo para no verse obligada a ser la criada de aquel hombre. Sin embargo, le pareció más fácil enfrentarse con la cólera de su padrastro que ir a exponer al coronel Masters la verdadera causa de su marcha.

A medida que los recuerdos y las ideas afluían a su mente, a medida que ciertos detalles casi olvidados afloraban a la superficie, su conciencia la hostigaba en otro plano.

La señora O’Reilly, por ejemplo, había mencionado unas manchas de sangre. Desde luego, Mrs. Jodzka había decidido no prestar el menor crédito a las estúpidas historias de la supersticiosa irlandesa; pero ahora recordaba las ridículas discusiones acerca de la ropa blanca entre la cocinera y la doncella.

—Una muñeca no tiene pintura, se lo digo yo —decía Jane—. No tiene más que serrín y cera. Conozco muy bien la pintura cuando la veo, y esto no es pintura: es sangre.

Y recordaba la exclamación de la señora O’Reilly, poco después:

—¡Virgen santa! ¡Otra mancha roja! La niña debe morderse las uñas…

Desde luego, las manchas rojas en las sábanas y en las fundas de la almohada no tenían explicación. Pero Mrs. Jodzka no tenía por qué ocuparse de la ropa blanca. Además, aquel par de ridículas mujeres no sabían realmente qué inventar… Pero ahora, mientras el tren avanzaba, la institutriz pensaba en aquellas manchas de sangre con una sensación de malestar.

Otro motivo de inquietud: Mrs. Jodzka experimentaba la extraña sensación de haber abandonado a un hombre que necesitaba ayuda, una ayuda que ella podía prestarle. No conseguía precisar los motivos en que se apoyaba tal impresión. Era una intuición, y pocas intuiciones resisten el ser analizadas. Sin embargo, la intuición de Mrs. Jodzka se basaba en una convicción que había alimentado desde que entró en casa del coronel: Mr. Masters tenía un pasado que le inspiraba cierto terror. Debió cometer una acción de la que se arrepentía, que le inspiraba vergüenza, y esperaba su castigo: un castigo que llegaría como un ladrón nocturno y le aferraría por la garganta.

Y la joven viuda ejercía su «influencia beneficiosa» contra aquella venganza: una influencia protectora, debido a su religión o a su personalidad, en virtud de la cual se alineaba del lado de los ángeles.

Parece bastante lógico, pues, que después de haber soportado durante algunas semanas la ultrajante conducta de su padrastro, Mrs. Jodzka, abrumada por los remordimientos y por la humillación, decidiera regresar a la villa sin alma del barrio apartado. Comprendemos perfectamente su decisión; y nos parecen aún más comprensibles los transportes de alegría de Mónica, la sensación de alivio y de placer del coronel Masters. Éste expresó su satisfacción por medio de un mensaje cortés, redactado con mucho tacto, ya que pasaron varios días antes de que la institutriz pudiera verle y hablarle.

La cocinera y la doncella le dispensaron una acogida voluble… e inquietante. Las «manchas rojas» habían desaparecido, pero habían ocurrido otras cosas tan inexplicables y mucho más alarmantes.

—Le ha hecho usted mucha falta a la pequeña —declaró la señora O’Reilly—, aunque haya encontrado otra cosa que la tranquiliza… hasta cierto punto.

Y la supersticiosa irlandesa se persignó.

—¿La muñeca? —preguntó Mrs. Jodzka, reprimiendo un sobresalto de horror y obligándose a hablar en tono tranquilo.

—Sí, esa diabólica muñeca. Lo que me preocupa es que parece realmente un ser de carne y hueso… Y también me preocupa el modo como la trata y juega con ella la chiquilla.

La señora O’Reilly extendió los brazos hacia delante como para protegerse contra una agresión.

—Los arañazos no demuestran nada —dijo la doncella, en tono desdeñoso.

—¿Es que alguien ha sido… arañado? —preguntó la institutriz en tono grave, fingiendo no haberse dado cuenta de la intervención de Jane.

La señora O’Reilly pareció respirar con dificultad; luego, cuando hubo recobrado el aliento, murmuró en tono de desafío:

—La muñeca no tiene nada contra la señorita Mónica, sino contra otra persona. Y un hombre tan negro como aquél no ha traído nunca la felicidad a una casa, tan cierto como que estoy aquí.

—¿Contra otra persona…? —repitió Mrs. Jodzka casi para sí misma.

—¡Déjenos en paz de una vez con su maldito negro! —exclamó la doncella—. Aunque, debo reconocer que la otra noche oí pasos que se arrastraban; y cuando eché una ojeada a la habitación, me pareció que la muñeca era mucho mayor… como si se hubiese hinchado…

—¡Basta ya! —gritó la señora O’Reilly—. Todo lo que cuentas es pura invención.

Luego, volviéndose hacia la institutriz, añadió:

—Hay más historias que contar acerca de esa muñeca que todos los cuentos de hadas que oí cuando era niña. Si estuviera en su lugar, no creería ni media palabra de ellas.

A continuación, se acercó más a Mrs. Jodzka y le murmuró casi al oído:

—No debe preocuparse por la señorita Mónica: no le sucederá nada malo. Todo lo malo que suceda en esta casa está reservado para otra persona.

Una vez sola en su habitación, Mrs. Jodzka se abandonó a sus pensamientos. Sentía un profundo, un terrible malestar.

¡Una muñeca! Un juguete de bazar, fabricado por centenares y por millares, un artículo de comercio de lo más vulgar… Pero…

A su mente acudía sin cesar una frase de la señora O’Reilly: «El modo cómo la trata y juega con ella…».

¡Una muñeca! No existe un juguete más humilde que ése; y, sin embargo, cuando se ve a una niña jugar con una de ellas, no puede evitarse la idea de que se está contemplando a una futura madre. La niña acaricia apasionadamente a su muñeca, cuida de ella, busca su bienestar; pero, al mismo tiempo, la deja descuidadamente en un rincón, con el cuello torcido, los miembros doblados, de modo que ni la respiración ni la circulación de la sangre pueden tener lugar, mientras ella corre a la ventana para ver si llueve o hace sol. Hay en ello un ciego automatismo dictado por la sangre (con tal de que no esté contrapesado por un interés más inmediato), y al mismo tiempo un instinto gregario capaz de superar todos los obstáculos. El instinto maternal desafía a la muerte, e incluso la niega. Tendida en el suelo, con los dientes rotos, los ojos arrancados, la muñeca, golpeada, torturada, mutilada, sobrevive a todos los desastres y afirma sus cualidades inmortales. Nada puede matarla. Una niña jugando con su muñeca encarna el objetivo fundamental de la naturaleza: la supervivencia de la raza…

Esas reflexiones de Mrs. Jodzka (determinadas quizá por su resentimiento inconsciente contra la Naturaleza que no le había concedido el ser madre) no pudieron mantenerse durante mucho tiempo en aquel plano; derivaron inmediatamente después al asunto concreto, motivo de su perplejidad y de sus temores: Mónica y su muñeca de cabellos rubios y expresión estúpida. Finalmente, Mrs. Jodzka se durmió en medio de sus plegarias, y, al término de un sueño plácido, sin pesadillas, se despertó, completamente descansada, diciéndose que, tarde o temprano, tendría que hablar con el coronel Masters.

A partir de entonces se dedicó a observar, a escuchar.

Espió a Mónica; espió a la muñeca. Todo le parecía tan normal como en otros millares de casas. Analizó fríamente la situación, y la razón triunfó de la superstición. En el curso de su día libre, fue al cine, gozó mucho con la película que proyectaban, y salió de la sala con el convencimiento de que la fantasía nublaba las facultades, de que la vida ordinaria era fundamentalmente prosaica. Sin embargo, antes de haber recorrido los ochocientos metros que separaban el cine de la casa del coronel Masters, se sintió presa de nuevo de su profundo e inexplicable malestar.

La señora O’Reilly, que había acostado a Mónica, acudió a su llamada a la puerta. Estaba pálida como un muerto.

—Ha hablado —murmuró, antes de volver a cerrar la puerta.

—¿Quién ha hablado? ¿A qué se refiere usted?

—Las dos —respondió la cocinera.

Luego se sentó en una silla y se enjugó el rostro cubierto de sudor y en el cual se reflejaba un terror mortal.

—¿Las dos? —repitió Mrs. Jodzka en voz firme, como para demostrar a su compañera que no había nada que temer—. ¿Qué me dice usted?

—Le digo que han hablado las dos… que han hablado juntas.

La institutriz guardó silencio unos instantes, tratando de luchar contra su creciente malestar.

—¿Pretende usted haberlas oído conversar? —preguntó finalmente en tono inseguro.

La señora O’Reilly inclinó la cabeza afirmativamente, dirigió una mirada asustada por encima de su hombro y murmuró, sollozando:

—Creí que no iba usted a regresar nunca. No sé cómo he tenido valor para quedarme en casa.

Mrs. Jodzka la miró rectamente a los ojos y luego le preguntó, con voz más firme:

—¿Las ha oído realmente hablar?

—He estado escuchando detrás de la puerta. Se oían dos voces. Dos voces distintas.

La institutriz no juzgó oportuno llevar más lejos su interrogatorio, como si su temor, mucho más intenso ahora, le inspirase una mayor prudencia.

—Señora O’Reilly, seguramente ha oído usted a la señorita Mónica hablando con su muñeca, según su costumbre, e inventándose las respuestas de la muñeca desfigurando la voz. Tiene que ser eso, ¿no le parece?

Pero la cocinera no se dejó convencer. Se persignó, inclinó la cabeza y murmuró en voz baja:

—Venga a escuchar conmigo; así podrá juzgar por usted misma.

De este modo, poco después de medianoche, las dos mujeres fueron a apostarse en el pasillo a oscuras, delante de la puerta de la habitación de la niña. El coronel Masters debía estar acostado hacía ya algún tiempo en su dormitorio, al otro extremo de la casa. Fuera, no soplaba ni un hálito de viento. Al final de una larga y lúgubre espera, se dejó oír un rumor de voces en la habitación donde Mónica dormía apaciblemente, abrazada a su querida muñeca. Un rumor apagado, casi imperceptible, desagradable. Y, sin lugar a dudas, el rumor de dos voces distintas.

La cocinera y la institutriz se incorporaron bruscamente, se miraron una a otra con ojos aterrorizados e hicieron la señal de la cruz.

Nadie podría decir lo que pasó por la mente supersticiosa de la señora O’Reilly. Pero la opinión de la joven polaca era perfectamente clara: se trataba de una sola voz, y no de dos. La voz de las personas que duermen sufre unas extrañas transformaciones.

—La señorita Mónica habla en sueños, señora O’Reilly, eso es todo —murmuró Mrs. Jodzka en tono firme al oído de la cocinera, que se apoyaba en su hombro como si estuviese a punto de caer desmayada—. ¿No oye usted que es siempre la misma voz? Escuche bien, y verá como tengo razón: no hay más que una sola voz, que hace las preguntas y las respuestas.

La propia Mrs. Jodzka escuchó con redoblada atención; pero, un instante después, percibió otro ruido detrás de ella, el rumor de unos pasos que se alejaban a toda prisa. Volviendo vivamente la cabeza, se dio cuenta de que no había nadie a su lado. La señora O’Reilly se había marchado.

Mrs. Jodzka sintió un escalofrío de inquietud al verse abandonada de aquel modo; pero, en aquel mismo instante, tal como sucede en las novelas, oyó otro ruido que le cortó el aliento; el rechinar de una llave en la cerradura de la puerta de la calle. El coronel, al cual Mrs. Jodzka suponía acostado, acababa de llegar. ¿Habría tenido tiempo la señora O’Reilly de cruzar el vestíbulo antes de que él la sorprendiera? Peor aún: ¿vendría a echar una ojeada a la habitación de Mónica antes de acostarse, como hacía a veces? La institutriz escuchó atentamente, con todos los nervios en tensión. Oyó cómo el coronel dejaba su bastón y se quitaba el abrigo. Un segundo después, sus pasos resonaron en los peldaños de la escalera que conducía al piso superior. Y unos segundos después se encontraría en el pasillo al que se abría la habitación de Mónica, contra cuya puerta permanecía apoyada Mrs. Jodzka.

La institutriz tomó una rápida decisión: ser sorprendida en el exterior de la habitación sería ridículo; ser sorprendida en el interior sería completamente natural. En consecuencia, actuó sin más dilación.

Palpitándole aceleradamente el corazón, abrió la puerta y penetró en la estancia. Dos segundos más tarde oyó al coronel andar por el pasillo. Con inmenso alivio por parte de Mrs. Jodzka, pasó ante la puerta sin detenerse.

Entonces, la institutriz vio claramente el cuadro que se ofrecía a sus ojos.

Mónica dormía profundamente, pero, en su sueño, estrechaba y sacudía a su muñeca, como si estuviera atormentada por una pesadilla. Murmuraba palabras ininteligibles, gemía y suspiraba alternativamente. Sin embargo, era evidente que en la habitación se oían otros sonidos, que no eran emitidos por los labios de la chiquilla.

Conteniendo la respiración para escuchar mejor, la institutriz contempló la escena con la mayor atención. Oyó claramente unos extraños gruñidos y pudo comprobar que procedían de la muñeca que Mónica estrechaba entre sus brazos: se hubiera dicho que las rodillas y los codos protestaban contra el mal trato de que eran objeto. En un momento en que la mano de Mónica torció el cuello de la muñeca, la cera, el hilo y el serrín dejaron oír unos extraños gruñidos vagamente semejantes a sílabas o a palabras.

Con los ojos abiertos como platos, Mrs. Jodzka se sintió helada de terror. Buscó en vano una explicación natural a lo que estaba viendo y oyendo. Trató de rezar, sin conseguirlo. Todo su cuerpo quedó bañado en sudor.

De repente, el rostro de Mónica adquirió una expresión apacible. La chiquilla dio media vuelta, entre sueños, y la muñeca, libre de su abrazo, rodó hasta el borde de la cama, donde permaneció inmóvil. Pero, ante la estupefacción de la institutriz, siguió gruñendo. Peor aún: un instante después, se alzó bruscamente sobre sus piernas torcidas y empezó a andar. Con sus ojos vítreos clavados en la joven viuda, avanzó a través del cobertor con paso vacilante, cayendo de cuando en cuando y volviéndose a levantar, sin dejar de proferir extraños sonidos, desprovistos de sentido, pero que expresaban claramente la cólera. Se dirigía directamente hacia Mrs. Jodzka con aire agresivo.

Una vez más, a la vista de aquel juguete infantil que encubría la existencia de un monstruo abominable, la joven viuda perdió el conocimiento. Sin embargo, su desfallecimiento duró apenas unos segundos, y, en cuanto recobró el sentido, su corazón se sintió inundado por un repentino furor que significó para ella una inmensa ayuda. Estaba furiosa consigo misma, furiosa contra su propia debilidad; pero, sobre todo, ardía en cólera contra aquella muñeca de cera capaz de andar y de chillar como si fuese un ser viviente, dotado de inteligencia y de la facultad de hablar un lenguaje articulado.

Si bien es cierto que un espectáculo monstruoso puede paralizarnos, también puede producirnos el efecto de un insulto. Mrs. Jodzka se sintió irresistiblemente impulsada a cometer un acto de violencia. Se lanzó contra la muñeca, blandiendo en su mano la única arma de que podía disponer: uno de sus zapatos de tacón alto, dispuesta a aniquilar a aquel horror abominable que había que romper en pedazos, reducir a polvo…

Pero la mano de la institutriz no descendió para dar cumplimiento a la deseada destrucción. Un agudo dolor, parecido a la mordedura de una serpiente, se clavó en sus dedos, su muñeca y su brazo; el zapato salió rodando hacia un rincón de la estancia; a la claridad de la lamparilla, Mrs. Jodzka creyó ver tambalearse toda la habitación. Se quedó inmóvil, paralizada de terror. Realizó un último esfuerzo para luchar.

Encima de la cama, la abominable muñeca, agitando uno de sus brazos rotos, gritó una respuesta hecha de sílabas que la institutriz no pudo comprender y que parecían formar palabras de un idioma extranjero. Al mismo tiempo, se dejó caer sobre el cobertor como un balón deshinchado, en tanto que Mónica volvía a agitarse y extendía las manos, como si buscase algo a tientas. La vista de aquella chiquilla inocente tratando de alcanzar el maligno juguete por el que sentía tanta predilección, elevó al colmo el terror de la institutriz, que volvió a perder el conocimiento.

Cuando recobró la lucidez, no recordaba en absoluto cómo había regresado a su habitación, situada en el piso más alto de la casa. Sujetaba fuertemente en su mano uno de sus zapatos. Y recordaba haber estrechado entre sus dedos frenéticos una muñeca de cera inerte, haber golpeado su horrible cuerpecillo hasta que el serrín brotó de sus miembros mutilados… y luego haberla lanzado brutalmente sobre una mesa, lejos del alcance de Mónica. Recordaba claramente a la chiquilla sumida en un sueño apacible, y al pequeño monstruo dislocado, inmóvil y, sin embargo, horriblemente vivo, con una vida intensa y maligna.

Ningún esfuerzo de su voluntad consiguió borrar aquella escena de su mente.

Mrs. Jodzka sabía ahora que era absolutamente necesario que sostuviera una entrevista con el coronel Masters. Lo exigían su conciencia y su tranquilidad de espíritu. Nunca había dicho nada a Mónica, por temor a que la mente de la chiquilla se viese torturada por algo que era preferible que ignorase. Pero la institutriz tenía la obligación inmediata de comunicar los hechos al padre de la chiquilla, ya que el coronel había depositado en ella toda su confianza.

Sin embargo, una entrevista con el coronel era ridículamente difícil de conseguir. En primer lugar, porque el coronel odiaba las entrevistas; y después, porque no se le veía casi nunca. Por la noche regresaba tarde, y por la mañana nadie se atrevía a abordarle. Una vez establecida la rutina cotidiana de la casa, opinaba que no debía turbarla con su intervención. La única persona que se atrevía a abordarle era la señora O’Reilly: cada seis meses, entraba en el despacho, se despedía, recibía un aumento de sueldo, y dejaba al coronel en paz durante otros seis meses.

Mrs. Jodzka, que conocía las costumbres del coronel, se apostó en el rellano del segundo piso, a la mañana siguiente, para verle cuando cruzase el vestíbulo. Le vio en el instante en que se disponía a salir. Le encontró muy guapo, con su cuerpo esbelto y erguido, su rostro impasible y curtido: la encarnación perfecta del soldado. Bajó la escalera de cuatro en cuatro, latiéndole aceleradamente el corazón; pero las palabras cuidadosamente preparadas se desvanecieron de su mente en cuanto el coronel se detuvo a mirarla, y la institutriz soltó un torrente de palabras ininteligibles.

Después de haberla escuchado durante unos instantes con la más exquisita cortesía, el coronel Masters la interrumpió, diciendo:

—Me siento muy feliz de que haya podido regresar a esta casa, como le había rogado. Mónica la echó mucho de menos.

—Mónica tiene ahora un juguete favorito…

—Exactamente lo que le hace falta, estoy convencido de ello… Confío en su excelente criterio, Mrs. Jodzka… Si cree usted que la niña necesita algo más, le agradeceré que me lo comunique.

—Pero… ese juguete… ¡no se lo he dado yo! Es una horrible… horrible…

El coronel Masters se echó a reír.

—Desde luego, todos los juguetes de los chiquillos son horribles, pero si ése le gusta a Mónica… No habiéndolo visto, no puedo juzgar… Si desea usted comprarle algo mejor…

El coronel Masters se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.

—¡Ese juguete no se lo he comprado yo! —exclamó Mrs. Jodzka en tono vehemente—. Lo trajo alguien a esta casa. Es una muñeca. Habla sola. Y la he visto andar con mis propios ojos.

El coronel dio una repentina media vuelta, como si acabara de ser golpeado por un proyectil. La palidez de su rostro contrastaba extrañamente con el fuego que despedían sus ojos.

—Una muñeca —repitió en tono tranquilo—. ¿Ha dicho usted una muñeca?

Desconcertada por su extraña expresión, la institutriz explicó que se trataba de un paquete que alguien había traído a la casa. Su confusión subió de punto cuando el coronel le preguntó secamente si se refería al mismo paquete que él había dado orden de destruir.

—Creo que lo tiraron, efectivamente —murmuró, tratando de encubrir a la cocinera—. Es probable que Mónica lo encontrara… eso es lo que creo…

Incapaz de mirar de frente a aquel rostro severo de ojos encendidos, Mrs. Jodzka se despreció a sí misma por su falta de valor; pero, al mismo tiempo, tuvo consciencia de un curioso deseo de no hacer ningún daño a aquel hombre, como si fuese él, y no Mónica, el que estaba en peligro.

—La muñeca… ¡habla! ¡Pronuncia sílabas! ¡Y también anda! —exclamó al fin, obligándose a alzar los ojos hacia el rostro del coronel.

—Y dice usted que Mónica se ha apoderado de ella y que es su juguete preferido… —murmuró el coronel Masters, como si hablara consigo mismo—. ¿Y ha visto usted a la muñeca moverse, la ha oído pronunciar sílabas? —inquirió.

Incapaz de encontrar palabras convincentes, la institutriz se limitó a inclinar afirmativamente la cabeza. Sentía pasar sobre ella, como una ráfaga helada, el terror que aquel hombre experimentaba en lo más hondo de su corazón… Pero, en vez de reprenderla severamente, el coronel Masters continuó diciendo, en tono tranquilo:

—Ha hecho usted bien diciéndome eso; ha hecho usted muy bien… Hace años que espero una cosa así… Más tarde o más temprano… no podía dejar de llegar…

Había escondido su rostro detrás de un pañuelo, que casi ahogó sus últimas palabras. Entonces, como si Mrs. Jodzka hubiera captado en aquellas frases una petición de ayuda, se acercó al coronel y le miró fijamente.

—Tiene usted que ir a ver a su hija —le dijo, con repentina firmeza—. Acompáñeme a su habitación.

El coronel vaciló y guardó silencio durante unos segundos.

—¿Quién trajo ese paquete? —terminó por preguntar.

—Un hombre, que yo sepa.

—¿Un hombre blanco… o negro?

—Negro.

El coronel empezó a temblar como la hoja de un árbol; su rostro se puso pálido; tuvo que apoyarse en la puerta para no caer. Temiendo que se desvaneciera, Mrs. Jodzka tomó las riendas de la situación.

—Esta noche subirá usted conmigo a la habitación y escuchará lo que yo escuché. Ahora, no se mueva de aquí; voy a buscar un poco de coñac.

Unos instantes después regresó con la bebida, y al verle vaciar de un trago el vaso de coñac comprendió que había obrado acertadamente al hablarle: no necesitaba más prueba que la de su docilidad, tan poco de acuerdo con su temperamento.

—Recuerde lo que le he dicho —continuó Mrs. Jodzka—. Esta noche, después de su partida de bridge, le espero en el pasillo, delante de la habitación de Mónica. ¿Le parece bien a las doce y media?

El coronel la miró fijamente, y luego inclinó afirmativamente la cabeza.

—A las doce y media, en el pasillo, delante de la habitación de Mónica —murmuró.

Después de lo cual, se apoyó pesadamente en su bastón, abrió la puerta y se marchó. Mrs. Jodzka le vio alejarse por la avenida. Se dio cuenta de que su propio terror se había trocado en compasión; se daba cuenta asimismo de que aquel hombre estaba demasiado abrumado por los remordimientos para gozar de un instante de paz, demasiado aterrorizado para que pudiera pensar en Dios.

Aquella noche, cuando la institutriz hubo acostado a Mónica, la chiquilla reclamó su compañía favorita:

—Dame la muñeca, ¿quieres? Sin ella me sería imposible dormir.

Mrs. Jodzka cogió la muñeca con evidente repugnancia, notó que había sido cuidadosamente reparada, y la dejó sobre la mesilla de noche, diciendo:

—También ella dormirá mejor a tu lado, querida…

—La quiero aquí, en mi cama —replicó la chiquilla—. Nos contamos historias, ¿sabes? Y si está demasiado lejos no puedo entender lo que me dice.

Y cogió su juguete con un gesto de ternura que heló el corazón de la joven viuda.

—Desde luego, querida, si te ayuda a dormirte, ponla cerca de ti…

Mónica no se dio cuenta del horror que expresaban el rostro y la voz de su institutriz. Apenas hubo colocado la muñeca sobre la almohada, junto a su mejilla, cerró los ojos y se durmió, exhalando un suspiro de satisfacción.

Mrs. Jodzka salió de la habitación sin atreverse a mirar hacia atrás. Ya en el pasillo, se secó el sudor que perlaba su frente, murmurando en lo más íntimo de su corazón: «Dios la bendiga y la proteja».

A eso de las ocho, sin haber cenado, se encerró en su habitación para empezar su interminable vela hasta la hora de la cita. Decidió dedicar aquellas horas a la lectura, pero no tardó en darse cuenta de que sus esfuerzos para entender lo que leía eran vanos. Al cabo de un rato, se adormeció…

La despertó un rumor de pasos ante la puerta de su habitación. Una ojeada al reloj le permitió comprobar que eran las once: la señora O’Reilly iba a acostarse. El rumor de pasos se extinguió. Mrs. Jodzka reemprendió su lectura, y volvió a adormilarse…

No supo jamás lo que la despertó por segunda vez. Se estremeció y escuchó atentamente. La noche estaba completamente tranquila. En la casa reinaba un silencio de muerte; fuera, no soplaba ni un hálito de viento, no se oía el ruido de ningún automóvil. Luego, en el momento en que su reloj señalaba algo más de las doce, oyó cerrarse suavemente la puerta de la calle. Después, unos pasos cruzaron el vestíbulo y subieron lentamente la escalera: el coronel Masters acudía puntualmente a la cita. Mrs. Jodzka se puso en pie, se contempló en el espejo, murmuró una vaga plegaria y salió al oscuro pasillo.

Se dirigió directamente hacia la puerta de la habitación de Mónica, escuchando con tal atención que le pareció oír los sordos latidos de su corazón. Llegada al lugar fijado para la cita, se detuvo y esperó. Un instante después apareció la silueta del coronel: la claridad de la lámpara del vestíbulo le daba el aspecto de una sombra chinesca. Se acercó a la institutriz y murmuró:

—Buenas noches… He cumplido mi palabra. He venido, pero todo esto me parece estúpido…

Después de lo cual, se quedaron uno junto a otro, escuchando en silencio.

El corazón de Mrs. Jodzka latía aceleradamente. Su compañero olía a alcohol y a tabaco; su sombra se proyectaba en la pared; se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. La joven viuda se sintió invadida por una ola de emoción. Ardía en deseos de abrazar a su compañero, y, al mismo tiempo, de protegerle contra un espantoso peligro que le amenazaba. Casi inmediatamente, la idea del pecado vino a unirse a aquella llama de pasión. El mal estaba en el ambiente. Mrs. Jodzka empezó a temblar, perdió el equilibrio, se inclinó hacia el hombre de pie junto a ella. Un instante más, y hubiese caído en sus brazos.

Pero un repentino sonido procedente del interior de la habitación la hizo reaccionar a tiempo.

—¡Escuche! —murmuró, cogiendo el brazo del coronel Masters.

Al otro lado de la puerta se oía un rumor, mejor dicho, unos rumores: la voz de Mónica, fácilmente reconocible, y otra voz (si es que era una voz) más aguda, más débil, que la interrumpía o le respondía.

—¡Escuche! —repitió la institutriz. Y sintió la mano cálida de su compañero apretar la suya con tanta fuerza que estuvo a punto de gritar de dolor.

Mrs. Jodzka empezó a murmurar algo. Pero se interrumpió bruscamente, conteniendo el aliento, al ver que el coronel Masters hacía una cosa que ella nunca hubiese creído posible: inclinándose repentinamente, pegó el ojo al agujero de la cerradura, y luego se arrodilló para no perder el equilibrio, sin soltar la mano de su compañera.

Los ruidos habían cesado. Mrs. Jodzka sabía que la claridad de la lamparilla mostraría claramente la almohada, la cabeza de Mónica, la muñeca acostada a su lado. El coronel debía de estar viendo todo aquello: sin embargo, nada en su actitud revelaba que estuviera viendo algo. Durante unos segundos, la joven viuda experimentó una espantosa sensación: creyó haberlo imaginado todo, bajo la influencia de sus nervios. ¿Estaría loca? ¿La habrían engañado sus sentidos? ¿Por qué no veía nada el coronel? ¿Por qué habían dejado de oírse los ruidos en la habitación?

De pronto, su compañero se incorporó y le soltó la mano. Mrs. Jodzka, con la muerte en el alma, se dispuso a oír las palabras de reproche que el coronel iba a dirigirle. Su estupefacción, por consiguiente, fue mucho mayor al oírle murmurar con voz ahogada:

—¡La he visto! ¡La he visto andar! ¡Y me miraba a mí, sí, sólo a mí!

Paralizada por el terror, Mrs. Jodzka fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Y el coronel habló de nuevo, pronunciando unas palabras que parecían dirigidas a sí mismo en vez de a su compañera:

—Es lo que siempre temí… Sabía que había de llegarme algún día… Pero, no de este modo; no, no de este modo…

Casi inmediatamente, resonó una voz en el interior de la habitación, una dulce voz infantil, la voz suplicante de Mónica:

—¡No te vayas, no me dejes! Te lo suplico, vuelve a mi cama…

Aquel ruego fue seguido de un sonido ininteligible que podía pasar por una respuesta. Mrs. Jodzka reconoció las extrañas sílabas que había oído varias veces sin comprender su significado. El coronel se inclinó hacia ella, y murmuró, tan cerca de su rostro que la joven viuda sintió el aliento del hombre en su mejilla:

Buth laga… Eso significa venganza en indostánico…

La institutriz contuvo el aliento, mientras aquellas palabras penetraban en ella como gotas de veneno.

—Tengo que entrar ahí —continuó diciendo el coronel—. Es absolutamente necesario que entre en esa habitación y que me enfrente con ese monstruo.

De modo que la intuición de la joven viuda no la había engañado, su instinto protector estaba justificado: era al coronel, y no a Mónica, la persona escogida como víctima por la odiosa muñeca.

—¡No! —gritó—. ¡Soy yo quien va a entrar! ¡Déjeme pasar!

Pero el coronel había dado ya media vuelta al tirador de la puerta y entrado en la habitación de su hija.

Se quedó inmóvil en el umbral durante unos segundos. Mrs. Jodzka, situada detrás de él, miró por encima de su hombro, entrecerrando los ojos, al objeto de no perderse detalle de la escena. Sin embargo, no había nada que ver; por lo menos, nada anormal, nada terrorífico. Por segunda vez, dudó de sí misma: Mónica dormía profundamente en una habitación completamente tranquila. Todo se hallaba en su lugar de costumbre: el vaso de agua sobre la mesilla de noche, el libro de estampas cerca de la ventana ligeramente entreabierta. El rostro de la niña reflejaba una plácida calma, su respiración era regular. No se veía en parte alguna el menor signo de excitación que pudiera explicar la llamada suplicante de la niña, un par o tres de minutos antes. No obstante, la colcha formaba un gran pliegue a los pies de la cama, como si Mónica la hubiese apartado mientras dormía, por encontrarla demasiado calurosa.

En el preciso instante en que observaba ese detalle, la institutriz, sin haber sido advertida por ninguno de sus sentidos, se dio cuenta de que en aquella habitación apacible se movía algo, en alguna parte, y que ese movimiento presagiaba un peligro, no para ella misma ni para Mónica, sino para el coronel Masters.

—¡Quédese junto a la puerta! —ordenó Mrs. Jodzka en tono imperativo, viendo que el coronel se disponía a avanzar—. Sabe usted perfectamente que la muñeca le acecha. Está en alguna parte. ¡Tenga cuidado!

Trató de retenerle, pero era demasiado tarde. El coronel avanzó hacia el centro de la habitación, murmurando: «Esta historia es una estupidez».

Nunca, en el curso de su existencia, había experimentado Mrs. Jodzka la admiración que en aquel momento sintió hacia aquel hombre que marchaba al encuentro, de su destino. La invadió una oleada de piedad y de horror a la vista de tan terrible espectáculo, ya que en lo más profundo de su corazón estaba convencida de su absoluta impotencia.

En aquel momento, su mirada se posó sobre la colcha en desorden a los pies de la cama. Formaba una serie de pliegues y de arrugas sumidas en una vaga oscuridad. Si Mónica no se hubiese movido en aquel instante, la colcha hubiese permanecido tal como estaba hasta la mañana siguiente. Pero la chiquilla extendió sus piernas, y, al hacerlo, modificó los contornos del paisaje en miniatura que tenía a sus pies. Una silueta surgió de la oscuridad y se lanzó hacia delante, con una rapidez desconcertante, sobrenatural, como si hubiese sido impulsada por un resorte. Era muy pequeña, de aspecto horrible, llevaba la cabeza erguida y sus ojos despedían chispas. Los movimientos de sus piernas y de sus brazos remedaban los de un ser humano. Se hubiera dicho que era una encarnación del mal bajo una envoltura grotesca.

Corriendo con una seguridad increíble sobre la superficie resbaladiza y desigual de la colcha de seda, avanzaba a toda velocidad en una dirección perfectamente definida. Sus ojos de vidrio estaban clavados en el coronel Masters, que se hallaba a unos pasos de la aterrorizada institutriz.

Mrs. Jodzka se acercó rápidamente a él y, con un instintivo gesto protector, rodeó con su brazo los hombros de su compañero, que se desprendió de ella inmediatamente, con cierta violencia.

—¡Deje que se acerque esa porquería! —gritó—. ¡Voy a ajustarle las cuentas!

La muñeca avanzaba directamente hacia él. Las articulaciones de sus piernas y de sus brazos chirriaban levemente, formando las extrañas sílabas que la institutriz había oído varias veces sin entenderlas: «Buth laga… Venganza…».

Antes de que el coronel hubiese podido avanzar o retroceder, hacer el menor gesto para atacar o defenderse, la muñeca saltó sobre él y le mordió ferozmente en la garganta.

Todo sucedió en un instante. A Mrs. Jodzka, el hecho le produjo la misma impresión que le habría producido una repentina y cegadora claridad. Quedó completamente paralizada. Había visto aquella cosa horrible, sin darse cuenta de lo que había visto. Por eso permaneció inmóvil y muda.

El coronel Masters, por su parte, se quedó de pie junto a ella, tranquilo, sereno, como si no hubiese pasado nada. Ningún sonido había salido de sus labios cuando se produjo el ataque; parecía resignado del todo a aceptar su destino. En consecuencia, las primeras palabras que pronunció inmediatamente después parecieron mucho más espantosas, en virtud de su propia vulgaridad:

—¿No cree que sería preferible quitar esa colcha?

Mrs. Jodzka avanzó maquinalmente para obedecer aquella orden; pero, al tiempo que avanzaba, se dio cuenta de que el coronel arrancaba algo de su cuello, como si acabara de picarle un mosquito. Eso es todo lo que pudo recordar.

En el momento en que se inclinaba para coger la colcha se dio cuenta, con enorme sorpresa, que Mónica estaba sentada en la cama, completamente despierta.

—¡Oh, Doska, eres tú! —exclamó la niña—. ¡Y también papá! ¡Ah! Entonces…

—Es… estaba arreglándote la cama, querida —balbució la institutriz, sin saber apenas lo que decía—. Tienes que dormir. Sólo he entrado para ver…

—¡Y papá está contigo! —repitió la niña en el colmo de la excitación y de la sorpresa.

Este intercambio de palabras tuvo lugar mientras el coronel se llevaba la mano al cuello. No se oyó nada más, excepto una brusca inspiración mientras realizaba aquel gesto. Pero Mrs. Jodzka afirmó solemnemente que ella vio otra cosa: un brazo negro que penetró por la ventana entreabierta, cogió un pequeño objeto que yacía en el suelo después de haber caído de la garganta del coronel, y luego desapareció, rápido como una centella, en las tinieblas de la noche.

—Y, ahora, vas a dormirte en seguida, mi pequeña Mónica —murmuró el coronel—. He venido para ver cómo estabas.

Hablaba con voz apagada, apenas audible.

Mrs. Jodzka, petrificada de horror, escuchaba, apoyada contra la puerta.

—¿Te encuentras bien, papá? —inquirió la niña—. ¿Estás bien seguro de ello? He tenido un sueño, pero ya se ha marchado.

—Me encuentro perfectamente, querida. Nunca me he sentido mejor que ahora. Voy a apagar la lamparilla, ¿sabes? Seguramente, su claridad es lo que te ha despertado.

Los dos soplaron la vela al mismo tiempo. La niña dejó oír una leve risita y se durmió casi inmediatamente. El coronel Masters fue a reunirse con Mrs. Jodzka, andando de puntillas. «Tantas historias, para nada», murmuró con aquella voz terriblemente débil. Luego, cuando estaban en el oscuro pasillo, el coronel hizo algo inesperado: estrechó a la joven viuda entre sus brazos

—Dios te bendiga —murmuró, en tono ronco—. Has hecho todo lo que estaba en tu mano. Pero yo he recibido el castigo que merecía.

Empezó a bajar la escalera para dirigirse a su habitación. Pero se detuvo a medio camino, alzó los ojos hacia la mujer que le estaba mirando, apoyada en la barandilla, y susurró:

—Dile al médico que he tomado una dosis demasiado fuerte de somnífero…

Después de lo cual desapareció.

Y eso fue lo que Mrs. Jodzka le dijo al médico, a la mañana siguiente cuando se presentó atendiendo a una urgente llamada telefónica, para encontrarse con el cadáver del coronel Masters tendido en su lecho, con la lengua negra e hinchada. Mrs. Jodzka contó la misma historia en el curso de la encuesta, presentando como prueba un frasco de somnífero completamente vacío.

Mónica, una vez apaciguado su pesar, no volvió a hacer la menor alusión (cosa extraña) a la ausencia de la muñeca que había sido su bienamada compañera, de día y de noche, en una existencia desprovista de cualquier otra compañía. Parecía haberla olvidado por completo, como si aquel juguete no hubiese existido nunca. Cuando hablaban ante ella de muñecas, adoptaba un aire vago, estúpido. Prefería sus osos de trapo.

—¡Son tan calientes y tan agradables…! —decía—. Además, nunca gruñen ni tratan de escaparse…

De este modo, en los barrios apartados, en los cuales, apenas llega la noche, quedan grandes espacios completamente oscuros entre farol y farol, en los cuales la brisa húmeda murmura a través de las ramas de los pinos plateados, en los cuales no ocurre nunca nada y la gente dice: «¡Vámonos a la ciudad!», se oyen a veces entrechocar los esqueletos disecados que sostienen las paredes de las villas respetables…

Algernon Blackwood - La Muñeca
  • Autor: Algernon Blackwood
  • Título: La Muñeca
  • Título Original: The Doll
  • Publicado en: The Doll and One Other (1946)
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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