Algernon Blackwood: La transferencia

Algernon Blackwood - La transferencia

«La transferencia», cuento de Algernon Blackwood publicado en 1911, relata la historia de una gobernanta con capacidades perceptivas excepcionales, que trabaja en una casa de familia acomodada. La mujer establece una conexión especial con Jamie, uno de los niños que habita el hogar, quien se muestra especialmente perturbado debido a la visita del hermano mayor de su padre. Jamie parece sentir temor hacia su tío, un sentimiento que nadie más en la casa logra entender, excepto la gobernanta. Ella sospecha conocer la razón del temor del niño y su posible vínculo con una parte desolada del jardín, donde curiosamente, la vegetación se niega a crecer.

Algernon Blackwood - La transferencia

La transferencia

Algernon Blackwood
(Cuento completo)

El niño empezó a llorar a primera hora de la tarde, a eso de las tres, para ser exacto.

Recuerdo la hora porque había estado escuchando con secreto alivio el ruido de la partida del carruaje. Aquellas ruedas perdiéndose en la distancia por el paseo engravillado con mistress Frene y su hija Gladys, de la cual era yo gobernanta, significaban para mí unas horas de bendito descanso, y aquel día de junio hacía un calor opresivo, sofocante. Además, había que contar con aquella excitación que se había apoderado de todo el personal de la casa, allí en el campo, y muy especialmente de mí misma. Dicha excitación, que se propagaba delicadamente detrás de todos los acontecimientos de la mañana, se debía a cierto misterio, y, por supuesto, el tal misterio no se ponía en conocimiento de la gobernanta. Yo me había agotado a fuerza de suposiciones y vigilancia. Porque me dominaba una especie de ansiedad profunda e inexplicable, hasta tal punto que no dejaba de pensar ni un momento en lo que solía decir mi hermana de que yo era excesivamente sensitiva para resultar una buena gobernanta, y que habría dado mucho mejor rendimiento como clarividente profesional.

Para la hora del té, esperábamos la desacostumbrada visita de míster Frene, el mayor, Tío Frank. Eso sí lo sabía. También sabía que la visita tenía algo que ver con la suerte futura del pequeño Jamie, un niño de siete años, hermano de Gladys. Mis noticias no pasaban de aquí, en verdad, y ese eslabón que falta hace que mi relato sea, en cierto modo, incoherente… puesto que falta en él un trozo importante del extraño rompecabezas. Yo sólo colegía que la visita de Tío Frank tenía un carácter condescendiente, que a Jamie se le había recomendado que se portase lo mejor que supiera, a fin de causar buena impresión, y que Jamie, que no había visto nunca a su tío, le temía horriblemente ya de antemano. Luego, arrastrándose, mortecino, por entre el crujir, cada vez más débil, de las ruedas del carruaje sobre la gravilla, escuché el curioso gemidito del llanto del niño, produciendo el efecto, perfectamente inexplicable, de que todos los nervios de mi cuerpo se dispararon como movidos por un resorte eléctrico, poniéndome en pie con un inequívoco cosquilleo de alarma. El agua me caía sobre los ojos, literalmente. Recordaba la blanca aflicción del pequeño aquella mañana cuando le dijeron que Tío Frank vendría en su coche a tomar el té y que él había de ser «amable de veras» con Tío Frank. Aquella pena se me había clavado en el corazón como un cuchillo. Sí, ciertamente, el día entero había tenido ese carácter de pesadilla, de visiones terroríficas.

—¿El hombre de la «cara enorme»? —había preguntado el pequeño con una vocecita de espanto. Y luego había salido, mudo, de la habitación, disolviéndose en un llanto que ningún consuelo lograba calmar. He ahí todo lo que yo había visto; y lo que pudiera significar el niño con aquello de «la cara enorme» sólo me llenaba de un vago presentimiento. Aunque en cierto modo vino como una relajación, como una revelación súbita del misterio y la excitación que latían bajo la quietud de aquel bochornoso día de verano. Yo temía por el pequeño. Porque entre toda la gente vulgar que poblaba la casa, Jamie era mi preferido, aunque profesionalmente no tuviera nada que ver con él. Era un niño muy nervioso, ultrasensible, y a mí se me antojaba que nadie le comprendía, y menos que nadie sus buenos y tiernos padres; de modo que su vocecilla plañidera me sacó de la cama y me llevó junto a la ventana en un momento, lo mismo que una llamada de socorro.

La calígine de junio se extendía sobre el extenso jardín como una manta; las maravillosas flores, que eran el deleite de míster Frene, colgaban inmóviles; los céspedes, tan suaves y espesos, amortiguaban todos los otros sonidos; sólo las limas y las bolas de nieve zumbaban de abejas. A través de aquella atmósfera callada de calor y calígine el sonido del llanto del niño venía, flotando, débilmente hasta mis oídos, como desde una gran distancia. La verdad es que ahora me maravilla que lo oyese siquiera; porque un momento después veía a Jamie abajo, más allá del jardín, con el vestido blanco de marinero, solo, completamente solo, a unos doscientos metros de distancia. Estaba junto al feo espacio en el que no crecía nada: el Rincón Prohibido. Entonces me invadió repentinamente una debilidad, una flaqueza de muerte, al verle allí nada menos, allí precisamente… adonde no se le permitía nunca ir, y adonde, por otra parte, el más profundo terror solía impedirle ir. El verle plantado allí, solitario, en aquel punto singular, y sobre todo el oírle llorar en aquel rincón me despojaron momentáneamente del poder de actuar. Luego, antes de poder recobrar yo suficientemente la compostura para llamarle, míster Frene apareció por la esquina, viniendo de Lower Farm con los perros, y, al ver a su hijo, hizo lo que había pensado hacer yo. Con su voz potente, campechana, cordial, le llamó, y Jamie se volvió y echó a correr como si un determinado embrujo se hubiera roto en el último momento, en el instante preciso… El niño corrió hacia los abiertos brazos de aquel padre bondadoso, pero que no le comprendía, y que lo trajo adentro de la casa subido sobre los hombros, mientras le preguntaba a qué venía todo aquel alboroto. Pisándoles los talones seguían los perros de pastor, rabones, ladrando ruidosamente e interpretando lo que Jamie solía llamar el Baile de la Gravilla, porque con los pies levantaban la redonda, húmeda gravilla del suelo.

Yo me aparté prestamente de la ventana para que no me vieran. Si hubiera presenciado cómo salvaban al niño de un incendio, o de morir ahogado, apenas habría podido experimentar un alivio mayor. Sólo que, estaba segura, míster Frene no sabría decir ni hacer lo que convenía, en modo alguno. Protegería al niño de sus vanas imaginaciones; pero no con la explicación que pudiera remediarle de verdad. Padre e hijo desaparecieron detrás de los rosales, en dirección a la casa. Y no vi nada más hasta después, cuando llegó el otro míster Frene, es decir, el hermano mayor.

Describir como «singular» aquel feo trozo de tierra acaso no se pueda justificar fácilmente; y, sin embargo, ésta es la palabra que toda la familia buscaba, aunque nunca —¡oh, no, nunca!— la utilizaron. Para Jamie y para mí, si bien tampoco lo mencionáramos nunca, aquel paraje sin árboles ni flores era más que singular. Estaba situado en el extremo más distante de la preciosa rosaleda, y era un lugar desnudo, lacerado, donde la negra tierra mostraba su feo rostro en invierno, casi como un trozo de ciénaga peligrosa, y en verano se recocía y agrietaba con fisuras donde los lagartos verdes disparaban su fuego al pasar. En contraste con la esplendorosa lozanía de todo aquel jardín maravilloso, era como un atisbo de la muerte en medio de la vida, un centro de enfermedad que reclamaba que lo sanasen, si no querían que se extendiera. Pero nunca se extendió. Detrás se levantaba la densa espesura de hayas plateadas y, más allá brillaba el prado del vergel, donde jugueteaban los corderos.

Los jardineros explicaban de una manera muy simple su desnudez. Decían que por culpa de las pendientes que formaba el terreno a su alrededor, el agua que caía allí corría y se marchaba inmediatamente, sin que quedara la necesaria para dar vida a la tierra. Yo no sé nada a este respecto. Era Jamie…, Jamie que percibía su hechizo y lo rondaba, que se pasaba horas enteras allí, a pesar de morirse de miedo, y para el cual se calificó finalmente aquel terreno de «estrictamente prohibido» porque estimulaba su ya muy desarrollada imaginación, pero no favorablemente, sino de manera demasiado tenebrosa…, era Jamie quien enterraba ogros allí y oía gritar aquel suelo con voz terrena, y juraba que a veces, mientras lo estaba contemplando, su superficie temblaba, y, en secreto, le daba alimento, bajo la forma de pájaros, o ratones, o conejos que hallaba muertos en sus excursiones. Y era Jamie el que había expresado, con tan extraordinario acierto, la sensación que aquel horrible lugar me causó desde el primer instante que lo vi.

—Es malo, miss Gould —me dijo.

—Pero, Jamie, en la naturaleza nada hay malo…, precisamente malo; sólo distinto de lo demás, a veces.

—Si usted prefiere, miss Gould, entonces está vacío. No está alimentado. Se está muriendo porque no puede procurarse el alimento que necesita.

Y cuando yo clavaba la mirada en aquella carita pálida donde los ojos brillaban tan negros y adorables, buscando en mi interior la réplica apropiada, él añadió con un énfasis y una convicción que me llenaron repentinamente de un frío glacial:

Miss Gould… —él siempre utilizaba mi nombre de este modo, en todas sus frases—, «eso» tiene hambre. ¿No lo ve? Pero yo sé qué es lo que le satisfaría.

Sólo la convicción de un niño hablando muy en serio habría justificado, acaso, que se prestara oídos por un momento siquiera a una idea tan disparatada; pero para mí, que opinaba que aquello que un niño imaginativo creyera tenía verdadera importancia, vino como un tremendo y desazonador impacto de realidad. Jamie, a su manera exagerada, había cogido el filo de un hecho pasmoso; una insinuación de oscura, no descubierta verdad había saltado dentro de aquella imaginación sensitiva. No sabría decir por qué aquellas palabras estaban preñadas de horror; pero creo que una indicación del poder de las tinieblas cabalgaba a través de la sugerencia de la frase final: «yo sé qué es lo que la satisfaría». Recuerdo que me abstuve, asustada, de pedir una explicación. Pequeños grupos de otras palabras, afortunadamente veladas por el silencio del niño, dieron vida a una posibilidad inexpresable que hasta el momento había permanecido oculta en el fondo de mi propia conciencia. Su manera de cobrar vida demuestra, creo yo, que mi mente seguía albergándola. La sangre huía de mi corazón mientras escuchaba.

Recuerdo que me temblaban las rodillas. La idea de Jamie era, y había sido en todo momento, la misma que tenía yo también.

Y ahora, mientras permanecía tendida en la cama y pensaba en todo aquello, comprendía la causa de que la llegada del tío del niño implicase, fuera como fuere, una experiencia que envolvía el corazón del niño en un sudario de terror. Con una sensación de certidumbre de pesadilla que me dejaba demasiado débil para resistir la absurda idea, demasiado trastornada, en verdad, para discutirla o rechazarla a fuerza de razonamientos, esta certidumbre se abría paso con el estallido negro y poderoso de la convicción; y la única manera que tengo de ponerla en palabras, puesto que el horror de las pesadillas no se puede expresar de verdad, parece ser ésta: que realmente en aquel trozo agonizante de jardín faltaba algo; faltaba algo que aquel suelo buscaba eternamente; algo que, una vez hallado y asimilado, lo volvería tan fértil y vivo como el resto; más aún, que existía una persona en el mundo que podía prestarle este servicio.

Míster Frene, el mayor, en una palabra «Tío Frank», era la persona que con su abundancia de vida, podía suplir aquella falta… inconscientemente.

Porque esta relación entre el moribundo, estéril trozo de terreno y la persona de aquel hombre vigoroso, sano, rico, triunfador, se había alojado ya en mi subconsciente aun antes de que yo me diera cuenta de ella. Era indudable, había de haber morado allí desde el principio, aunque escondida. Las palabras de Jamie, su repentina palidez, el emocionado vibrar de asustada expectación revelaron la placa; pero había sido su llanto, solo allí, en el Rincón Prohibido, lo que la impresionó. La fotografía brillaba, enmarcada delante de mí, en el aire. Me cubrí los ojos. De no haber temido el enrojecimiento —el hechizo de mi rostro desaparece como por ensalmo si no tengo los ojos despejados—, habría llorado. Las palabras que había pronunciado Jamie aquella mañana sobre la «cara enorme» volvieron a mi mente como un ariete.

Míster Frene el mayor, había constituido tan a menudo el tema de las conversaciones de la familia; desde mi llegada, había oído hablar de él tantísimas veces y, por añadidura, había leído tantas cosas sobre su persona en los periódicos —su energía, su filantropía, los triunfos conseguidos en todo aquello que emprendió—, que me había formado un cuadro completo de aquel hombre. Le conocía tal como era interiormente; o, cómo habría dicho mi hermana, por clarividencia. Y la única vez que le vi, cuando llevé a Gladys a una reunión que presidía él, y más tarde percibí su atmósfera y su presencia mientras él hablaba, en tono protector, con la niña, justificó el retrato que me había trazado. Lo demás, acaso digan ustedes, era fruto de la imaginación desbocada de una mujer; pero yo más bien creo que se trataba de esa especie de intuición divina que las mujeres comparten con los niños. Si se pudiera hacer visibles las almas, apostaría la vida en favor de la realidad y la fidelidad del retrato que me había trazado.

Porque el tal míster Frene era un hombre que cuando estaba solo se quedaba alicaído, y adquiría vitalidad estando en medio de la gente… porque utilizaba la vitalidad de los demás.

Era un artista supremo, si bien inconsciente, en la ciencia de apoderarse del fruto del trabajo y la vida de los otros… en provecho propio. Actuaba como un vampiro —sin saberlo él mismo, no cabe duda— sobre todos aquellos con quienes entraba en contacto; los dejaba exhaustos, cansados, inermes. Se alimentaba de lo de los demás; de manera que mientras en un salón lleno a rebosar brillaba y resplandecía, a solas, sin vida que absorber, languidecía y declinaba.

Si uno se hallaba en la vecindad inmediata de aquel hombre sentía cómo su presencia se le llevaba todo lo que tuviera dentro: él se apoderaba de tus ideas, de tus energías, de tus mismas palabras, y luego las utilizaba para beneficio y engrandecimiento propios. No con maldad, por supuesto; era un hombre bueno de veras; pero uno sentía que resultaba peligroso a causa de lo fácilmente que absorbía toda la vitalidad suelta que encontrase a su entorno. Su voz, sus ojos, su presencia le desvitalizaban a uno. Parecía como si la vida no estuviera suficientemente bien organizada para resistir y hubiera de evitar la proximidad excesiva de aquel hombre, y tuviera que esconderse por miedo a que él se la apropiara, es decir, por miedo a… morir.

Sin saberlo, Jamie había dado la última pincelada al retrato que yo había trazado, inconscientemente. El hombre poseía, y ponía en juego, cierta callada, irresistible facultad de despojarte de todas tus reservas, para luego, rápidamente, asimilárselas él. Al principio te dabas cuenta de una tensa resistencia; poco a poco esta resistencia se teñía de cansancio; la voluntad se volvía fláccida; y luego, o te marchabas, o cedías… aceptando todo lo que él dijera con una sensación de debilidad presionando hasta los mismos bordes del colapso. Con un antagonista masculino acaso fuera diferente, pero aun en este caso el esfuerzo de resistencia generaba una fuerza que absorbía él y no el otro. Él nunca cedía. Una especie de instinto le enseñaba a protegerse contra toda rendición. Quiero decir que nunca cedía ante seres humanos. Esta vez se trataba de una cuestión muy diferente. No tenía más posibilidad que una mosca ante los engranajes de un enorme motor de «atracción de feria», como solía decir Jamie.

Así era como le veía yo, como una gran esponja humana, atiborrada y empapada de vida, o de los frutos de la vida absorbidos de otros…, robados. Mi idea de un vampiro humano quedaba confirmada. Aquel hombre andaba por el mundo transportando aquellas acumulaciones de vida de los demás. En este sentido, su «vida» no le pertenecía realmente. Por cierta razón, me figuro, no la tenía tan plenamente bajo su dominio como se figuraba.

Y dentro de una hora ese hombre estaría aquí. Me fui a la ventana. La vista se me extravió hacia el trecho vacío, negro mate, que se extendía en medio de la estupenda lozanía de las flores del jardín. Se me antojaba un borroso pedazo de vacío que bostezaba pidiendo ser llenado y alimentado. La idea de que Jamie jugase en torno de sus desnudas orillas se me hacía aborrecible. Yo contemplaba las grandes nubes de verano, arriba en el cielo, la quietud de la tarde, la calígine. Por el jardín se extendía un silencio recalentado, opresivo. No recordaba otro día tan sofocante, tan inmóvil. Un día tendido allí, aguardando. También el personal de la casa aguardaba; esperaba que míster Frene llegase de Londres, con su gran automóvil.

Y jamás olvidaré la sensación de encogimiento y pena glaciales con que escuché el roncar del coche. Tío Frank había llegado. Habían servido el té en el césped, bajo las limas, y mistress Frene y Gladys, de regreso de la excursión, se habían sentado en sillones de mimbre.

Míster Frene, el menor, esperaba en el vestíbulo para dar la bienvenida a su hermano; pero Jamie —según supe más tarde— había manifestado una alarma tan histérica y ofrecido una resistencia tan desesperada que se consideró más prudente tenerle en su habitación. Quizá, después de todo, su presencia no fuese necesaria. Se adivinaba perfectamente que la visita tenía algo que ver con el lado desagradable de la vida: dinero, capitulaciones, o qué sé yo.

Nunca me enteré bien; sólo supe que los padres de Jamie estaban ansiosos y que había que ganarse la benevolencia de Tío Frank. No importa. Eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que sí tuvo que ver —de lo contrario no escribiría yo esta narración— es que mistress Frene me hizo llamar, pidiéndome que bajase «luciendo mi bonito vestido blanco, si no me importaba», y que yo estaba aterrorizada, aunque al mismo tiempo halagada, porque aquello significaba que una cara bonita se consideraba una preciada adición al panorama que le ofrecían al visitante. Además, por raro que parezca, yo sentía que mi presencia era, en cierto modo, inevitable; que, fuese por la razón que fuere, estaba dispuesto que yo presenciara lo que presencié.

Y en el instante en que llegué al prado… —titubeo antes de ponerlo por escrito, porque parece una cosa tan tonta, tan inconexa— había jurado, mientras mis ojos se encontraban con los de aquel hombre, que se produjo una especie de oscuridad repentina; una oscuridad que robó el esplendor veraniego de todos los seres y todos los objetos, y que la producían unos escuadrones de caballitos negros salidos de su persona, que corrían en derredor nuestro, dispuestos al ataque.

Después de una primera mirada momentánea de aprobación, el hombre no volvió a fijarse en mí. El té y la conversación discurrían apaciblemente; yo ayudaba a pasar platos y tazas, llenando las pausas con comentarios intrascendentes dirigidos a Gladys. A Jamie no se le mencionó siquiera. Exteriormente todo parecía bien; pero interiormente todo era horrible… aquello bordeaba el límite de las cosas inenarrables, y parecía tan cargado de peligro que cuando hablaba yo no lograba dominar el temblor de mi voz.

Contemplaba la cara dura, inexpresiva del visitante; advertía su extraordinaria delgadez y el brillo raro, aceitoso, de sus ojos firmes. No centelleaban; pero le absorbían a uno con una especie de brillo suave, cremoso, como el de los ojos de los orientales. Y todo lo que decía o hacía anunciaba lo que yo osaría llamar la succión de su presencia. Su naturaleza lograba este resultado de una manera automática. Nos dominaba a todos, aunque de una manera tan suave que hasta que había tenido lugar el hecho nadie lo advertía.

No obstante, antes de haber transcurrido cinco minutos, yo me daba cuenta de una sola cosa. Mi mente se enfocaba sobre ella, nada más, y con tal viveza que me maravillaba que los otros no se pusieran a gritar, o a correr, o a tomar alguna medida violenta para impedir aquello. Y aquello era esto: que, separado meramente por menos de una docena de metros, aquel hombre, que vibraba con la vitalidad adquirida de otros, estaba fácilmente al alcance de aquel punto de vacío que bostezaba y esperaba, ansiando que lo llenasen. La tierra olfateaba su presa.

Aquellos dos «centros» activos se hallaban en posición de combate; el hombre tan delgado, tan duro, tan vivaz, aunque en realidad abarcando una gran dimensión con el amplio entorno de vida de los otros que se había apropiado, tan práctico y victorioso; el otro tan paciente, profundo, con la poderosísima atracción de la tierra entera detrás, y… —¡ay!—, tan consciente de que, por fin, se le presentaba la oportunidad.

Lo vi todo tan claramente como si hubiera estado contemplando a dos grandes animales preparándose para la batalla, ambos inconscientemente; aunque en cierta inexplicable manera, aquello yo lo veía, por supuesto, dentro de mí, no fuera. El conflicto sería aborreciblemente desigual. Cada bando había enviado ya sus emisarios, aunque yo no pudiera decir cuánto tiempo hacía, porque la primera prueba que él dio de que algo anormal sucedía en su interior fue cuando, de pronto, la voz se le volvió confusa, se equivocaba de palabras y los labios le temblaron un momento y perdieron tono. Un segundo después su rostro delataba aquel cambio singular y horrible, como si adquiriese una especie de flaccidez alrededor de los pómulos y creciese, creciese, de modo que yo recordé la angustiosa frase de Jamie. En aquel preciso segundo, yo adiviné que los emisarios de los dos reinos, el humano y el vegetal, se habían encontrado ya. Por primera vez en su larga carrera de medrar a costa ajena, míster Frene se veía enfrentado contra un reino más vasto de lo que suponía, y al descubrir esta realidad, se estremecía interiormente en aquella reducida pequeña porción que era su verdadera y auténtica persona. Advertía la llegada del enorme desastre.

—Sí, John —estaba diciendo, con aquella voz pausada, como felicitándose a sí mismo—, sir George me regaló ese coche; me lo dio para obsequiarme. ¿Verdad que fue un gesto encan…? —pero aquí se interrumpió bruscamente, balbució, tomó aliento, se puso en pie y miró, inquieto, a su alrededor. Por un segundo hubo una pausa sorprendida e incómoda. Fue como el chasquido que pone en marcha una enorme maquinaria, ese momento de pausa que precede al verdadero arranque. Luego, en verdad, todo sucedió con la velocidad de una máquina que rueda cuesta abajo y sin control. Yo pensé en una dinamo gigante que girase en silencio, e invisible.

—¿Qué es aquello? —gritó con voz apagada y saturada de alarma—. ¿Qué es aquel horrible lugar? ¡Oh, además, alguien llora allí…! ¿Quién es?

Y señalaba el terreno desnudo. En seguida, antes de que nadie pudiera contestarle, se puso a cruzar el prado en aquella dirección, andando a cada instante con paso más rápido.

Antes de que nadie pudiera moverse, había llegado al borde. Se inclinó… y fijó la mirada en el suelo.

Tuve la sensación de que transcurrían varias horas; pero en realidad fueron segundos; porque el tiempo se mide por la cualidad y no la cantidad de las sensaciones que contiene. Lo vi todo con detalle despiadado, fotográfico, grabado vivamente entre la confusión general. Ambos bandos desplegaban una tremenda actividad, aunque sólo uno, el humano, ejercía toda su fuerza… en forma de resistencia. El otro se limitaba a extender, por así decirlo, un solo tentáculo de su vasta enorme fuerza potencial; no se precisaba más. Fue una victoria tranquila, fácil.

¡Ah, resultaba más bien lamentable! No hubo jactancia ni gran esfuerzo, en un bando al menos.

Casi pegada a la vera del hombre, presencié la escena; pues parece que fui la única persona que se movió y le siguió. Nadie más dejó su puesto, aunque mistress Frene armaba un tremendo ruido con las tazas, realizando no sé qué impulsivos gestos con las manos, y Gladys, recuerdo, profirió un grito… como un pequeño alarido:

—¡Oh, madre, es el calor!, ¿verdad?

Míster Frene, el padre, estaba pálido como la ceniza, y mudo.

Pero en el mismo instante que yo llegaba al lado de Tío Frank se vio claramente qué era lo que me había llevado allí tan instintivamente. Al otro lado, entre las hayas plateadas estaba el pequeño Jamie. Estaba observando. Yo sentí —por él— uno de estos impulsos que estremecen el corazón; un miedo líquido recorrió todo mi ser, tanto más efectivo cuanto que era realmente ininteligible. Sin embargo, comprendía que, si hubiera podido saberlo todo, y qué era lo que quedaba detrás, el miedo habría sido más justificado; comprendía que aquello era espantoso, estaba lleno de terror.

Y entonces sucedió —fue una visión verdaderamente perversa—, como el contemplar un universo en acción, contenido, no obstante, en una reducida superficie de terreno. Creo que el hombre comprendió vagamente que si alguien ocupara su puesto, quizá pudiera salvarse, y que éste fue el motivo de que, discerniendo instintivamente el sustituto que tenía más fácilmente a su alcance, vio al niño y le llamó en voz alta, desde el otro lado del suelo desnudo:

—¡Jamie, hijo mío, ven acá!

Su voz fue como un disparo agudo, pero al mismo tiempo monótono y sin vida, como cuando un rifle falla el tiro; una voz seca pero débil sin «estallido». En realidad, era una súplica.

Y, con profunda sorpresa, yo escuché mi propia voz, vibrando imperiosa y fuerte, aunque no tuviera consciencia de decir las palabras que estaba pronunciando:

—¡Jamie, no te muevas! ¡Quédate donde estás! —Pero Jamie, el pequeñín, no obedeció a ninguno de los dos. Se acercó todavía más al borde y se quedó plantado allí… ¡riendo! Yo escuchaba aquella risa; pero habría jurado que no procedía de él. Era la tierra, el trecho de suelo desnudo el que producía aquel sonido.

Míster Frene se volvió de costado, levantando los brazos. Vi su cara dura, descolorida, ensanchándose un poco, desparramarse por el aire y caer hacia el suelo. Y vi que, al mismo tiempo le ocurría algo similar a toda su persona, porque se perdió en la atmósfera en un chorro de movimiento. Por un segundo, la cara me hizo pensar en esos juguetes de caucho de los que tiran los niños. Se hizo enorme. Aunque esto era solamente una impresión externa. Lo que sucedía realmente —lo comprendí con toda claridad—, era que toda la vida y la energía que había absorbido de los demás durante años ahora se las quitaban y las transferían… a otra parte.

Por un momento, en el borde, se bamboleó horriblemente; luego, con aquel raro movimiento de costado, rápida pero desmañadamente, penetró en el centro del espacio desnudo y cayó pesadamente de bruces. Sus ojos, mientras caía, se apagaron de manera extraña, y por todo su rostro aparecía escrita, con claridad prístina, una expresión que yo ahora sólo sabría calificar de destrucción. Se le veía completamente destruido. Capté un sonido —¿de Jamie?—, pero esta vez no era una carcajada. Era como una deglución; era un sonido bajo y apagado, profundamente hundido en la tierra. De nuevo pensé en unos escuadrones de caballitos negros alejándose al galope por un pasillo subterráneo, bajo mis pies, hundiéndose en las profundidades y sus pisadas se iban debilitando más y más, enterrándose en la distancia. En mi olfato penetraba un fuerte olor de tierra.

Y luego… todo pasó. Volví en mí. Míster Frene, el menor, levantaba la cabeza de su hermano del prado donde había caído, junto a la mesa del té. En realidad, no se había movido de allí. Y Jamie, según supe después, había estado todo el rato durmiendo arriba, en su cama, rendido por el llanto y la inexplicable alarma. Gladys vino corriendo, con agua fría, esponja, toalla, y también brandy…, en fin, multitud de cosas.

—Madre, ha sido el calor, ¿verdad? —Oí el murmullo de la niña; pero no la respuesta de la madre. A juzgar por su cara, habría dicho que, por su parte, mistress Frene estaba al borde del colapso. Luego vino el mayordomo, y entre todos levantaron al caído y le llevaron al interior de la casa. Tío Frank se recobró aun antes de que llegara el médico.

Pero lo que me extrañó mayormente a mí fue la profunda convicción que tenía de que todos los demás habían visto lo mismo que vi yo, sólo que ninguno dijo ni media palabra del suceso; ni la ha dicho nadie hasta el día de hoy. Y esto acaso fuera lo más horrendo de todo.

Desde aquel día hasta el de hoy, apenas oí nombrar jamás a míster Frene, el mayor.

Pareció como sí, súbitamente, hubiera desaparecido de este mundo. Los periódicos no le mencionaban. Por lo visto, sus actividades cesaron por completo. Sea como fuere, la vida que llevó luego se distinguió por su inanidad. Realmente, nunca hizo nada digno de la mención pública.

Aunque también puede ser que, habiendo dejado de estar a las órdenes de mistress Frene, no tuviera yo ocasión alguna de enterarme de nada.

Sin embargo, la vida ulterior de aquel trozo estéril de jardín siguió un rumbo completamente distinto. Que yo sepa, los jardineros no procedieron a ninguna enmienda de su suelo, ni se abrió ningún desagüe, ni se trajo tierra nueva; pero ya antes de que me marcharse yo, al verano siguiente, había cambiado. Permanecía inculto; pero poblado de grandes y lozanas hierbas y enredaderas, fuertes, bien alimentadas, reventando literalmente de vida.

Algernon Blackwood - La transferencia
  • Autor: Algernon Blackwood
  • Título: La transferencia
  • Título Original: The Transfer
  • Publicado en: Country Life, 1911
  • Traducción: Baldomero Porta

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