—¡Dickon! —gritó la Madre Rigby—. ¡Un tizón para mi pipa!
La pipa estaba en la boca de la anciana cuando pronunció estas palabras. La había insertado allí después de cargarla con tabaco, pero sin agacharse para encenderla en la lumbre de la chimenea, donde en verdad no había señas de que hubieran atizado el fuego esa mañana. Sin embargo, apenas hubo dado la orden, la cazoleta de la pipa emitió un intenso fulgor rojo y una bocanada de humo brotó de los labios de la Madre Rigby. Jamás he logrado descubrir de dónde salió el tizón y cómo llegó hasta allí transportado por una mano invisible.
—¡Bien! —dijo la Madre Rigby, sacudiendo la cabeza—. ¡Gracias, Dickon! Y ahora a fabricar el espantapájaros. Quédate cerca, Dickon, por si volviera a necesitarte.
La buena mujer se había levantado temprano (pues aún no había terminado de salir el sol) con la intención de fabricar un espantapájaros que se proponía instalar en el centro de su maizal. Corría la última semana de mayo y los cuervos y mirlos habían descubierto ya las hojas pequeñas, verdes, enrolladas del maíz, que empezaban a asomar de la tierra. Ella estaba decidida, por consiguiente, a confeccionar el espantapájaros con el aspecto más humano que se hubiera conocido, y a terminarlo de inmediato, de los pies a la cabeza, para que iniciara su tarea de vigilancia esa misma mañana.
Ahora bien, resulta que la Madre Rigby (como todos deben saber) era una de las brujas más astutas y poderosas de Nueva Inglaterra, y podría haber fabricado con poco trabajo un espantapájaros lo bastante feo como para asustar al mismo pastor de la iglesia local. Pero en esta oportunidad, puesto que se había despertado con un humor desacostumbradamente bueno, dulcificado aún más por el tabaco de su pipa, decidió producir algo que fuera delicado, bello y espléndido, y no espantoso y horrible.
—No quiero instalar un duende en mi propio maizal y casi en mi propio umbral —dijo la Madre Rigby para sus adentros, mientras lanzaba una bocanada de humo—. Podría hacerlo si quisiera, pero estoy cansada de fabricar cosas maravillosas, de modo que para variar me mantendré dentro de los límites de los asuntos cotidianos. Además, no tengo por qué asustar a los chiquillos de una milla a la redonda, aunque es cierto que soy una bruja.
Por lo tanto, decidió interiormente que el espantapájaros representaría a un aristocrático caballero de la época, en la medida en que lo permitieran los materiales con que contaba. Quizá sea oportuno mencionar los elementos principales que entraron en la composición de esta figura.
Probablemente el artículo más importante, aunque el menos visible, fue una cierta escoba sobre la cual la Madre Rigby había hecho muchas cabalgatas a medianoche y que ahora sirvió al espantapájaros de columna vertebral o, para emplear la expresión más vulgar, como espinazo. Uno de los brazos era un mayal inutilizado que Goodman Rigby acostumbraba a blandir antes de que su esposa lo matara a disgustos; el otro, si no me equivoco, estaba compuesto por el cucharón de la budinera y por el travesaño roto de una silla, flojamente atados a la altura del codo. En cuanto a las piernas, la derecha era el mango de una azada, y la izquierda, una estaca común e indistinta tomada de la leñera. Los pulmones, el estómago y otros órganos no consistían en nada mejor que un morral relleno de paja. Ya conocemos, pues, el esqueleto y la totalidad del organismo del espantapájaros, con excepción de su cabeza. Y ésta fue admirablemente conformada por una calabaza un poco reseca y rugosa, en la que la Madre Rigby practicó dos agujeros a modo de ojos y un tajo para que hiciera las veces de boca, dejando que una protuberancia azulada que aparecía en el medio pasara por ser la nariz. Era, en verdad, una cara muy respetable.
—De todos modos he visto peores sobre hombros humanos —dijo la Madre Rigby—. Y muchos refinados caballeros tienen cabeza de calabaza, lo mismo que mi espantapájaros.
Pero en este caso las ropas debían hacer al hombre. De modo que la buena anciana descolgó de una percha una vieja casaca de factura londinense, de color ciruela con restos de bordados sobre las costuras, puños, tapas de los bolsillos y ojales, pero lamentablemente gastada y desteñida, zurcida en los codos, con los faldones harapientos y totalmente deshilachada. Sobre la pechera izquierda ostentaba un agujero redondo, ya fuera porque habían arrancado una estrella de nobleza o porque el corazón ardiente de un antiguo propietario había quemado la tela de lado a lado. Los vecinos afirmaban que esta lujosa prenda pertenecía al vestuario del Demonio, y que la guardaba en la cabaña de la Madre Rigby para poder ponérsela cómodamente cada vez que quería hacer una majestuosa aparición en la mesa del Gobernador. Con la casaca hacía juego un holgado chaleco de terciopelo, otrora recamado con hojas que habían sido tan luminosamente doradas como las hojas de arce en octubre, pero que ya se habían desvanecido casi por completo del fondo de terciopelo. Luego venían unas calzas de color escarlata, usadas antaño por el gobernador francés de Louisbourg, y cuyas rodillas habían tocado el peldaño inferior del trono de Luis el Grande. El francés había regalado esta prenda a un hechicero indio, quien se la había cambiado, a su vez, a la vieja bruja por un frasco de aguardiente durante uno de los bailes celebrados en el bosque. Además, la Madre Rigby sacó a relucir un par de medias de seda y enfundó en ellas las piernas de la figura, con lo que demostraron ser tan tenues como un sueño, con la realidad de la madera que se transparentaba tristemente a través de los agujeros. Finalmente, encasquetó la peluca de su difunto esposo sobre el cráneo desnudo de la calabaza y remató el conjunto con un polvoriento sombrero de tres picos, en el cual estaba insertada la pluma caudal más larga de un gallo.
Luego, la anciana apoyó el muñeco contra un rincón de su cabaña y rio por lo bajo al observar el amarillo simulacro de cara, con su pequeña nariz protuberante y respingada. Tenía un aspecto extrañamente satisfecho de sí mismo y parecía decir: «¡Vengan a mirarme!».
—¡Y por cierto que eres verdaderamente digno de ser mirado! —comentó la Madre Rigby, admirando su propia obra—. He confeccionado muchos muñecos en mi vida de bruja, pero creo que éste es el más hermoso de todos. Es casi demasiado bello para que desempeñe la tarea de espantapájaros. Y, ya que estamos, cargaré mi pipa con otra pizca de tabaco fresco y luego lo llevaré al maizal.
Mientras llenaba la pipa la anciana continuó contemplando, con afecto casi maternal, la figura apoyada en el rincón de la cabaña. Para ser sinceros diremos que ya fuera por casualidad, o por pericia, o por auténtica brujería, había algo maravillosamente humano en esa ridícula figura, ataviada con sus andrajosas prendas; y en cuanto al rostro, parecía contraer su amarilla superficie con una sonrisa, curiosa expresión que oscilaba entre el sarcasmo y la alegría, como si entendiese que sus propias formas eran una burla a la humanidad. Cuanto más lo miraba, tanto más satisfecha se sentía la Madre Rigby.
—¡Dickon! —gritó con voz estridente—. ¡Otro tizón para mi pipa!
Apenas terminó de hablar cuando, como en la oportunidad anterior, un carbón al rojo apareció sobre el tabaco. La bruja aspiró una larga bocanada y volvió a exhalarla hacia el rayo de sol matutino que pugnaba por filtrarse a través del único y polvoriento vidrio de la ventana. A la madre Rigby siempre le gustaba condimentar su pipa con un tizón encendido de la chimenea particular de donde había sido traído éste. Pero no puedo precisar dónde se encontraba esa chimenea ni quién había traído la brasa de ella; sólo puedo decir que el mensajero invisible parecía responder al nombre de Dickon.
«Este muñeco —pensó la Madre Rigby, con los ojos todavía fijos en el espantapájaros— está demasiado bien hecho para pasar todo el verano en el maizal, espantando cuervos y mirlos. Es capaz de prestar mejores servicios. ¡Vaya, si yo he bailado con otros más feos cuando los compañeros escaseaban en nuestros aquelarres del bosque! ¿Qué sucedería si lo dejara probar suerte entre los otros hombres de paja que circulan afanosamente por el mundo sin nada dentro?».
La vieja bruja dio otras tres o cuatro chupadas a la pipa y sonrió.
«¡Encontrará muchos hermanos suyos en todas las esquinas! —continuó reflexionando—. Bien; hoy no me proponía ocuparme de brujerías, como no fuera para encender mi pipa, pero bruja es lo que soy y lo que probablemente continuaré siendo, de modo que sería inútil disimularlo. ¡Convertiré a mi espantapájaros en hombre, aunque sólo sea para divertirme!».
Mientras mascullaba estas palabras, la Madre Rigby sacó la pipa de su boca y la insertó en el tajo que representaba el mismo rasgo en la cara de calabaza del espantapájaros.
—¡Fuma, querido, fuma! —dijo—. ¡Fuma con fuerza, mi querido personaje! ¡En ello te va la vida!
Era ésta una extraña exhortación, ciertamente, puesto que tenía por destinatario a un simple objeto confeccionado con palos, paja y ropas viejas, sin nada mejor que una calabaza arrugada por cabeza… como sabemos que era el caso del espantapájaros. Sin embargo, debemos recordar con mucha atención que la Madre Rigby era una bruja dotada de singulares poderes y habilidades; y si nos atenemos escrupulosamente a esta circunstancia, no encontraremos nada de increíble en los notables episodios de nuestra historia. En verdad, habremos vencido de una vez la mayor dificultad si conseguimos convencernos de que, apenas la anciana le hubo ordenado al muñeco que fumara, una bocanada de humo brotó de la boca del espantapájaros. Por cierto, fue la más débil de las bocanadas; pero la siguieron otra, y otra, cada una de ellas más enérgica que la anterior.
—¡Fuma, mi cachorro! ¡Fuma, mi encanto! —No cesaba de repetir la Madre Rigby, con la más plácida de sus sonrisas—. Puedes creerme cuando te digo que éste es tu hálito de vida.
Sin duda alguna, la pipa estaba embrujada. El hechizo debía residir en el tabaco o en la brasa intensamente roja que ardía de forma tan misteriosa sobre él, o en el humo de aroma penetrante que emanaba de las hojas encendidas. Después de algunas tentativas inciertas, la figura terminó por exhalar un chorro de humo que se proyectó desde el oscuro rincón hasta el rayo de sol, y allí flotó y se desvaneció después entre las motas de polvo. El esfuerzo pareció convulsivo, porque las dos o tres bocanadas siguientes fueron más débiles, aunque la brasa continuó ardiendo y esparciendo su resplandor sobre el rostro del espantapájaros. La vieja bruja aplaudió con sus manos huesudas y miró su obra con una sonrisa alentadora. Comprobó que el hechizo funcionaba correctamente. La cara arrugada, amarilla, que hasta ese momento no había sido siquiera una cara, ya ostentaba sobre sí una bruma fina, fantástica, por así decirlo, de semejanza humana, que bailoteaba de aquí para allá; desvaneciéndose a ratos por completo, pero haciéndose más nítida que nunca con la siguiente bocanada de la pipa. Toda la figura asumió análogamente un aspecto de vida, como la que impartimos a las vagas figuras que aparecen entre las nubes, engañándonos a medias con los caprichos de nuestra propia fantasía.
Si nos viéramos obligados a analizar escrupulosamente lo sucedido, podríamos poner en tela de juicio que se hubiera producido, al fin y al cabo, algún cambio verdadero en la sustancia sórdida raída inservible y desarticulada del espantapájaros; y sacar en conclusión que todo se reducía a una quimera espectral y un artero juego de luz y sombra coloreado y montado en la forma apropiada para engañar los ojos de la mayoría de los hombres. Los milagros de la brujería siempre parecen tener una sutileza muy superficial y, por lo menos, si la explicación precedente no desentraña la verdadera naturaleza del proceso, yo no puedo sugerir otra mejor.
—¡Bien soplado, mi lindo muchacho! —Continuaba gritando la vieja Madre Rigby—. Vamos, otra buena bocanada, con todas tus fuerzas. ¡Te digo que soples por tu vida! ¡Sopla desde el fondo mismo de tu corazón, si es que tienes corazón y si es que éste tiene fondo! ¡Muy bien, otra vez! Aspiraste esa bocanada como si lo hicieras con verdadero gusto.
Y entonces la bruja le hizo señas al espantapájaros, poniendo tanta fuerza magnética en cada uno de sus pases que al parecer debían ser obedecidos inevitablemente, como sucede con la llamada mística del imán sobre el hierro.
—¿Por qué te escondes en el rincón, perezoso? —preguntó ella—. ¡Adelante! ¡Tienes el mundo frente a ti!
Juro que si no hubiera escuchado la leyenda sobre la rodilla de mi abuela, y no hubiera conquistado un lugar entre las historias verosímiles antes de que mi juicio infantil pudiese analizar su credibilidad, probablemente ahora no tendría coraje para repetirla.
Obedeciendo la orden de la Madre Rigby, y extendiendo su brazo como si quisiera tocar la mano estirada de la anciana, el muñeco dio un paso, aunque su movimiento fue una especie de brinco y contracción, más que un paso, y luego osciló y casi perdió el equilibrio. ¿Qué podía esperar la bruja? Al fin y al cabo, sólo se trataba de un espantapájaros sostenido sobre dos estacas. Pero la vieja terca frunció el ceño, y agitó los brazos, y proyectó la energía de su voluntad con tanta violencia contra ese pobre conjunto de madera podrida, y paja húmeda, y prendas andrajosas, que el engendro sintió la necesidad de demostrar que era un hombre pese a que la realidad era muy distinta, y así caminó hasta colocarse bajo el rayo de sol. Allí se quedó ese infeliz aparejo, rodeado por el barniz más transparente de apariencia humana, a través del cual se veía el rígido, endeble, incongruente, desvaído, harapiento, inútil amasijo de su sustancia, pronto a desplomarse sobre el piso, como si tuviera conciencia de su propia falta de méritos para mantenerse erguido. ¿Debo confesar la verdad? En ese estado de vivificación, el espantapájaros me recuerda a algunos de esos personajes tibios y abortados, compuestos por materiales heterogéneos, utilizados por milésima vez y siempre indignos de ser empleados, con que los novelistas (y sin duda yo mismo, entre ellos) han superpoblado en tan gran medida el mundo de la ficción.
Pero la feroz vieja bruja empezó a enojarse y a exhibir un atisbo de su naturaleza diabólica (como la cabeza de una serpiente que asomara de su pecho, silbando) ante el comportamiento pusilánime del engendro que ella se había molestado en confeccionar.
—¡Chupa, infeliz! —chilló, enfurecida—. ¡Chupa, chupa, chupa, criatura de paja y vacuidad! ¡Tú, montón de trapos! ¡Morral de avena! ¡Tú, cabeza de calabaza! ¡Tú que no eres nada! ¿Dónde encontraré un nombre suficientemente vil para llamarte? ¡Chupa, te digo, y absorbe tu fantástica vida junto con el humo! ¡De lo contrario te arrancaré la pipa de la boca y te arrojaré al lugar de donde salió ese tizón!
Así amenazado, al pobre espantapájaros no le quedó más recurso que fumar en beneficio de su anhelada vida. Por consiguiente, tal como debía suceder, se aplicó violentamente a chupar la pipa y despidió nubes tan abundantes de humo de tabaco que la pequeña cocina de la cabaña se inundó de niebla. El único rayo de luz luchó por infiltrarse a través de la espesa atmósfera y sólo consiguió marcar imperfectamente en la pared opuesta la imagen del vidrio trizado y polvoriento. Mientras tanto, la Madre Rigby acechaba torvamente en medio de la penumbra, con un oscuro brazo en jarras y el otro estirado hacia la figura, y su porte y expresión eran los mismos que adoptaba cuando quería afligir a sus víctimas con una espantosa pesadilla y disfrutar de su tormento sentada junto al lecho. El desgraciado espantapájaros fumaba asustado y trémulo. Pero hay que reconocer que sus esfuerzos daban un excelente resultado, porque con cada bocanada sucesiva la figura perdía más y más su vertiginosa y desconcertante inmaterialidad y adquiría más consistencia. Incluso sus atavíos participaban en el cambio mágico, y resplandecían con el fulgor de la novedad y brillaban con los alamares de oro diestramente bordados que habían sido arrancados mucho tiempo atrás. Y, esbozado a medias entre el humo, un rostro amarillo fijaba sus ojos opacos sobre la Madre Rigby.
Finalmente, la vieja bruja cerró el puño y lo blandió en dirección al muñeco. No es que estuviera verdaderamente enojada, sino que partía de la hipótesis quizá falsa, o sólo parcialmente veraz, pero de todos modos la más respetable que podía pretenderse que fuese comprendida por la Madre Rigby, la hipótesis, repetimos, de que las naturalezas febles y aletargadas, puesto que son indiferentes a una mejor inspiración, deben ser acuciadas mediante el miedo. Pero ése era el punto crítico. Si fracasaba en lo que se proponía, tenía la despiadada intención de desintegrar el miserable simulacro para reducirlo a sus elementos originarios.
—Tienes aspecto humano —dijo severamente—. También tienes el eco y el remedo de una voz. ¡Te ordeno que hables!
El espantapájaros jadeó, forcejeó y, por fin, emitió un murmullo tan fusionado con su ahumado aliento que apenas se podía discernir si era en verdad una voz o sólo un hálito de tabaco. Algunos narradores de esta leyenda sustentan la opinión de que los conjuros de la Madre Rigby, y su enérgica voluntad, habían insuflado un espíritu familiar dentro del muñeco, y que esa voz era la suya.
—Madre —musitó la pobre voz ahogada—, no seáis tan mala conmigo. Podría fingir que hablo; pero, al carecer de inteligencia, ¿qué podría decir?
—¿Puedes hablar, querido, no es cierto? —exclamó la Madre Rigby, aflojando su adusta expresión en una sonrisa—. ¿Y preguntas qué debes decir? ¡Nada menos qué decir! ¿Perteneces a la fraternidad del cráneo vacío, y me preguntas qué debes decir? ¡Dirás un millar de cosas, y luego de haberlas repetido un millar de veces, todavía no habrás dicho nada! ¡No tienes qué temer, te lo aseguro! ¡Cuando ingreses en el mundo, en el que tengo el propósito de introducirte, no te faltará de qué hablar! ¡Habla! Vaya, si quieres, podrás murmurar como los arroyos que mueven ruedas de molino. ¡Pienso que tienes seso suficiente para hacerlo!
—A vuestro servicio, madre —respondió la figura.
—Eso está bien dicho, mi encanto —contestó la Madre Rigby—. Habla como te plazca, sin decir nada. Tendrás un centenar de frases hechas de parecida índole, y quinientas más. Y ahora, querido, he volcado tantos afanes en ti y eres tan bonito que, te lo juro, te amo más que a cualquier otro muñeco de bruja en el mundo, a pesar de que los he hecho de toda clase… de arcilla, de cera, de ramas, de niebla nocturna, de bruma matutina, de espuma de mar y de humo de chimenea. Pero tú eres el mejor. De modo que presta atención a lo que te digo.
—Sí, tierna madre —asintió la figura—, con todo mi corazón.
—¡Con todo tu corazón! —exclamó la vieja bruja apretándose los flancos con las manos y riendo a carcajadas—. Tienes una forma tan buena de hablar. ¡Con todo tu corazón! ¡Y te tocaste el lado izquierdo del chaleco, como si en verdad tuvieras uno!
Así pues, entusiasmada con ese fantástico engendro, la Madre Rigby le dijo al espantapájaros que debía ir a desempeñar su papel en el gran mundo, donde —afirmó— ni un hombre de cada cien había sido forjado con una sustancia más real que la suya. Y para que pudiera mantener su cabeza erguida entre los mejores, lo dotó de una fortuna incalculable. Ésta consistía parcialmente en una mina de oro en Eldorado, en diez mil acciones sobre una burbuja reventada, en doscientas mil hectáreas de viñedos en el Polo Norte, y en un castillo en el aire, y el otro en España, junto con las rentas y beneficios de todas estas propiedades. Además le cedió la carga transportada por un cierto navío, que había embarcado sal en Cádiz y que ella misma había hecho naufragar con sus artes nigrománticas hacía diez años, en el abismo más profundo del océano. Si la sal no se había disuelto, y era posible ofrecerla en el mercado, los pescadores la pagarían muy bien. Para que no le faltara dinero suelto, le entregó un cuarto de penique acuñado en Birmingham, que era la única moneda que tenía encima, y también una gran cantidad de bronce que aplicó contra su frente, poniéndola más amarilla y dura que antes.
—Sólo con esta cara dura —dijo la Madre Rigby— te podrás costear la vuelta al mundo. ¡Bésame, mi encanto! He hecho todo lo posible por ti.
Además, para que el aventurero pudiera iniciarse en la vida con todas las ventajas posibles, esta excelente anciana le entregó un salvoconducto mediante el cual debía presentarse ante un cierto magistrado, miembro del Ayuntamiento, comerciante y patriarca de la iglesia (cuatro funciones que se conjugaban en un mismo hombre) que encabezaba la sociedad de la metrópoli vecina. El salvoconducto consistía ni más ni menos que en una sola palabra, que la Madre Rigby le susurró al espantapájaros y que éste, a su vez, debería susurrar al comerciante.
—A pesar de que el viejo es gotoso, correrá para hacer lo que le ordenes después de que le hayas deslizado esta palabra en el oído —explicó la anciana bruja—. La Madre Rigby conoce al venerable juez Gookin, y el venerable juez Gookin conoce a la Madre Rigby.
Al decir esto la bruja acercó su cara arrugada a la del muñeco, sin poder contener la risa, y sacudiéndose por el deleite que le producía la idea que deseaba transmitir.
—La hija del venerable Gookin —susurró la hechicera— es una bonita doncella. ¡Y escucha con atención lo que te digo, mi pequeño! Tú tienes una linda facha y un buen ingenio propio. ¡Sí, bastante bueno! Te forjarás una mejor opinión de él cuando lo hayas cotejado con el ingenio de algunos otros. Ahora bien, con tu exterior y tu interior eres el hombre ideal para conquistar el corazón de una joven muchacha. ¡Jamás lo dudes! Te aseguro que será así. Asume una expresión audaz, suspira, sonríe, haz revolotear el sombrero, adelanta la pierna como un maestro de danza, llévate la mano derecha al costado izquierdo del chaleco… y la hermosa Polly Gookin te pertenecerá.
Durante todo este rato la nueva criatura no había cesado de chupar la pipa y de exhalar su vaporosa fragancia, y parecía consagrarse ahora a este pasatiempo tanto por el placer que le producía como porque era una condición esencial para su supervivencia. Era maravilloso ver hasta qué punto se comportaba como un ser humano. Sus ojos (porque parecía poseer un par) estaban fijos sobre la Madre Rigby, y en los momentos oportunos inclinaba o meneaba la cabeza. Tampoco le faltaban palabras apropiadas para la ocasión: «¡Vaya! ¡Por favor! ¡Le ruego que me lo cuente! ¿Es posible? ¡Quién lo habría dicho! ¡De ningún modo! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ejem!», y otras ponderables exclamaciones que demuestran que el que escucha está atento, indaga, asiente o discrepa. Incluso si ustedes hubieran presenciado el proceso de fabricación del espantapájaros, difícilmente habrían resistido a la convicción de que entendía perfectamente los astutos consejos que la vieja bruja vertía en su remedo de oreja. Cuanto mayor era la seriedad con que se llevaba la pipa a los labios, tanto más nítido era su aspecto humano estampado entre las realidades visibles, tanto más sagaz se hacía su expresión, tanto más vivaces eran sus ademanes y movimientos, y tanto más inteligible era su voz. Sus prendas también refulgían intensamente con ilusoria magnificencia. La misma pipa, en la que ardía la causa de todo este hechizo, dejaba de parecer un vulgar trozo de madera ennegrecido por el humo para transformarse en una pieza de espuma de mar, con una cazoleta pintada y boquilla de ámbar.
Sin embargo, era lógico pensar que, puesto que la vida de la ilusión parecía identificada con el humo de la pipa, se extinguiría también en el mismo momento en que el tabaco quedara reducido a cenizas. Pero la bruja previó esta posibilidad.
—No sueltes tu pipa, precioso mío —dijo ella—, mientras vuelvo a llenártela.
Fue penoso ver cómo el delicado caballero empezaba a disolverse de nuevo en un espantapájaros mientras la Madre Rigby sacudía las cenizas de la pipa y volvía a cargarla con el contenido de su tabaquera.
—¡Dickon! —gritó, con su voz enérgica y aguda—. ¡Otro tizón para esta pipa!
No había terminado de decirlo cuando el punto de fuego intensamente rojo volvió a brillar dentro de la cazoleta, y el espantapájaros, sin esperar la orden de la bruja, se llevó la boquilla a los labios y aspiró unas bocanadas breves y convulsivas, las cuales no tardaron, empero, en hacerse regulares y parejas.
—Ahora, amada criatura de mi corazón —dijo la Madre Rigby—, debes aferrarte a esta pipa sin preocuparte por lo que te suceda. Tu vida depende de ella y esto, por lo menos, lo sabes bien, aunque no sepas nada más. ¡Aférrate a tu pipa, te digo! Fuma, chupa, exhala tu nube de humo, y si alguien te pregunta algo, contesta que lo haces por tu salud, y que te lo ha ordenado el médico. Y, querido mío, cuando observes que se está agotando el contenido, vete a algún rincón y, después de haberte llenado de humo, grita con fuerza: «¡Dickon, una nueva ración de tabaco!», y «¡Dickon, otro tizón para mi pipa!», y vuelve a llevártela a los labios lo antes posible. De lo contrario, en lugar de ser un elegante caballero ataviado con una chaqueta recamada en oro, no serás más que un montón de estacas y harapos, y una bolsa de paja, y una calabaza mustia. Ahora puedes partir, tesoro mío, y que la suerte te acompañe.
—¡No temáis, madre! —dijo la figura, con voz profunda, exhalando una fuerte bocanada de humo—. ¡Triunfaré en la medida en que puede hacerlo un caballero honrado!
—¡Oh, terminarás por matarme! —chilló la vieja bruja, sacudida por la risa—. Eso estuvo bien dicho. ¡En la medida en que puede hacerlo un caballero honrado! Representas tu papel a la perfección. No hay nadie capaz de competir contigo en inteligencia, y si se tratara de elegir a un hombre sensato y prudente, con cerebro y eso que llaman corazón, y todo lo demás que debe tener un hombre, yo apostaría a tu favor contra cualquier otro bípedo. Gracias a ti me siento una bruja más hábil que ayer. ¿Acaso no te confeccioné yo? Y desafío a todas las brujas de Nueva Inglaterra a hacer otro como tú. ¡Toma, llévate mi báculo!
Aunque el báculo no era más que una simple vara de roble, asumió inmediatamente el aspecto de un bastón con empuñadura de oro.
—Esa cabeza de oro es tan inteligente como la tuya —dijo la Madre Rigby— y te guiará directamente hasta la puerta del venerable Maese Gookin. Vete ahora mismo, mi lindo cachorro, mi querido, mi precioso, mi tesoro; y si te preguntan cómo te llamas, di que tu nombre es Feathertop. Porque ostentas una pluma en tu sombrero y he introducido un puñado de plumas en el hueco de tu cabeza, y también tu peluca pertenece al estilo que denominan «Feathertop», ¡de modo que Feathertop será tu nombre!
Así que Feathertop salió de la cabaña y se encaminó virilmente hacia la ciudad. La Madre Rigby permaneció en el umbral, muy satisfecha al ver cómo los rayos de sol refulgían sobre él, como si toda su pompa fuera auténtica, y con qué diligencia y cariño fumaba su pipa, y con qué elegancia marchaba, pese a la ligera rigidez de sus piernas. Lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, y cuando desapareció en un recodo del camino lanzó en pos de él una bendición brujeril.
Poco antes de mediodía, cuando la calle principal de la ciudad vecina estaba en el apogeo de su vida y de su algazara, un forastero de muy distinguido porte apareció en la acera. Tanto su apostura como su indumentaria reflejaban sólo nobleza. Lucía una casaca de color ciruela ricamente bordada, un chaleco de fino terciopelo magníficamente ornamentado con hojas de oro, un par de espléndidas calzas escarlatas y las medias de seda blanca más tersas y resplandecientes. Su cabeza estaba tocada con una peluca, tan prolijamente empolvada y ajustada que habría sido un sacrilegio alborotarla con un sombrero; sombrero que, por lo tanto (recamado en oro y rematado por una nívea pluma), llevaba debajo del brazo. Sobre la pechera de su casaca brillaba una estrella. Balanceaba con gracia elegante su bastón con pomo de oro —típico de los exquisitos caballeros de la época—, y para dar el toque más refinado posible a su indumentaria lucía en las muñecas puños de encaje de una delicadeza casi etérea, como para testimoniar suficientemente cuán ociosas y aristocráticas debían ser las manos que ocultaban a medias.
Un detalle notable del equipo con que se acicalaba este brillante personaje era que en su mano izquierda llevaba una especie de pipa fantástica, con una cazoleta finamente pintada y una boquilla de ámbar. Cada cinco o seis pasos se llevaba esta pipa a los labios y aspiraba una profunda bocanada de humo que, después de permanecer un momento en sus pulmones, brotaba elegantemente de su boca y fosas nasales.
Como es fácil suponer, toda la calle bullía con los deseos de averiguar el nombre del forastero.
—Sin lugar a dudas es un noble poderoso —dijo uno de los vecinos—. ¿Veis la estrella que luce sobre el pecho?
—No; me encandila con su brillo —intervino otro—. Sí; tiene que ser necesariamente un noble, como decís vos. Pero ¿por qué medios creéis que su señoría ha viajado hasta aquí? Desde hace un mes no arriban barcos del viejo terruño; y si ha llegado por tierra desde el Sur, ¿dónde están, pregunto, sus sirvientes y su carruaje?
—No necesita carruaje para proclamar su rango —observó un tercero—. Si hubiera aparecido entre nosotros con harapos, su nobleza habría refulgido a través de un agujero del codo. Nunca vi un aspecto tan solemne. Doy fe de que por sus venas corre la vieja sangre normanda.
—A mi juicio, es holandés, o un habitante de la Alta Alemania —dijo otro vecino—. Los hombres de esos países llevan siempre la pipa en la boca.
—Y también la llevan los turcos —respondió su acompañante—. Pero desde mi punto de vista, este forastero se ha criado en la Corte francesa, y allí ha aprendido cortesía y buenos modales, que nadie practica como la nobleza de Francia. ¡Fijaos en su marcha! Un espectador vulgar podría juzgarla rígida, podría definirla como un salto y una convulsión; pero para mis ojos tiene una inefable majestuosidad, y debe haber sido aprendida mediante la observación constante del porte del Gran Monarca. Es un embajador francés, que ha venido a discutir con nuestros gobernantes la cesión de Canadá. Su misión y carácter son bastante evidentes.
—Es más probable que sea español —dijo otro—, lo cual explicaría el color, amarillo de su tez; o es más fácil aún que sea un nativo de La Habana, o de algún puerto español del Caribe, y que venga a investigar los actos de piratería de los que se cree que nuestro Gobierno es cómplice. Los colonos de Perú y Méjico tienen una piel tan amarilla como el oro que extraen de sus minas.
—¡Amarillo o no, es un hombre hermoso! —exclamó una dama—. ¡Tan alto, tan esbelto! Tiene facciones muy finas, muy nobles, con una nariz muy bien formada, y con una expresión tan delicada en los labios… ¡Y que Dios me bendiga, cómo brilla su estrella! ¡Verdaderamente, despide fuego!
—Otro tanto le sucede a sus ojos, encantadora dama —dijo el forastero, con una reverencia y describiendo un arco en el aire con su pipa, pues pasaba por allí en ese instante—. Le juro por mi honor que me han fascinado.
—¿Es posible imaginar un cumplido más original y exquisito? —murmuró la dama, en el colmo del deleite.
En medio de la admiración general que despertó la presencia del forastero sólo se elevaron dos voces discordantes. Una fue la de un chucho impertinente que, después de olfatear los talones de la resplandeciente figura, metió la cola entre las patas y corrió a refugiarse en los fondos de la casa de su amo, emitiendo un aullido abominable. El otro disidente fue un chiquillo, que berreó a todo pulmón y balbuceó algún disparate ininteligible acerca de una calabaza.
Mientras tanto, Feathertop continuó su marcha calle arriba. Con excepción de las pocas palabras galantes que había dirigido a la dama, y de alguna ligera inclinación de cabeza de vez en cuando para retribuir las profundas reverencias de los transeúntes, parecía totalmente absorto en su pipa. Para atestiguar su abolengo y jerarquía no se necesitaba más prueba que la de la absoluta ecuanimidad con que se comportaba, en tanto que la curiosidad y la admiración de la ciudad crecían entorno a él hasta convertirse casi en un clamor. Con una multitud apiñada sobre sus huellas, llegó finalmente a la mansión del venerable juez Gookin, atravesó el portón, subió por la escalinata que conducía a la puerta de entrada y golpeó. Mientras tanto, antes de que contestaran su llamada, se observó que el forastero sacudía las cenizas de su pipa.
—¿Qué fue lo que dijo con voz tan aguda? —preguntó uno de los espectadores.
—No lo sé —respondió su amigo—. Pero el sol me encandila de un modo extraño. ¡Qué borroso y desvaído veo de pronto a su señoría! ¡Ay de mis sentidos!, ¿qué me sucede?
—Lo maravilloso es —dijo el otro— que su pipa, que estaba apagada hace apenas un instante, se haya encendido de nuevo, y con la brasa más roja que he visto en mi vida. Este forastero tiene algo de extraño. ¡Qué bocanada de humo acaba de lanzar! ¿Lo encuentras borroso y desvaído? ¡Vaya, si cuando se vuelve, la estrella que luce sobre el pecho echa otra vez llamas!
—Es verdad —asintió su compañero—, y es probable que deslumbre a la bella Polly Gookin, a la que veo atisbar por la ventana de su cuarto.
Como en ese momento se abrió la puerta, Feathertop se volvió hacia la multitud, hizo una majestuosa reverencia, propia de un gran hombre que retribuye el homenaje de sus inferiores, y desapareció en el interior de la casa. Sobre sus facciones se dibujaba una sonrisa misteriosa, que quizá sería más correcto definir como una mueca sarcástica; pero entre todos los que le contemplaban nadie pareció tener la sensibilidad necesaria para descubrir la naturaleza fantástica del forastero, con excepción de un niño y un perro.
Aquí nuestra leyenda pierde un poco de continuidad y, pasando por alto la conversación preliminar entre Feathertop y el comerciante, partimos en busca de la bella Polly Gookin. Era una damisela de figura dulce y rozagante, con cabellos rubios y ojos azules, y una carita tersa y rosada que no parecía ni demasiado perspicaz ni demasiado tonta. Esta joven había divisado al fulgurante desconocido mientras él aguardaba en el umbral, y se había engalanado a continuación con una cofia de encaje, y con un collar de cuentas, y con su pañuelo más fino, y con su enagua de damasco más almidonada, preparándose para la entrevista. Luego corrió de su aposento a la sala, y desde ese momento se consagró a contemplarse en el amplio espejo de luna y a practicar actitudes seductoras: primero, una sonrisa; luego, un semblante de ceremoniosa dignidad; a continuación, una sonrisa más tierna que la primera, un beso de igual índole en su propia mano, y un movimiento de cabeza, agitando su abanico, en tanto que dentro del espejo una menuda e incorpórea doncella repetía todos los gestos e imitaba todas las bobadas que hacía Polly, pero sin avergonzarse por ello. En síntesis, si la bella Polly no se convirtió en un mecanismo tan perfecto como el ilustre Feathertop fue debido más a la insuficiencia de sus artes que a su falta de voluntad; y cuando jugaba así con su propia simpleza, el fantasma de la bruja bien podía concebir la ilusión de conquistarla.
No bien oyó Polly que las gotosas pisadas de su padre se aproximaban a la sala, seguidas por el duro repiqueteo de los zapatos de tacos altos de Feathertop, se sentó muy erguida y empezó a gorjear inocentemente una canción.
—¡Polly! ¡Polly, hija mía! —gritó el viejo comerciante—. Ven aquí, chiquilla.
Cuando Maese Gookin abrió la puerta tenía una expresión preocupada e inquieta.
—Este caballero —continuó, presentándole al forastero— es el caballero Feathertop, o mejor dicho, con su perdón, Milord Feathertop, quien me ha traído una prenda de recuerdo de una vieja amiga mía. Saluda a su señoría y trátalo con el respeto que merece.
Después de pronunciar estas breves palabras de presentación, el venerable magistrado abandonó inmediatamente el cuarto. Pero incluso en esa fugaz circunstancia, si la hermosa Polly hubiera mirado a su padre en lugar de consagrarse totalmente al deslumbrante huésped, quizás habría intuido que algo malo se cernía sobre ellos. El anciano estaba nervioso, sobresaltado y muy pálido. Con la intención de sonreír cortésmente, había crispado su rostro en una especie de mueca galvánica que, cuando Feathertop le volvió la espalda, se transformó en un gesto furibundo, al mismo tiempo que blandía el puño y descargaba una patada con el pie gotoso, grosería que tuvo en sí su propio castigo.
En verdad parece ser que la palabra de presentación de la Madre Rigby, cualquiera que fuese, había influido mucho más sobre los temores del mercader que sobre su buena voluntad. Además, puesto que era un hombre dotado de un poder de observación extraordinariamente agudo, había notado que las figuras pintadas en la cazoleta de la pipa de Feathertop se movían. Al observarla con mayor atención se convenció de que dichas figuras representaban un contingente de pequeños demonios, cada uno de ellos debidamente provisto de cuernos y cola. Los diablillos bailaban tomados de la mano, con morisquetas de satánica alegría en torno a la cazoleta de la pipa. Y como para confirmar sus sospechas, cuando Maese Gookin acompañó a su huésped a lo largo de un pasillo oscuro que conducía desde su habitación privada hacia la sala, la estrella que Feathertop ostentaba sobre el pecho despidió llamas de verdad y proyectó un resplandor fluctuante sobre la pared, el cielo raso y el piso.
Dado este cúmulo de síntomas siniestros que se manifestaban por todos lados, no es extraño que el mercader tuviera la impresión de estar comprometiendo a su hija en una relación muy extraña. En lo recóndito de su ser maldijo la insinuante elegancia de los modales de Feathertop, mientras el seductor personaje hacía reverencias, sonreía, se llevaba la mano al corazón, aspiraba una larga bocanada de su pipa y enriquecía la atmósfera con el ahumado vapor de un suspiro fragante y visible. El pobre Maese Gookin habría arrojado gustosamente a la calle a su peligroso huésped; pero se sentía constreñido y aterrorizado. Tememos que este respetable caballero hubiera concertado algún pacto con el principio del mal, en una etapa previa de su vida, y quizás ahora debía cumplir su parte, mediante el sacrificio de su hija.
Sucedía que la puerta de la sala estaba parcialmente formada por paneles de cristal, y protegidos por una cortina de seda, cuyos pliegues colgaban un poco al sesgo. El interés del mercader por presenciar lo que iba a suceder entre la bella Polly y el galante Feathertop era tan intenso que, después de salir del cuarto, no encontró fuerzas para abstenerse de espiar por los intersticios de la cortina.
Pero no había nada milagroso que ver, nada… a excepción de los detalles que había observado anteriormente y que confirmaban su idea de que un peligro sobrenatural amenazaba a la hermosa Polly.
Claro que el forastero era, evidentemente, un hombre de mundo, cabal y experimentado, sistemático y dueño de sí, por lo que pertenecía a esa categoría de personas a las que un padre no debe confiar la seguridad de una muchacha joven y sencilla sin considerar atentamente las consecuencias. El digno magistrado, que había tenido contacto con todos los niveles y caracteres humanos, no podía menos que notar que todos los movimientos y gestos del distinguido Feathertop eran los adecuados, que nada quedaba en él de primitivo o espontáneo; que un convencionalismo bien digerido se había integrado plenamente a su sustancia y lo había transformado en una obra de arte. Quizá ésta era la cualidad que le impartía un cierto aire terrorífico y apabullante. Todo aquello que es completa y consumadamente artificial bajo una forma humana tiende a impresionarnos como irreal y desprovisto de sustancia suficiente para proyectar su sombra sobre el piso. En el caso de Feathertop, todos estos elementos contribuían a dar una sensación absurda, extravagante y fantástica, como si su vida y su ser estuvieran emparentados con el humo que se levantaba en espiral desde su pipa.
Pero el sentir de Polly Gookin era otro. En ese momento la pareja se paseaba por el cuarto: Feathertop, con su paso exquisito y su no menos exquisita mueca; la joven, con una gracia virginal innata, apenas teñida, aunque no estropeada, por una actitud ligeramente melindrosa, que parecía reflejar la perfecta afectación de su compañero. Cuanto más se prolongaba esta entrevista tanto más fascinada se sentía la encantadora Polly, hasta que, en el transcurso del primer cuarto de hora (tal como el anciano magistrado controló con su reloj), empezó evidentemente a sentirse enamorada. No fue necesariamente la brujería la que la doblegó en un lapso tan breve. Es posible que el corazón de la pobre criatura estuviera tan inflamado que se derritió con su propio calor reflejado sobre la hueca imagen de un amante. Cualesquiera que fuesen las palabras que pronunciaba Feathertop, éstas penetraban y reverberaban profundamente en los oídos de Polly; e hiciera lo que hiciese, sus actos asumían una dimensión heroica ante sus ojos. Y hay que suponer que a todo esto las mejillas de Polly ya estaban arrebatadas, que había en su boca una sonrisa y en su mirada una líquida ternura, en tanto que la estrella continuaba brillando sobre el pecho de Feathertop y los diablillos triscaban con una alegría cada vez más frenética en torno a la cazoleta de su pipa. ¡Ay, bella Polly Gookin! ¿Por qué esos demonios se regocijaban tan locamente cuando un tonto corazón inmaculado estaba a punto de entregarse a una sombra? ¿Era un infortunio tan insólito, un triunfo tan singular?
De vez en cuando, Feathertop se detenía y, adoptando una postura imponente, parecía invitar a la hermosa joven a estudiar su figura y a continuar resistiendo, si ello era posible. Su estrella, sus encajes, sus hebillas, relumbraban en ese instante con inefable esplendor; los pintorescos colores de su indumentaria asumían tonos más vivos; su presencia íntegra irradiaba un fulgor y un lustre que atestiguaba el cabal estilo demoníaco de sus pulidos modales. La doncella levantó los ojos y los posó sobre su acompañante con una expresión tímida y admirada. Luego, como si quisiera juzgar qué valor podía tener su propia sencilla donosura junto a tanta magnificencia, echó una mirada en dirección al espejo que estaba frente a ellos. Sus reflejos eran de los más veraces e incapaces de cualquier adulación. Pero apenas las imágenes allí reflejadas impresionaron la vista de Polly, lanzó un grito, se apartó del forastero, lo miró fugazmente con la más tremenda consternación, y se desplomó sin conocimiento sobre el piso. Feathertop también había mirado en dirección al espejo y allí vio no la deslumbrante falsedad de su despliegue exterior, sino la imagen del sórdido pastiche de su composición auténtica, despojado de todo embrujo.
¡Infeliz simulacro! Casi lo compadecemos. Levantó los brazos con un gesto de desesperación que contribuyó más que cualquiera de sus esfuerzos anteriores a reivindicar su naturaleza humana; porque quizá por primera vez desde que empezó a transcurrir esta vida a menudo hueca y engañosa de los mortales, una quimera se había visto nítidamente a sí misma y se había reconocido como tal.
La Madre Rigby estaba sentada junto a la chimenea de su cocina en el crepúsculo de aquella memorable jornada, y acababa de sacudir las cenizas de su nueva pipa cuando oyó que alguien corría por el camino. Sin embargo, no le pareció que se tratara de pisadas humanas, sino de un tabletear de maderas o un entrechocar de huesos secos.
«¡Ah! —pensó la vieja bruja—, ¿qué pasos son éstos? Me pregunto a quién pertenece el esqueleto que ha escapado ahora de su tumba».
Una figura se lanzó de cabeza por la puerta de la cabaña. ¡Era Feathertop! Su pipa estaba todavía encendida; la estrella llameaba aún sobre su pecho; los alamares continuaban brillando sobre sus ropas; y no había perdido tampoco, en una medida o forma perceptible, el aspecto que lo equiparaba a nuestra fraternidad humana. Y, no obstante, por alguna razón inexplicable (tal como sucede siempre que desenmascaramos algo que nos ha engañado), era posible vislumbrar la pobre realidad, debajo del artero disfraz.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó la bruja—. ¿Acaso ese lloriqueante hipócrita arrojó a mi amorcito de su casa? ¡El villano! ¡Enviaré veinte demonios, para que le atormenten hasta que te ofrezca a su hija de rodillas!
—No, madre —respondió Feathertop, amargamente—. No fue eso lo que sucedió.
—¿Acaso la chica despreció a mi precioso? —inquirió la Madre Rigby, mientras sus ojos feroces brillaban como dos carbones de Tófet—. ¡Le cubriré la cara de pústulas! ¡Su nariz se pondrá tan roja como el tizón de tu pipa! ¡Se le caerán los dientes de delante! ¡Dentro de una semana no valdrá la pena que la consigas!
—Dejadme en paz, madre —contestó el pobre Feathertop—. La muchacha estaba casi conquistada. Y pienso que un beso de sus dulces labios me habría hecho totalmente humano. Pero —agregó después de una breve pausa, seguida por un bufido de desprecio por sí mismo—, ¡yo me he visto, madre! ¡He visto la cosa; infame, harapienta y vacía que soy! ¡No continuaré viviendo!
Arrancándose la pipa de la boca, la arrojó con toda su fuerza contra la chimenea, y en ese mismo instante cayó al suelo, convertido en un montón de paja y ropas andrajosas, de donde asomaban algunas estacas con una calabaza arrugada en medio. Las órbitas oculares carecían ahora de brillo, pero el tajo groseramente tallado —que un momento antes había sido una boca— aún parecía crisparse en una mueca desesperada, y por ello conservaba su carácter humano.
—¡Pobre criatura! —murmuró la Madre Rigby, echando una mirada pesarosa a los restos de su malhadado engendro—. ¡Mi pobre, amado y bello Feathertop! Hay miles y miles de petimetres y charlatanes en el mundo forjados como él con una misma sarta de desperdicios ruinosos, olvidados e inútiles. Y, sin embargo, viven plácidamente y nunca se contemplan tal como son en realidad. ¿Por qué mi pobre muñeco debió ser el único que se conoció a sí mismo y murió por ello?
Mientras mascullaba de este modo, la bruja volvió a cargar su pipa con tabaco y sostuvo la boquilla entre los dedos, como dudando si debía insertarla en su propia boca o en la de Feathertop.
—¡Pobre Feathertop! —continuó—. Podría darle fácilmente otra oportunidad y lanzarlo mañana al mundo de nuevo. Pero no; sus sentimientos son demasiado tiernos, y su sensibilidad demasiado profunda. Parece tener demasiado corazón para pelear por su propio bienestar en un mundo tan vacío y despiadado. Bien, bien; al fin y al cabo, lo utilizaré como espantapájaros. Ésta es una vocación inocente y útil, y muy apropiada para mi tesoro; y si cada uno de sus hermanos de carne y hueso tuviera otra igualmente adecuada, la humanidad marcharía mejor. Y en cuanto a esta pipa, la necesito más que él.
Dicho lo cual, la Madre Rigby se acomodó la boquilla entre los labios:
—¡Dickon! —gritó, con voz aguda y destemplada—. ¡Otro tizón para mi pipa!
© Nathaniel Hawthorne: Feathertop: A Moralized Legend. En Mosses from an Old Manse (Musgos de una vieja rectoría), 1846. Traducción de Rafael Lassaletta.