Amparo Dávila: El jardín de las tumbas

Amparo Dávila - El jardín de las tumbas

En El jardín de las tumbas, cuento de Amparo Dávila publicado en 1961 en la colección Música concreta, un hombre descubre un antiguo diario que escribió durante su infancia, cuando con su familia se retiraba cada verano a un viejo convento abandonado para escapar del calor de la ciudad. A través de las páginas, revive con nostalgia aquellos días en los que jugaba con sus hermanos en el amplio patio y el jardín del convento, que antes fue un cementerio de frailes. Mientras que las horas diurnas se llenan de entretenimiento y aventuras, las noches transforman el viejo edificio en un lugar inquietante, donde la oscuridad y el silencio despiertan temores y sombras que invaden la solitaria celda que le sirven al niño de habitación.

Amparo Dávila - El jardín de las tumbas

El jardín de las tumbas

Amparo Dávila
(Cuento completo)

A Diego de Mesa

I

… a la entrada de la capilla hay una inscripción en latín que yo leo siempre cuando cruzo la puerta… La memoria fue tan fiel que sintió como si hiciera muy poco tiempo desde la última vez que estuvo en el convento. Recordaba con toda claridad el gran patio central con su majestuosa arquería, la capilla a un lado, el jardín, el enorme comedor con su larga mesa, las galerías, las celdas, el escritorio de su padre, donde siempre lo encontraba escribiendo, leyendo, pensando; la puerta que separaba el mundo de la luz y el mundo de la sombra, el mundo de lo conocido y el mundo de lo desconocido, de aquel misterio temido y anhelado…

… todos los veranos salimos de vacaciones y mi familia renta un viejo convento abandonado para ir a descansar y a huir del calor de la ciudad. Yo debo haber tenido unos cuantos meses la primera vez que me llevaron al convento y desde entonces no hemos dejado de ir verano tras verano durante muchos años. ¡Qué felices somos mis hermanos y yo de dejar por un tiempo el departamento de la ciudad, la escuela y las tareas, de tener todo el día para jugar y tanto espacio!

… comenzamos a hacer planes y preparativos para las vacaciones con varios meses de anticipación. Seleccionamos cuidadosamente los juguetes y la ropa que vamos a llevar y ahorramos casi todo el dinero que mi padre nos da los domingos, para dulces y helados. Con ese dinero compramos las cosas que necesitamos para nuestros juegos…

… durante el día el viejo convento es un lugar maravilloso. Las horas se nos van jugando a la pelota en el patio central o en el jardín. Nuestro jardín fue el cementerio de los frailes y está lleno de tumbas que sólo tienen unas lápidas de cantera al nivel del suelo; en algunas todavía se pueden leer los nombres de los monjes, en otras están ya borrados. Sólo hay una tumba grande con monumento, la de un obispo que, según cuentan, vino a visitar el convento y se murió de pronto. Nosotros corremos y brincamos sobre las tumbas atrapando ardillas o cazando mariposas; otras veces somos exploradores en busca de grandes tesoros cuyo hallazgo nos convertirá de la noche a la mañana en señores poderosos… No pudo menos que sonreír. La lectura del diario lo complacía y no dejó de sentir nostalgia de aquella edad tan desprovista de malicia literaria y de las complicaciones de la vida. Lo había escrito entre los nueve y los dieciséis años y estaba dividido en dos partes: la primera contenía episodios de su infancia y la segunda el comienzo de su primera juventud. El diario quedó interrumpido cuando se fue a Francia. Con este solo hecho había sentido que pasaba a una etapa más seria de su vida y que el diario era un síntoma de adolescencia…

… al anochecer todo cambia de rostro; nuestro castillo (nosotros jugamos a que el convento es un castillo legendario) se transforma en una serie de largas y oscuras galerías sumidas en el silencio. Por ningún motivo nos hacen ir al jardín a atravesar solos el patio central; bajo la luz de la luna se pueblan de sombras aterradoras y monstruosas. Los duraznos y los almendros que el viento mueve semejan espectros que se abalanzan sobre nosotros… Marcos encendió un cigarrillo y avivó el fuego de la chimenea; el invierno se anticipaba y las noches empezaban a ser frías. Llegó a su departamento con la intención de concluir el ensayo prometido a Pablo para su revista, y al buscar unas fichas bibliográficas había encontrado aquel viejo diario. Y allí estaba sin ganas ya de trabajar. En realidad se sentía muy cansado para intentar escribir, «día completo», y le dio fastidio hacer un recuento de todo lo que había hecho…

… mis hermanos y yo siempre hemos creído que en la tumba del obispo está el tesoro que los monjes enterraron cuando dejaron el convento. Hacemos excavaciones a los lados del monumento, pequeños túneles por donde intentamos llegar hasta el ataúd del obispo. Siempre nos turnamos para escarbar y uno de nosotros o un amigo vigila subido en un árbol la llegada de algún intruso que pueda delatarnos con nuestros padres. Cuando nos llaman a comer cubrimos cuidadosamente los agujeros con ramas y tierra para que nadie pueda sospechar lo que estamos haciendo y no nos ganen el tesoro…

… nunca hemos podido llegar hasta el ataúd del obispo porque los agujeros que hacemos un día al siguiente están otra vez llenos de tierra. Si alguna vez lo conseguimos, yo me pregunto si tendremos el valor de abrirlo; ahí está sin duda el tesoro, pero también está el obispo sin ojos ya y carcomido por los gusanos y esto, realmente, resulta superior a nuestras fuerzas. Por la sola profanación de su tumba él me persigue todas las noches…

… a las siete de la noche cenamos; mi padre se sienta a la cabecera de la larga mesa. A los niños no se nos permite hablar y comemos siempre en silencio. Al terminar mi padre da gracias por la cena, por el día vivido y por muchas otras cosas. Después nos despedimos de ellos y subimos a acostarnos. Yo voy el primero por ser el menor y cada uno de nosotros lleva su vela. Mis dos hermanos duermen en la misma celda; yo, solo. Jacinta, nuestra nana, me acompaña y se queda mientras me desvisto; una vez que estoy en la cama apaga la vela y sale de la celda. Entonces empieza la noche del terror para mí y no sé, ni sabré nunca, si para mis hermanos. Yo jamás he podido confesarles mis pánicos ni contarles nada de lo que me ocurre por las noches; temo que se burlen de mí y me pongan algún apodo ridículo y humillante. Yo quisiera pedirle a gritos a mi nana que no me deje solo y que no apague la luz, pero la vergüenza me hace enmudecer… A los cuarenta años tampoco podía vencer el miedo a la oscuridad; se sentía perdido en la tiniebla; a veces cuando de pronto se quedaba a oscuras, no podía moverse; siempre presentía tropezar con algo o experimentaba la extraña sensación de no encontrarse en su casa o en el sitio donde estaba al apagarse la luz, sino en otro lugar totalmente desconocido y poblado de presencias que lo rodeaban. Lo iban cercando y cada vez se estrechaban más sobre él…

… el mundo tenebroso de la oscuridad y el silencio creciente se apodera de mí, cuando me quedo solo en la celda, un sudor frío y pegajoso me surca la frente y pueden escucharse los latidos de mi corazón mientras mil sombras se remueven en la oscuridad. Me voy recogiendo en la cama hasta quedar hecho un ovillo y jalo los cobertores hasta la nariz. Trato de pensar entonces en la Navidad o en mi cumpleaños, en los premios de la escuela, pero todo resulta inútil, nada logra distraerme ni aminorar mí miedo. Nunca puedo cerrar los ojos, porque siento que así aumenta el peligro. No pasan las horas y las noches se hacen eternas. Sombras que van y vienen, murmullos, pasos, roces de hábitos, aleteos, cadenas que se arrastran, rumores de plegarias, quejidos apagados, un viento helado que me llega hasta los huesos, el obispo sin rostro frente a mí, sin rostro, sin ojos, hueco… Algunas veces se despertaba de pronto a mitad de la noche; la débil luz de la luna o del alumbrado de la calle que se filtraba por la persiana solía tener un tinte azuloso, casi metálico, y todo comenzaba a girar dentro de una atmósfera inquietante. Su corazón latía con violencia y un frío espanto lo iba invadiendo hasta lograr paralizarlo por completo cuando advertía que no estaba solo, que alguien sentado frente a su cama lo observaba fijamente, penetrándolo hasta el alma con sus cuencas vacías… Transcurría una eternidad de angustia y pavor desorbitado hasta que su mente funcionaba de nuevo y descubría, o más bien se daba cuenta de que el obispo no era sino su ropa que había dejado en desorden sobre la silla…

… cuando la primera luz del día comienza a filtrarse por la claraboya de la celda, el obispo se marcha y con él las sombras y los ruidos. El terror de la noche desaparece y yo empiezo a reconocer la celda y todas mis cosas. Me estiro por primera vez en la cama, los brazos y las piernas pierden su rigidez y caigo de golpe en el sueño. Al poco rato la voz de Jacinta me obliga a despertar…

… me gustaría saber cómo pasan las noches mis hermanos, si son iguales a las mías. Pero nunca me he atrevido a preguntarles nada. A la hora del desayuno están siempre frescos y contentos, llenos de planes para el día. Algunas veces mi madre se da cuenta de mi palidez y de los bostezos que yo no puedo contener. «¿Estás enfermo, hijo, dormiste mal?», y me observa atentamente. Yo me apresuro a decirle que estoy muy bien y que dormí toda la noche. Mientras hablo siento que me voy poniendo colorado ante el temor de que mi propia voz me denuncie. No podría soportar las preguntas de mis padres ni las burlas de mis hermanos después. «¿De modo que usted les tiene miedo a los fantasmas? ¿Y cómo son los fantasmas, hijo mío?» Casi oigo la voz de mi padre y puedo hasta imaginar su sonrisa… Aún no sabía gran cosa de sus hermanos, se querían bien respetándose en todo, se buscaban con cierta frecuencia y charlaban a gusto, pero siempre había existido algo como una barrera interior que él no lograba franquear. Tal vez vivía muy encerrado en su propio mundo y no le interesaba moverse en el de ellos. «Yo quisiera que fueras más sencillo, así como tus hermanos, vives demasiado dentro de ti, hijo mío», solía decirle su madre. «¡Cómo me gustaría penetrar en tu mundo!» Su mundo era sólo su mundo, lleno siempre de inquietud, angustia de todo y de nada, ansiedad acrecentada por los años, desasosiego, andar de aquí para allá buscando un sitio, el sitio que no encontraba, nunca la paz, aburrimiento constante de lo que tenía o deseo de algo distinto; la soledad a cuestas siempre, ni siquiera su obra bastaba, sólo en el tiempo de la gestación era parte suya, después podía haber sido la de otro, tan lejana, como nunca creada por él…


II

… todas las noches salgo del convento. Cuando todos duermen me escapo sin hacer ruido. No puedo aún superar el miedo de descubrir o presentir en la sorda oscuridad de la celda la figura del obispo sin rostro que me acechó tantos años, cuando yo no podía hacer otra cosa que vivir la noche del terror… Tendría unos dieciséis años cuando empezó a escaparse por las noches. Aún recordaba la emoción de sus primeras huidas llenas de sobresaltos y del temor de ser descubierto por sus padres…

… finjo acostarme para no despertar sospechas y cuando todo está en calma salgo apresuradamente del convento. En la taberna del pueblo bebo algunas copas con los muchachos campesinos, lo cual es necesario para darme valor. Me siento bastante cohibido ante ellos, tan decididos y directos en todos sus actos. Al principio no aceptaban muy bien mi compañía pero poco a poco he sabido ganarme su confianza y su estimación…

Anoche había bebido mucho, tontamente; le daba rabia recordarlo. La reunión marchaba muy agradablemente y todo mundo estaba contento. José era un gran conversador, sin duda alguna, lleno de ironía, afecto a burlarse de todos y de sí mismo. De pronto lo molestó aquella broma de José; conociéndolo tanto como lo conocía no dudaba de que ya desde antes hubiera hecho reír a los demás a costa suya. Se puso bastante tenso y comenzó a beber copa tras copa hasta embrutecerse. Siempre era lo mismo, por una cosa, por otra, por nada, él bebía como esponja; antes era la timidez, «darse valor», como pensaba a los dieciséis años, después…

… bien puedo decir que llevo una doble vida, durante el día soy uno en el convento con mis padres y mis hermanos, y por la noche en la taberna soy otro; allí bebo, juego a la brisca, bailo fox y danzón y acabo la noche en la estrecha cama de Carmen… No se explicaba cómo a pesar de la gran timidez de aquel entonces que lo hacía ruborizarse ante la sola presencia de cualquiera de las amigas de sus hermanos, había buscado el cuerpo de una mujer para escapar de la noche a solas. Aún perduraba aquella sensación que lo hacía sentirse como el único sobreviviente de un naufragio, sin voces, sin calor, como caer de golpe en la muerte, soledad del cuerpo y soledad de adentro, vacío, oscuridad, silencio aplastante. Ese miedo a estar solo lo había perseguido y lo perseguía siempre. Con frecuencia, cuando ya iba para su casa a dormir, bien entrada la noche, después de haber estado en alguna fiesta, lo asaltaba aquel temor incontrolable. No llegaba a su casa, se metía en el primer bar o café que encontraba abierto y allí esperaba pacientemente, bebiendo o tomando café, a que se hiciera de día. Muchas veces sonaban las seis o las siete de la mañana cuando por fin llegaba a su departamento y encontraba a la portera barriendo la calle. «Fue larga la fiesta, joven», y lo miraba con ojos sospechosos…

… anoche por poco y me descubren. Matilde salió de la cocina cuando yo creía que ya se había acostado. Me pegué a un pilar casi incrustándome en él, y detuve la respiración. Por fortuna el viento le apagó la vela. Gruñó algo entre dientes y se volvió a encenderla. Nunca he corrido tan aprisa. De sólo pensar que me hubieran descubierto y que ya no pudiera seguirme escapando por las noches, me sentí enfermo. En la taberna todos lo notaron. «Parece que te hubieran espantado», dijo Jacobo al verme, y me hizo beber sin respirar, un buen fajo de vino…

… si mi madre supiera dónde paso las noches, sufriría mucho y no lo entendería. Las madres nunca se resignan a que los hijos dejen de ser niños. A veces cuando la beso y le doy las buenas noches me siento bastante culpable de engañarla y experimento fuertes remordimientos, pero cuando llego a la celda no deseo más que huir de allí a toda prisa…

… fue peligrosa la riña de anoche y una suerte que yo no saliera con algún golpe notorio en la cara. Yo no debí intervenir, pero de no haberlo hecho hubiera quedado muy mal en la opinión de todos y no podría volver más a la taberna. Todo el día me sentí mal, adolorido y cansado, sin humor de hacer nada…

… no estoy enamorado de Carmen, presiento que el amor debe ser otra cosa. Durante el día casi no la recuerdo y no siento necesidad de verla, no sabría ni de qué hablarle. Y no es que sea fea, todos los muchachos la encuentran guapa. Algunas veces he pensado ya no buscarla más, pero no puedo dejarla, junto a ella no temo la noche, su cuerpo es como un refugio… Seguía creyendo que el amor debía ser otra cosa; siempre que algo terminaba se repetía lo mismo y esperaba algo diferente, pero ya estaba bastante cansado, ¿por qué no confesárselo?, de tantas entregas mezquinas, de tantos equívocos, de encontrar sólo el placer por el placer mismo, sin nada más. ¡Cómo envidiaba a veces a sus hermanos y a algunos de sus amigos que encontraban una mujer y ahí anclaban, eran felices con su pequeña vida cotidiana carente de gran emoción tal vez, pero que en cambio les daba seguridad, compañía, y no esa soledad agobiadora, cada vez más grande y cada vez más difícil de llenar, ese andar de aquí para allá como perro sin dueño, sin tener un hogar y sí la libreta de direcciones llena de nombres y teléfonos de mil mujeres que no significaban, la mayoría de las veces, más que un breve intervalo o un capricho! Sintió frío, necesidad de tener alguien allí, un perro, un gato, un rostro familiar, aunque no fuera el gran amor ni la gran pasión; una compañía solamente, oír pasos, algo caer y romperse, otra respiración, el calor de un cuerpo confundiéndose con el suyo dentro del sueño, un calor que ya de tan conocido le pareciera el suyo propio. Sintió más frío, se sirvió una copa de coñac y se acercó a la chimenea. Comenzó a recorrer con la vista los libros, los discos, sus colecciones de pipas y timbres, los mil objetos que había ido acumulando a través de los años, todas esas cosas que compraba para darle al departamento la sensación de hogar, allí estaba en medio de aquel mundo estático, angustiosamente solo. Bebió un coñac y otro; el reloj de una iglesia distante dio las tres de la mañana. Bostezó, tenía sueño, aquella lectura le había removido muchas cosas que prefería ignorar por no tener solución. Se desnudó y se metió en la cama. Antes de apagar la luz organizó su plan para el día siguiente: desayunar con X, después ir con el sastre, recoger los libros que había encargado y que ya estaban en la librería, comer en cualquier sitio y ponerse a trabajar toda la tarde y parte de la noche hasta terminar el ensayo. Después se durmió profundamente.


La luz del día entraba triunfante por la claraboya de la celda.

—Yo creía que ya estabas levantado y vestido; mira que te has aprovechado hoy que tus padres han ido al pueblo —decía Jacinta—, pero ya les avisaré de tu flojera cuando vengan.

Marcos abrió los ojos, con gran esfuerzo, y miró a Jacinta entre la bruma del sueño.

—Y no pongas esos ojos de borrego agonizante que no me conmueves, a levantarse pronto, tus hermanos ya se están desayunando —seguía diciendo Jacinta.

El niño se removió en la cama y bostezó repetidas veces, y a medida que iba despertando y su mente se empezaba a despejar, experimentaba una gran sensación de alivio al comprobar que por fortuna había pasado otra noche de espanto y ya era nuevamente de día.

FIN

Amparo Dávila - El jardín de las tumbas
  • Autor: Amparo Dávila
  • Título: El jardín de las tumbas
  • Publicado en: Música concreta (1961)

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