Ana María Matute: La conciencia

«La conciencia», cuento de Ana María Matute, es un relato introspectivo y tenso que explora la culpa, el miedo y la manipulación. Una noche de tormenta un vagabundo llega a la posada que dirige Mariana. La mujer le permite al hombre quedarse por una noche. Al día siguiente, cuando intenta echarlo, el vagabundo le revela a Mariana información que la obliga a mantenerlo más tiempo en la posada. El peso de su conciencia le impide deshacerse de él.

Ana María Matute - La conciencia

La conciencia

Ana María Matute
(Cuento completo)

Ya no podía más. Estaba convencida de que no podría resistir más tiempo la presencia de aquel odioso vagabundo. Estaba decidida a terminar. Acabar de una vez, por malo que fuera, antes que soportar su tiranía.

Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.

El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del miércoles de Ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:

—No me gusta esta calma.

Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:

—Posadera…

Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.

—Dios le ampare… —empezó a decir. Pero los ojillos del vagabundo la miraban de un modo extraño. De un modo que le cortó las palabras.

Muchos hombres como él pedían la gracia del techo, en las noches de invierno. Pero algo había en aquel hombre que la atemorizó sin motivo.

El vagabundo empezó a recitar su cantinela: por una noche, que le dejaran dormir en la cuadra; un pedazo de pan y la cuadra: no pedía más. Se anunciaba la tormenta…

En efecto, allá afuera, Mariana oyó el redoble de la lluvia contra los maderos de la puerta. Una lluvia sorda, gruesa, anuncio de la tormenta próxima.

—Estoy sola —dijo Mariana secamente—. Quiero decir…, cuando mi marido está por los caminos no quiero gente desconocida en casa. Vete, y que Dios te ampare.

Pero el vagabundo se estaba quieto, mirándola. Lentamente, se puso su sombrero, y dijo:

—Soy un pobre viejo, posadera. Nunca hice mal a nadie. Pido bien poco: un pedazo de pan…

En aquel momento las dos criadas, Marcelina y Salomé, entraron corriendo. Venían de la huerta, con los delantales sobre la cabeza, gritando y riendo. Mariana sintió un raro alivio al verlas.

—Bueno —dijo—. Está bien… Pero sólo por esta noche. Que mañana cuando me levante no te encuentre aquí…

El viejo se inclinó, sonriendo, y dijo un extraño romance de gracias.

Mariana subió la escalera y fue a acostarse. Durante la noche la tormenta azotó las ventanas de la alcoba y tuvo un mal dormir.

A la mañana siguiente, al bajar a la cocina, daban las ocho en el reloj de la cómoda. Sólo entrar quedó sorprendida e irritada. Sentado a la mesa, tranquilo y reposado, el vagabundo desayunaba opíparamente: huevos fritos, un gran trozo de pan tierno, vino… Mariana sintió un coletazo de ira, tal vez entremezclado de temor, y se encaró con Salomé, que tranquilamente se afanaba en el hogar:

—¡Salomé! —dijo, y su voz le sonó áspera, dura—. ¿Quién te ordenó dar a este hombre… y cómo no se ha marchado al alba?

Sus palabras se cortaban, se enredaban, por la rabia que la iba dominando. Salomé se quedó boquiabierta, con la espumadera en alto, que goteaba contra el suelo.

—Pero yo… —dijo—. Él me dijo…

El vagabundo se había levantado y con lentitud se limpiaba los labios contra la manga.

—Señora —dijo—, señora, usted no recuerda…, usted dijo anoche: «Que le den al pobre viejo una cama en el altillo, y que le den de comer cuanto pida». ¿No lo dijo anoche la señora posadera? Yo lo oí bien claro… ¿O está arrepentida ahora?

Mariana quiso decir algo, pero de pronto se le había helado la voz. El viejo la miraba intensamente, con sus ojillos negros y penetrantes. Dio media vuelta, y desasosegada salió por la puerta de la cocina, hacia el huerto.

El día amaneció gris, pero la lluvia había cesado. Mariana se estremeció de frío. La hierba estaba empapada, y allá lejos la carretera se borraba en una neblina sutil. Oyó detrás de ella la voz del viejo y, sin querer, apretó las manos una contra otra.

—Quisiera hablarle algo, señora posadera… Algo sin importancia. —Mariana siguió inmóvil, mirando hacia la carretera—. Yo soy un viejo vagabundo… pero, a veces, los viejos vagabundos se enteran de las cosas. Sí: yo estaba allí. Yo lo vi, señora posadera. Lo vi, con estos ojos…

Mariana abrió la boca. Pero no pudo decir nada.

—¿Qué estás hablando ahí, perro? —dijo—. ¡Te advierto que mi marido llegará con el carro a las diez, y no aguanta bromas de nadie!

—¡Ya lo sé, ya lo sé que no aguanta bromas de nadie! —dijo el vagabundo—. Por eso, no querrá que sepa nada…, nada de lo que yo vi aquel día. ¿No es verdad?

Mariana se volvió rápidamente. La ira había desaparecido. Su corazón latía, confuso. «¿Qué dice? ¿Qué es lo que sabe…? ¿Qué es lo que vio?». Pero ató su lengua. Se limitó a mirarle, llena de odio y de miedo. El viejo sonreía con sus encías sucias y peladas.

—Me quedaré aquí un tiempo, buena posadera: sí, un tiempo, para reponer fuerzas, hasta que vuelva el sol. Porque ya soy viejo y tengo las piernas muy cansadas. Muy cansadas…

Mariana echó a correr. El viento, fino, le daba en la cara. Cuando llegó al borde del pozo se paró. El corazón parecía salírsele del pecho.

Aquél fue el primer día. Luego, llegó Antonio con el carro. Antonio subía mercancías de Palomar, cada semana. Además de posaderos, tenían el único comercio de la aldea. Su casa, ancha y grande, rodeada por el huerto, estaba a la entrada del pueblo. Vivían con desahogo, y en el pueblo Antonio tenía fama de rico. «Fama de rico», pensaba Mariana, desazonada. Desde la llegada del odioso vagabundo, estaba pálida, desganada. «Y si no lo fuera, ¿me habría casado con él, acaso?». No. No era difícil comprender por qué se había casado con aquel hombre brutal, que tenía catorce años más que ella. Un hombre hosco y temido, solitario. Ella era guapa. Sí: todo el pueblo lo sabía y decía que era guapa. También Constantino, que estaba enamorado de ella. Pero Constantino era un simple aparcero, como ella. Y ella estaba harta de pasar hambre, y trabajos, y tristezas. Sí; estaba harta. Por eso se casó con Antonio.

Mariana sentía un temblor extraño. Hacía cerca de quince días que el viejo entró en la posada. Dormía, comía y se despiojaba descaradamente al sol, en los ratos en que éste lucía, junto a la puerta del huerto. El primer día Antonio preguntó:

—¿Y ése, qué pinta ahí?

—Me dio lástima —dijo ella, apretando entre los dedos los flecos de su chal—. Es tan viejo… y hace tan mal tiempo…

Antonio no dijo nada. Le pareció que se iba hacia el viejo como para echarle de allí. Y ella corrió escaleras arriba. Tenía miedo. Sí: tenía mucho miedo… «Si el viejo vio a Constantino subir al castaño, bajo la ventana. Si le vio saltar a la habitación, las noches que iba Antonio con el carro, de camino…». ¿Qué podía querer decir, si no, con aquello de lo vi todo, sí, lo vi con estos ojos?

Ya no podía más. No: ya no podía más. El viejo no se limitaba a vivir en la casa. Pedía dinero, ya. Había empezado a pedir dinero, también. Y lo extraño es que Antonio no volvió a hablar de él. Se limitaba a ignorarle. Sólo que, de cuando en cuando, la miraba a ella. María sentía la fijeza de sus ojos grandes, negros y lucientes, y temblaba.

Aquella tarde Antonio se marchaba a Palomar. Estaba terminando de uncir los mulos al carro, y oía las voces del mozo mezcladas a las de Salomé, que le ayudaba. Mariana sentía frío. «No puedo más. Ya no puedo más. Vivir así es imposible. Le diré que se marche, que se vaya. La vida no es vida con esta amenaza». Se sentía enferma. Enferma de miedo. Lo de Constantino, por su miedo, había cesado. Ya no podía verlo. La sola idea le hacía castañetear los dientes. Sabía que Antonio la mataría. Estaba segura de que la mataría. Le conocía bien.

Cuando vio el carro perdiéndose por la carretera bajó a la cocina. El viejo dormitaba junto al fuego. Le contempló, y se dijo: «Si tuviera valor le mataría». Allí estaban las tenazas de hierro, a su alcance. Pero no lo haría. Sabía que no podía hacerlo. «Soy cobarde. Soy una gran cobarde y tengo amor a la vida». Esto la perdía: «Este amor a la vida…».

—Viejo —exclamó. Aunque habló en voz queda, el vagabundo abrió uno de sus ojillos maliciosos. «No dormía —se dijo Mariana—. No dormía. Es un viejo zorro».

—Ven conmigo —le dijo—. Te he de hablar.

El viejo la siguió hasta el pozo. Allí Mariana se volvió a mirarle.

—Puedes hacer lo que quieras, perro. Puedes decirlo todo a mi marido, si quieres. Pero tú te marchas. Te vas de esta casa, enseguida…

El viejo calló unos segundos. Luego, sonrió.

—¿Cuándo vuelve el señor posadero?

Mariana estaba blanca. El viejo observó su rostro hermoso, sus ojeras. Había adelgazado.

—Vete —dijo Mariana—. Vete enseguida.

Estaba decidida. Sí: en sus ojos lo leía el vagabundo. Estaba decidida y desesperada. Él tenía experiencia y conocía esos ojos. «Ya no hay nada que hacer —se dijo, con filosofía—. Ha terminado el buen tiempo. Acabaron las comidas sustanciosas, el colchón, el abrigo. Adelante, viejo perro, adelante. Hay que seguir».

—Está bien —dijo—. Me iré. Pero él sabrá todo…

Mariana seguía en silencio. Quizá estaba aún más pálida. De pronto, el viejo tuvo un ligero temor: «Ésta es capaz de hacer algo gordo. Sí: es de esa clase de gente que se cuelga de un árbol o cosa así». Sintió piedad. Era joven, aún, y hermosa.

—Bueno —dijo—. Ha ganado la señora posadera. Me voy…, ¿qué le vamos a hacer? La verdad, nunca me hice demasiadas ilusiones… Claro que pasé muy buen tiempo aquí. No olvidaré los guisos de Salomé ni el vinito del señor posadero… No lo olvidaré. Me voy.

—Ahora mismo —dijo ella, deprisa—. Ahora mismo, vete… ¡Y ya puedes correr, si quieres alcanzarle a él! Ya puedes correr, con tus cuentos sucios, viejo perro…

El vagabundo sonrió con dulzura. Recogió su cayado y su zurrón. Iba a salir, pero, ya en la empalizada, se volvió:

—Naturalmente, señora posadera, yo no vi nada. Vamos: ni siquiera sé si había algo que ver. Pero llevo muchos años de camino, ¡tantos años de camino! Nadie hay en el mundo con la conciencia pura, ni siquiera los niños. No: ni los niños siquiera, hermosa posadera. Mira a un niño a los ojos, y dile: «¡Lo sé todo! Anda con cuidado…». Y el niño temblará. Temblará como tú, hermosa posadera.

Mariana sintió algo extraño, como un crujido, en el corazón. No sabía si era amargo, o lleno de una violenta alegría. No lo sabía. Movió los labios y fue a decir algo. Pero el viejo vagabundo cerró la puerta de la empalizada tras él, y se volvió a mirarla. Su risa era maligna, al decir:

—Un consejo, posadera: vigila a tu Antonio. Sí: el señor posadero también tiene motivos para permitir la holganza en su casa a los viejos pordioseros. ¡Motivos muy buenos, juraría yo, por el modo como me miró!

La niebla, por el camino, se espesaba, se hacía baja. Mariana le vio partir, hasta perderse en la lejanía.

Ana María Matute - La conciencia
  • Autor: Ana María Matute
  • Título: La conciencia
  • Publicado en: Historias de la Artámila (1961)

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