«La cámara sangrienta» de Angela Carter es una reinvención oscura y fascinante del cuento clásico de «Barba Azul». Narra la historia de una joven pianista recién casada que se traslada al imponente castillo de su enigmático y rico marido. Allí, descubre un mundo de opulencia y secretos inquietantes. Mientras explora su nuevo hogar, la protagonista se enfrenta a un misterio aterrador y debe usar su ingenio para sobrevivir. Con un lenguaje poético y sensual, Carter crea una atmósfera gótica y opresiva que subvierte las expectativas de los cuentos de hadas tradicionales, ofreciendo una visión feminista y perturbadora sobre el matrimonio, el poder y el deseo.
La cámara sangrienta
Angela Carter
(Cuento completo)
Me recuerdo despierta aquella noche, insomne en la litera del coche-cama, en un éxtasis delicioso, arrobador de loca efervescencia, la ardiente mejilla hundida en la impecable batista de la almohada y el batir frenético de mi corazón remedando el jadeo de los grandes pistones del tren, de ese tren que me llevaba lejos a través de la noche, lejos de París, lejos de la infancia, lejos de la casta y recoleta quietud del apartamento de mi madre, rumbo al inimaginable país del matrimonio.
Y me recuerdo a la vez pensando con ternura en ella, imaginándola, a esa misma hora, en un lento ir y venir por aquel cuartito que yo había abandonado para siempre, recogiendo y guardando mis pequeñas reliquias, las ropas dispersas que ya nunca más volvería a usar, los programas de concierto, las partituras que no hallaran un sitio en mis baúles; me parecía verla demorándose en la contemplación de una cinta deshilachada, de una fotografía amarillenta, con todas las confusas emociones, la felicidad, las angustias de una madre en el día del casamiento de su hija. Y en el apogeo de mi triunfo nupcial sentí no obstante el desgarrón de una pérdida, como si en el momento en el que él me puso en el dedo el cintillo de oro yo, al convertirme en su esposa, hubiera de algún modo dejado de ser la hija de ella.
¿Estás segura?, me había preguntado cuando llegó esa caja gigantesca con el traje de novia que él había comprado para mí, envuelta en papel de seda con cintas rojas como un regalo navideño de frutas cristalizadas. ¿Estás segura de que lo amas? También para ella había un vestido, de seda negra con ese lustre opaco, prismático del aceite en el agua, más espléndido que cuantos usara desde su azarosa adolescencia en Indochina, ella, la hija de un rico plantador de té. Mi aquilina, mi indómita madre. ¿Qué otro estudiante del Conservatoire podía enorgullecerse de que su madre hubiese enfrentado a un sampán de piratas chinos, atendido a toda una aldea durante un azote de la peste, matado de un disparo con su propia mano a un tigre cebado, y todo ello antes de tener la edad que yo tenía entonces?
—¿Estás segura de que lo amas?
—Estoy segura de que quiero casarme con él.
Y no hubiera podido decir más. Suspiró, como si la posibilidad de desterrar al fin el espectro de la escasez de su sitio habitual en nuestra magra mesa le causara no obstante una cierta desazón. Porque mi madre, ella, alegre, desafiante, escandalosamente había abrazado la pobreza por amor; y un buen día su apuesto soldado no había vuelto de la guerra, dejando a su esposa y a su hija un legado de lágrimas que nunca secaron del todo, una caja de cigarros repleta de medallas y el antiguo revólver de servicio que mi madre, a quien las penurias habían vuelto magníficamente excéntrica, llevaba siempre por si acaso en su ridículo, por si —me burlaba yo— un bandolero le salía al paso a su regreso del mercado.
De tanto en tanto una estampida de luces restallaba en las persianas, como si la compañía de ferrocarril hubiese mandado iluminar cada estación a nuestro paso en homenaje a la recién casada. Mi flamante camisón de satén se había deslizado, maleable como una túnica de agua pesada, sobre mis hombros y mis pechos menudos de adolescente, y ahora me acariciaba juguetón, egregio, insinuante, cosquilleándome los muslos mientras yo daba vueltas, insomne, en mi estrecha litera. En su beso, su beso de lengua y dientes y un raspón de barba, aunque tan delicado como la caricia de ese camisón que él me regalara, yo había tenido un atisbo de la noche de bodas, nuestra noche de bodas voluptuosamente postergada hasta que compartiéramos el gran lecho de sus ancestros allá, en ese feudo encumbrado, rodeado de mar y todavía fuera del alcance de mi imaginación… ese lugar mágico, el castillo feérico cuyos muros estaban hechos de espuma, la morada legendaria donde él había nacido. Y en la cual, algún día, yo le daría un heredero. Nuestro lugar de destino; mi destino.
Por encima del rugido sincopado del tren, yo podía oír su respiración calma, acompasada. Sólo la puerta de comunicación me separaba de mi esposo, y estaba abierta. Si me erguía sobre el codo podía ver el contorno oscuro, leonino de su cabeza y hasta percibir una vaharada de esa fragancia viril a cuero y especias que lo acompañaba siempre, y que a veces, durante nuestro noviazgo, había sido lo único que me indicaba que había entrado en el saloncito de mi madre pues, aunque corpulento, se movía tan silenciosamente como si las suelas de todos sus zapatos fuesen de terciopelo, o como si sus pisadas trocaran la alfombra en nieve.
Le encantaba sorprenderme en mi abstraída soledad frente al piano. Pedía que no lo anunciaran, y entonces abría la puerta sin hacer ruido y se me acercaba por detrás, sigiloso, con su ramo de flores de invernáculo y su caja de marrons glacés, depositaba su ofrenda sobre las teclas y me tapaba los ojos con las manos cuando yo me hallaba inmersa en un preludio de Debussy. Pero ese perfume de cuero y especias siempre lo traicionaba; después del primer sobresalto me veía obligada a fingir sorpresa para que él no se sintiera defraudado.
Era mayor que yo. Era mucho mayor que yo; había mechones de plata pura en su oscura melena. Pero en su rostro extraño, abotagado, casi ceroso, la experiencia no había dejado huellas. Antes bien, la experiencia parecía haberlo pulido a la perfección, como un guijarro en una playa cuyas fisuras han sido erosionadas por las sucesivas mareas. Y a veces ese rostro, absolutamente inmóvil mientras me escuchaba tocar, los gruesos párpados entornados sobre esos ojos que siempre me inquietaban por la total ausencia de luz, se me antojaba una máscara, como si su rostro real, el rostro que verdaderamente reflejara toda la vida que había llevado en el mundo antes de conocerme, antes incluso de que yo naciera, como si ese rostro, en fin, acechara oculto bajo la máscara. O tal vez, quién sabe, en algún otro lugar. Como si él hubiera abandonado el rostro con el que había vivido durante tanto tiempo a fin de ofrecer a mi juventud uno distinto, no signado por los años.
Y que en otro lugar yo podría quizá verlo tal como era. En otro lugar. Pero ¿dónde?
Tal vez en ese castillo al que el tren nos conducía ahora, ese castillo maravilloso en donde él había nacido.
Ni aun en el momento en que me pidió que me casara con él y yo dije sí, perdió esa compostura carnal, plomiza que le era propia. Parecerá una curiosa analogía, lo sé, un hombre y una flor, pero a veces lo veía semejante a una cala. Una cala, sí. Con esa calma extraña, ominosa, de ciertas plantas sensitivas, uno de esos lirios funerarios cuya pálida carnadura se acaracola, tensa y resistente al tacto como el pergamino, en torno de una cabeza de cobra. Cuando dije que sí, que me casaría con él, ni un solo músculo se alteró en su rostro, sólo dejó escapar un suspiro sordo, prolongado. Yo pensé: ¡oh, cuánto ha de desearme! Y sentí el imponderable peso de su deseo como una fuerza que yo no podría resistir, no en razón de su violencia sino de su misma intensidad.
Él ya había traído el anillo, en un estuche de piel forrado en terciopelo carmesí, un ópalo de fuego del tamaño de un huevo de paloma engarzado en una intrincada filigrana de oscuro oro viejo. Mi anciana nodriza, que aún vivía con mi madre y conmigo, miró el anillo con suspicacia: los ópalos traen mala suerte, dijo. Pero este ópalo había sido el anillo de boda de su madre, de su abuela, y de la madre de su abuela, regalo de Catalina de Medici a uno de sus ancestros… todas las esposas del castillo lo habían usado, desde tiempos inmemoriales. ¿Y él lo habría obsequiado a sus otras esposas, y recuperado luego?, preguntó con insolencia la vieja; pero en el fondo de su alma era una esnob. Escondía su incrédula felicidad ante mi golpe de suerte —yo, su marquesita— detrás de una fachada de melindrosos recelos. Sin embargo, esta vez me había herido en carne viva. Me encogí de hombros y le volví la espalda con desdén. No deseaba recordar que él había amado a otras mujeres, pero el saberlo atizaba la negra incertidumbre que a menudo me corroía al cabo de una noche de insomnio.
Yo tenía diecisiete años, y no sabía nada del mundo; mi marqués había estado casado antes, más de una vez, y no dejaba de causarme cierto asombro que me hubiera elegido a mí después de aquellas otras. Y además ¿no estaba aún de luto por su última esposa? Hm, hm, prosiguió mi vieja nodriza. Y hasta mi madre se resistía a la idea de ver a su hija arrebatada por un hombre que había enviudado tan poco tiempo atrás. Una condesa rumana, una dama de alta alcurnia. Muerta apenas tres meses antes de que yo le conociera, un paseo en bote, un accidente, en su país, la Bretaña. Su cuerpo nunca fue hallado, pero yo, rebuscando en los viejos ejemplares de las revistas de sociedad que mi nodriza guardaba en un baúl debajo de su cama, encontré su fotografía. El afilado hociquito de una mona bonita, astuta, vivaz: el encanto potente y singular de una criatura morena, brillante, salvaje y a la vez mundana, cuyo hábitat natural debió de ser una lujuriosa selva de decoración de interiores, una jungla de palmeras en tiestos y de periquitos mansos y chillones.
¿Y antes? Su rostro pertenece al dominio público: todos la pintaron, pero mi favorito es el grabado de Redon La estrella vespertina bordea la orilla de la noche. Al ver su gracia enigmática, esquelética, nadie hubiera pensado que había sido camarera en un café de Montmartre hasta que Puvis de Chavannes la descubrió y sometió a su pincel sus senos chatos y sus muslos largos. Y sin embargo fue el ajenjo lo que acabó con ella, o eso se decía.
¿La primera de todas sus mujeres? Aquella suntuosa diva; yo, niña precozmente musical, la había oído cantar Isolda cierta noche en que, como regalo de cumpleaños, me llevaron a la ópera. Mi primera ópera; la había oído cantar Isolda. ¡Con qué pasión al rojo blanco se había dejado consumir en el escenario! Tanta, que se hubiera podido predecir que moriría joven. Estábamos sentados en cazuela, a mitad de camino al paraíso de los dioses, y aun así ella me deslumbró. Y mi padre, que aún vivía (oh, hace tanto tiempo…), tomó mi manita huesuda entre las suyas para consolarme en el último acto, pero yo tan sólo oía la gloria de su voz.
Tres veces casado en el breve lapso de mi vida con tres diferentes gracias y ahora, como para demostrar el eclecticismo de su gusto, me había invitado a formar parte de su galería de mujeres hermosas, a mí, la hija de una viuda pobre, con mi pelo color ratón que aún conservaba las onditas de las trenzas de que poco antes me había liberado, mis caderas huesudas, mis nerviosos dedos de pianista.
Era rico como Creso. La víspera de nuestra boda —un trámite sencillo, en la Mairie, dada la reciente desaparición de su condesa— nos llevó a mi madre y a mí, curiosa coincidencia, a ver Tristán. Y, ¿sabéis?, fue tal el dolor que sentí durante el Liebestod que hasta creí amarlo de verdad. Sí. Lo creí. Tomada de su brazo, todos los ojos estaban fijos en mí. La muchedumbre que cuchicheaba en el foyer se abrió como el mar Rojo para dejarnos pasar. La piel se me erizaba a su contacto.
Cuánto habían cambiado mis circunstancias desde la noche en que escuchara por primera vez esos acordes voluptuosos, esa música inflamada de una pasión de muerte tan intensa, tan irrevocable… Esta vez estábamos sentados en un palco, en butacas de terciopelo granate, y en el intervalo un lacayo de trenzada peluca nos agasajó con champaña en un cubo de plata. La espuma rebasó el borde de mi copa y me mojó las manos. Yo pensé: mi cáliz ha desbordado. Y esa noche lucía un modelo de Poiret. Pese a las reticencias de mi madre, él había pagado mi trousseau. ¿Cómo hubiera podido, de otro modo, aparecer en su compañía? ¿Con mis enaguas dos veces remendadas, mis raídas blusas de algodón, mis faldas de colegiala? ¿Con esos trapos viejos que siempre me daban de regalo, por no decir por caridad? Ahora, para la ópera, me había puesto una sinuosa túnica de muselina blanca atada bajo los pechos con un cordón de seda. Y todo el mundo me miraba. A mí, y a su regalo de boda.
Su regalo de boda: una ancha gargantilla de rubíes tan ceñida que me mordía la piel y, como una infinitamente preciosa rajadura, parecía seccionarme la garganta.
Después del Terror, en los primeros tiempos del Directorio, aquellos aristos que se habían salvado de la guillotina tuvieron el irónico capricho de atarse, como un emblema de la herida, una cinta roja alrededor del cuello, justo a la altura en que la cuchilla lo habría cercenado. Y su abuela, seducida por aquella fantasía, había encargado a su joyero una cinta recamada de rubíes. ¡Qué gesto el suyo, qué lujurioso desafío! Aquella noche en la Opera aún hoy vuelve a mí… el vestido blanco, la frágil criatura que lo habitaba; y las resplandecientes piedras escarlatas alrededor del cuello, brillantes como sangre arterial.
Yo lo veía observarme en los espejos con el ojo avezado de un experto que inspecciona ganado caballar, o como un ama de casa que examina en la carnicería, sobre el mármol, los distintos cortes. Nunca había visto en sus ojos, o al menos no había reparado en ella, esa mirada, esa desnuda avaricia carnal que el monóculo incrustado en su ojo izquierdo magnificaba de un modo extraño. Cuando lo vi mirarme así, con esa lascivia, bajé los ojos, pero al hacerlo descubrí en el espejo mi propia imagen. Y me vi, de pronto, tal como me veía él, el rostro pálido, los músculos del cuello tensos como hebras de acero. Advertí cuánto me embellecía aquella gargantilla cruel. Y por primera vez en mi existencia inocente y retirada, percibí en mí una secreta aptitud para la corrupción que me cortó el aliento.
Al día siguiente nos casamos.
El tren aminoró la marcha, trepidó, se detuvo. Luces; rechinar de metales; una voz que proclama el nombre de una estación ignota, que jamás visitaríamos; el silencio de la noche; la respiración acompasada de mi esposo a cuyo ritmo yo tendría que dormir el resto de mi vida. Y no podía dormir. Me incorporé sin hacer ruido, levanté un poco la celosía y acurrucada contra el frío cristal que se empañó al calor de mi aliento escudriñé la oscura plataforma, los rectángulos de luz doméstica que prometían calor, compañía, salchichas siseando en la sartén sobre la hornalla para la cena del jefe de estación, los niños ya en cama, durmiendo arropaditos en esa casa de ladrillo con postigos pintados… toda la parafernalia del mundo cotidiano del que yo, con mi casamiento fabuloso, acababa de exiliarme.
Al matrimonio, al exilio; lo sentí, lo supe: supe que de ahora en más siempre estaría sola. Sin embargo, aquello era parte del peso ya familiar de ese ópalo de fuego que refulgía como la mágica bola de cristal de una gitana, esa gema de la que me era imposible apartar la mirada cuando tocaba el piano. Aquel anillo, la sangrante banda de rubíes, el ajuar de Worth y de Poiret… y su fragancia, ese olor a cuero de Rusia —todo había conspirado para seducirme a tal extremo que no puedo decir que haya sentido entonces el menor picotazo de nostalgia por ese mundo de tartines y maman que se alejaba de mí como un juguete tirado de una cuerda, ahora que el tren empezaba de nuevo a trepidar, como si ya imaginara con maligna fruición la lejanía y la soledad a que me condenaba.
Los primeros celajes del alba estriaron el cielo y una media luz fantasmal se coló en el camarote. Aunque no percibí en su respiración cambio alguno, mis sentidos sobreexcitados, exacerbados me anunciaron que estaba despierto y me observaba. Un hombre enorme, un hombrón, y sus ojos, oscuros e inmóviles como los que los antiguos egipcios pintaban en sus sarcófagos, clavados en mí. Al verme observada así, de esa manera, tan en silencio, sentí una opresión en la boca del estómago. Oí el chasquido de una cerilla. Estaba encendiendo un Romeo y Julieta gordo como el brazo de un bebé.
—Pronto —dijo, con esa voz tonante que era como el tañir de una campana, y tuve, de repente, un vívido presentimiento de terror que duró apenas el instante en que se encendió la cerilla y pude ver su cara ancha, blanca, como si flotase sin cuerpo por encima de las sábanas, iluminada desde abajo, semejante a una grotesca careta de carnaval. Entonces la llama se extinguió y el cigarro ardió y llenó el compartimiento del recuerdo de una fragancia que me hizo pensar en mi padre, mi padre que me abrazaba envuelto en la cálida humareda de un Havana, cuando yo era pequeña, antes de besarme, dejarme y morir.
Tan pronto como mi marido me ayudó a descender del alto estribo del tren, el aliento salobre, amniótico del océano invadió mis sentidos. Noviembre; los árboles, ateridos por los cierzos del Atlántico, estaban desnudos; y el apeadero solitario, desierto salvo el chófer con altas botas de cuero que esperaba en actitud sumisa junto al automóvil negro y reluciente. Hacía frío. Yo me arrebujé en mis pieles, una capa blanca y negra, anchas franjas de armiño y de marta cibelina, con un cuello del cual mi cabeza emergía como el cáliz de una flor silvestre. (Lo juro: nunca en mi vida había sido vanidosa hasta que lo conocí). Sonó la campana; el tren, resoplando, soltó amarras y nos dejó en ese solitario e ignoto apeadero en donde sólo él y yo habíamos descendido. Oh qué maravilla; que todo ese poder de hierro y vapor se hubiera detenido allí para su sola conveniencia. El hombre más rico de Francia.
—Madame.
El chófer me miraba de soslayo. ¿Estaría comparándome, insidioso, con la condesa, la modelo, la cantante de ópera? Me oculté detrás de mis pieles como tras de una coraza de suaves escudos. A mi marido le agradaba que yo usara el ópalo de fuego encima de mi guante de cabritilla, un capricho teatral, ostentoso; pero en el momento en que el sarcástico chófer lo vio en mi dedo con su brillo rutilante, esbozó una sonrisa, como si esa joya fuese la prueba definitiva de que yo era la esposa de su amo. Y así partimos hacia el creciente amanecer que ahora estriaba la mitad del cielo con un ramo invernal del rosa de las rosas, del naranja de las tigridias, como si mi marido hubiera encargado para mí un cielo a una florista. El día se desplegaba alrededor de mí como un sueño frío.
Mar; arena; un cielo que se funde con el mar: un paisaje de brumosos tonos pastel que se diría siempre a punto de desvanecerse. Un paisaje con todas las armonías delicuescentes de Debussy, de los études que yo tocaba para él, la rêverie que había tocado en el salón de la princesa aquella tarde en que lo conocí, entre las tazas de té y los pastelillos. Yo, la huérfana, contratada por caridad para proporcionarles su digestivo de música.
Y, ah, su castillo. La feérica soledad de aquel paisaje; las torrecillas de un azul brumoso, la explanada, la barbacana erizada de púas; ese castillo recostado sobre el pecho del mar, las gaviotas graznando en torno a las buhardas, las ventanas abriéndose a las evanescentes fugas verde y púrpura del océano, aislado del continente por la marea durante la mitad del día… aquel castillo que no era de la tierra ni del agua, ese lugar misterioso, anfibio, que parecía transgredir la materialidad de la tierra y de las olas con la melancolía de una ondina que, encaramada en su roca, espera hasta la eternidad al amante que se ha ahogado allá lejos, hace tiempo. La triste, inefable belleza de esa ínsula, una sirena marina.
Había bajamar; a esa hora tan temprana, el camino de acceso subía desde la playa. Cuando el automóvil enfiló hacia los adoquines mojados de las lentas márgenes del agua, él me tomó la mano, la que ostentaba ese anillo maléfico, lascivo, me oprimió los dedos y me besó la palma con singular ternura. Su rostro estaba tan inmóvil como yo lo había visto siempre, inmóvil como un estanque escarchado, pero sus labios, siempre tan extrañamente rojos y desnudos entre las negras orlas de su barba, ahora se curvaban un poco. Sonreía. Daba la bienvenida a su esposa.
Ningún aposento, ningún corredor donde no resonaran los murmullos del mar; y todos los cielos rasos, los muros en los que sus ancestros se alineaban ataviados con las austeras galas de su rango, los ojos sombríos y los rostros pálidos, rielaban a la luz refractada por las olas siempre en movimiento; ese castillo luminoso, susurrante del que yo era ahora la châtelaine, yo, la pequeña estudiante de música cuya madre había tenido que vender todas sus joyas, incluso su alianza para pagar las clases del Conservatoire.
Ante todo, debí soportar la pequeña ordalía de mi entrevista con el ama de llaves, la persona que se encargaba de mantener en perfecto orden de funcionamiento esa maquinaria singular, aquel transatlántico varado y a la vez fortaleza inexpugnable, quienquiera que ocupase el puente de mando. ¡Cuán tenue, pensé, podría ser allí mi autoridad! Bajo la cofia de lino blanco impecablemente almidonada característica de la región, tenía un rostro insulso, pálido, impasible, desdeñoso. Su saludo, correcto pero distante, me heló la sangre en las venas. En mi fantasía, me había hecho demasiadas ilusiones respecto de mi poder; había llegado a preguntarme por un momento si no podría reemplazarla por mi vieja nodriza, tan querida pese a sus indiscreciones y a su incompetencia. Vanas quimeras. Él me dijo que esa mujer había sido su madre adoptiva, que estaba ligada a su familia por los lazos de la más estrecha complicidad feudal; y que su persona «es tan parte de la casa como lo soy yo, querida mía». Ahora los labios de ella me ofrecieron una sonrisita altiva. Mientras yo fuese la aliada del señor, ella sería mi aliada. Y con eso debía contentarme.
Pero aquí, aquí sería fácil estar contenta. Desde los aposentos de la torre que él había elegido para mí, para mí sola, podía contemplar el tumultuoso Atlántico e imaginarme la Reina de los Mares. Había un Bechstein para mí en la sala de música y, en la pared, otro regalo de boda: una obra temprana de un flamenco primitivo, Santa Cecilia en su órgano celestial. En el pudibundo encanto de esta santa, con sus mejillas fofas, macilentas y los bucles castaños de su peinado, me vi tal como yo misma pude haber deseado ser. Y esa prueba de una sensibilidad amante que hasta entonces no había sospechado en él, me tocó el corazón. Luego me condujo hasta mi dormitorio por una delicada escalera de caracol; antes de desvanecerse discretamente, el ama de llaves lo hizo reír, supongo, con alguna bendición procaz para recién casados en su bretón nativo. Que yo no comprendí. Y que él, con una sonrisa, rehusó interpretar.
Y allí estaba el imponente lecho matrimonial hereditario, tan grande, casi, como mi alcoba de París, las gárgolas esculpidas en las superficies de ébano, laca vermellón, hoja de oro; los baldaquines de gasa ondulando en la brisa del mar. Nuestro lecho. ¡Y cuántos espejos lo rodeaban! Espejos en todas las paredes, espejos en majestuosos marcos de oro labrado que reflejaban más aros de Etiopía que cuantos había visto yo en toda mi existencia. Había llenado de esas flores la habitación para recibir a la novia, a la recién casada. La joven desposada convertida ahora en esa multitud de mujeres que yo veía en los espejos, idénticas todas en sus elegantes tailleurs azul marino, para el viaje, madame, o para el paseo. Una doncella se había hecho cargo de mis pieles. En adelante, una doncella se haría cargo de todo.
—Mira —dijo, señalando con un amplio ademán a todas aquellas mujeres elegantes—. He adquirido todo un harem para mí, para mí solo.
De pronto, me di cuenta de que estaba temblando. Me faltaba el aire. No me sentía capaz de enfrentar su mirada y volví la cabeza, por orgullo, por timidez, y vi cómo una docena de maridos se aproximaban a mí en una docena de espejos y lenta, metódica, burlonamente, desabrochaban los botones de mi chaqueta y la quitaban de mis hombros. ¡Basta! ¡No, más! La falda cae; luego la blusa de linón albaricoque que costara más cara que mi vestido de primera comunión. El juego de las olas al frío sol del invierno cabrilleaba en su monóculo; sus movimientos se me antojaban deliberadamente groseros, vulgares. La sangre volvió a subir a mi rostro, y allí se quedó.
Y sin embargo, lo confieso, yo sospechaba que podía ser así; que habría un rito, una ceremonia de burdel para desnudar a la novia. Aun protegida como había vivido hasta entonces, incluso en mi mundo de pacata bohemia, ¿cómo hubiera podido no tener alguna noticia de la existencia del suyo?
Él, el glotón, me desnudaba, ahora como quien desprende una por una las hojas de una alcachofa —mas no imaginéis una extremada delicadeza; aquella alcachofa no era un manjar especialmente apetecible para la cena, ni él tenía un hambre voraz. Enfrentaba su plato rutinario con un apetito desganado. Y cuando no quedó más que mi escarlata, palpitante desnudez, encontré, en el espejo, la vívida imagen de un grabado de Rops, de la colección que él me mostrara cuando nuestro compromiso permitió que nos viéramos a solas… la niña de piernas y brazos como astillas, desnuda a no ser por las botas y los guantes, cubriéndose la cara con la mano como si su rostro fuera el último bastión de su modestia; y el viejo libidinoso examinándola a través de su monóculo, palmo a palmo. Él, con su elegancia londinense, ella desnuda como un pernil. El más pornográfico de todos los contrastes. Así mi comprador desenvolvía su ganga, y como en la ópera, cuando por primera vez vi mi carne reflejada en sus ojos, me horrorizó mi propia excitación.
De repente, él cerró mis piernas como quien cierra un libro y una vez más advertí ese raro movimiento de sus labios que indicaba que sonreía.
Todavía no. Más tarde. La espera es la mejor parte del placer, mi amorcito.
Yo temblaba ahora como un caballo de carrera antes de la prueba, pero a la vez como con miedo, pues sentía una extraña, impersonal excitación ante la idea del amor y, al mismo tiempo, una repugnancia que no podía disimular por esa carne suya, blanca, fofa, que tanto tenía en común con esos enormes ramos de aros de Etiopía que llenaban mi alcoba, en grandes jarrones de cristal, esas flores de capilla ardiente con el espeso polen que se pega a los dedos como si se los hubiera sumergido en cúrcuma. Esas flores que siempre asocio con él; que son blancas. Y ensucian.
Esta escena de la vida de un libertino había acabado ahora bruscamente. Ocurre que él tiene negocios que atender; sus propiedades, sus empresas… ¿incluso en tu luna de miel? Incluso, sí, dijeron los labios rojos que me besaron antes de dejarme sola con mis atribulados sentidos; un roce húmedo, sedoso, de su barba; un toquecito de la punta aguzada de la lengua. Furiosa, decepcionada, me envolví en un negligé de encaje antiguo para tomar el desayuno de chocolate caliente que me trajo la doncella; y luego, ya que ello era en mí una segunda naturaleza, no tenía otro sitio adonde ir más que a la sala de música, y pronto me senté al piano.
Sin embargo, sólo una serie de sutiles disonancias fluyeron bajo mis dedos: desafinado… sólo un poco desafinado; pero yo estaba dotada de oído absoluto y no pude tocar una nota más… las brisas del mar son nefastas para los pianos; necesitaremos un afinador de pianos residente en el castillo, si es que voy a continuar mis estudios. En un fugaz arrebato de cólera y desencanto, dejé caer de golpe la tapa sobre el teclado; cómo podría pasar las largas horas a la luz del mar hasta que mi marido me llevara a la cama.
De sólo pensar en eso me ponía a temblar.
La biblioteca era la fuente de su habitual fragancia a cuero de Rusia. Fila sobre fila de libros encuadernados en piel de becerro, parda y verde oliva, los títulos en letras doradas en los lomos, los volúmenes en octavo en brillante tafilete escarlata. Un sofá de cuero capitoné, un atril tallado como un águila con las alas extendidas y sobre él, abierto, un ejemplar del Là-bas de Huysmans, una edición para bibliófilos, de una imprenta privada; había sido encuadernado como un misal, en cobre, con cuentas de cristal. Las alfombras de Ispahan y Bokhara, mullidas, con el pulsátil, profundo azul del cielo y el rojo de la sangre secreta del corazón; el suave resplandor de la oscura boiserie; y la arrulladora música del mar y un fuego de leños de manzano. Las llamas reverberaban en los lomos de los libros de una biblioteca acristalada, todavía nuevos y sin deshojar. Eliphas Levy, un nombre que no significaba nada para mí. Eché una ojeada a un título o dos: La iniciación, La llave de los misterios, El secreto de la caja de Pandora, y bostecé. Nada que atrajera la atención de una recién casada en espera de su primer abrazo. Me hubiera gustado, más que cualquier otra cosa, una de esas novelas en papel amarillo; sólo ansiaba apelotonarme sobre la alfombra, delante del fuego crepitante, y abismarme en la lectura de una novela barata mascando pegajosos bombones de licor. Con sólo pedirlos, una doncella me los traería.
No obstante, un poco a la ventura, abrí la puerta de la biblioteca. Y creo que supe, lo supe por un cierto cosquilleo en las yemas de los dedos, aun antes de abrirlo, lo que encontraría en el interior de ese delgado volumen sin un título en el lomo. ¿No me había sugerido él, cuando me mostró el Rops recién comprado a un precio exorbitante, que era un connaisseur en la materia? Sin embargo, yo no me esperaba encontrar una escena como ésa, la niña con lágrimas como perlas rodando por sus mejillas, la vulva un higo partido al medio bajo los grandes globos de las nalgas donde los nueve cabos lacerantes de la disciplina estaban a punto de descender, en tanto un hombre con un antifaz negro se toqueteaba con la mano libre una verga que se curvaba hacia arriba como la cimitarra que blandía. El cuadro tenía una leyenda: «Castigo a la curiosidad». Mi madre, con toda la precisión de su excentricidad, me había explicado lo que hacían los amantes; yo era inocente pero no naïve. Las aventuras de Eulalia en el harem del gran Turco habían sido impresas, según rezaba la guarda, en Amsterdam en 1784, una rara pieza para coleccionistas. ¿Lo habría traído de aquella ciudad del norte alguno de sus antepasados? ¿O lo habría comprado mi marido en una de esas pequeñas librerías de la Rive Gauche en las que un viejo te escruta a través de unas gafas de una pulgada de espesor, desafiándote a que inspecciones sus mercancías? Volví las páginas con anticipado temor; la impresión era color herrumbre. Otro grabado: «La inmolación de las esposas del Sultán». Yo sabía lo bastante como para que lo que veía en ese libro me cortara el aliento.
Hubo una acre intensificación del olor del cuero; su sombra cayó sobre la matanza.
—De modo que mi monjita ha encontrado los libros de oraciones —inquirió, con una rara mezcla de sorna y deleite; luego, reparando en mi furiosa, dolorida turbación, se rió de mí a carcajadas, me arrancó el libro de las manos y lo depositó sobre el sofá—. ¿Qué, las figuritas cochinas han asustado a Bebé? Mi Bebé no debería jugar con juguetes para mayores hasta que haya aprendido a manejarlos, ¿no te parece?
Entonces me besó. Y esta vez sin reticencias. Me besó y posó imperiosamente su mano en mi pecho, bajo mi vaina de encaje antiguo. Tambaleándome, empecé a subir la escalera de caracol que conducía a mi alcoba, al lecho de ébano tallado y hoja de oro en el que él fuera concebido. Balbuceé, atolondrada: si todavía no hemos almorzado; y además, es pleno día…
Para verte mejor…
Quiso que me pusiera la gargantilla, esa joya de familia heredada de una mujer que había escapado al cadalso. Con dedos trémulos me la abroché al cuello. Estaba fría como el hielo, y me estremecí. Él enroscó mis cabellos en una soga y los apartó de mis hombros para poder besarme mejor la pelusilla del cuello, debajo de las orejas; esa caricia me hizo temblar. Y besó también los ardientes rubíes. Los besó antes de besarme la boca. Extasiado, entonó:
—Sólo guarda de su atuendo / su sonora pedrería.
Una docena de maridos empalaron a una docena de esposas mientras allá afuera, en el aire vacío, las gaviotas graznaban columpiándose en trapecios invisibles.
El insistente chillido del teléfono me volvió a la realidad. Él yacía junto a mí como un roble talado, la respiración jadeante, entrecortada como si acabara de batirse a duelo conmigo. En el transcurso de aquella lucha unilateral, vi su mortal compostura despedazarse como un jarrón de porcelana arrojado contra una pared; lo había oído gritar y blasfemar durante el orgasmo; yo había sangrado. Y había visto, tal vez, su rostro sin la máscara. Y tal vez no. Pero la pérdida de mi virginidad me había trastornado hasta lo indecible.
Sacando fuerzas de flaqueza, metí la mano en el gabinete cloisonné que ocultaba el teléfono junto a la cama, y atendí el llamado. Su agente de Nueva York. Urgentísimo.
Lo sacudí para despertarlo, y me di vuelta otra vez, acunando entre mis brazos mi cuerpo exhausto. Su voz zumbaba como un enjambre de abejas a la distancia. Mi marido. Mi esposo, que, con tanto amor, llenara mi alcoba de tantas calas que se hubiera dicho el gabinete de un embalsamador. De esos somnolientos aros de Etiopía que ahora meneaban las pesadas cabezas esparciendo su incienso lascivo, insolente con reminiscencias de carne ahíta de lujuria.
Cuando concluyó con el agente, se volvió hacia mí y acarició el collar de rubíes que me mordía la garganta, pero esta vez con una ternura tal que yo me abandoné sin reticencias, y me acarició los pechos. Mi adorada, mi amor, mi niñita, ¿te ha dolido? Cuánto lo lamenta, tanta impetuosidad, no pudo contenerse; es que, ya ves, te quiere tanto… y ese recitativo de enamorado hizo brotar de mis ojos un torrente de lágrimas. Me aferré a él como si sólo quien me había infligido el dolor pudiera ahora consolarme de haberlo padecido. Por un momento me murmuró al oído con una voz que nunca le había oído antes, una voz como las tiernas consolaciones del mar. Pero luego desenroscó los zarcillos de mi pelo de los botones de su smoking, depositó un beso presuroso en mi mejilla y me dijo que su agente neoyorquino lo había llamado por un asunto tan apremiante que tendría que marcharse no bien la marea bajara lo suficiente. ¿Abandonar el castillo? ¡Salir de Francia! Y permanecería fuera del país seis semanas por lo menos.
—¡Pero es nuestra luna de miel!
Un negocio, una operación que dependía del azar y de la suerte, con varios millones en juego, dijo. Se apartó de mí para encerrarse en ese silencio suyo, de figura de cera; yo era sólo una chiquilla, yo no comprendía. Y mi vanidad herida le oyó decir, sin palabras, he tenido demasiadas lunas de miel para que puedan significar para mí, cualquiera de ellas, compromisos impostergables. Bien sé que esta criatura que he comprado por un puñado de piedrecitas de colores y pellejos de animales muertos no se escapará. Sin embargo, una vez que hubiese telefoneado a su agente de París a fin de reservar un billete a los Estados Unidos para el día siguiente —un llamadito, nada más, mi pequeña— tendremos tiempo de cenar juntos.
Y yo debía contentarme con eso.
Un plato mejicano, faisán con avellanas y chocolate; ensalada; un queso blanco, voluptuoso; un sorbete de uvas moscatel y Asti espumante. Un brindis con Krug, festivo, burbujeante. Y por último café negro, amargo, en unas tacitas preciosas tan delgadas que el brebaje ensombrecía los pájaros pintados en la porcelana. En la biblioteca, adonde él me llevó para sentarme sobre sus rodillas en un sillón de cuero frente al chisporroteante fuego del hogar, con los cortinados de terciopelo púrpura corridos sobre la noche, yo bebí cointreau, él su coñac. Había querido que me pusiera esa casta túnica de Poiret de muselina blanca. Parecía agradable especialmente, mis pechos se veían a través de la levísima tela, decía, como dos blancas y suaves palomitas que durmieran, cada una, con un ojo rosado abierto. Pero no quiso que me quitara el dogal de rubíes, que me molestaba cada vez más, ni que recogiera mi cabello suelto, símbolo de una virginidad tan recientemente desflorada que era una dolorosa presencia entre nosotros. Enroscó sus dedos en mis rizos hasta que mi rostro se contrajo en una mueca de dolor; yo, lo recuerdo, hablé muy poco.
—La doncella ya habrá cambiado nuestras sábanas —dijo—. Aquí ya no colgamos de las ventanas las sábanas manchadas de sangre para demostrar a toda Bretaña que tú eras virgen, no en estos tiempos civilizados. Pero te diré que ésta habría sido la primera vez, en todas mis vidas de casado, que hubiera podido mostrar semejante trofeo a mis curiosos arrendatarios.
De pronto comprendí, con un sobresalto, que debió de ser mi inocencia lo que lo cautivara —la música silente de mi candor, decía, como La terrasse des audiences au clair de lune ejecutada en un piano con teclas de éter. No debéis olvidar cuán incómoda me sentía yo en medio de todo ese lujo, hasta qué punto la desazón había sido mi constante compañera durante todo el tiempo de mi noviazgo con ese sátiro grave que ahora martirizaba con ternura mi pelo. Saber que mi ingenuidad le proporcionaba algún placer me infundía valor. Courage! Haré el papel, aunque más no sea por inercia, de la dama nacida en cuna de oro.
Luego, lenta pero juguetonamente, como quien entrega a una niña un regalo magnífico, misterioso, sacó de un escondrijo del interior de su chaqueta un manojo de llaves… llaves y más llaves, una llave, dijo, para cada cerradura de la casa. Toda suerte de llaves, algunas antiguas, enormes, de hierro negro; otras gráciles, delicadas, casi barrocas; yales delgadas como hostias para las cajas fuertes y gavetas. Y era yo quien, en su ausencia, sería su depositaria.
Yo miré el pesado manojo con circunspección. No había pensado, hasta ese momento, en los aspectos prácticos de un matrimonio con una gran casa, con una gran fortuna, con un gran hombre que parecía poseer tantas llaves como el guardián de una cárcel. Allí estaban las bastas y arcaicas llaves de las mazmorras, pues mazmorras teníamos, y en abundancia, aunque convertidas ahora en bodegas para sus vinos; hileras y más hileras de botellas polvorientas habitaban ahora aquellas cuevas de dolor excavadas en la roca sobre la cual se alzaba el castillo. Éstas son las llaves de las cocinas, ésta es la llave de la galería de arte, un verdadero museo de tesoros enriquecido por cinco siglos de ávidos coleccionistas, ah, él estaba seguro de que yo pasaría allí horas y horas.
Había satisfecho con creces su gusto por los simbolistas, me dijo, con un fulgor de codicia en la mirada. Y allí estaba el célebre retrato de su primera esposa, pintado por Moreau, La víctima ataviada para el sacrificio, con la marca de las cadenas dibujando un encaje sobre su piel translúcida. ¿Conocía yo la historia de ese cuadro? ¿Sabía que cuando se desnudó ante él por primera vez, ella, recién rescatada de su café de Montmartre, se había cubierto de un rubor que le enrojeció los pechos, los brazos, los hombros, todo el cuerpo? Él había recordado esa historia, a esa niña tan querida, la primera vez que me desnudó… Ensor, el gran Ensor, su lienzo monolítico: Las vírgenes locas. Dos o tres Gauguin de la última época, su favorito el de la joven indígena en éxtasis en la casa solitaria, llamado De la noche venimos, hacia la noche vamos. Y además de sus adquisiciones personales, las maravillas heredadas de su familia, los Watteau, los Poussin, y un par de Fragonards muy particulares, encargo de un antepasado licencioso quien, se decía, había posado en persona para el pincel del maestro con sus dos hijas… Interrumpió bruscamente la descripción de sus tesoros.
Tu rostro pálido, delicado, chérie, dijo, como si me viera por primera vez. Tu rostro pálido y delicado, con sus promesas de perversión que sólo un connaisseur podría detectar.
Un leño al caer entre las ascuas instigó una lluvia de chispas; en mi mano, el ópalo fulguró en verdes llamaradas; yo tenía una sensación de vértigo, de vacío, como en el borde de un precipicio; tenía miedo, no tanto de él, de su presencia monstruosa, pesada como si al nacer lo hubieran dotado de una gravedad específica mayor que la del resto de nosotros, esa presencia que, incluso en los momentos en que más enamorada de él creía estar, siempre me oprimía de una manera inexplicable. No; no era de él de quien tenía miedo; era de mí. Era como si yo hubiera nacido de nuevo en esos ojos suyos sin reflejos, como si hubiera renacido bajo formas insospechadas. No me reconocía en las descripciones que él hacía de mí, y sin embargo, sin embargo… ¿No habría en ellas, quizá, un grano de verdad brutal? Y de sólo pensar que él pudo haberme elegido por eso, por haber percibido en mi inocencia un raro talento para la perversión, un intenso rubor, disimulado por la roja lumbre de las llamas, volvió a cubrirme.
Aquí tienes la llave del gabinete de las porcelanas, no te rías, querida; en esa alacena hay el botín de un rey en Sèvres y el botín de una reina en Limoges. Y la llave del cuarto cerrado, trancado, en que se conservaban cinco generaciones de platería.
Llaves, llaves, llaves. Él me confiaría las llaves de su despacho, aunque yo fuese apenas un bebé; y las llaves de sus cajas de seguridad, donde guardaba las joyas que yo usaría, me prometió, cuando regresáramos a París. ¡Y qué joyas! Oh, podría cambiar mis pendientes y collares tres veces al día, como la emperatriz Josefina se cambiaba la ropa interior. Dudaba, dijo, con ese ruido hueco, entrecortado que le servía de risa, que me interesaran demasiado los títulos de sus acciones, aunque desde luego eran infinitamente más valiosos.
Fuera de la casa, más allá de nuestra privacidad a la luz de las llamas, podía oír el rumor de la marea en reflujo sobre los cantos rodados de la playa; era casi la hora en que él debía partir, dejándome sola. Sólo quedaba en el aro una llave que no había explicado, y ahora parecía vacilar. Por un momento pensé que la separaría de sus hermanas, la deslizaría en su bolsillo y se la llevaría.
—¿Qué llave es ésa? —inquirí, porque sus bromas cariñosas me habían envalentonado—. ¿La llave de tu corazón? ¡Dámela!
Provocativamente, balanceó la llave por encima de mi cabeza, fuera del alcance de mis dedos ansiosos; y aquellos labios rojos, desnudos se distendieron en una sonrisa.
—Ah, no —dijo—, no la llave de mi corazón. Más bien la llave de mon enfer.
Sin retirar la llave, volvió a cerrar el aro y lo sacudió musicalmente, como un carillón. Luego lo dejó caer en un tintineante montón, sobre mi falda. Yo sentí, a través de la tenue muselina de mi vestido, el frío del metal helándome los muslos. Él se inclinó para depositar en mi frente el beso enmascarado de su barba.
—Todo hombre necesita tener un secreto, siquiera uno, algo que su esposa ha de ignorar —dijo—. Prométeme, mi pálida pianista; prométeme que usarás todas las llaves del manojo salvo ésta última, pequeñita que acabo de mostrarte. Juega con todo cuanto encuentres, joyas, platería; haz barquitos de papel con los títulos de mis acciones, si así lo deseas, y échalos a navegar rumbo a América, en pos de mí. Todo es tuyo, todas las puertas se abrirán para ti, menos la que abre esta llavecita. De todos modos no es más que la llave de un cuarto pequeño al pie de la torre del oeste, detrás de la despensa, al final de un corredorcito oscuro, lleno de horrendas telarañas que se prenderán de tus cabellos y te aterrorizarán, si es que allí te aventuras. Oh, encontrarás un cuartito tan anodino… Pero debes prometerme, si me amas, que no entrarás en él. Es sólo un estudio personal, un escondrijo, una guarida, un «den», dirían los ingleses… adonde voy, de tanto en tanto, en esas raras pero inevitables ocasiones en que el yugo del matrimonio parece pesar demasiado sobre mis hombros. Allí puedo ir, ¿entiendes?, para saborear el raro placer de imaginarme sin esposa.
Sólo unas pocas estrellas titilaban, pálidas sobre la explanada, cuando envuelta en mis pieles lo acompañé hasta el automóvil. Sus últimas palabras fueron que había telefoneado al continente y contratado un afinador de pianos para que residiera en la casa; el hombre vendría a hacerse cargo de su empleo al día siguiente. Me estrechó contra su pecho de vicuña, sólo una vez, y partió.
Yo había dormitado toda la tarde y ahora no podía conciliar el sueño. Di vueltas y vueltas en su lecho ancestral hasta que otro amanecer palideció en los espejos, que rutilaron, iridiscentes, con los reflejos del mar. El perfume de las calas embotaba mis sentidos; de solo pensar que en adelante siempre habría de compartir aquellas sábanas con un hombre cuya piel, como la de esas flores, parecía rezumar la viscosa humedad de los sapos, sentía una vaga desolación dentro de mí, que ahora, mi herida de mujer ya restañada, despertaba un ansia inquietante, algo así como los antojos comunes en las embarazadas de comer carbón, o creta, o alimentos putrefactos. ¿Acaso sus palabras, su carne, sus miradas no me habían dejado entrever las mil y una barrocas intersecciones de la carne sobre la carne? Y yo yacía en el ancho lecho con la sola, insomne compañía de mi oscura curiosidad recién nacida.
Estaba sola en el lecho. Y lo deseaba. Y me repelía.
¿Habría joyas suficientes en todas sus cajas de seguridad para contrarrestar la angustiosa dualidad de mis sentimientos? ¿Contendría ese castillo riquezas bastantes como para recompensarme por la compañía del libertino con quien debería convivir? ¿Y cuál era, precisamente, la naturaleza del fascinado horror que me inspiraba ese ser misterioso que, para demostrar su poder sobre mí, me había abandonado en mi noche de bodas?
De pronto me incorporé en la cama, bajo las máscaras sardónicas de las gárgolas, asaltada por una loca sospecha. ¿Y si me hubiera abandonado no por Wall Street sino por alguna amante importuna, escondida Dios sabe dónde, que sabría complacerlo mucho mejor que una niña cuyos dedos sólo se habían ejercitado hasta entonces en la práctica de escalas y arpegios? Y lentamente, ya más serena, me dejé caer de nuevo sobre el montón de almohadas. Reconocí que mi repentino ataque de celoso temor no había estado exento de un dejo de alivio.
Por fin, cuando ya la luz del día inundó la alcoba y ahuyentó los malos sueños, caí en un profundo letargo. Pero lo último que recordé antes de dormirme fue el alto jarrón de calas junto a la cama, cómo los gordos tallos, deformados por el grueso cristal, parecían brazos, brazos desmembrados flotando a la deriva en el agua verdosa.
Café y croissants para consuelo de este solitario despertar nupcial. Una delicia. Y miel, por añadidura, un trozo de panal en un cuenco de cristal tallado. La doncella exprimió el zumo aromático de una naranja en un copón helado mientras yo la observaba desde el perezoso lecho de mediodía de los ricos. No obstante, esa mañana nada me proporcionó más que un placer fugaz, salvo el enterarme de que el afinador de pianos ya había estado realizando su tarea. Cuando la doncella me lo dijo salté de la cama y me puse mi vieja falda de sarga y mi blusa de franela, mi uniforme de estudiante en el que me sentía mucho más a gusto que con cualquiera de mis espléndidos vestidos nuevos.
Después de mis tres horas de práctica, llamé al afinador para darle las gracias. Era ciego, naturalmente; y joven y con una boca delicada y unos ojos grises que se clavaron en mí aunque no pudieran verme. Era hijo de un herrero de la aldea, al otro lado del camino; era el director del coro de la iglesia a quien el buen párroco enseñara un oficio para que pudiese ganarse el sustento. Todo era en extremo satisfactorio. Sí. Él creía que allí podía ser feliz. Y si de vez en cuando, agregó tímidamente, pudiera oírme tocar… porque, ¿sabéis?, él adoraba la música. Sí. Desde luego, dije. Claro que sí. Parecía saber que yo le sonreía.
Cuando me despedí de él, y aunque me había despertado tan tarde, era apenas la hora de mi «five o’clock». El ama de llaves, que, prevenida por mi esposo, se había abstenido de interrumpir mi música, me hizo ahora una solemne visita con un largo menú para un almuerzo tardío. Cuando le dije que no lo necesitaba, me miró de soslayo por encima de su nariz. Comprendí al instante que una de mis principales funciones de castellana consistía en proporcionar trabajo al personal. Pero de todas maneras, no di el brazo a torcer y dije que esperaría hasta la hora de la cena, aunque aguardaba con nerviosa impaciencia esa comida solitaria. Ahora, comprendí, debía decirle qué me gustaría que me preparasen; y mi imaginación, todavía la de una colegiala, se desenfrenó. Un pollo a la crema… ¿o me anticiparía a la Nochebuena con un pavo al caramelo? No: lo he decidido. Aguacates, gambas, gambas a montones, ninguna entrada, no. Pero para postre sorpréndame con todos los helados que haya en la nevera. Ella tomó nota de todo y alzó la nariz, desdeñosa; la había escandalizado. ¡Vaya gustos! Niña como era, me reía a solas cuando se marchó.
Pero ahora… ¿qué podré hacer ahora?
Hubiera podido pasar una hora feliz desempacando mi trousseau de los baúles, pero ya lo había hecho la doncella, los vestidos, los tailleurs estaban ya colgados en el guardarropa de mi cuarto de vestir, los sombreros encasquetados en cabezas de madera para que no perdieran la forma, los zapatos calzados en pies de madera como si todos esos objetos inanimados imitaran la apariencia de la vida para mofarse de mí. No me apetecía permanecer en mi atestado vestidor, ni en mi alcoba con el fúnebre olor de las calas. ¿Cómo pasar el tiempo?
¡Tomaré un baño en mi propio cuarto de baño! Y descubrí que los grifos eran pequeños delfines de oro, con ojos de esquirlas de turquesa. Y había un estanque de pececitos dorados que nadaban apareciendo y desapareciendo entre móviles frondas de algas, tan aburridos, pensé, como yo misma. ¡Cuánto deseaba que él no me hubiese dejado sola! Cuánto deseaba poder charlar, siquiera, con una doncella; o con el afinador de pianos… Pero sabía que mi nuevo rango me impedía entablar amistades con el personal.
Me había propuesto diferir el llamado cuanto me fuera posible, con la vaga esperanza de encontrar algo que hacer en las horas muertas que me aguardaban después de la cena, pero a las siete menos cuarto, cuando ya la oscuridad rodeaba el castillo, no pude contenerme. Telefoneé a mi madre. Y yo misma me sorprendí estallando en lágrimas al oír su voz.
No, no, nada malo. Mamá, mi bañera tiene grifos de oro. ¡Grifos de oro!, dije.
No, supongo que no tengo ningún motivo para llorar, mamá.
La línea era mala, a duras penas pude escuchar sus felicitaciones, sus preguntas, su preocupación, pero cuando colgué el receptor me sentía un poco menos desconsolada.
Sin embargo, me quedaba aún una larga hora hasta que me sirvieran la cena, y todo el inimaginable desierto del resto de la noche.
El manojo de llaves aún estaba allí donde él lo dejara, sobre la alfombra de la biblioteca, delante del fuego encendido que había calentado el metal, y ya no estaban frías al tacto sino casi tan tibias como mi propia piel. Qué imprudencia la mía; una doncella, que arreglaba la leña, me lanzó una mirada de reproche como si yo le hubiera tendido una trampa al recoger el tintineante manojo de llaves, las llaves de las puertas interiores de esta hermosa prisión de la cual yo era a la vez la reclusa y la alcaldesa, y que casi no había visto aún. Cuando tomé conciencia de ello, experimenté la loca euforia del explorador.
¡Luces! ¡Más luces!
Al toque de un interruptor, la soñolienta biblioteca quedó brillantemente iluminada. Enloquecida, corrí por el castillo, encendiendo cuanta luz encontraba a mi paso, y ordené a la servidumbre que iluminaran también todas sus dependencias, para que el castillo resplandeciera como una tarta de cumpleaños en el pecho del mar, a la luz de mil bujías, una por cada año de su existencia, para que todo el mundo en la costa se maravillara de verlo. Cuando toda la casa estuvo iluminada y tan resplandeciente como el café de la Gare du Nord, el significado de la posesión de ese manojo de llaves ya no me intimidaba, pues ahora estaba resuelta a investigar con su ayuda la verdadera naturaleza de mi esposo.
Primero su despacho, obviamente.
Un escritorio de caoba de media milla de ancho, con un secante impecable y una barricada de teléfonos. Me di el lujo de abrir la caja fuerte que contenía las joyas y exploré entre los estuches de piel lo suficiente para descubrir que mi matrimonio me había dado acceso al tesoro de un genio —alhajas, brazaletes, anillos… Mientras estaba así rodeada de diamantes, una doncella llamó a la puerta y entró antes que yo respondiese; una sutil descortesía. Le hablaría de ello a mi marido. Echó una mirada desdeñosa a mi falda de sarga; ¿no piensa vestirse madame para la cena?
Hizo una mueca despectiva cuando me reí al oírla: ella era, mucho más que yo, la señora. Pero imaginad engalanarme con una de las extravaganzas de Poiret, el turbante enjoyado y la aigrette, ensogada de perlas hasta el ombligo, para sentarme a solas en el comedor señorial, a la cabecera de esa mesa enorme en la que se decía que el rey Marco había agasajado a sus caballeros. Me sosegué bajo la fría mirada de su desaprobación. Adopté las tajantes inflexiones de la hija de un oficial. No, no me vestiría para la cena. Por lo demás, tampoco tenía hambre. Debía decirle al ama de llaves que cancelara el festín en el dormitorio que antes le ordenara. ¿Podrían dejarme unos sandwiches y un termo con café en mi sala de música? ¿Y harían el favor de retirarse todos, durante la noche?
Mais oui, madame.
Comprendí, por el tono compasivo de su voz, que los había defraudado una vez más; pero no me importaba; me sentía armada contra ellos por el esplendor de sus tesoros. Sin embargo no hallé su corazón entre aquellas piedras rutilantes; tan pronto como la doncella se hubo marchado inicié un registro sistemático de los cajones de su escritorio.
Todo estaba en orden, y no encontré nada. Ni un garabato trazado al azar en algún sobre viejo, ni la desvaída foto de una mujer. Nada fuera de las carpetas de correspondencia comercial, los recibos de los arrendatarios, las facturas de los sastres, los billets-doux de las financieras internacionales. Nada. Y esta ausencia de pruebas de su vida real empezó a despertar en mí una extraña sospecha; si se toma tanto trabajo para guardarla en secreto, reflexioné, ha de tener mucho que ocultar.
Su despacho era una habitación singularmente impersonal, que miraba a la explanada del castillo, como si él deseara volver la espalda al mar y a sus cantos de sirena para tener la mente clara mientras tramaba la bancarrota de un pequeño comerciante de Amsterdam o —advertí con un escalofrío de repulsión— concertaba un negocio en Laos que, a juzgar por algunas alusiones crípticas a su entusiasmo de botánico amateur por ciertas amapolas raras, debía de estar relacionado con el opio. ¿No era acaso lo bastante rico como para prescindir del crimen? ¿O sería el crimen mismo su fuente de recursos? En todo caso, yo había visto lo suficiente como para comprender la razón de tanto celo.
Ahora que había requisado su escritorio, debía pasar un lúcido cuarto de hora poniendo cada carta donde la había encontrado y, mientras borraba las huellas de mi visita, por pura casualidad, al meter la mano en una gaveta que se había atascado, debí de tocar algún resorte oculto, pues un cajón se abrió de pronto dentro de aquélla y ese cajón secreto contenía, por fin, una carpeta rotulada con la inscripción: Personal.
A no ser por mi propio reflejo en la ventana sin cortinas, yo estaba sola.
Por un instante, tuve el presentimiento de que su corazón, aplastado como una flor, rojo y fino como papel de seda, se hallaba en esa carpeta. Era una carpeta muy delgada.
Hubiera preferido, tal vez, no encontrar aquella nota conmovedora, escrita con faltas de ortografía sobre una servilleta de papel de La Coupole, que comenzaba: «Mi adorado, con qué ansias espero el momento en que habrás de hacerme tuya para siempre». La diva le había enviado una página de la partitura de Tristán, el Liebestod, con una única palabra críptica garabateada al través: «Hasta…», pero la más extraña de todas esas cartas de amor era una postal con la imagen de un cementerio de aldea, entre montañas, donde un enlutado sepulturero cavaba con frenesí una fosa; al pie de esta pequeña estampa, ejecutada con la vívida exuberancia del Gran Guiñol, había una leyenda: «Típica escena transilvana; Medianoche; Todos los Santos». Y en el reverso, el mensaje: «En ocasión de esta boda con la descendiente de Drácula, recuerda siempre que: “El único y supremo placer del amor es la certeza de estar haciendo el mal”. Toutes amitiés, C.».
Una broma. Una broma del peor gusto; ¿acaso no había estado casado él con una condesa rumana? Y entonces recordé su cara bonita, vivaz, y su nombre: Carmilla. Mi más reciente antecesora en este castillo había sido, al parecer, la más extravagante.
Hice a un lado la carpeta, pensativa. Nada en mi vida de afecto familiar y música me había preparado para estos juegos de adultos, y sin embargo ellos eran las claves de su personalidad, que me demostraban al menos cuánto lo habían amado, aun cuando no me revelaran ninguna buena razón para ello. Pero yo quería saber más; y cuando cerré la puerta de su despacho y le puse llave, el instrumento para seguir investigando cayó de pronto a mis pies.
Cayó, sí, literalmente; y con el estrépito de todo un juego de cubiertos porque, cuando hice girar la delgada yale se abrió, no sé cómo, la argolla, y todas las llaves se desparramaron por el suelo. Y la primera que recogí del montón fue, por fortuna o desgracia, la llave de ese cuarto que él me había prohibido, el cuarto que reservaba para estar a solas, para ir cuando deseaba sentirse nuevamente soltero.
Decidí explorarlo antes de que empezara a sentir un vago resurgimiento de ese oscuro temor que me inspiraba su inmovilidad de figura de cera. Tal vez imaginé, en aquel momento, que lo encontraría a él, al verdadero, en esa guarida, acechando para saber si en verdad lo había obedecido; que había enviado a Nueva York un facsímil de sí mismo, un enigmático cascarón autónomo de su persona pública mientras que el hombre real, cuyo rostro yo había vislumbrado en la tormenta del orgasmo, se entregaba a sus acuciantes asuntos secretos en el estudio al pie de la torre del oeste, detrás de la despensa. Pero de ser así, era imprescindible que lo encontrase, que lo conociera; y yo, demasiado segura de su aparente debilidad por mí, no creía que mi desobediencia pudiera en verdad enfurecerlo.
Cogí del montón la llave prohibida y dejé las otras tiradas.
Era muy tarde y el castillo navegaba a la deriva tan lejos del continente como podía estarlo, en medio del océano silencioso donde, a mis órdenes, flotaba semejante a una guirnalda de luces. Y todo en silencio, todo en calma, a no ser el murmullo de las olas.
Yo no sentía ningún miedo, ninguna insinuación de peligro. Ahora avanzaba con tanta tranquilidad como lo habría hecho en la casa de mi madre.
Nada de pasadizo estrecho y polvoriento; ¿por qué me había mentido? Pero mal iluminado sí, por cierto; la electricidad, por alguna razón, no llegaba hasta allí, de modo que retrocedí hasta la despensa y cogí de un armario un atado de velas de parafina que se guardaban en él con las cerillas para iluminar la mesa de roble en los grandes banquetes. Acerqué una cerilla a mi pequeño candil y avancé con él en la mano, como una penitente, a lo largo del corredor recubierto de pesados tapices, venecianos, creo. La llama develaba aquí la cabeza de un hombre, allá el opulento pecho de una mujer que desbordaba por una raja de su vestido —¿el rapto de las Sabinas, tal vez?—, las espadas desnudas y los caballos inmolados sugerían un tema vagamente mitológico, espeluznante. El corredor descendía, sinuoso; bajo las alfombras espesas había un declive casi imperceptible. Los pesados tapices en las paredes asordinaban mis pasos y hasta mi respiración. Por algún motivo, había empezado a hacer calor, mucho calor; el sudor me perlaba la frente. Ya no podía oír los rumores del mar.
Un corredor largo, tortuoso, como si estuviera en las vísceras del castillo; y este corredor conducía a una carcomida puerta de roble, baja, ojival, trancada con barras de hierro negro.
Y aun así no tuve miedo, no se me erizaron los cabellos en la nuca, no sentí hormigueo alguno en los pulgares.
La llave se deslizó en la cerradura nueva con la facilidad de un cuchillo caliente en un trozo de mantequilla.
Ningún temor; pero sí un titubeo, como una contención del aliento espiritual.
Si yo había descubierto algunos rastros de su corazón en una carpeta caratulada Personal, tal vez aquí, en su retiro subterráneo, podría hallar un algo de su alma. Fue la conciencia de la posibilidad de tal descubrimiento, de su posible rareza lo que me retuvo por un momento inmóvil, antes de que, con la osadía de mi inocencia ya sutilmente mancillada, hiciera girar la llave; y la puerta se abrió con un lento crujido.
«Existe una asombrosa semejanza entre el acto de amor y los oficios de un torturador», opinaba el poeta favorito de mi esposo; en el lecho nupcial, algunos indicios de la naturaleza de esa semejanza me habían sido revelados. Y ahora el candil me descubría los contornos de un potro de tormento. Había también una gran rueda, semejante a aquellas que yo había visto en las estampas de los libros sagrados de mi vieja nodriza, y que representaban los martirios de los santos. Y apenas un atisbo antes de que mi llamita se apagara y me dejara en la más absoluta oscuridad una armadura de metal, provista de bisagras en el flanco y —yo lo sabía— de púas en el interior; hasta conocía su nombre: la Doncella de Hierro.
Absoluta oscuridad. Y en torno, los instrumentos de mutilación.
Hasta ese momento, esta niña mimada ignoraba que había heredado el temple y la entereza de una madre que desafiara a los piratas amarillos de Indochina. El espíritu de mi madre me impulsaba a seguir, a internarme en ese lugar horrendo poseída por un éxtasis frío, resuelta a saber lo peor. A tientas, busqué las cerillas en mi bolsillo; ¡qué luz tan lúgubre, tan mortecina! Y sin embargo suficiente, oh sí, más que suficiente, para ver un cuarto especialmente destinado a la profanación y a quién sabe qué encuentros tenebrosos de amantes inimaginables cuyos abrazos serían la aniquilación.
Los muros de esta cámara de torturas eran la roca viva; relucían como si transpirasen de terror. En las cuatro esquinas había urnas funerarias de gran antigüedad, etruscas tal vez, y, sobre trípodes de ébano, los pebeteros de incienso que él dejara encendidos y que llenaban el aire de un hedor sacerdotal. Rueda, potro y Doncella de Hierro estaban expuestos tan ostentosamente como si fueran piezas de estatuaria; y yo me sentí casi consolada, casi me persuadí de que tal vez sólo había tropezado con un pequeño museo de su perversidad, de que él había instalado allí esos objetos monstruosos para su sola contemplación.
No obstante, en el centro del cuarto había un catafalco, un ominoso, funesto féretro de la artesanía renacentista, circundado de largos cirios blancos y, al pie, una gran brazada de esos mismos aros de Etiopía con que había llenado mi alcoba, en un jarrón de porcelana de un sombrío rojo chino de más de un metro de altura. No me atrevía a examinar de más cerca este extraño catafalco y a su ocupante, pero sabía que tenía que hacerlo.
Cada vez que frotaba una cerilla para encender aquellos cirios que rodeaban su lecho, era como si se desprendiera de mí un velo de esa inocencia que él tanto había codiciado.
La cantante de ópera yacía, desnuda, bajo una delgada sábana de un muy raro y precioso linón, tal como los príncipes de Italia acostumbraban amortajar a quienes habían envenenado. La toqué, toqué con suavidad el blanco pecho; estaba fría, él la había embalsamado. En la garganta pude ver la impronta azul de sus dedos de estrangulador. Sobre sus párpados lívidos, cerrados, tiritaba la llama fría, triste, de los cirios. Y lo peor, lo peor era que aquellos labios muertos sonreían.
Detrás del catafalco, en medio de las sombras, un resplandor níveo, nacarado; cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad distinguí al fin —horror de los horrores— una calavera; una calavera, sí, tan descarnada ya que casi parecía imposible que aquel hueso desnudo hubiera estado alguna vez untuosamente vestido de vida. Y esta calavera se hallaba suspendida por medio de un sistema de cuerdas invisibles de modo tal que parecía flotar, sin cuerpo, en el aire denso, inmóvil, coronada con una guirnalda de rosas blancas y un velo de encaje, la imagen postrera de su segunda esposa. Y sin embargo la calavera aún era tan bella, los planos purísimos habían modelado tan imperiosamente el rostro que alguna vez la recubriera, que la reconocí al instante. El rostro de la estrella vespertina bordeando la orilla de la noche. Un paso en falso, oh pobre, pobrecilla, tú, la siguiente en la funesta hermandad de sus esposas; un paso en falso, y allá en el negro abismo de la oscuridad caíste.
¿Y dónde estaba ella, la muerta más reciente, la condesa rumana que acaso pensara que su sangre habría de sobrevivir a las depredaciones de su amado? Yo sabía que debía de estar aquí, en este antro al que me había conducido, inexorable, a través del laberinto del castillo, un hilo invisible. Al principio no vi de ella rastro alguno. De pronto, por alguna razón —quizás algún cambio de atmósfera provocado por mi presencia— el esqueleto metálico de la Doncella de Hierro emitió un tañido espectral: mi imaginación febril temió quizá por un momento que su ocupante estuviera tratando de salir a la rastra de su encierro, pero yo, incluso en medio de mi creciente histeria, sabía que debía estar muerta si aquella era su morada.
Con dedos trémulos oprimí el mecanismo que abría la tapa de ese ataúd vertical con su rostro esculpido en un rictus de dolor. Y entonces, horrorizada, dejé caer la llave que aún tenía en la otra mano. Cayó en el charco que empezaba a formarse con su sangre.
Estaba atravesada no por una sino por un centenar de púas esta hija de la tierra de los vampiros que parecía haber muerto hacía tan poco, tan llena aún de sangre como estaba… ¡oh, Dios! ¿Tan reciente era su viudez? ¿Cuánto hacía que la habían guardado en esta celda obscena? ¿Y habría estado allí todo el tiempo, mientras él me cortejaba a la clara luz de París?
Cerré con suavidad la tapa del ataúd y estallé en un tumulto de sollozos de piedad por sus otras víctimas y a la vez de pavorosa angustia al saber que yo, yo misma, era una de ellas.
Los cirios chisporrotearon como en una ráfaga llegada desde una puerta al más allá. La luz relampagueó en mi mano, en el ópalo de fuego, con un resplandor maléfico, como anunciándome que el ojo de Dios —su ojo— estaba puesto en mí. Mi primer pensamiento cuando vi el anillo por el que me vendiera a este destino fue cómo escapar de él.
Tuve aún la suficiente presencia de ánimo para apagar con los dedos los cirios que rodeaban el sarcófago, recoger mi candil y echar una mirada en torno, aunque temblando de miedo, para cerciorarme de que no dejaba rastro alguno de mi visita.
Rescaté la llave del charco de sangre, la envolví en mi pañuelo para no mancharme las manos, y huí del cuarto, cerrando la puerta de un golpazo.
Resonó, detrás de mí, con un eco estremecedor, como si fuera la puerta del infierno.
No podía buscar refugio en mi alcoba porque aquélla retenía aún en el insondable azogue de sus espejos la memoria de su presencia. Mi sala de música parecía el sitio más seguro, si bien observé con un vago temor la imagen de Santa Cecilia: ¿cuál habría sido su martirio?
Mis pensamientos eran un caos; los planes de fuga chocaban unos con otros… En cuanto la marea se alejara de los arrecifes, huiría al continente, a pie, a la carrera, a los tropezones; no confiaba en el chófer de uniforme de cuero, ni tampoco en la correcta ama de llaves; tampoco me atrevía a abrir mi corazón a una de esas pálidas doncellas fantasmales puesto que eran, todas ellas, sus criaturas. Una vez en el poblado, me pondría de pies y manos a merced de la gendarmerie.
Pero ¿podría acaso confiar en ellos? Su familia había imperado en esta comarca durante ocho siglos, desde este castillo cuyo foso era el Atlántico. ¿No estarían la policía, los abogados, incluso el juez, todos a su servicio, haciendo la vista gorda a sus perversiones, puesto que él era el señor feudal cuya palabra debía ser acatada? ¿Quién, en esta costa lejana, creería a la pálida joven parisina que corría a ellos con un espeluznante cuento de sangre, de terror, del ogro que murmura entre las sombras? O más bien sabrían, sí, al instante que era la verdad. Pero estaban todos ligados por un pacto de honor, y ni siquiera se avendrían a escucharme.
Auxilio. Mi madre. Corrí al teléfono; y la línea, por supuesto, estaba muerta.
Muerta como sus esposas.
Una espesa oscuridad, sin una sola estrella, esmaltaba aún las ventanas. Todas las lámparas estaban encendidas en mi cuarto, para que me defendieran de la oscuridad, y sin embargo ella parecía acecharme, estar presente junto a mí, disimulada por las luces, la noche, como una substancia permeable capaz de infiltrarse en mi piel. Miré el antiguo y precioso relojito de Dresden con sus flores hipócritamente inocentes; las agujas habían avanzado apenas una hora, sólo una, desde que yo descendiera a aquel secreto matadero suyo. También el tiempo estaba a su servicio: me atraparía aquí en una noche que habría de durar hasta que él regresara, como un sol negro en un amanecer sin esperanzas.
No obstante, quizás el tiempo pudiera aún ser mi aliado; a esa hora, a esa misma hora, él se embarcaba rumbo a Nueva York.
La certeza de que dentro de pocos minutos mi marido habría abandonado Francia calmó un tanto mi zozobra. La razón me decía que no tenía nada que temer; la marea que habría de llevarlo al Nuevo Mundo me liberaría de la prisión del castillo. Sin duda me sería fácil eludir a los sirvientes. Cualquiera puede comprar un billete en una estación de ferrocarril. Sin embargo la inquietud no me abandonaba. Levanté la tapa del piano; tal vez pensé que mi propia magia podría recrear con música un pentagrama talismánico capaz de protegerme de todo daño: si mi música lo había cautivado desde el primer día, ¿no podría ahora otorgarme el poder de librarme de él?
Mecánicamente, empecé a tocar, pero mis dedos estaban rígidos y temblorosos. Al principio no pude tocar nada mejor que los ejercicios de Czerny, pero el simple acto de tocar me tranquilizó. Y, para mi solaz, por la pura, armoniosa racionalidad de su matemática sublime, busqué entre las partituras hasta hallar El clave bien temperado. Me impuse la tarea terapéutica de ejecutar todas las ecuaciones de Bach, cada una de ellas, y me dije que si las tocaba todas sin un solo error… el amanecer me encontraría otra vez virgen.
El ruido de un bastón que cae.
¡Su bastón con empuñadura de plata! ¿Qué, si no? Ladina, astutamente él había vuelto y me esperaba al otro lado de la puerta.
Me puse en pie, el miedo me daba fuerzas. Eché la cabeza hacia atrás, desafiante.
—¡Entra!
Yo misma me sorprendí al oír la firmeza, la claridad de mi voz.
La puerta se abrió lenta, nerviosamente y vi, no la maciza, la irredimible mole de mi esposo, sino la figura leve, encorvada del afinador de pianos. Y parecía mucho más asustado de mí de lo que podría estar la hija de mi madre en presencia del mismísimo diablo. En aquella cámara de torturas llegué a pensar que nunca, nunca más volvería a reírme; ahora, incontenible, con alivio, solté una carcajada y, luego de un momento de vacilación, el rostro del muchacho se suavizó y una sonrisa tímida, casi avergonzada se dibujó en sus labios. Sus ojos, aunque ciegos, eran de una dulzura singular.
—Perdone usted —dijo Jean-Yves—. Sé que le he dado motivos para despedirme, al estar escondido detrás de su puerta a medianoche… Pero la oí caminar de un lado a otro, arriba y abajo, duermo en un cuarto al pie de la torre del oeste y cierta intuición me dijo que usted no podía dormir y que podría, tal vez, llenar sus horas de insomnio con el piano. Y no lo pude resistir. Además, tropecé con estas…
Y me tendió el manojo de llaves que yo había dejado caer junto a la puerta del despacho de mi marido, esa argolla de la que faltaba una llavecita. Yo las cogí y, desde mi taburete busqué en torno un sitio donde ocultarlas, como si el mero hecho de esconderlas pudiera protegerme. Jean-Yves continuaba sonriendo. Qué difícil resultaba ahora mantener una conversación ordinaria.
—Está perfecto —dije—. El piano. Perfectamente afinado.
Pero él, con la locuacidad de la turbación, insistía en justificarse, como si yo sólo pudiera perdonarle su insolencia si él me explicaba la causa con todo detalle.
—Esta tarde, cuando la oí tocar, pensé que nunca en mi vida había oído tocar a nadie de esa manera. Qué sensibilidad. Qué técnica. Qué regalo para mis oídos escuchar a un virtuoso. De modo que subí hasta su puerta, humildemente, como lo haría un perrito, y apoyé el oído en el ojo de la cerradura y escuché, escuché… hasta que por una torpeza mía mi bastón cayó al suelo y usted me descubrió.
Su sonrisa no podía ser más inocente, más conmovedora.
—Perfectamente afinado —repetí. Para mi sorpresa, ahora que lo había dicho, descubrí que no se me ocurría ninguna otra cosa que decir. Sólo podía repetir: Afinado… Perfectamente… afinado… una y otra vez. Y vi cómo su sonrisa se transformaba, lentamente, en una expresión de desconcierto. Ahora me latía la cabeza. De pronto, al verlo allí, en su entrañable, ciega humanidad, sentí como si una herida profunda, lacerante me desgarrara el pecho. Su figura empezó a difuminarse, la habitación a girar alrededor de mí. Después de las macabras revelaciones de aquella cámara sangrienta, era ahora cuando yo iba a desmayarme, a desmayarme a causa de él, de su dulzura.
Cuando recobré el conocimiento descubrí que estaba en los brazos del afinador de pianos, y que él ahora acomodaba debajo de mi cabeza el cojín de raso del taburete.
—Algo la atormenta a usted —dijo—. Algo terrible. Una joven esposa no tendría por qué sufrir de esa manera. Y menos aún una recién casada.
Su voz, sus palabras tenían los ritmos de las campiñas, los ritmos de las mareas.
—Toda recién casada debería venir a este castillo ya vestida de luto y traer consigo a un sacerdote y un ataúd —dije.
—¡Qué dice usted!
Era demasiado tarde para callar; por lo demás, si también él fuera una de las criaturas de mi marido, al menos se había mostrado bondadoso conmigo. Se lo conté todo: las llaves, la prohibición, mi desobediencia, la cámara, el potro de tormento, la calavera, los cadáveres, la sangre.
—No puedo creerlo —dijo él, pensativo—. Ese hombre… tan rico, tan bien nacido.
—He aquí la prueba —dije. Y dejé caer de mi pañuelo, sobre la sedosa alfombra, la llave fatal.
—Oh Dios —dijo él—. Puedo sentir el olor de la sangre.
Cogió mi mano; me estrechó entre sus brazos. Aunque era poco más que un adolescente, yo sentí fluir en mí, a su contacto, una gran fuerza.
—De uno a otro confín de estas costas corren toda suerte de extraños rumores —dijo—. Hubo hace tiempo un marqués que acostumbraba cazar muchachas jóvenes en el continente; las cazaba con perros, como si fueran zorros; mi abuelo le había oído contar a su abuelo cómo ese marqués sacaba de su morral una cabeza y se la mostraba al herrero mientras el hombre herraba su caballo. «Un magnífico ejemplar del género brunette, ¿eh, Guillaume?». Y era la cabeza de la mujer del herrero.
Pero en estos tiempos más democráticos mi marido debía viajar hasta París para cazar sus presas en los salones. Y Jean-Yves lo supo, lo comprendió al sentir que yo me ponía a temblar.
—¡Oh, madame!, yo pensaba que eran sólo chismes de comadres, meras habladurías, cuentos de miedo para asustar a los niños. Pero ¿cómo podía saber usted, usted, una extranjera, que de antaño la gente llama a este lugar el Castillo del Crimen?
¿Cómo, en verdad, podía yo saberlo? Aunque en lo más profundo de mi corazón siempre había sabido que su señor sería mi muerte.
—¡Escuche usted! —dijo de pronto mi amigo—. El mar ha cambiado de tono; pronto va a amanecer, la marea empieza a bajar.
Me ayudó a incorporarme. Desde la ventana, miré hacia el continente, el camino de acceso donde las piedras húmedas brillaban a la tenue luz del final de la noche y, con un horror casi inimaginable, un horror cuya intensidad me es imposible transmitiros, vi a la distancia, aún muy lejanos pero acercándose cada vez más, inexorablemente, los faros gemelos de su gran automóvil negro abriendo túneles a través de la niebla fluctuante.
Mi marido estaba de vuelta, en efecto; y esta vez no eran meras alucinaciones.
—¡La llave! —dijo Jean-Yves—. Debe volver al llavero, con las demás. Como si nada hubiera pasado.
Pero la llave estaba aún embadurnada de sangre fresca; corrí al baño y la puse bajo el grifo de agua caliente. El agua carmesí corría en remolinos por el lavabo, pero como si la llave misma estuviese herida, el estigma maldito persistía. Los ojos turquesas de los delfines me hacían guiños sarcásticos como si supieran que mi marido había sido más astuto que yo. Froté la mancha con mi cepillo de uñas, pero todo fue en vano. Pensé en el automóvil que rodaba silencioso hacia el cerrado portalón; más frotaba la llave, más vívida volvíase la mancha.
En la atalaya sonaría la campana; el hijo del portero, soñoliento, apartaría entre bostezos el edredón, se pondría la camisa, metería los pies dentro de los zuecos… Lenta, lentamente, abre la puerta a tu amo tan lentamente como puedas…
La mancha de sangre seguía burlándose del agua clara que manaba de la boca de los sarcásticos delfines.
—Ya no hay más tiempo —dijo Jean-Yves—. Él está aquí. Lo sé. Me quedaré contigo.
—Ni pensarlo —dije—. Ahora vuelve a tu cuarto. Por favor.
Él titubeó. Yo puse en mi voz un filo de acero: sabía que debía enfrentar a mi señor a solas. —¡Déjame sola!
Tan pronto como Jean-Yves se hubo marchado, me ocupé de las llaves y corrí a mi alcoba. El camino de acceso estaba desierto. Jean-Yves tenía razón. Mi marido ya había entrado al castillo. Cerré las cortinas, me desnudé y corrí los doseles mientras el penetrante aroma a cuero de Rusia me confirmaba que mi esposo estaba de nuevo junto a mí.
—¡Amor mío!
Con la más traicionera, la más lasciva de las ternuras me besó los ojos, y yo, en mi papel de la recién casada que acaba de despertarse lo rodeé con mis brazos, pues de esa aparente aquiescencia dependía mi salvación.
—Da Silva, de Río, me ganó de mano —dijo con una mueca de desdén—. Mi agente de Nueva York telegrafió a Le Havre y me ahorró un viaje inútil. Así que podremos reanudar nuestros interrumpidos placeres, amor mío.
No le creí una sola palabra. Estaba segura de haber actuado exactamente como él deseaba que lo hiciera. ¿Acaso no me había comprado para eso? Me habían inducido arteramente a traicionarme, a entregarme, indefensa, a esa oscuridad insondable cuya fuente me había sentido compelida a buscar en su ausencia, y ahora, ahora que yo me había enfrentado a esa realidad velada de su persona, de ese ser que sólo en presencia de sus propias atrocidades cobraba vida, debía pagar el precio de mi nueva sabiduría. El secreto de la caja de Pandora; pero él, él mismo me había entregado la caja, sabiendo que yo debía conocer el secreto. Yo había jugado una partida en la cual cada movimiento estaba gobernado por un destino tan opresivo y tan omnipotente como él, dado que él, él mismo era ese destino. Y había perdido. Perdido, sí, en esa charada de inocencia y vicio en que él me había envuelto. Perdido, como la víctima pierde ante el verdugo.
Su mano acarició mi pecho bajo la sábana. Yo trataba de controlar mis nervios, pero no pude reprimir un escalofrío de terror ante esa caricia, ese contacto íntimo que me trajo a la memoria el abrazo mortal de la Doncella de Hierro, sus amantes perdidas allá, en la cripta. Al percibir mi rechazo, sus ojos se empañaron, pero su apetito no disminuyó. Su lengua lamió los labios rojos, ya húmedos. En silencio, misterioso, se apartó de mí para quitarse la chaqueta. Sacó el reloj de oro del bolsillo de su chaleco y lo puso sobre el tocador, como un buen burgués; luego extrajo las monedas tintineantes y de pronto…, ¡oh Dios!, hace toda una pantomima, se palmea minuciosamente los bolsillos, los labios fruncidos de sorpresa, en busca de algo que no está en su sitio. Y entonces se vuelve a mí con una sonrisa horrenda, triunfante.
—Pero claro. Si te he dejado las llaves a ti.
—¿Tus llaves? Ah, sí, por supuesto. Aquí, aquí están, debajo de la almohada; espera un momento… Qué… Ah, no…, a ver…, ¿dónde las habré dejado? Estuve toda la tarde matando el tiempo, en tu ausencia, sentada al piano. ¡Claro, pues! Ahora recuerdo. La sala de música.
Bruscamente, arrojó mi negligé de encaje antiguo sobre la cama.
—Vé a buscarlas.
—¿Ahora? ¿Ahora mismo? ¿No puedes esperar a la mañana, mi adorado?
Me forzaba a mostrarme seductora. Me vi a mí misma, dócil como una planta que implora que la pisoteen, una docena de mujeres vulnerables, suplicantes reflejadas en otros tantos espejos, y lo vi a él a punto de flaquear. Si en ese momento se hubiese tendido junto a mí, lo habría estrangulado.
Pero él gritó, casi bramó:
—No, no puede esperar. Ahora.
La luz fantasmal del amanecer inundaba la estancia. ¿Sólo un amanecer, sólo uno antes de éste había despuntado sobre mí en este lugar infame? No me quedaba más remedio que ir en busca de las llaves que había dejado sobre el taburete del piano y rogar a Dios que él no las examinara con demasiado detenimiento, rogar a Dios que le fallara la vista, que se quedara ciego de repente.
Cuando entré de nuevo en la alcoba con el manojo de llaves, que tintineaba a cada uno de mis pasos como un extraño instrumento musical, él estaba sentado en la cama con su camisa inmaculada, la cabeza hundida entre las manos.
Y me pareció…, me pareció que estaba desesperado.
Extraño. A pesar del miedo, del terror pánico que le tenía, sentí como si emanara de él en ese momento una vaharada fétida, repulsiva, de la más absoluta desesperación, como si los aros de Etiopía que lo rodeaban hubieran, todos a la vez, comenzado a pudrirse. O como si el cuero de Rusia de su perfume estuviera desintegrándose en las substancias que lo componían, piel sobada y excrementos. Y la satánica gravedad de su presencia ejercía en la alcoba una presión tan tremenda que yo sentía la sangre golpear en mis oídos como si hubiéramos sido arrojados al fondo del océano, bajo las olas que batían contra la costa.
Junto con esas llaves yo tenía mi vida en mis manos, y dentro de un momento tendría que ponerla en las suyas de dedos primorosamente manicurados. Los testimonios de aquella cámara sangrienta me habían demostrado que no podía esperar clemencia. Y sin embargo, cuando él alzó la cabeza y clavó en mí la mirada de sus ojos ciegos, encapotados, como si no me reconociera, sentí una aterrorizada piedad por él, por ese hombre que habitaba en lugares tan extraños, tan secretos donde yo, si lo amara lo bastante como para seguirlo, tendría que morir.
¡Qué soledad tan atroz la de aquel monstruo!
El monóculo se le había caído de la cara. Su melena rizada estaba en desorden, como si en su desesperación se la hubiera meneado con las manos. Vi que había perdido su impasibilidad y que ahora lo poseía una excitación que apenas podía contener. La mano que extendió para recibir las fichas de aquella partida de amor y de muerte temblaba un poco; el rostro que volvió hacia mí develaba un oscuro delirio que a mí me pareció una mezcla de una horrible, sí, horrible vergüenza, pero a la vez una terrible, culposa alegría mientras lenta, parsimoniosamente se cercioraba de que yo había pecado.
La mancha delatora se había definido y tenía ahora la forma y el brillo del as de corazón de los naipes. Retiró la llave de la argolla y la contempló un momento, solitario, taciturno.
—Ésta es la llave que conduce al reino de lo inimaginable —dijo. Su voz sonó grave, con el timbre de los órganos de ciertas catedrales que parecen, cuando se los toca, estar dialogando con Dios.
Yo no pude reprimir un sollozo.
—Oh mi amor, mi pequeño amor que me trajo un casto regalo de música —dijo, como con dolor—. Mi pequeño amor, nunca sabrás cuánto aborrezco la luz del día.
Luego, bruscamente, me ordenó:
—¡De rodillas!
Yo me arrodillé a sus pies y él apoyó con suavidad la llave sobre mi frente, la sostuvo allí un momento. Yo sentí un ligero cosquilleo de la piel y, cuando involuntariamente me miré en el espejo, vi que la mancha de forma de corazón había pasado a mi frente, entre las cejas, como la marca de casta de una brahamina. O la marca de Caín. Y ahora la llave resplandecía, impoluta, como recién forjada.
Él volvió a insertarla en la argolla y dejó escapar el mismo suspiro sordo, prolongado que había soltado cuando yo dije que me casaría con él.
—Mi virgen de los arpegios, prepárate para el martirio.
—¿En qué consistirá? —pregunté.
—Decapitación —murmuró, casi con voluptuosidad—. Ve y toma un baño; ponte ese vestido blanco que llevaste para escuchar Tristán y el collar que prefigura tu fin. Y yo iré a la sala de armas para afilar la espada ceremonial de mi bisabuelo.
—¿Y los sirvientes?
—Gozaremos de la más absoluta soledad para nuestros ritos postreros: ya los he despedido. Si te asomas a la ventana los verás, camino al continente.
Ya era plena mañana, una mañana pálida, gris, indefinida; el mar tenía un aspecto viscoso, siniestro, un día lúgubre para morir. A lo largo del camino de acceso pude ver, en tropilla, a cada doncella y cada pinche, cada mucamo y cada fregona, cada valet y lavandera y lacayo que trabajaban en el castillo, la mayoría a pie, algunos en bicicleta. La imparable ama de llaves trajinaba cargando una gran cesta en la cual, sospeché, habría acumulado todo cuanto había podido saquear de las despensas. Sin duda el marqués había dado permiso al chauffeur para usar el automóvil por un día, pues iba a la zaga de la comitiva, lento, majestuoso, como si la procesión fuera un cortège y el coche llevara ya mi ataúd para su entierro en el continente.
Pero yo sabía que no iba a ser la buena tierra bretona la que habría de cubrirme, como último y fiel amante; otro era mi destino.
—Les he dado asueto por un día, para festejar nuestra boda —dijo. Y sonrió.
Por mucho que forzara la vista para escudriñar el grupo que se alejaba, no veía entre ellos a Jean-Yves, nuestro servidor más reciente, contratado sólo la víspera.
—Ahora ve. Báñate; vístete. El rito de purificación, el atavío ceremonial; después, el sacrificio. Espera en la sala de música hasta que yo te convoque por teléfono. ¡No, amada mía! —Y sonrió, ante mi sorpresa, al recordar que la línea estaba muerta—. Se puede telefonear tanto como se quiera dentro del castillo; pero fuera… nunca.
Yo me restregué la frente con el cepillo de uñas, como antes había restregado la llave, pero tampoco ahora desaparecía la marca, y supe que debería llevarla hasta mi muerte, aunque ésta ya no estaba lejana. Luego fui a mi vestidor y me puse la túnica blanca, el atavío de la víctima en un auto-da-fe, el que él había comprado para mí para escuchar el Liebestod. En los espejos, doce mujeres jóvenes peinaron doce lánguidas gavillas de pelo castaño; pronto no quedaría ni una sola. La multitud de calas que me rodeaba exhalaba, ahora, el olor nauseabundo de su decrepitud. Parecían las trompetas de los ángeles de la muerte.
Sobre el tocador, enroscado como una serpiente a punto de atacar, se hallaba el dogal de rubíes.
Ya casi inerme, helado el corazón, descendí la escalera que llevaba a la sala de música, y allí descubrí que no había sido abandonada.
—Quizá pueda brindarte algún consuelo —dijo el muchacho—, pero no mucha ayuda.
Empujamos el taburete del piano hasta la ventana abierta para que yo pudiera, tanto tiempo como me fuera posible, sentir el antiguo y reconfortante olor del mar que, con el tiempo, lo purificaría todo, lavaría las viejas osamentas, borraría todas las manchas. La última doncella había desaparecido del camino hacía largo rato y ahora la marea, predestinada como yo, refluía turbulenta, las crestas de las pequeñas olas quebrándose en espuma sobre las viejas rocas.
—Tú no mereces esto —dijo él.
—Quién puede decir lo que yo merezco o no merezco —dije—. Nada he hecho; pero ésta puede ser la razón suficiente para condenarme.
—Tú le desobedeciste —dijo—. Y ésa es para él razón suficiente para castigarte.
—Sólo hice lo que él sabía que haría.
—Como Eva —dijo él.
El teléfono chilló, estridente, imperioso. Que suene. Pero mi enamorado me alzó en sus brazos y me puso en pie; supe que debía contestar. El receptor parecía pesar como la tierra.
—La explanada. Inmediatamente.
Mi enamorado me besó, me tomó la mano. Si yo lo guiaba, él me acompañaría. Coraje. Al pensar en coraje, pensé en mi madre. Y entonces vi temblar un músculo en el rostro de mi enamorado.
—¡Ruido de cascos! —dijo.
Yo eché una mirada última, desesperada desde la ventana y, cual un milagro, vi un caballo y un jinete galopando a una velocidad vertiginosa por el camino de acceso, aunque las olas rompían ahora a la altura de las cernejas del caballo. Una mujer, la negra falda arrezagada hasta la cintura para poder cabalgar briosa y veloz, una frenética, magnífica amazona con crespones de viuda.
Y el teléfono volvió a sonar.
—¿Debo esperar toda la mañana?
Mi madre se acercaba, se acercaba cada vez más.
—Llegará tarde —dijo Jean-Yves, y sin embargo percibí en su voz una contenida nota de esperanza, de que si bien así debía ser, quizá pudiera no ser así.
Un tercer llamado, intransigente.
—¿Tendré que subir al paraíso a buscarte, Santa Cecilia? Mala mujer, ¿pretendes acrecentar mis crímenes profanando el tálamo nupcial?
De modo que tuve que bajar a la explanada en donde me esperaba mi esposo con sus pantalones de sastrería londinense y su camisa de Turnbull y Asser, junto al montadero, en la mano la espada que su bisabuelo había presentado al pequeño caporal en prueba de rendición a la República antes de pegarse un tiro. La espada pesada, desnuda, gris como la mañana de noviembre, inapelable como un parto, mortal.
Cuando mi esposo vio a mi compañero, observó:
—Dejad que los ciegos guíen a los ciegos, ¿eh? Pero ¿será posible que incluso un jovenzuelo tan embelesado como lo estás tú pueda creer que ella en realidad era ciega a su propio deseo cuando aceptó mi anillo? ¡Devuélvemelo, ramera!
Todos los fuegos del ópalo se habían extinguido. Lo deslicé con alegría de mi dedo y hasta en esa explanada de dolor sentí que el corazón se me aligeraba con su ausencia. Mi esposo lo recogió amorosamente y lo ensartó en la punta de su dedo meñique; no podía pasar de allí.
—Me servirá para una docena más de fiancées —dijo—. Al montadero, mujer. No…, deja al muchacho; más tarde me ocuparé de él, con un instrumento menos sublime que éste, con el que rindo a mi esposa el homenaje de su inmolación; pero no temáis, la muerte no habrá de separaros.
Lenta, lentamente, un pie delante de otro, crucé el adoquinado. Cuanto más tiempo yo demorara mi ejecución, más tiempo tendría mi ángel vengador para descender…
—¡No te hagas la remolona, muchacha! ¿Crees acaso que perderé el apetito si tanto tardas en servirme? No: estaré más hambriento, más voraz a cada instante, más cruel… ¡Corre a mí, corre! ¡Tengo un sitio preparado para tu cadáver exquisito en mi mostrador de carne humana!
Blandió la espada y cortó con ella brillantes segmentos de aire, pero yo todavía me demoraba aunque mis esperanzas, tan recién nacidas, empezaban a flaquear. Si ella no ha llegado aún, su caballo ha de haber tropezado, caído al mar… Un solo pensamiento me consolaba: mi enamorado no me vería morir.
Mi marido apoyó sobre la piedra mi frente marcada y, como ya lo hiciera una vez, retorció en una soga mis cabellos y los apartó de mi nuca.
—Un cuello tan bonito… —dijo con lo que parecía ser una ternura genuina, retrospectiva—. Un cuello que es como el tallo de una planta joven.
Yo sentí el roce de su barba y el húmedo contacto de sus labios cuando me besó la nuca. Y, una vez más, de mi atuendo, sólo las gemas debería guardar; la filosa espada cortó en dos mi vestido y éste cayó a mis pies. Un musguito verde crecía en las grietas del montadero, y ese musgo habría de ser lo último que yo vería en este mundo.
El siseo de esa terrible espada.
Y… fuertes golpes y sacudidas en el portalón, el tañir de la campana, el frenético relincho de un caballo. El silencio sacrílego de aquel lugar hecho añicos en un instante. La hoja no descendió, el collar no segó, mi cabeza no rodó. Porque por un instante apenas, la bestia titubeó, una fracción de segundo de desconcertada indecisión suficiente para que yo me irguiera de un salto y corriera en ayuda de mi enamorado, que luchaba a ciegas con los grandes cerrojos que impedían entrar a mi madre.
El marqués, alelado, confundido, se había quedado inmóvil. Debió de ser como si, viendo a su adorado Tristán por duodécima, por vigésima vez, el héroe empezara de improviso a moverse, saltara en el último acto de su sarcófago y anunciara, en un aria vivace intercalada por Verdi, que lo pasado pisado, que llorar sobre la leche derramada no hacía bien a nadie y que él, por su parte, se proponía vivir feliz por siempre jamás. Y el titiritero boquiabierto, los ojos fuera de las órbitas, veía, impotente ya sin remedio, a sus muñecos liberarse de sus cuerdas, abandonar los rituales que él les prescribiera desde el comienzo de los tiempos y empezar a vivir por sí mismos; el rey, horrorizado, asistía a la rebelión de sus peones.
Nunca se vio una criatura más salvaje que mi madre, el sombrero arrebatado por los vientos y lanzado mar afuera, el pelo volando en blancas crines, las piernas enfundadas en negro algodón expuestas hasta los muslos, las faldas arremangadas alrededor de la cintura, una mano en las riendas del encabritado animal, en tanto la otra empuñaba el revólver de servicio de mi padre, y, a sus espaldas, los rompientes del mar tumultuoso, indiferente, como testigos de una justicia furiosa. Y mi marido petrificado, como si ella fuera Medusa, la espada todavía en alto por encima de su cabeza como en esos retablos de las ferias que, dentro de cajas de cristal, muestran escenas de Barbazul.
Y de pronto, como si un niño curioso hubiese insertado su moneda en la ranura, todo se puso en movimiento. La figura corpulenta, barbada, estalló en un rugido, rebuznó con furia y, esgrimiendo la honorable espada como si se tratase de una cuestión de muerte o de gloria, se abalanzó sobre nosotros, los tres.
El día que cumplió dieciocho años mi madre mató a un tigre cebado que asolaba las aldeas de las colinas al norte de Hanoi. Ahora, sin un momento de vacilación, levantó el revólver de mi padre, tomó puntería y atravesó, con una bala única, irreprochable, la cabeza de mi marido.
Llevamos una vida apacible. Yo heredé, por supuesto, enormes riquezas, pero hemos donado casi todas a varias obras de caridad. El castillo es hoy en día una escuela para ciegos, aunque ruego a Dios que los niños que en él habitan no sean acosados por ninguno de los tristes fantasmas que buscan, llorando, al esposo que ya nunca más habrá de volver a la cámara sangrienta; todo cuanto había en ella ha sido sepultado o quemado, y la puerta sellada para siempre.
Me pareció sin embargo que tenía el derecho de quedarme con los fondos suficientes para abrir una escuelita de música aquí, en las afueras de París, y nos va bastante bien. Algunas veces hasta podemos darnos el lujo de ir a la Ópera, aunque nunca a un palco, desde luego. Sabemos que somos motivo de muchas murmuraciones y habladurías pero los tres conocemos la verdad y los cotilleos no nos hacen mella. Yo no puedo menos que bendecir esa…, ¿cómo diré?, la telepatía de las madres que envió a la mía a la carrera directamente desde el teléfono a la estación después de que yo la llamara aquella noche. Nunca hasta esa noche te había oído llorar, dijo, a guisa de explicación. No cuando eras feliz. ¿Y quién ha llorado alguna vez por tener grifos de oro en la bañera?
El tren nocturno, el mismo que había tomado yo; como yo, ella había permanecido despierta en su litera, insomne igual que yo. Al no poder encontrar un taxi en ese apeadero solitario, pidió prestado a un azorado granjero un viejo Dobbin, pues cierto apremio interior le decía que debía llegar a mí antes de que la marea me separara de ella para siempre. Mi vieja nodriza, la pobre, que había quedado en casa escandalizada —¿cómo?, ¿interrumpir a milord en su luna de miel?—, murió poco después. Tanto como había gozado en secreto de que su niñita se hubiese convertido en marquesa…; y allí estaba yo ahora, casi tan pobre como antes, viuda a los diecisiete años y en las circunstancias más extrañas, y atareada en formar un hogar con un afinador de pianos. Pobrecilla, murió en un triste estado de desilusión. Pero estoy segura de que mi madre lo quiere tanto como yo.
Ningún afeite, ningún polvo, por espeso o blanco que sea puede ocultar en mi frente esa marca roja; y yo me alegro de que él no pueda verla, no porque tema que le repugne, sé que él me ve muy claramente con su corazón…, sino porque me ahorra mi vergüenza.