Mamá Boori, la mujer que barría la escalera, llevaba dos noches sin dormir, así que en la mañana anterior a la tercera noche, sacudió la colcha de su cama y a continuación sacudió las sábanas, una vez bajo los buzones donde vivía y una segunda vez en la puerta del callejón, lo que ahuyentó a los cuervos que se aprovisionaban de restos de verduras.
Cuando comenzó a ascender los cuatro pisos hasta el tejado, Mamá Boori se llevó la mano a la rodilla que siempre se le hinchaba al comienzo de cada estación de las lluvias. El ademán la obligó a soportar en la otra mano el peso del cubo, las sábanas y el hatillo de juncos que le servía de escoba. En los últimos tiempos Mamá Boori comenzaba a pensar que la escalera se tornaba más empinada cada día; cuando la subía, le parecía estar subiendo por una escalera de pintor. Tenía sesenta y cuatro años, llevaba el cabello recogido en un moño no mayor que una nuez y parecía casi tan delgada de frente como de través.
De hecho, lo único que parecía tridimensional en Mamá Boori era su voz: quebradiza y lastimera, amarga como la leche cuajada, aguda y estridente como para rayar la pulpa de un coco. Era con esta voz como enumeraba, dos veces al día, mientras barría la escalera, las penalidades y pérdidas sufridas desde que fuera deportada a Calcuta durante la Partición. Fue entonces, aseguraba, cuando el caos político la separó de un marido, cuatro hijas, una casa de dos pisos construida en ladrillo, un almari de palisandro y varios cofres cuyas llaves todavía conservaba, junto con los ahorros de toda una vida, anudados al extremo libre de su sari.
Dificultades aparte, la otra cosa que Mamá Boori se complacía en relatar era lo buenos que habían sido los tiempos pasados. No es de extrañar que, cuando llegó al rellano del segundo, el edificio entero estuviera al corriente del menú servido en la boda de su tercera hija.
—La casamos con un director de escuela. El arroz fue cocido en agua de rosas. Hasta el alcalde se presentó. Los invitados se lavaban las manos en cuencos de peltre. —Aquí hizo una pausa, recuperó el aliento y reajustó sus herramientas de trabajo bajo el brazo. Tras aprovechar para espantar a una cucaracha de los palos de la balaustrada, añadió—: El banquete incluía gambas con mostaza hervidas en hojas de banano. Nadie se privó de los manjares más exquisitos. Nosotros nos lo podíamos costear sin problemas. En casa comíamos carne de cabra dos veces por semana y teníamos un estanque de nuestra propiedad, siempre rebosante de peces.
A estas alturas, Mamá Boori podía ver los primeros rayos de luz que iluminaban la escalera. Aunque no eran más que las ocho, el sol irradiaba con la suficiente potencia para calentar los últimos escalones de cemento bajo sus pies. Era un edificio muy antiguo, donde el agua corriente todavía se almacenaba en bidones, con ventanas sin cristales y retretes ocultos tras un andamiaje de ladrillos.
—Un hombre recogía los dátiles y las guayabas para nosotros. Había otro que venía a cortar el hibisco. Allí supe lo que era la vida. Cuando cenaba, me servía de una cacerola para el arroz. —En este punto de la rapsodia, a Mamá Boori comenzaron a arderle los oídos; el dolor mordió a través de su rodilla hinchada—. ¿Les he dicho ya que tuve que cruzar la frontera con nada más que dos brazaletes en la muñeca? Y sin embargo hubo un día en que mis pies no pisaban otra cosa que el mármol. Pueden creerme o no, como quieran, pero ustedes ni se atreven a soñar con lujos como aquéllos.
Nadie sabía bien qué había de verdad en las letanías de Mamá Boori. Para empezar, el perímetro de su antigua mansión parecía duplicarse a cada nuevo día, como lo hacían los bienes atesorados en sus cofres y almari. Nadie dudaba de su condición de refugiada; el acento con que hablaba bengalí lo dejaba claro. Con todo, a los vecinos de este edificio de apartamentos les costaba reconciliar las aseveraciones de Mamá Boori relativas a su antigua fortuna y con el más prosaico relato de cómo atravesó la frontera oriental de Bengala, junto a millares de refugiados, en la caja de un camión cargado con sacos de cáñamo. Y aún más, algunos días Mamá Boori insistía en haber llegado a Calcuta en un carro tirado por bueyes.
—¿Cómo llegó, pues? ¿En carro o en camión? le preguntaban a veces los niños cuando salían a jugar a policías y ladrones en el callejón.
A eso Mamá Boori respondía, meneando el extremo libre de su sari, a fin de que las llaves tintinearan:
—¿Qué importan los detalles? ¿Para qué arrancar la lima de una hoja de betel? Pueden creerme o no. En mi vida he pasado por penalidades que no pueden ni soñar.
Era cierto que embrollaba las cosas. Que se contradecía. Que adornaba casi todo cuanto decía. Y sin embargo, sus peroratas eran tan persuasivas, su alteración tan evidente, que no era fácil saber con qué carta quedarse.
¿Qué clase de terrateniente acababa barriendo escaleras? Eso era lo que el señor Dalal, del tercer piso, se preguntaba siempre al pasar junto a Mamá Boori, cuando iba y volvía de la oficina donde llevaba los pedidos a un distribuidor mayorista de tubos de goma, cañerías y accesorios diversos en la sección de College Street donde se alineaban los fontaneros.
«Bechareh, lo más probable es que se invente todos esos cuentos como forma de lamentar la pérdida de su familia», era la conjetura común entre las mujeres casadas.
—La boca de Mamá Boori está llena de ceniza, pero no olvidemos que ella es víctima del cambio de los tiempos —repetía el señor Chatterjee.
Era éste un vecino que no había salido de su balcón ni abierto un periódico desde la independencia, aunque —quizá por ello mismo— sus opiniones siempre eran tenidas en consideración.
Con el tiempo circuló la teoría de que Mamá Boori una vez había trabajado como ayudante de un próspero zamindar del este, lo que explicaría su capacidad para exagerar el pasado a lo largo y a lo ancho. Sus guturales pretensiones no hacían daño a nadie. Todos estaban de acuerdo en que su presencia constituía un entretenimiento de primer orden. A cambio de alojarse bajo los buzones de la escalera, Mamá Boori mantenía la retorcida escalera limpia como una patena. Y, sobre todo, a los vecinos les agradaba que Mamá Boori, que dormía cada noche junto a una puerta plegable, montara guardia entre ellos y el mundo exterior.
Ninguno de los que vivían en ese edificio de apartamentos tenía grandes posesiones que merecieran ser robadas. La viuda del segundo piso, la señora Misra, era la única en disfrutar de teléfono. No obstante, los vecinos agradecían que Mamá Boori tuviera un ojo pendiente de cuanto pasaba en el callejón, filtrase a los vendedores ambulantes que acudían a vender peines o chales puerta a puerta, estuviera en disposición de llamar a un rickshaw en cosa de un momento y se las arreglara con cuatro escobazos para ahuyentar a cuanto personaje sospechoso se acercara a escupir, orinar o causar algún problema.
En pocas palabras, con el tiempo los servicios de Mamá Boori llegaron a asemejarse a los de un auténtico durwan. Aunque en circunstancias normales ésta no era ocupación de mujeres, Mamá Boori se tomaba a pecho su responsabilidad y mantenía una vigilancia no menos escrupulosa que la del mejor guardián casero a encontrar en Lower Circular Road, Jodhpur Park y demás barrios residenciales.
* * *
En el terrado, Mamá Boori colgó sus sábanas del alambre de tender. El alambre, extendido en diagonal de una esquina a la otra del parapeto, se interponía ante el panorama de antenas de televisión, anuncios comerciales y los distantes arcos del puente de Howrah. Mamá Boori consultó las cuatro esquinas del horizonte. A continuación abrió el grifo que había en la base de la cisterna. Se lavó la cara y los pies, y se pasó dos dedos por los dientes. Después comenzó a sacudir las sábanas por sus dos lados valiéndose de la escoba. De vez en cuando se detenía y echaba una mirada al cemento, en espera de identificar el bicho que le impedía dormir. Estaba tan absorta en su observación que tardó unos instantes en advertir la presencia de la señora Dalal, del tercer piso, que había subido para dejar secar al sol una bandeja de peladuras de limón.
—Hay algo en estas sábanas que no me deja dormir —anunció Mamá Boori—. Dígame, ¿ve usted alguna cosa?
La señora Dalal sentía debilidad hacia Mamá Boori y de vez en cuando le daba pasta de jengibre para que condimentara sus guisos.
—Yo no veo nada —dijo la señora Dalal al cabo de un momento. La señora Dalal tenía las pestañas casi transparentes y los dedos de los pies esbeltos y ornados de anillos.
—Entonces es que son bichos con alas —concluyó Mamá Boori, dejando la escoba para contemplar las nubes que pasaban en procesión—. Debe de echar a volar cuando voy a sacudirlos. Pero fíjese en mi espalda. Seguro que la tengo perdida de picaduras.
La señora Dalal alzó el pliegue del sari de Mamá Boori, una prenda barata y blanquecina, del color de una charca sucia. La mujer examinó la piel desnuda encima y debajo de su blusa, cuyo corte ya no se veía en ninguna tienda. Por fin dijo:
—Mamá Boori, me parece que son imaginaciones suyas.
—Le digo que esos bichos me están comiendo viva.
—Puede ser que el calor le produzca picazón —sugirió la señora Dalal.
Al oírlo, Mamá Boori sacudió el extremo libre de su sari e hizo tintinear sus llaves.
—Sé muy bien cuándo la picazón es culpa del calor —respondió. Esta picazón no es cosa del calor. Pero llevo tres noches sin dormir, quizá cuatro. ¿Quién sabe ya? Yo antes dormía en una cama limpísima, con sábanas de muselina. Me puede creer o no, pero teníamos unas mosquiteras suaves como la seda. Ustedes no pueden ni soñar con el lujo en que vivíamos.
—No puedo ni soñarlo —repitió la señora Dalal. Cerró sus pestañas transparentes y suspiró—. No puedo ni soñarlo, Mamá Boori. Lo que es yo, vivo en dos habitaciones desvencijadas, casada con un hombre que vende piezas de retrete. —La mujer volvió su rostro y examinó una de los sábanas. Su dedo repasó una de las costuras—. Mamá Boori, ¿cuánto tiempo lleva durmiendo en estas sábanas? —preguntó.
Mamá Boori se llevó un dedo a los labios antes de contestar que no lo recordaba.
—¿Y por qué no nos ha dicho nada hasta hoy? ¿Acaso piensa que no podemos darle unas sábanas limpias? ¿Aunque sea un hule? —La mujer tenía aspecto de sentirse insultada.
—No hace falta —respondió Mamá Boori—. Ahora ya están limpias. Por eso las sacudo con la escoba.
—No me venga con ésas —cortó la señora Dalal—. Necesita usted una cama nueva. Sábanas, una almohada. Una manta en invierno. —La señora Dalal enumeraba llevándose los dedos al pulgar.
—Los días de fiesta, dábamos de comer a los pobres del barrio —dijo Mamá Boori. Comenzó a llenar el cubo con el carbón apilado en el otro extremo del tejado.
—Ya hablaré con el señor Dalal cuando vuelva de la oficina —repuso la señora Dalal, enfilando la escalera—. Venga a verme por la tarde. Le daré unos pepinillos y algo de ungüento para la espalda.
—Esta picazón no es cosa del calor —respondió Mamá Boori.
Era cierto que el calor picajoso era frecuente durante la estación de las lluvias, pero Mamá Boori prefería pensar que lo que la irritaba en la cama, lo que le robaba el sueño, lo que picaba como guindillas en su piel y su cabeza de poco pelo, era de origen menos mundano.
Mamá Boori rumiaba estas cosas al ponerse a barrer —siempre barría la escalera de arriba abajo—, cuando de pronto comenzó a llover. La lluvia batió la superficie del terrado como un niño calzado con zapatillas demasiado grandes para sus pies, echando por el desagüe las peladuras de limón de la señora Dalal. Antes de que los peatones pudieran abrir sus paraguas, la lluvia se había colado por cuellos, bolsillos y zapatos. En todo el edificio, y en los edificios vecinos, las viejas persianas fueron cerradas y anudadas con cordón de enagua a los barrotes de las ventanas.
A todo eso, Mamá Boori ya estaba barriendo el rellano del segundo piso. La anciana alzó la mirada por las empinadas escaleras; el oprimente sonido del agua que se desplomaba le dijo que sus sábanas se estaban convirtiendo en yogur.
Pero en ese momento recordó la conversación sostenida con la señora Dalal. Así que continuó barriendo al mismo ritmo, el polvo, las puntas de cigarrillo y las papelinas de caramelo sembradas en los escalones, hasta que llegó a los buzones de la planta baja. A fin de impedir la entrada del viento, rebuscó entre sus cestas hasta encontrar unos periódicos que insertó en las aberturas en forma de diamante que había en la puerta plegable. A continuación puso el almuerzo a hervir sobre el cubo de carbón, graduando el fuego con ayuda de un abanico trenzado en palma.
* * *
Por la tarde, como era su costumbre, Mamá Boori se reajustó el moño, liberó el extremo de su sari y contó los ahorros acumulados durante toda una vida. La anciana acababa de despertarse de una siesta de veinte minutos, disfrutada en un lecho provisional elaborado con periódicos. Ya no llovía; el olor amargo de las hojas de mango húmedas se enseñoreaba del callejón.
Algunas tardes, Mamá Boori tenía por costumbre visitar a los vecinos de la escalera. Disfrutaba entrando y saliendo de sus pisos. Los vecinos, por su parte, se aseguraban de que Mamá Boori siempre se sintiera bienvenida y nunca cerraban el pestillo hasta que llegaba la noche. Los vecinos seguían con sus ocupaciones del momento, ya fueran éstas regañar a los niños, repasar los gastos de la casa o limpiar de piedras el arroz de la cena. De vez en cuando alguien le pasaba un vaso de té o la lata de galletas mientras jugaba con los niños a ver quién tiraba la ficha más cerca del rodapié. Poco acostumbrada a los muebles, Mamá Boori se acuclillaba en umbrales o pasillos para observar gestos y costumbres con el mismo espíritu del recién llegado que observa el tráfico en una ciudad que es nueva para él.
Esa tarde, Mamá Boori decidió aceptar la invitación de la señora Dalal. La espalda todavía le picaba, a pesar de haber dormido sobre periódicos; la verdad era que un poco de ungüento no le vendría mal. Cogió su escoba —sin ella, se sentía medio desnuda— y se disponía a subir la escalera, cuando un rickshaw se detuvo ante la puerta plegable.
Era el señor Dalal. Los años transcurridos revisando facturas y pedidos le habían dejado círculos morados bajo los ojos. Sin embargo, hoy su mirada relucía de brillo. El ápice de su lengua jugueteaba entre los dientes mientras cargaba con dos pequeños fregaderos de cerámica.
—Mamá Boori, tengo un trabajo para usted. Ayúdeme a subir estos fregaderos. —El señor Dalal se llevó un pañuelo doblado a la frente y la garganta y entregó una moneda al conductor del rickshaw. A continuación, ayudado por Mamá Boori, subió los fregaderos al tercer piso. Hasta que no estuvieron en el interior del apartamento, no anunció lo siguiente a la señora Dalal, Mamá Boori y algunos vecinos que les habían seguido con curiosidad: que sus horas llevando los números del distribuidor de tubos de goma, cañerías y accesorios diversos habían terminado para siempre. Que ese distribuidor, ansioso de respirar aire más puro, y cuyos beneficios se habían duplicado, se disponía a abrir un segundo comercio en Burdwan. Y que, tras evaluar lo concienzudo de su labor de años, el distribuidor había decidido ascender al señor Dalal a encargado de la tienda en College Street. Excitado por la noticia, el señor Dalal había adquirido dos fregaderos mientras cruzaba el barrio de los fontaneros de camino a su hogar.
—¿Y qué vamos a hacer con dos fregaderos en un piso de dos habitaciones? —preguntó la señora Dalal, que ya estaba de mal humor desde la pérdida de las peladuras de limón—. ¿Quién ha oído semejante cosa? Todavía tengo que cocinar en un hornillo de petróleo. No quieres ni oír hablar de instalar el teléfono. Y todavía estoy esperando la nevera que me prometiste al casarnos. ¿Y crees que con dos fregaderos está todo arreglado?
La subsiguiente disputa tuvo lugar a gritos, lo bastante altos para ser oídos desde los buzones de la entrada. La discusión fue lo bastante enérgica y prolongada para elevarse sobre el segundo chaparrón que cayó después de que se hiciera de noche. Fue una discusión lo bastante fuerte para distraer a Mamá Boori mientras barría la escalera de arriba abajo por segunda vez en la jornada, razón que la llevó a guardarse el relato de sus penalidades y su pretérito esplendor. Mamá Boori pasó la noche en un lecho de periódicos.
La disputa entre el señor y la señora Dalal todavía se arrastraba a la mañana siguiente, cuando una cuadrilla de obreros descalzos se presentó a instalar los fregaderos. Tras dar vueltas al asunto toda la noche, el señor Dalal había decidido instalar un fregadero en la sala de estar de su apartamento y el otro en la escalera del edificio, en el rellano del primer piso.
—Así todo el mundo podrá usarlo —explicó, yendo de puerta en puerta. Los vecinos estaban encantados; llevaban años cepillándose los dientes en agua de bidón servida en tazones.
Además, el señor Dalal pensaba que un fregadero en la escalera no dejaría de impresionar a las visitas. Ahora que era encargado de la empresa, a saber quién vendría a visitarle.
Los obreros trabajaron varias horas, subiendo y bajando la escalera y comiendo el almuerzo apoyados en cuclillas contra los palos de la balaustrada. Los obreros martilleaban, escupían, gritaban y soltaban juramentos, secándose el sudor con el extremo de sus turbantes. Su presencia impidió que Mamá Boori pudiera barrer la escalera en todo el día.
A fin de matar el tiempo, Mamá Boori buscó refugio en el terrado. Mientras paseaba entre los parapetos, las caderas le dolieron por efecto de la noche pasada entre periódicos. Tras consultar los cuatro extremos del horizonte, rasgó sus sábanas en tiras y tomó la decisión de abrillantar los palos de la balaustrada más tarde.
A última hora de la tarde, los vecinos se congregaron para admirar el trabajo del día. Incluso Mamá Boori tuvo que lavarse las manos en el chorro de cristalina agua corriente.
—El agua con que nos bañábamos en nuestra casa se perfumaba con pétalos y esencia de rosas. Pueden creerme o no, pero era un lujo con el que no pueden ni soñar.
El señor Dalal se ocupó de mostrar las diversas posibilidades que ofrecía el lavamanos. Primero abrió al máximo y cerró cada uno de los grifos. Luego abrió ambos grifos a la vez para ilustrar la diferente presión del agua. Si uno accionaba una pequeña palanca situada entre los grifos era posible llenar de agua el lavamanos.
—El último grito en elegancia —concluyó el señor Dalal.
Con todo, el resentimiento no tardó en aparecer entre las mujeres casadas. Como tenían que guardar cola cada mañana para cepillarse los dientes, a todas les frustraba la espera de su turno, la obligación de limpiar los grifos después de cada uso y la imposibilidad de dejar su propio jabón y pasta de dientes en la estrecha periferia del fregadero. Los Dalal contaban con su propio lavamanos; ¿por qué razón tenían ellos que compartir uno entre todos?
—¿Es que no tenemos derecho a tener nuestro propio lavamanos? —estalló una de ellas cierta mañana.
—¿Es que los Dalal son los únicos que pueden mejorar las condiciones del edificio? —preguntó otra.
Los rumores empezaron a desatarse: que, a raíz de su discusión, el señor Dalal había hecho las paces con su mujer tras comprarle dos kilos de aceite de mostaza, un chal de Cachemira y una docena de pastillas de jabón de sándalo; que el señor Dalal había pedido la instalación del teléfono a la compañía; que la señora Dalal se pasaba el día entero lavándose las manos bajo el grifo. Por si no bastara con todo eso, a la mañana siguiente un taxi destinado a la estación de Howrah hizo chirriar sus ruedas en el callejón: los Dalal se marchaban diez días a Simia.
—Mamá Boori, no piense que he olvidado lo que le dije. Le traeremos una manta de lana de las montañas —prometió la señora Dalal por la abierta ventanilla del taxi. La mujer llevaba en su regazo un bolso de cuero a juego con el reborde turquesa de su sari.
—¡Le traeremos dos mantas! —exclamó el señor Dalal, que estaba sentado junto a su mujer, ocupado en revisar sus bolsillos para cerciorarse de que su cartera estaba donde tenía que estar.
De todos los vecinos del edificio, Mamá Boori fue la única que les deseó buen viaje desde la puerta plegable.
Nada más marcharse los Dalal, las demás mujeres comenzaron a planear sus propias reformas. Una de ellas se decidió a vender varios de sus brazaletes de boda y encargó a un pintor que diera una nueva capa a las paredes de la escalera. Otra empeñó su máquina de coser e hizo venir a un desparasitador. Una tercera fue a la platería y devolvió un juego de platillos; quería pintar las persianas de amarillo.
Los obreros comenzaron a ocupar el edificio día y noche. A fin de evitar el continuo tráfico, Mamá Boori optó por dormir en el terrado. Eran tantos los que entraban y salían por la puerta plegable, tantos los que se agolpaban en el callejón a según qué horas, que la vigilancia de la escalera ya no tenía ningún sentido.
Al cabo de unos días, Mamá Boori también se llevó al terrado sus cestas y su cubo para cocinar. No había necesidad de lavarse en el lavamanos del primer piso; ella podía lavarse en el grifo de la cisterna, como siempre había hecho. Todavía tenía previsto pulir los palos de la balaustrada con los trapos arrancados a sus sábanas. A todo eso, seguía durmiendo envuelta en periódicos.
Vinieron más lluvias. Bajo el toldo con goteras, con un periódico prendido en la cabeza, Mamá Boori se sentaba en cuclillas y observaba a las hormigas del monzón desfilar por la cuerda de tender con los huevos en la boca. Los vientos húmedos acariciaban su espalda. Ya no le quedaban muchos periódicos.
Las mañanas se le hacían largas, y las tardes, más largas todavía. Ya no recordaba cuándo había bebido un vaso de té por última vez. Sin pensar más en sus penalidades ni en su antiguo esplendor, se preguntaba cuándo volverían los Dalal con sus nuevas sábanas.
Aburrida de estar en el terrado, deseosa de hacer un poco de ejercicio, Mamá Boori comenzó a pasear por el barrio durante las tardes. Con la escoba de juncos en una mano, el sari manchado de tinta de imprenta, caminaba por los mercadillos, gastando en chucherías los ahorros de toda una vida: un paquete de arroz hinchado hoy, unos anacardos mañana, un vaso de zumo de caña de azúcar al día siguiente. Un día anduvo hasta los quioscos de libros usados que había en College Street. Al día siguiente caminó aún más lejos, hasta los mercadillos de verduras del Bow Bazaar. Fue allí, mientras examinaba los palosantos y jackfruits expuestos en un mostrador, donde sintió que unas manos rebuscaban en el extremo libre de su sari. Cuando se volvió, lo que quedaba de sus ahorros de toda una vida y el manojo de llaves habían desaparecido para siempre.
Los vecinos la estaban esperando esa tarde cuando volvió a la puerta plegable. Los gritos indignados resonaron por toda la escalera cuando le comunicaron la noticia: alguien había robado el lavamanos de la escalera. La pared recién pintada exhibía un gran agujero del que salía una maraña de tubos de goma y cañerías. El suelo estaba sembrado de pedazos de yeso. Mamá Boori apretó el mango de su escoba, sin responder.
Furiosos, los vecinos prácticamente la subieron en volandas al terrado, donde se quedó plantada a un lado de la línea de tender mientras los vecinos la increpaban desde el otro lado.
—Para eso sirve —chilló uno de ellos, señalando a Mamá Boori—. Seguro que ella misma está conchabada con los ladrones. ¿Dónde estaba cuando se suponía que debía vigilar la puerta?
—Lleva días paseándose por la calle y hablando con el primero que se presenta —informó un segundo vecino.
—Le hemos dado carbón, le hemos ofrecido un lugar para dormir… ¿Cómo ha podido traicionarnos de esa manera? —quiso saber un tercero.
Aunque ninguno de ellos se dirigía directamente a Mamá Boori, ésta no cesaba de repetir:
—Tienen que creerme… Tienen que creerme… Yo no conozco a ningún ladrón…
—Llevamos años aguantando sus mentiras —respondieron ellos—. ¿Y ahora quiere que la creamos?
Las recriminaciones no cesaban. ¿Cómo se lo explicarían ahora a los Dalal? Por fin decidieron consultar la opinión del señor Chatterjee, a quien encontraron sentado en el balcón, absorto en la contemplación de un atasco de tráfico.
Uno de los vecinos del segundo piso explicó:
—Mamá Boori ha puesto en peligro la seguridad del edificio. Y todos tenemos cosas de valor. La viuda, la señora Misra, vive sola y tiene teléfono. ¿Qué podemos hacer?
El señor Chatterjee consideró sus argumentos. Mientras pensaba, se ajustó el chal que envolvía sus hombros y contempló el andamiaje de bambú que recientemente rodeaba su balcón. Las persianas que tenía a la espalda, incoloras desde la noche de los tiempos, aparecían recién pintadas de amarillo.
Por fin, respondió:
—Mamá Boori tiene la boca llena de ceniza. Pero eso no es nada nuevo. Lo novedoso radica en el aspecto de este edificio. Un edificio así requiere emplear a un durwan de verdad.
En consecuencia, los vecinos cogieron el cubo y los trapos, las cestas y la escoba de juncos de Mamá Boori y los echaron escaleras abajo, más allá de los buzones y la puerta plegable, al callejón. A continuación echaron a Mamá Boori. Lo que necesitaban era un durwan de verdad.
De todas sus pertenencias, Mamá Boori sólo se quedó con la escoba.
—Tienen que creerme, tienen que creerme —insistía aún, mientras su silueta se alejaba. Su mano tiró del extremo libre de su sari, pero nada tintineó.
* * *
© Jhumpa Lahiri: A Real Durwan (Un Durwan de verdad). Publicado en Harvard Review No. 5, Otoño de 1993. Traducción de Antonio Padilla.