Lo que voy a relatar ocurrió hace poco en el Tribunal de Moscú. Los miembros del Jurado, obligados a pasar la noche en el Tribunal, entablaron, antes de acostarse, una conversación acerca de las sensaciones fuertes, a propósito de un testigo que, según parece, quedóse tartamudo y con el cabello blanco a consecuencia de un instante de terror. Los jurados estuvieron de acuerdo en contar cada uno a su vez, antes de irse a acostar, alguna historia de sus vidas respectivas. La vida humana es corta, lo cual no impide que en ella ocurran multitud de peripecias.
Uno de los jurados refirió cómo él estuvo a punto de ahogarse; el otro relató cómo viviendo en el campo, en un sitio alejado de toda farmacia y de todo médico, envenenó a su propio hijo dándole por equivocación vitriolo en vez de bicarbonato de sosa. La criatura sucumbió, y el padre por poco se vuelve loco. El tercero, hombre joven, pero enfermizo, describió sus dos tentativas de suicidio: una vez se pegó un tiro, y la segunda se echó debajo de un tren. El cuarto, un hombrecito regordete y vestido a la última moda, nos contó lo siguiente:
«Tenía yo veintidós o veintitrés años cuando me enamoré locamente de mi actual esposa y pedí su mano… Ahora me pegaría gustoso una buena paliza por haberme casado demasiado joven; pero entonces no sé lo que habría sido de mí si Natacha me hubiera rechazado. Era éste un amor verdadero, tal como lo pintan en las novelas, un amor loco, apasionado, etcétera. Mi felicidad me ahogaba y, en verdad, fastidiaba a todos: a mi padre, a mis amigos, a los criados, pues yo no me cansaba de describirles lo ferviente de mi amor. La gente feliz es tonta y aburrida. Debía de estar insoportable; pero hacía como todo el mundo.
Entre mis amigos había un joven abogado que empezaba su carrera. Ahora su nombre es conocido en toda Rusia; pero en aquellos tiempos era un principiante; aun no había ganado dinero ni alcanzado el derecho de pasar por la calle al lado de sus amigos sin reconocerlos. Yo venía a verle unas dos veces a la semana. Al llegar a su casa nos echábamos en los divanes y empezábamos a filosofar.
Una vez estaba yo tendido en el sofá y trataba de convencerle de que la carrera de abogado es la más ingrata. A mi parecer, el Juzgado no necesitaba ni procuradores ni abogados; después de oír a los testigos, la opinión está formada y los discursos no pueden ni cambiarla ni influir en ella; más bien la embrollan. Si un hombre mentalmente normal tiene la convicción de que fulano de tal es culpable, o de que el techo es blanco, no hay Demóstenes que lo obligue a cambiar su juicio, y es inútil luchar contra esto. ¿Quién me convence de que mi bigote es rojo, cuando sé que es negro? Al oír un buen orador, me puedo conmover hasta llorar; pero esto no cambiará mi íntima convicción, basada en la evidencia y en los hechos. Mi abogado me decía que yo era un joven inexperto y que no decía más que tonterías. Según él, un hecho evidente se pone más claro si gente de conciencia y talento lo aclara, y, además, el talento es una fuerza tan poderosa que puede transformar las piedras en polvo y mucho más las opiniones de mercaderes y burgueses. La debilidad humana no puede luchar con el talento: es igual que mirar al sol o parar el viento. Un solo misionero convierte con su palabra millares de salvajes al cristianismo. Ulises era un hombre de muchísima convicción, y a pesar de esto se dejó engañar por las sirenas, etc. La historia entera está llena de ejemplos semejantes; más en la vida se encuentran a todo paso, y esto no puede ser de otro modo; si no, no habría ninguna diferencia entre un hombre de talento y un estúpido.
Yo persistía en mi opinión e insistía que la convicción es más fuerte que el talento, a pesar de no poder definir claramente lo que es convicción y lo que es talento. Seguramente hablaba solamente por hablar.
—Vamos a ponerte a ti como ejemplo— me dijo el abogado—. Tú estás convencido de que tu novia es un ángel y de que eres el más feliz de los mortales; pero yo te aseguro que me bastan diez o veinte minutos para que te sientes a esta mesa y la escribas a tu novia una carta rompiendo con ella.
Solté una carcajada.
—No te rías; hablo seriamente—observó mi amigo—. Si yo quiero, al cabo de veinte minutos te asustará la idea de casarte. No soy un gran talento, pero tú tampoco eres muy fuerte.
— ¡A ver, prueba!—le contesté.
—¿Para qué? Lo digo sin intención de hacerlo. Eres un buen chico, y sería una crueldad someterte a prueba semejante. Además, hoy no tengo ganas de hablar.
Nos sentamos a cenar. El vino y el pensar en mi novia me llenaban de alegría; estaba rebosando juventud y felicidad. Mi amor era tan inmenso, tan poderoso, que el abogado, sentado frente a mí, me parecía chiquito y desgraciado…
— ¡Haz la prueba! —le repetí varias veces—. ¡Anda, te lo ruego!
El abogado movió la cabeza, frunciendo el ceño. Evidentemente empezaba a fastidiarle.
—Sé que tú después de mi experimento me lo agradecerás; pero hay que pensar también en la novia. Ella te quiere, y tu repulsa la haría sufrir. Y, además, ¡qué bonita es! Te envidio.
El abogado suspiró y entabló una conversación sobre lo encantadora que era mi Natacha. Tenía gran poder descriptivo. Las pestañas de una muchacha o sus deditos eran para él temas inagotables. Yo le escuchaba con delicia.
—He encontrado multitud de muchachas; pero te confieso, como amigo, que una que se pueda comparar a tu novia no la he visto nunca: es una perla, una excepción. Tiene sus defectos, es natural; pero, a pesar de todo, es encantadora.
El abogado empezó a hablar de los defectos de mi novia. Ahora comprendo perfectamente que hablaba de las mujeres en general; pero entonces parecíame que trataba exclusivamente de Natacha. Notó con entusiasmo su naricita respingada, sus exclamaciones, su risa chillona, sus mimos; en una palabra, justamente lo que encantaba más. Todo eso parecíame infinitamente mono y gracioso. Luego, sin hacérmelo notar, pasó del tono entusiasta al paternal y hasta ligeramente despreciativo… Estábamos solos; no había ningún presidente de Tribunal para imponer silencio al abogado… No me daba tiempo de abrir la boca, y, además, ¿qué le podía objetar? No decía nada de nuevo: todo lo sabíamos. El veneno no consistía en las palabras, sino en la forma infernal en que lo decía. Escuchándole me convencí de que una palabra tiene millares de significaciones según el tono que se la da. Ahora no puedo repetirlas ni reproducir la intención que daba a sus frases; diré solamente que entonces, paseando a lo largo del cuarto, me indignaba, me sublevaba y me despreciaba a mí mismo. Hasta le creí cuando, con lágrimas en los ojos, me declaró que yo era un gran hombre, que debía aspirar a algo mejor, que en el porvenir debería cumplir hazañas extraordinarias y que el casamiento me ataría para siempre.
— ¡Amigo mío! — exclamaba apretándome las manos—. Te lo suplico; aprovecha, ahora que es tiempo, y detente: ¡Te conjuro! No lo hagas. ¡Que Dios te proteja de una equivocación semejante! ¡Amigo mío, no desperdicies tu juventud!
Créalo usted o no, pero media hora después estaba yo sentado a la mesa y le escribía una despedida a mi novia. Escribía y me alegraba, porque aún era tiempo y podía reparar mi error. Pegué el sobre y me fui a la calle a echar la carta; el abogado vino conmigo.
— ¡Muy bien; perfectamente! — me elogió cuando la carta desapareció en las tinieblas del buzón—. ¡Te felicito con toda mi alma! ¡Me alegro por ti!
Dio algunos pasos al lado mío y luego siguió:
— Es natural; el matrimonio tiene también sus ventajas. Yo, por ejemplo, soy de los que consideran el matrimonio y la vida de familia como la mayor felicidad.
Y me pintó su vida solitaria de tal modo, que aparecieron ante mis ojos todos los horrores de la soltería.
Describió con entusiasmo su futura esposa, las dulzuras del hogar, y lo hacía con tanta veracidad y hermosura, que al llegar a su puerta me sentía desesperado.
— ¿Qué has hecho conmigo, hombre abominable? —exclamaba jadeando—. ¡Eres culpable de mi perdición! ¿Por qué me obligaste a mandarle aquella carta? ¡Si yo la quiero, la quiero!…
La juraba amor eterno, y me horrorizaba de mi acción insensata y estúpida. Ninguno de ustedes se puede imaginar una sensación tan hondamente desesperada. ¡Ah! ¡Lo que sufrí yo en aquellos momentos!… Si entonces hubiera tenido un revólver al alcance de mi mano, me hubiera suicidado sin vacilar.
— ¡Basta, basta!…—dijo el abogado riendo y golpeándome en el hombro—. No llores. La carta no llegará a manos de tu novia. La dirección en el sobre la puse yo, y no tú, y la embrollé de tal modo que nadie la comprenderá. Que te sirva esto de lección: no discutas lo que no puedes comprender.»
— ¡Ahora, caballero, he acabado! Que cuente el siguiente.
El quinto jurado acomodóse en su butaca;abría ya la boca para empezar su relato, cuando dió la hora el reloj de la torre de Spasskauja.
—Las doce…—dijo uno de los jurados—. ¿De qué clase serán las sensaciones que experimenta en este momento nuestro acusado? El asesino pasa la noche aquí, en el edificio del Tribunal. Estará sentado o acostado, pero seguramente no duerme, y oye las campanadas de este reloj. ¿Qué piensa? ¿Cuáles son sus sensaciones?
Y los jurados olvidaron de repente «las sensaciones fuertes». Lo sufrido por el compañero que escribió la carta a su Natacha ya no parecía ni importante ni gracioso… Nadie volvió a relatar historias… Silenciosamente se desnudaron y se acostaron…
Ficha bibliográfica
Autor: Antón Chéjov
Título: Las sensaciones fuertes
Título original: Сильные ощущения
Publicado en: Gaceta de San Petersburgo, 1886
Traducción: Saturnino Ximenez
[Relato completo]