Arthur Conan Doyle: El horror de las Alturas

Arthur Conan Doyle - El horror de las Alturas

Publicado en 1913, «El horror de las alturas» es un inquietante relato de Arthur Conan Doyle que explora los peligros desconocidos de la aviación en sus primeras etapas. El cuento se centra en el «Fragmento de Joyce-Armstrong», un manuscrito encontrado en circunstancias misteriosas que relata el fatídico vuelo de un aviador aventurero que asciende a altitudes nunca antes alcanzadas. A medida que se eleva, descubre un reino aéreo habitado por criaturas grotescas y peligrosas que desafían toda comprensión humana. Con un tono entre el terror y la ciencia ficción, Conan Doyle nos sumerge en una atmósfera de misterio y suspenso, cuestionando los límites del conocimiento y los riesgos de la exploración.

Arthur Conan Doyle - El horror de las Alturas

El horror de las Alturas

Arthur Conan Doyle
(Cuento completo)

Todos aquellos que han llegado a saber algo de este asunto se han negado a considerar que la extraordinaria relación conocida con el nombre de Fragmento de Joyce-Armstrong, sea una mixtificación fraguada por cualquier desconocido bajo la inspiración de un sentido depravado del humor. Incluso el mentiroso más macabro y fecundo se lo hubiera pensado dos veces antes de consagrar su mórbida fantasía a los hechos trágicamente incontrovertibles en los que se sustenta este documento. Aunque se halle sembrado de aseveraciones asombrosas e incluso monstruosas, nos obliga a revisar algunas ideas que hoy nos parecen anticuadas. Sólo una tenue barrera de seguridad protege al mundo de un peligro inesperado. Antes de reproducir el documento original en su forma, por desgracia, incompleta, voy a someter a la consideración del lector todos los hechos conocidos hasta el día de hoy. En primer lugar, he advertido a los escépticos capaces de dudar del informe de Joyce-Armstrong, que los hechos que conciernen al teniente Myrtle, de la Marina Real, y al señor Hay Connor, han sido verificados: como dice el narrador, ambos fallecieron.

El Fragmento de Joyce-Armstrong fue encontrado en el campo, en la zona conocida bajo el nombre de Lower Haycock, a mil quinientos metros al oeste del pueblo de Withyham, en la frontera entre Kent y Sussex. El pasado 15 de septiembre, un obrero agrícola, James Flynn, empleado del granjero Mathew Dodd, de Chauntry Farm, en Withyham, descubrió una pipa de brezo junto al camino que contornea la valla de Lower Haycock. Pocos metros más allá encontró un par de gafas rotas. Finalmente, entre las ortigas del foso descubrió un libro delgado forrado en tela: era un cuaderno de notas; algunas hojas se habían separado y volaban cerca de la valla. Lo recogió todo: desgraciadamente, tres hojas, entre ellas las dos primeras, no han podido ser halladas. El obrero agrícola llevó el botín a su jefe; éste, a su vez, lo mostró al doctor J. H. Atherton, de Hartfield. El caballero en cuestión, comprendiendo al momento que el examen de los expertos era indispensable, remitió el manuscrito al Club de Aviación de Londres, donde aún se encuentra.

Faltan las dos primeras páginas del manuscrito. Otra, al fin de la narración, ha sido arrancada igualmente. Pero de ello no se resiente la coherencia de lo escrito. Se supone que al comienzo se describiría la carrera del señor Joyce-Armstrong, por otra parte, fácilmente reconstruible y sin parangón en la historia de la aviación británica. Durante largos años, Joyce-Armstrong fue considerado uno de los aviadores más sabios y audaces; esta conjunción de talentos le permitió inventar y experimentar diversos procedimientos a los que su nombre quedará ligado para siempre. Todo su manuscrito está correctamente escrito con tinta: sólo las últimas líneas, garrapateadas con lápiz, son prácticamente ilegibles; se diría que han sido escritas a toda prisa desde el asiento de un avión en vuelo. Añadamos que unas manchas ocultan parte de la última página y de la cubierta; los expertos del Ministerio del Interior han declarado que son de sangre, posiblemente humana, ciertamente de mamífero. El hecho de que el análisis de sangre haya revelado ciertos indicios del virus de la malaria (Joyce-Armstrong sufría frecuentes accesos de fiebre) es un notable ejemplo de las nuevas armas que la ciencia moderna pone en manos de nuestros detectives.

Y ahora una palabra acerca de la personalidad del autor de un documento que hará época. Joyce-Armstrong, si hay que creer a los pocos amigos suyos que llegaron a conocerle, era tan soñador y poeta como inventor y entendido en mecánica. Había gastado la mayor parte de una considerable fortuna para satisfacer su manía por la aviación. En sus hangares, cerca de Devizes, guardaba cuatro aviones personales y, en el transcurso del año pasado, había despegado no menos de ciento setenta veces. Frecuentemente le asaltaba un humor sombrío; en esas ocasiones, se aislaba y evitaba cualquier contacto con la sociedad. El capitán Dangerfield, que era su camarada más íntimo, afirma que en determinadas circunstancias su excentricidad podía rozar la demencia: ¿No tenía la costumbre de llevar en su avión un fusil de caza?

Por otra parte, el accidente sufrido por el teniente Myrtle le había impresionado profundamente. En busca del récord de altitud, Myrtle se había desplomado desde una altura próxima a los diez mil metros. Un detalle espantoso: su cabeza había desaparecido por completo; sin embargo, sus miembros y todo lo demás de su cuerpo conservaban su forma original. Cada vez que los pilotos se reunían, Joyce-Armstrong les preguntaba, con una sonrisa enigmática:

—Decidme, por favor: ¿Habéis encontrado la cabeza de Myrtle?

Cierta tarde, después de cenar, había suscitado un debate en la tertulia de la Escuela de Pilotos de Salisbury con el siguiente tema: ¿Cuál es el mayor peligro y el más prolongado al que se exponen los aviadores? Después de escuchar las opiniones de los demás respecto a los baches de aire, los defectos de construcción y las tormentas, se había encogido de hombros, negándose a expresar su opinión personal, aunque no sin dar a entender que ésta difería radicalmente de las que acababa de escuchar.

No es un detalle ocioso señalar que al día siguiente de su desaparición se descubrió que había puesto en orden todos sus asuntos, con una minuciosidad que hace pensar que presentía el fin que le aguardaba.

Estas indicaciones preliminares eran necesarias. Ahora voy a transcribir exactamente la narración, tal y como figura a partir de la página 3 del cuaderno de notas manchado de sangre.

* * *

Sin embargo, cuando cené en Reims con Coselli y Gustave Raymond, me vi obligado a constatar que ninguno de los dos tenía conciencia de la existencia de un peligro específico en las capas altas de la atmósfera. Ciertamente, no les conté todo lo que me rondaba por la cabeza, sino que hablé por alusiones, con lo que si ellos hubieran tenido unas ideas similares a las mías no hubiesen dejado pasar la ocasión de expresarlas. Pero, ¡ay!, esos dos vanidosos descerebrados sólo piensan en ver sus nombres impresos en los periódicos. Observé con interés que ninguno de ellos había sobrepasado los siete o siete mil quinientos metros. Así que, con toda seguridad, ése debe ser el límite a partir del cual el avión entra en la zona de peligro (suponiendo que mis hipótesis sigan siendo correctas).

Hace más de veinte años que los hombres vuelan en avión; si alguien me preguntara por qué ese peligro sólo ha comenzado ahora a revelarse, la respuesta sería simple. Por el tiempo de los motores modestos, cuando se estimaba que un motor de cien caballos Gnome o Green bastaba para cubrir cualquier necesidad, los aviones no podían sobrepasar ciertos límites. Ahora, los motores de trescientos caballos son más la regla que la excepción, y el volar por las capas más altas de la atmósfera se ha hecho más fácil y frecuente. Algunos de nosotros recordarán que, cuando éramos jóvenes, Garros se ganó la celebridad mundial al alcanzar la altitud de seis mil metros, y que sobrevolar los Alpes se convirtió en una formidable proeza. Desde entonces, la media de los vuelos se ha mejorado considerablemente y se hacen veinte vuelos de altitud donde antes sólo se hacía uno. Es cierto que la mayor parte se han hecho con perfecta impunidad y que los diez mil metros se han alcanzado muchas veces sin más obstáculos que el frío y la falta de oxígeno. Pero, ¿esto qué prueba? Un visitante podría bajar mil veces a nuestro planeta y no ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si, por casualidad, nuestro visitante se posara en la jungla, podría ser devorado. Pues en las capas altas de la atmósfera hay junglas, y están habitadas por cosas más terribles que los tigres. Espero que llegue el tiempo en que esas junglas sean marcadas en nuestras cartas de navegación con la precisión que se merecen. Yo puedo situar ahora dos. La primera por encima de la región de Pau y Biarritz, en Francia. La otra encima de mi cabeza mientras escribo en mi casa de Wiltshire. Y podría asegurar que existe otra en la región de Wiesbaden.

Fueron ciertas desapariciones de aviadores las que me dieron la idea. Claro que, por lo general, suele admitirse que cayeron al mar, pero esta explicación no me satisface del todo. El primero fue Verrier, en Francia; su aparato fue encontrado cerca de Bayonne, pero jamás descubrieron su cadáver. También está el caso de Baxter, que desapareció, aunque el motor de su avión y algunos restos de chatarra fueran identificados en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury, que seguía el vuelo con unos prismáticos, declaró que, justo antes de que las nubes oscurecieran su campo visual, había visto el aparato, que se encontraba a considerable altura, ponerse en posición vertical, después de una serie de sacudidas de increíble violencia. Ésa fue la última vez que fue visto el avión de Baxter. Después hubo muchos más casos análogos, y luego la muerte de Hay Connor. ¡Cuánto parloteo vano respecto a ese misterio no resuelto! ¡Cuántas columnas en los periódicos! Pero bien se cuidaron de no ir al fondo del asunto. Bajó planeando desde una altitud desconocida. No salió de su aparato: estaba muerto en el asiento. ¿De qué murió? «De un infarto», respondieron los médicos. ¡Absurdo! El corazón de Connor era tan fuerte como el mío. ¿Qué declaró Venables? Venables era el único hombre que se encontraba a su lado cuando murió. Afirmó que Hay Connor estaba sacudido por los espasmos y que tenía un aspecto asustado. «Ha muerto de miedo», dijo Venables, sin llegar a imaginar qué le podría haber asustado. Connor sólo murmuró una palabra a Venables. Una palabra que sonaba como: «Monstruoso». En el curso de la investigación, nadie fue capaz de determinar a qué podría aplicarse lo de «monstruoso». ¡Yo sí que lo hubiera sido! ¡Monstruos! Ésa fue la última palabra del pobre Harry Hay Connor. Y ciertamente murió de miedo. Venables tenía razón.

Después fue lo de la cabeza de Myrtle. ¿Creerían ustedes (¿de veras podría creerlo alguien?) que la cabeza de un hombre puede embutirse completamente en su cuerpo como resultado de una caída? En lo que a mí respecta, yo jamás me creí esa explicación que dieron al caso de Myrtle. ¿Y la grasa que tenía encima de la ropa? «Completamente pringosa de grasa», comentó alguien en el transcurso de la investigación. ¡Qué extraño que nadie reflexionase sobre eso! Pero yo sí lo hice. Lo cierto es que ya llevaba tiempo reflexionando sobre ello. Hice tres intentos (¡y pensar que Dangerfield se burlaba de mí por llevarme el fusil de caza!), pero no conseguí subir a la suficiente altura. Ahora, con mi nuevo Paul Veroner ligero y su motor Robur de 175 caballos, mañana debería alcanzar fácilmente los diez mil metros. ¡Es posible que también esté tentando al diablo! No niego que no haya peligro. Pero si un hombre quiere evitar el peligro, sólo tiene que abstenerse de volar y pasar la vida en zapatillas y bata. Mañana exploraré la jungla aérea. Si hay algo dentro, lo sabré. Si regreso, seré un personaje célebre, una estrella. Si no, este cuaderno de notas dará testimonio de lo que intento hacer y de cómo he perdido la vida en el intento. Pero, ¡por favor, nada de majaderías respecto a «accidentes» o «misterios»!

He escogido mi monoplano Paul Veroner para este pequeño trabajo. No hay nada como un monoplano cuando se quiere conseguir realmente algo: Beaumont lo comprendió desde el principio. Por ejemplo, la humedad no le afecta; el tiempo que hace ahora permite prever que los dos estaremos constantemente entre nubes. Es un pequeño prototipo muy bonito que responde a mi mano como un caballo blando de boca. El motor es un Robur de diez cilindros que alcanza los 175 caballos de potencia. El aparato está provisto de los últimos adelantos de la técnica: fuselaje blindado, patines de aterrizaje de curva alta, frenos potentes, estabilizadores giroscópicos, tres velocidades accionadas mediante una alteración del ángulo de los planos según el principio de los alerones móviles. Llevo conmigo un fusil de caza y una docena de cartuchos de postas: tendrían que haber visto la cara de Perkins, mi viejo mecánico, cuando le pedí que metiera todo en el avión. Me vestí como un explorador del Ártico, con dos chándales debajo del mono, calcetines gruesos para mis botas forradas de pelo, una gorra de orejeras y mis gafas de mica. Cuando salí de los hangares me ahogaba; pero como quería sobrepasar en mi ascenso la altura de la cumbre más alta del Himalaya, era necesario que me pusiera el traje apropiado a mi misión. Perkins sospechó algo y me pidió que le llevara conmigo. Si hubiera empleado un biplano, quizá hubiera accedido a su petición; pero un monoplano del que se quiere sacar el máximo de potencia ascensional es asunto de un hombre solo. Por supuesto que he cogido una mascarilla de oxígeno; el aviador que intentase conseguir un récord de altitud sin oxígeno se quedaría congelado o asfixiado, o quizá ambas cosas.

Antes de sentarme verifiqué los planos, el timón de dirección y el sistema de cables; satisfecho con mi inspección, puse en marcha el motor y recorrí tranquilamente la pista. Despegué en primera, luego di dos vueltas al aeródromo para calentar un poco el motor; con un gesto de la mano saludé a Perkins y a los demás, después tomé altura y aceleré a fondo. Durante quince kilómetros el avión se deslizó en el viento como una golondrina. Eché el morro hacia delante y comenzó a ascender hacia el banco de nubes, describiendo una enorme espiral. Es muy importante una ascensión lenta para ir acostumbrándose a la presión.

Hacía bochorno y demasiado calor para un día de septiembre en Inglaterra, amenazaba lluvia. Unas rachas de viento soplaban del sudoeste; una de ellas, particularmente violenta, me cogió desprevenido y me desvió brutalmente de mi trayectoria. Recuerdo el tiempo en que las ráfagas de aire y los baches suponían los peligros más graves, porque a nuestros motores les faltaba potencia. Justo en el momento en que alcancé la capa de nubes se puso a llover; el altímetro marcaba mil metros. De veras, ¡vaya lluvia! Tamborileaba sobre las alas, me azotaba el rostro, cubría mis gafas; no veía casi nada. Afectaba a mi velocidad de crucero, pero, ¿qué podía hacer? Mientras iba tomando altura se transformó en granizo, y no tuve más remedio que contornearla. Uno de los cilindros había dejado de funcionar, sin duda, una bujía con demasiada grasa; pero pude continuar la ascensión sin perder potencia. Poco después, mi problema mecánico tocó a su fin y volví a escuchar el rugido pleno de los diez cilindros que cantaban con una sola voz y en perfecta armonía. Ahí está el milagro de nuestros silenciadores modernos, que, finalmente, nos permiten controlar nuestros motores por el oído. Cuando no giran bien, ¡cómo gritan, cómo protestan, cómo sollozan! En los viejos tiempos todas esas llamadas de socorro se perdían, tapadas por el espantoso estruendo del motor. ¡Ah! ¡Si los pioneros de la aviación pudieran resucitar, aunque sólo fuera para admirar la perfección mecánica pagada con sus vidas!

Hacia las nueve y media llegué muy cerca de las nubes. Por debajo de mí, emborronada y azotada por la lluvia, se extendía la vasta llanura de Salisbury. Media docena de aparatos se arrastraban a tres o cuatrocientos metros de altitud. Parecían gorriones. Tuve la impresión de que se preguntaban qué iba a hacer yo en medio de las nubes. De repente fue como si corrieran ante mí una cortina gris, y unos remolinos de vapor húmedo bailaron ante mi rostro. Aquello daba frío y una sensación de tristeza. Pero había superado el granizo y al menos eso había ganado. La nube era tan oscura y espesa como una de las nieblas londinenses. Con ganas de salir de ella, tiré de la manilla hasta que se disparó el timbre automático de alarma y comencé a avanzar a trompicones. Mis alas mojadas habían cogido más lastre del que había pensado. Pero no tardé en llegar a una zona de nubes menos densa, que superé a continuación. Una segunda capa, opalina y algodonosa, me aguardaba a gran altitud, encima de mí; formaba un cielo raso continuo, mientras que abajo me parecía ver como un piso oscuro e igual de liso; entre ambos, mi monoplano se abría camino hacia el pleno cielo. ¡Cuán solo se siente uno en estos vastos espacios! Vi una gran bandada de aves acuáticas en vuelo rápido hacia el oeste. Confieso que su presencia me agradó. Creo que eran cercetas, pero soy un pésimo zoólogo. Ahora que los hombres se han hecho pájaros, deberíamos aprender a conocer a nuestros hermanos al primer vistazo.

El viento azotaba por debajo de mí la gran llanura de nubes. En un momento dado, formó un gran remolino, de modo que por el agujero superior pude ver el suelo. Un gran avión blanco volaba mucho más abajo. Sin duda era el del servicio matinal de la línea Bristol-Londres. Después, el torbellino se puso a girar en el otro sentido y volví a encontrarme solo.

Poco después de las diez tomé contacto con el borde inferior de la capa superior de nubes. Aquellos estratos eran de un fino vapor diáfano que derivaba lentamente hacia el este. La fuerza del viento había ido aumentando paulatinamente. La temperatura ya era muy baja, aunque mi altímetro sólo indicase tres mil metros. El motor sonaba admirablemente bien. Más espesa de lo que me había parecido, la nube se adelgazó finalmente en una bruma dorada, que hizo que un cielo absolutamente puro y un sol radiante me dieran la bienvenida. Por encima de mí sólo veía azul y oro; por debajo, sólo plata centelleante. Eran las diez y cuarto, la aguja del barógrafo indicaba cuatro mil doscientos metros. Proseguí la ascensión, atento al ronroneo del motor, los ojos constantemente fijos en el cronómetro, el cuentarrevoluciones, el nivel de gasolina, la bomba de aceite. No es extraño que se diga de los aviadores que no tienen miedo de nada: tienen que pensar en tantas cosas que no tienen tiempo de pensar en sí mismos. En aquel momento fue cuando observé lo poco de fiar que puede ser una brújula cuando se sobrepasa cierta altura. Afortunadamente, el sol y el viento me devolvieron a mis verdaderas coordenadas.

Había esperado encontrarme con una calma infinita cuando tomara más altura, pero a medida que iba subiendo la tormenta aumentaba su violencia. Mi monoplano gemía, todos sus remaches temblaban, agitándose como una hoja de papel cuando quería girar, deslizándose en el viento, más deprisa, quizá, que haya volado ningún mortal. Tenía que enderezar continuamente el aparato, y evitar los remolinos, poniéndome a barlovento, pues no sólo buscaba un récord de altitud, puesto que, según todos mis cálculos, mi jungla aérea se encontraba por encima de la pequeña Wiltshire; todos mis esfuerzos no servirían para nada si en aquel momento no me decidía a atacar las capas altas de la atmósfera.

Llegué a los seis mil metros poco antes de las doce del mediodía. El viento era tan violento que yo miraba ansiosamente los cables de mis alas; de un momento a otro esperaba verlos distendidos o partidos. Había cogido de detrás el paracaídas, fijándolo al mosquetón de mi cinturón de cuero, con intención de estar preparado para lo peor. En momentos como aquél es cuando las chapucerías del mecánico pueden costarle la vida al piloto. Pero el aparato se portaba valientemente. Sus cables y sus soportes zumbaban y vibraban como si fueran las cuerdas de un arpa; y yo estaba maravillado de comprobar cómo, a pesar de los golpes y sacudidas que recibían, proseguía su empresa de dominar el cielo. Debe haber en el hombre algo divino para que se eleve de esa manera por encima de los límites que el Creador parece haberle asignado, para que se eleve gracias a esa continuidad desinteresada y heroica de la que da testimonio la conquista del aire. ¡Se habla de degeneración del hombre! ¿Cuándo una historia como ésa se llegó a escribir en los anales de nuestra especie?

Con todas estas ideas en la cabeza, seguía llevando mi avión cada vez más hacia arriba, aunque el viento lacerase mi rostro y silbara detrás de mi cabeza. La llanura de nubes por debajo de mí se había alejado; sus pliegues, sus embolsamientos plateados se habían fundido en una planicie deslumbrante. Pero, de repente, fui víctima de un suceso sin precedentes. Claro que ya sabía los problemas de encontrarse con lo que nuestros vecinos del otro lado del Canal llaman torbellino; pero jamás había visto ninguno tan grande como aquél. Ese formidable río de viento que barre todo, al parecer contiene en su interior remolinos que son tan terroríficos como él. Sin la menor advertencia fui absorbido brutalmente por uno de ellos. Durante uno o dos minutos di vueltas a tal velocidad que poco me faltó para perder el conocimiento, después caí, el ala izquierda lo primero, en el agujero del remolino central. El vacío me arrastró en caída libre, como si fuera una piedra, a lo largo de trescientos metros. Sólo permanecí en el asiento gracias a su cinturón, pues la sacudida me había dejado sin aliento, llevándome medio desvanecido por encima del borde del fuselaje. Pero (ahí está el gran mérito de ser aviador) aún era capaz de hacer el esfuerzo supremo. Fui consciente de que la caída se detenía. De hecho, el torbellino tenía más la forma de un cono que de un cilindro, y yo me acercaba a la cúspide del cono. Al precio de una terrible torsión, echando todo el peso hacia un lado, conseguí enderezar las alas y recobré el control del avión para salir de los remolinos. Roto, pero victorioso, volví a tirar de la palanca y pude continuar la ascensión. A las trece horas me encontraba a siete mil metros sobre el nivel del mar. Para mi gran satisfacción había dejado abajo la tormenta —cuanto más subía, el aire estaba más en calma—, aunque hacía mucho frío y comenzaba a sentir la peculiar náusea que acompaña al enrarecimiento del aire, por lo que cogí la mascarilla de oxígeno y aspiré a intervalos regulares el milagroso gas. Lo sentía correr por mis venas como si fuese un cordial, y me sentía muy animado, al borde de la euforia. Gritaba, cantaba, todo ello sin dejar de dibujar mi estela en el cielo helado.

Estoy seguro de que el desfallecimiento que sufrieron Glaisher y, en menor grado, Coxwell, cuando en 1862 alcanzaron en globo la altitud de diez mil metros, fue provocado por la extremada rapidez con que efectuaron su ascensión vertical en globo. Cuando se sube siguiendo una pendiente moderada y uno se acostumbra lentamente a la disminución de la presión atmosférica, se evita ese género de problemas. A la misma altitud, yo descubrí que, incluso sin máscara de oxígeno, podía respirar sin sentirme intolerablemente mal. Sin embargo, el frío se iba haciendo endiabladamente punzante, y el termómetro marcaba 18.º bajo cero. A las trece horas treinta minutos, casi estaba a once mil metros por encima de la superficie del globo y seguía ascendiendo con regularidad. Pero el aire enrarecido sostenía mucho menos mis alas y el ángulo de ascensión se había reducido considerablemente. Comprendí que, incluso con un aparato tan ligero y un motor tan robusto como aquéllos, no tardaría en alcanzar el techo. Para colmo de la mala suerte, al desajustarse una bujía, el motor comenzó a toser.

En el momento en que comenzaba a temerme el fracaso, sobrevino un incidente completamente extraordinario. Un objeto se cruzó en mi camino, zumbando y dejando una estela de humo, y después explotó con gran silbido en medio de una nube de vapor. En aquel momento no supe qué pensar. Luego recordé que la tierra era bombardeada continuamente por piedras meteóricas y que difícilmente sería habitable si casi todos esos meteoritos no se transformasen en vapor al contacto con las capas superiores de la atmósfera. Valga lo sucedido como muestra del nuevo peligro que amenaza a quienes se arriesguen a las alturas, pues otros dos meteoritos pasaron cerca de mí cuando me iba aproximando a los doce mil metros. En los confines de la atmósfera terrestre, el riesgo debe ser mucho mayor y completamente real.

La aguja de mi barógrafo marcaba doce mil trescientos metros cuando fui consciente de que no podía seguir subiendo. Físicamente yo podría soportar un esfuerzo suplementario, pero mi máquina había llegado a su límite. El aire enrarecido no sostenía lo suficiente mis alas: a la menor inclinación, el aparato se ladeaba siguiendo la dirección del ala y no obedecía mis órdenes. Si el motor no hubiera fallado, quizá hubiera podido ascender a duras penas tres o cuatrocientos metros más, pero sus espasmos eran cada vez más numerosos y me pareció que dos de sus diez cilindros estaban averiados. Si en aquellos momentos ya no me encontraba en la zona que buscaba, entonces me sería imposible alcanzarla. ¿No habría penetrado ya en ella? Girando en círculo y planeando como un halcón gigantesco a la altitud de doce mil trescientos metros, dejé volar solo el monoplano, mientras inspeccionaba con los prismáticos los alrededores. El cielo era de una claridad perfecta. Nada invitaba a suponer los peligros que sospechaba.

Ya he dicho que volaba en círculo. Pensé que mejor sería inspeccionar una zona más amplia. El cazador que se aventura por una de las junglas de la tierra, ¿no la atraviesa de un extremo a otro con la esperanza de descubrir su presa? Pues, según mis deducciones, la jungla aérea que estaba buscando debía encontrarse en algún lugar por encima de Wiltshire, es decir, a mi sudoeste. Me orienté con el sol, ya que de nada me servía la brújula y ya no distinguía el suelo, y me lancé en la dirección requerida. En línea recta, porque había calculado que sólo me quedaba combustible para una hora. Pero podía darme el capricho de agotarlo hasta la última gota, ya que un magnífico vuelo planeado me devolvería sin molestias al suelo.

Entonces sentí que algo había cambiado. Delante de mí, el aire había perdido su diafanidad de cristal. Contenía largas formas retorcidas de una materia que sólo podía comparar al finísimo humo de un cigarrillo. Sus filamentos, sus coronas avanzaban lentamente bajo la luz del sol. Cuando el monoplano pasó por aquella materia desconocida, sentí en los labios un ligero sabor a aceite, y la carcasa de mi aparato se recubrió de una espuma grasienta. Una materia orgánica infinitamente sutil parecía hallarse en suspensión en la atmósfera. ¿Estaría viva?

Aquella materia inconsistente, primitiva, cubría muchas hectáreas para después disiparse en el vacío. ¡No, no estaba viva! Pero, ¿no sería el indicio de vida, algo así como los pastizales de la vida, los pastizales de una vida monstruosa? El modesto plancton del océano es el pasto de la poderosa ballena. Estaba pensando en eso cuando, al alzar la mirada, fui gratificado por una visión completamente singular. ¿Seré capaz de contarla hoy tal y como la vi el pasado martes?

Imagínense una medusa de las que se encuentran en los mares tropicales, de forma de campana, pero de un tamaño enorme: mucho mayor, a mi entender, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. De color rosa claro, veteado de verde suave, poseía una esencia tan sutil que sólo era una forma feérica recortándose sobre el cielo azul oscuro. Latía a un ritmo lento y regular. Dos largos tentáculos verdes que caían y se balanceaban lentamente de atrás adelante y viceversa, completaban su maravilla. Aquella espléndida visión pasó por encima de mi cabeza con silenciosa dignidad; ingrávida y frágil como una bola de jabón, prosiguió majestuosamente su camino.

Yo había girado mi aparato para contemplarla mejor, cuando descubrí que me hallaba escoltado por una escuadra de criaturas análogas de tamaños diversos, aunque la primera que había visto era, y con mucho, mayor que todas ellas. Algunas me parecieron muy pequeñas, pero la mayoría alcanzaba el tamaño de un globo mediano. La delicadeza de su contextura y de sus colores me recordaba el cristal de Venecia. El rosa y el verde pálido eran los colores dominantes, produciendo irisaciones cuando el sol jugaba con sus gráciles formas. Varios cientos pasaron cerca de mí. Sus formas y su materia concordaban tan armoniosamente con la pureza de estas altitudes que no era posible imaginar nada más bello.

Sin embargo, mi atención no tardó en ser cautivada por otro fenómeno: las serpientes del aire exterior. Imagínense largos rizos delgados y fantasmales, de una materia similar al vapor: giraban y se retorcían a una velocidad increíble; el ojo apenas podía seguir sus evoluciones. Algunos de aquellos animales fantasmales podían alcanzar los ocho o diez metros de longitud, pero era un suplicio intentar calcular su diámetro por lo brumoso de su contorno, que parecía desvanecerse en el aire. Aquellas serpientes de aire, de un color gris muy claro, tenían estrías junto a líneas más oscuras, lo que les daba la apariencia de un organismo real. Una de ellas me rozó el rostro: sentí un contacto frío y húmedo. Tenían un aire tan poco material que, mientras las observaba tan de cerca, en ningún momento llegué a pensar en un peligro físico. Sus formas estaban tan desprovistas de consistencia como la espuma de una ola que se rompe.

Pero aún tenía reservada una experiencia más terrible. Bajando de gran altitud, una mancha de vapor púrpura, que en principio me pareció pequeña, aumentó rápidamente de tamaño al acercarse a mí. Aunque formada por una especie de sustancia transparente parecida a la jalea, poseía un contorno más preciso y una consistencia más sólida que todo lo que había visto hasta entonces. También observé en ella indicios más evidentes de un organismo físico, en particular a cada uno de los lados, dos placas redondas, bastante anchas y oscuras, que podían ser los ojos, y entre ambas un objeto blanco muy sólido en forma de saliente, tan encorvado y cruel como el pico de un buitre.

El aspecto global de aquel monstruo era formidable y amenazante. Cambiaba constantemente de color, pasando de un malva muy claro a un inquietante rojo oscuro. No podía negar su consistencia, puesto que había proyectado una sombra al situarse entre el sol y el avión. En la parte superior de su cuerpo, de forma curva, había tres grandes jorobas que sólo puedo describir como enormes pompas; pensé que debían de contener alguna especie de gas extremadamente ligero destinado a sostener aquella masa informe y semisólida en el aire enrarecido. Desplazándose rápidamente, el monstruo igualaba sin esfuerzo la velocidad de mi monoplano; durante treinta kilómetros planeó sobre mi cabeza, como el pájaro de presa que se dispone a lanzarse sobre su víctima. Su sistema de locomoción consistía en lanzar ante sí algo parecido a un largo zarcillo viscoso que luego tiraba a su vez del resto del cuerpo; era tan elástico, tan gelatinoso que jamás conservaba la misma forma durante dos minutos seguidos, y cada cambio lo hacía más amenazante, más espantoso.

Yo sabía que era mi enemigo. Cada una de las partes de su rojo cuerpo proclamaba su hostilidad. Sus grandes ojos imprecisos no me abandonaban, fríos, implacables, animados de un odio visceral. Bajé el morro del avión para descender y huir. Pero, tan rápido como el rayo, un largo tentáculo surgió de aquella masa flotante y se abatió como un látigo sobre la parte delantera del fuselaje. Al contacto con el calor ardiente del motor escuché un silbido agudo, y el tentáculo volvió a subir por el aire, mientras que el cuerpo del monstruo se retorcía como dominado por un súbito dolor. Quise lanzarme en picado, pero un nuevo tentáculo cayó sobre mi avión: la hélice lo cortó con la misma facilidad con que hubiera separado en dos una voluta de humo. Un largo tentáculo viscoso y grasiento llegó a mi espalda y se enrolló en mi cintura para sacarme fuera del fuselaje. Mis dedos se hundieron en una superficie tan pegajosa como la cola, destrozándolo y librándome de él; pero sólo por un instante, pues al momento otro tentáculo tiró de una de mis piernas, tan brutalmente que caí hacia atrás.

Ante aquel ataque descargué los dos cañones de mi fusil. Es evidente que yo debía de parecer algo así como un cazador de elefantes que ataca a su presa con una pequeña cerbatana de bolsillo. ¿Cómo podía esperar que un arma hecha por el hombre pudiera paralizar a una masa tan monstruosa? Pero debí de encontrarme bien inspirado, porque una de las enormes jorobas de la bestia explotó al recibir el impacto de mis postas. Había estado en lo cierto, aquellos abultamientos estaban llenos de gas. En efecto, mi enemigo giró sobre uno de sus lados, retorciéndose desesperadamente para recobrar el equilibrio, abriendo y cerrando de rabia su blanco pico. Pero yo ya había emprendido a todo gas el picado más audaz que podía permitirme. Por decirlo de otro modo, bajé como un aerolito. Detrás de mí, a lo lejos, una débil mancha roja fue disminuyendo rápidamente de tamaño, hasta desaparecer finalmente en el azul del cielo. ¡Uf! Había salido sano y salvo de aquella terrible jungla de la atmósfera superior.

Una vez fuera de peligro, corté el gas, pues nada daña más a una máquina que lanzarse en picado a pleno motor. Desde una altitud próxima a los doce mil metros, ejecuté un maravilloso vuelo planeado en espiral, primero hasta la capa de nubes plateadas, después hasta las nubes de tormenta de más abajo y, finalmente, en medio de una lluvia que agitaba mi aparato, hasta el suelo. Al salir de las nubes vi el Canal por debajo de mí; como aún me quedaba un poco de combustible, penetré unos treinta kilómetros en tierra y aterricé en un campo, a medio kilómetro del pueblo de Ashcombe, adonde fui a comprar tres bidones. A las seis de la tarde me posaba en mis dominios de Devize, después de un viaje que, antes que yo, ninguno de los mortales del planeta consiguió terminar para contarlo. Había visto la belleza y el horror a pleno cielo, belleza y horror que sobrepasan todo lo que el hombre ha visto sobre la tierra.

Mi plan de ahora es volver a subir una vez más antes de comunicar al mundo los resultados de mi exploración. Debo hacerlo. Debo traer algún tipo de pruebas antes de dejar perplejos a mis compatriotas con semejante historia. Claro que otros aviadores no tardarán en confirmar mis declaraciones, pero me gustaría ser el primero en convencer a la gente. Esas preciosas esferas de aire irisado deben de ser fáciles de capturar, ya que avanzan lentamente, por lo que un monoplano rápido podría interceptarlas. Es muy posible que se disuelvan en las capas más densas de la atmósfera y que sólo baje a tierra un montón de jalea informe. No importa, al menos tendré algo que dará autenticidad a mi narración. ¡Sí, voy a volver a subir, aunque tenga que correr los mayores riesgos! Esos monstruos rojos no parecen ser muy numerosos. Seguro que no veré ni uno solo. Si llego a ver alguno, me lanzaré rápidamente en picado. Y si es necesario podré servirme de mi fusil y de mi conocimiento de que… [Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la página siguiente aparecen garabateadas estas palabras]: Trece mil cien metros. Jamás volveré a ver la tierra. ¡Que Dios se apiade de mí, es terrible morir así!

* * *

Hasta aquí la relación íntegra de Joyce-Armstrong. Del piloto nunca más se supo. Los restos de su monoplano fueron identificados en el coto de caza del señor Budd-Lushington, en el límite entre Kent y Sussex, a pocos kilómetros del lugar donde se descubrió el cuaderno de notas. Si la teoría del desventurado aviador es correcta, si aquella jungla aérea, como él la llamaba, sólo existe sobre el sudoeste de Inglaterra, él habrá intentado huir a todo gas, siendo atrapado y devorado por esos horribles monstruos encima del lugar donde ha caído su avión. La imagen del monoplano volando en pleno cielo a gran velocidad, con esos terrores innombrables cortándole el camino hacia el suelo y estrechando cada vez más el cerco a su víctima, es una de ésas en las que no debe detenerse el hombre que desee guardar un sano equilibrio mental. Sé que los escépticos se burlarán de la exposición de los hechos; pero no tendrán más remedio que admitir la desaparición de Joyce-Armstrong. Yo les recomendaría que meditaran en las dos frases siguientes: «Este cuaderno de notas dará testimonio de lo que intento hacer y de cómo he perdido la vida en el intento. Pero, por favor, nada de majaderías respecto a “accidentes” o “misterios”».

Arthur Conan Doyle - El horror de las Alturas
  • Autor: Arthur Conan Doyle
  • Título: El horror de las alturas
  • Título Original: The Horror of the Heights
  • Publicado en: The Strand Magazine, noviembre de 1913
  • Traducción: Javier Martín Lalanda

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