Sinopsis: «La pirámide brillante» (The Shining Pyramid) es un cuento de Arthur Machen, publicado en mayo de 1895 en The Unknown World. Mr. Vaughan visita en Londres a su amigo Dyson para pedirle ayuda con un inquietante misterio: cerca de su casa en el campo han aparecido extraños dibujos hechos con puntas de flecha prehistóricas, que cambian cada noche formando figuras enigmáticas. Vaughan teme que sean señales de ladrones interesados en su valiosa colección de plata antigua. Dyson, intrigado por estos símbolos inexplicables, decide acompañar a Vaughan a su remota propiedad en las colinas galesas para investigar estos fenómenos y descubrir quién o qué los está creando.

La pirámide brillante
Arthur Machen
(Cuento completo
I. El signo de punta de flecha
—¿Embrujado, dice usted?
—Sí: embrujado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vive, con sus bosques antiquísimos, sus colinas agrestes en forma de cúpula, y sus tierras ásperas. La imagen que me describió quedó grabada en mi mente, y la recuerdo siempre, en especial cuando estoy sentado en mi escritorio y escucho el intenso clamor del turbulento Londres. Pero, ¿cuándo llegó usted?
—La verdad, Dyson, es que he venido directamente desde la estación. Salí temprano esta mañana para tomar el tren de las 10:45.
—Bueno, me alegra mucho que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan…
—No —dijo Vaughan—. Sigo siendo un ermitaño, como usted. No he hecho más que holgazanear.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el sillón, moviéndose nerviosamente y mirando a su alrededor de manera algo aturdida e inquieta. Dyson había apartado su silla al entrar el visitante y tenía un brazo apoyado en su escritorio, cubierto de libros y papeles desordenados.
—¿Y usted? ¿Continúa ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y las abultadas carpetas.
—Sí. El sueño de la literatura es tan vano como absorbente, igual que el de la alquimia. Bueno… supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerlo de que viniera a pasar unos días al oeste. Estoy seguro de que le sentaría de maravilla.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podría haber dibujado nada más maravilloso ni más místico que Oxford Street tal como la vi hace un par de días, al atardecer: el resplandor del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—Aun así, desearía que viniera. Disfrutaría paseando por nuestras colinas. ¿Es que este alboroto continúa todo el día y toda la noche? Me asombra: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que verdaderamente gozaría con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, tratando de descubrir si sus palabras habían surtido algún efecto. Pero su amigo negó con la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles de la ciudad.
—No puede tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga razón. Después de todo, puede que me equivocara al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando ocurre una tragedia, es como una piedra arrojada a una charca: los círculos se expanden y parece que no hayan de dejar nunca de crecer.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia?
—Bueno… no me atrevería a calificarla así. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que sucedió. Puede haber sido, o no, una tragedia en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Verá… el hecho es que una muchacha desapareció de un modo muy misterioso. Sus padres, de apellido Trevor, son granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde decidió visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras; como las dos casas están separadas apenas por cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que tomaría el atajo por las colinas. No llegó a la casa de su tía, y no ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
—Qué cosa más extraña. Supongo que en las colinas no hay minas abandonadas… ¿Cree que pudo caer a algún precipicio?
—No. El camino que debía tomar no pasa junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado incluso de cualquier camino secundario. Puede recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente al respecto?
—¡Oh, tonterías! No tiene idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Son tan malos como los irlandeses, en todo sentido, e incluso más reservados.
—Pero ¿qué dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se fue con las hadas», o que fue «raptada por las hadas». Si el caso no fuera tan trágico, sería para echarse a reír.
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena extraña al oído en esta época. Pero ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas…
—No. Pero me da la impresión de que anda completamente a ciegas. Temo que Annie Trevor se haya topado con algún facineroso en el camino. Castletown, como sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de sus barcos de cuando en cuando y se dedican a vagabundear. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía ni seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y me temo mucho que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo repara de inmediato en cualquiera cuya apariencia o atuendo sea «anormal». A pesar de eso, parece que mi teoría es la única explicación posible.
—¿No hay ningún indicio que pueda servir de punto de partida? —inquirió Dyson pensativo—. ¿Algún asunto amoroso, o algo por el estilo?
—Oh, no, ni pensarlo. Estoy seguro de que, si Annie siguiera viva, se lo habría hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva y no pueda comunicarse con sus familiares. Todo esto debe de haberle causado muchas preocupaciones.
—Así es. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, preferiría no hablar más del asunto; no he venido aquí para eso.
—Por supuesto —respondió Dyson, algo sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de cosas más alegres.
—No, tampoco. Lo que le acabo de contar ocurrió hace un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal y, para ser absolutamente sincero, he venido a verlo porque pensé que podría ayudarme. ¿Recuerda aquel caso extraño que me mencionó la última vez que nos vimos? Algo sobre un fabricante de gafas…
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea de por qué se deseaban aquellas extrañas gafas amarillas. Pero usted parece realmente preocupado, Vaughan. Espero que no sea nada grave.
—No, creo que lo he exagerado, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha ocurrido es muy raro.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Estoy seguro de que se reirá de mí, pero esta es la historia. Como ya sabe, hay un camino, un sendero público, que cruza mis tierras y, para ser exactos, pasa junto al muro de la huerta. No lo usa mucha gente: algún leñador de vez en cuando, y cinco o seis niños que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar y me detuve a llenar mi pipa junto a las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino del que le hablo discurre bajo la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección del muro para encender la pipa. Al hacerlo, bajé la vista al suelo y vi algo que me llamó la atención. Justo al pie del muro, sobre la hierba corta, había unos pequeños pedernales formando un dibujo; algo así…
Mr. Vaughan tomó un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas líneas.
—Como ve —continuó—, eran doce pedernales, dispuestos con simetría. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban orientadas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los niños que mencionó estuvieron jugando mientras volvían de la escuela. Les encanta entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas o cualquier cosa que encuentren.
—Eso pensé. Vi aquellas piedras formando una especie de dibujo y seguí mi camino. Pero a la mañana siguiente volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedras en el mismo lugar. Sin embargo, el dibujo había cambiado: las piedras estaban dispuestas como los rayos de una rueda, uniéndose todas en un centro común; y ese centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa, todo hecho —desde luego— con piedras.
—Sí, es curioso —dijo Dyson—, aunque lo más probable es que sean fantasías de los niños de la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media, y yo fui al lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente repetí la visita a las siete menos cuarto, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los niños hora y media más tarde; no se detuvieron para nada allí. Por la tarde los vi regresar y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es esta: primero, líneas simétricas; luego los rayos y la copa; después la pirámide; y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no?
—Sí, exactamente. Pero ¿sabe qué es lo que me ha dejado intranquilo? Supongo que le parecerá absurdo, pero no puedo evitar pensar que alguien los utiliza para comunicarse con otros… o para amenazarme.
—¿Amenazarlo? ¿Tiene enemigos?
—No. Pero poseo algunas piezas de plata muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa en ladrones? —preguntó Dyson, ahora visiblemente interesado—. Conoce a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que dije sobre los marineros.
—¿Puede confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata está guardada en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de mi familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un conjunto de plata antigua, y en el campo la gente es muy dada al chisme, así que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me resulta poco satisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptarla. ¿Qué lo hizo relacionar la plata con esos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Resulta que tengo una ponchera muy grande y valiosa, de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un dineral. El dibujo que le describí tenía la misma forma que mi ponchera.
—Una coincidencia extraña, sin duda. Pero ¿y los demás dibujos? ¿Tiene algo con forma de pirámide?
—Ah, eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, junto con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba… de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe. ¿Qué hay de los otros dibujos? El Ejército —como podríamos llamar al primero— y la Media Luna…
—No he podido relacionarlos con nada. Pero admitirá que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas han pertenecido a mi familia durante generaciones. Y no puedo sacarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos intentan convertirme en víctima de un robo, comunicándose entre sí cada noche por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible y, aun así, las dificultades son enormes.
Se recostó en su asiento, y ambos hombres se miraron con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan peculiar.
—A propósito —dijo Dyson tras una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
El señor Vaughan levantó la vista, muy sorprendido por la pregunta.
—Arenisca roja y caliza, creo —respondió—. Estamos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero ni en la arenisca ni en la caliza suele haber piedras, ¿cierto?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras de esos dibujos?
—Da la casualidad de que me traje una; la recogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.
II. Los ojos en el muro
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra alargada y puntiaguda, de unas tres pulgadas de longitud.
El rostro de Dyson se iluminó de excitación al tomarla de las manos de Vaughan.
—Desde luego —dijo tras un breve silencio—, tiene usted unos vecinos muy singulares. Me cuesta creer que tengan algún propósito relacionado con su ponchera. ¿Sabe que esto es una punta de flecha antiquísima, y además de un tipo único? He visto ejemplares procedentes de todas partes del mundo, pero ninguno como este, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren de las 5:45 hacia Castletown —dijo.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del paisaje que lo rodeaba. Era temprano por la mañana y se hallaba en la terraza de la fachada principal de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, amparada por un antiguo y tupido bosque que la rodeaba por tres de sus lados; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en un valle donde un arroyo serpenteaba en místicas «eses», y los alisos oscuros y brillantes trazaban el curso de la corriente ante la vista. En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo sonido turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua deslizándose entre las rocas. Justo debajo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media; y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, amplias y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de bosques oscuros y matorrales, pero las alturas estaban desnudas de árboles, mostrando solo césped gris y manchas de helechos, tocados aquí y allá con el oro de las frondas marchitas. Dyson miró al norte y al sur, y no vio más que el muro de colinas, los bosques antiguos y el riachuelo zigzagueando entre ellos; todo gris y difuso bajo la niebla matinal, bajo un cielo plomizo.
La voz del señor Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano —dijo—. Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó demasiado en el entorno cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no le parece?
—Sí, pero armoniza perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberlo traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar sobre el césped hasta llegar a un sendero que discurría por la parte posterior de la casa. Lo siguieron, y de pronto Vaughan se detuvo: estaban junto a la puerta del muro de la huerta.
—Mire, aquí era —dijo, señalando el suelo—. La primera mañana que vi las piedras, yo estaba en el lugar que ocupa usted ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; después la Copa; luego la Pirámide; y ayer, la Media Luna. Qué piedra más rara —añadió Dyson, señalando un bloque de caliza que sobresalía del suelo, justo bajo el muro—. Parece una especie de columna enana… aunque supongo que es natural.
—Sí, eso creo. Imagino que la trajeron para utilizarla en los cimientos de algún edificio más antiguo que este, ya que estamos sobre arenisca roja.
—Muy probable.
Dyson miraba atentamente a su alrededor, dejando vagar la mirada del suelo al muro, y del muro al bosque profundo que casi se cernía sobre la huerta, oscureciendo el lugar aun en plena mañana.
—Mire aquí —dijo Dyson al cabo de un rato—. Esto sí que tiene que ser obra de los chiquillos. Mire…
Se había inclinado para examinar la superficie rojiza del muro, levantado con ladrillos de un rojo apagado. Vaughan se acercó y miró fijamente el punto que Dyson señalaba; apenas alcanzó a distinguir una leve marca en la superficie.
—¿Qué es? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece un intento de dibujar un ojo humano?
—Ah, sí. Ahora lo veo. Mi vista no es muy buena. Sí, han intentado dibujar un ojo, como usted dice. Creí que en la escuela enseñaban a los chiquillos a dibujar.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en ciernes y, arrodillándose, examinó el muro minuciosamente.
—Me gustaría saber —dijo al fin— cómo es posible que un chiquillo de estas tierras conozca la forma de un ojo mongólico. La mayoría de los niños tienen una idea muy distinta: dibujan un círculo, o algo semejante, y le ponen un punto en el centro. No creo que a ningún niño se le ocurra que un ojo pueda tener esta forma. Quizá lo haya visto en una lata de té… pero no me parece probable.
—¿Y por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Estos ladrillos tienen unas dos pulgadas de grosor; desde el suelo hasta el dibujo hay veinte hileras de ladrillos, lo que nos da una altura de tres pies y medio. Ahora imagine que va a dibujar algo en este muro: exactamente, su lápiz —si tuviera uno— tocaría el muro aproximadamente a la altura de sus propios ojos, es decir, a más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, es fácil deducir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, debe de haber sido uno de los chiquillos.
—Eso creo. Sin embargo, como ya dije, en esas dos líneas hay algo muy poco infantil, y el globo ocular tiene una forma casi oval. A mi parecer, el dibujo tiene un aire antiguo y extraño; en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar pensar que, si pudiéramos ver un rostro completo dibujado por la misma mano, no sería nada agradable. Pero, en fin, esto es una tontería que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos hechos con piedras haya tenido un final tan brusco.
Regresaron hacia la casa, y justo al entrar en el porche se abrió un claro en el cielo gris y un rayo de sol bañó las colinas pardas que tenían delante.
Durante todo el día, Dyson vagabundeó meditabundo por los campos y bosques que rodeaban la casa. Lo intrigaban sobremanera aquellas circunstancias extrañas que se proponía aclarar, y en un momento dado sacó la punta de flecha del bolsillo y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y colecciones particulares: la forma era de otro tipo y, alrededor del filo, había una línea de diminutos puntos que parecían un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales objetos en un lugar tan apartado? ¿Y quién, teniéndolos, podía haberles dado el insólito uso de componer figuras incomprensibles bajo el muro de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le resultaba indescriptiblemente molesto; y, a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía poderosamente tentado de tomar el primer tren de regreso a la ciudad. Había visto la plata antigua de Vaughan y había examinado la ponchera —la joya de la colección— con suma atención; lo que vio y su conversación con el mayordomo lo convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocas probabilidades de ser verosímil. El arcón donde estaba guardada, una pesada caja de caoba que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se inclinó, en un primer momento, a desempeñar el papel de detective; pero una reflexión más detenida le demostró la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio.
Preguntó a Vaughan si había gitanos en la región, y este le respondió que no veían uno desde hacía años. La respuesta lo abatió bastante: sabía que los gitanos solían dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en esa idea cuando se le ocurrió. Pero la respuesta de Vaughan destruía su teoría, y Dyson se reclinó en su asiento, disgustado.
—Es curioso —dijo Vaughan—, pero los gitanos nunca nos han causado problemas. De vez en cuando los campesinos encuentran restos de fogatas en las zonas más agrestes de las colinas, pero nadie sabe quién las enciende.
—Serán gitanos.
—¿En lugares tan apartados? No lo creo. Gitanos y vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras próximas a los pueblos.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando volvían de la escuela y, como usted dijo, ni se han detenido junto al muro. Así que no tendremos más ojos en la tapia, por el momento.
—Un día de estos me dedicaré a vigilarlos y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson esperándolo junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, pues le hizo señas para que se acercara, gesticulando vehementemente.
—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire allí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exacto. Dibujado muy cerca del primero, casi a la misma altura, aunque un poco más abajo.
—¿Quién demonios será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaba, y los niños no pasarán por aquí hasta dentro de una hora. ¿Qué puede significar?
—Creo que en el fondo de todo esto está el mismísimo diablo —dijo Dyson—. Desde luego, es difícil no concluir que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con puntas de flecha; y adónde nos conduce esa conclusión… eso ya no sé decirlo. Por mi parte, he tenido que poner freno a mi imaginación, o se habría desbocado.
Los dos hombres guardaron silencio unos instantes. Luego Dyson prosiguió:
—Vaughan, ¿se ha fijado en que hay un detalle —un detalle muy curioso— en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, en cuyo rostro asomó una sombra de temor indefinido.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna debieron de hacerse durante la noche. Probablemente significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Pues bien, el mismo razonamiento se aplica a esos ojos en el muro.
—No acabo de entenderlo, Dyson.
—Verá, estas últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una sombra muy densa sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe de tener una vista especialmente aguda para poder dibujar en plena oscuridad, sin rastro de torpeza ni una línea falsa.
—He leído que algunas personas encerradas durante años en calabozos oscuros han adquirido la facultad de ver perfectamente en la penumbra.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero no deja de ser un detalle extraño.
III. La búsqueda de la ponchera
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson cuando llegaban a la curva del sendero, cerca de la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa… acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de forma inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Me temo que no presté mucha atención a los detalles que me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay por encima de la casa. Está a unas dos millas de aquí.
—¿Cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, con la sombra de una sospecha creciendo en su interior: una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar forma. Estaba sentado junto a la ventana abierta, contemplando el valle: el intrincado serpentear del riachuelo, el puente gris, las enormes colinas alzándose más allá; todo difuminado por la neblina blanquecina que se elevaba del agua. Empezó a oscurecer, y las gigantescas colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques aún más sombríos; y aquella sospecha que lo había asaltado dejó de parecer imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin oír apenas lo que Vaughan decía; y cuando tomó su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un instante antes de desearle las buenas noches.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La ponchera? Si se refiere a la mía, está perfectamente segura en el arcón.
—No hablo de esa. Puedo asegurarle que su plata jamás ha estado en peligro. No, no voy a importunarle con explicaciones ahora. Creo que no pasará mucho tiempo sin que obtengamos algo más sustancial que simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa tras el desayuno. Siguió el sendero que discurría junto al muro de la huerta y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ya a ocho.
«Seis días más», se dijo. Sin embargo, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más lo estremecía la posibilidad de que fuera cierta.
Siguió avanzando entre las densas sombras del bosque hasta alcanzar el extremo de los árboles, y continuó ascendiendo cada vez más, manteniéndose hacia el norte y siguiendo las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que subía, tenía la sensación de elevarse por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, muy a lo lejos, una columna de humo azulado se elevaba hacia el cielo: era la aldea donde los niños iban a la escuela, el único signo de vida visible, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan.
Cuando alcanzó lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que lo rodeaba; allí sólo había cielo gris y colina grisácea, o colina gris y cielo grisáceo, una vasta planicie elevada que se extendía interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña muy lejana, al norte.
Finalmente llegó al sendero y, por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor. Dyson lo recorrió, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como el de un ídolo de los Mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, aunque había encontrado exactamente lo que buscaba. Sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, revelando una especie de hoyo circular, que bien podría haber sido un anfiteatro romano, y los feos riscos de piedra caliza lo rodeaban como si fuera un muro roto.
Dyson rodeó el hoyo, examinó la disposición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el regreso.
«Esto —se dijo— es más que curioso. He encontrado la Ponchera… pero ¿dónde está la Pirámide?».
—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo al llegar a la casa—, puedo decirle que he encontrado la Ponchera. Y eso es todo lo que voy a decirle por ahora. Tenemos seis días de absoluta inactividad por delante; no hay nada que podamos hacer.
IV. El secreto de la Pirámide
—He dado una vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he contado esos malditos ojos y ya hay catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame qué significa todo esto.
—Lamento no poder hacerlo. He supuesto esto y aquello, pero siempre me he atenido al principio de no expresar mis suposiciones antes de tiempo. Además, no vale adelantar los acontecimientos. Recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad por delante. Bien: hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche demos un paseo.
—¿Un paseo? ¿Es esa toda la actividad que piensa desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, quiero que esta noche, a las nueve, me acompañe a las colinas. Puede que tengamos que pasar toda la noche fuera, así que será mejor que se abrigue bien y lleve un poco de ese brandy…
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, desconcertado por la sucesión de hechos tan extraños.
—No, no lo creo. Si no estoy muy equivocado, encontraremos una solución muy seria al rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
—Está bien. ¿Qué rumbo piensa seguir?
—El del sendero del que me habló; el atajo que, según se cree, tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensé que se ocupaba del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, lo acompañaré.
Esa noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque rumbo a la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado y el valle lleno de niebla; parecían avanzar por un mundo de sombras y tristeza, casi sin hablar, temerosos de romper el opresivo silencio. Caminaron y caminaron, hasta que al fin Dyson tomó del brazo a su compañero.
—Nos detendremos aquí —dijo—. Todavía no hay nada.
—Conozco este lugar —dijo Vaughan tras unos instantes—. He venido a menudo durante el día. Los campesinos le tienen miedo, creo; suponen que esto es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran.
—¿Que nos oyeran? No hay un alma viviente a tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No entiendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando la voz para complacer a Dyson—. Pero ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que tenemos delante es la Ponchera. Creo que será mejor no hablar, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar un vistazo y se volvía a ocultar de inmediato, sin atreverse a mirar demasiado tiempo. Volvía a pegar el oído al suelo, escuchando, mientras las horas transcurrían y la oscuridad parecía hacerse más espesa, y el único sonido perceptible era el débil suspiro del viento.
La impaciencia de Vaughan iba creciendo con el paso del tiempo; empezaba a considerar absurda aquella espera estéril.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó la boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono solemne con que un sacerdote pronuncia las palabras terribles:
—¿Quiere… usted… escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué debía oír. Al principio no percibió nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un sonido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expulsara el aire. Vaughan escuchó con avidez, y de pronto el ruido se intensificó, convirtiéndose en un silbido estridente y horrible, como si la tierra, bajo él, hirviera de un calor insoportable. Incapaz de soportar más la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró hacia la Ponchera.
Al principio se negó a creer lo que veía. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían sin cesar, sin que se oyera el sonido de sus pasos, agrupándose aquí y allá, hablándose entre sí con un horrible siseo, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar la vista, a pesar de sentir los dedos de Dyson presionándole en señal de advertencia; al contrario, aguzó la mirada y creyó distinguir algo semejante a rostros y extremidades humanas, aunque su corazón se estremeció con la certeza de que ningún ser humano podía emitir aquellos sibilantes y espantosos sonidos.
Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y por fin aquellas formas espantosas se apiñaron en torno a algún objeto indefinido situado en el centro de la cavidad; los siseos aumentaron en intensidad, y Vaughan alcanzó a ver, en la incierta penumbra, aquellos abominables miembros, vagos y aun así demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un gemido humano tras el rumor de una charla que no era de hombres. En su corazón algo parecía repetir sin cesar: «el gusano de la corrupción, el gusano que no muere», y en su imaginación tomó forma una imagen grotesca: un trozo de carne putrefacta agitándose por completo, henchido de horribles criaturas reptantes.
La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos se helaban.
De pronto, la espantosa masa se precipitó hacia los lados de la Ponchera, y durante un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero bajo ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer lanzaba un alarido de angustia y de terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En ese instante, Vaughan vio lo que pululaba dentro de la Ponchera: seres con forma humana, pero como niños horriblemente deformes; rostros de ojos almendrados ardiendo de innombrable concupiscencia; el fantasmagórico tinte amarillento de aquella masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas continuaban iluminando la montaña.
—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide de fuego.
V. La gente pequeña
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos; recuerdo el dibujo. Pero ¿dónde lo encontró? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha…
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la noche pasada?
—Dyson —dijo Vaughan, muy serio—, he estado dándole vueltas esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi… aunque quizá debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a la que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que volvimos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de aquello que imaginé haber visto. ¿No cree que es mejor seguir guardando silencio? Esta mañana, cuando salí a dar mi paseo acostumbrado, tuve la sensación de que la tierra estaba llena de paz. Al pasar junto al muro vi que no había más dibujos, y borré los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que, durante estas últimas semanas, mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
El señor Vaughan había hablado deprisa; al terminar, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
—Mi querido Vaughan —dijo Dyson tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para ocultar la cabeza bajo el ala; hemos ido demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no hubo ninguna alucinación; ¡ojalá hubiera sido así! No, debo contarle toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaré por el final. Encontré el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera. En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; de hecho, aún estaban calientes, y este broche se hallaba en el suelo, justo en el borde del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendió accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos ir al principio, retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres.
Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó un desgraciado y misterioso accidente ocurrido aquí: una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a su tía y había desaparecido. Confieso que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden llevar a una persona a desaparecer del círculo de sus parientes y amigos. Si consultáramos a la policía, descubriríamos que en Londres hay una desaparición misteriosa semana sí y semana no, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, según la ley de los promedios, así debe suceder. De modo que no presté mucha atención a su historia; además, había otro motivo: su historia era inexplicable. Usted sólo podía sugerir la intervención de un marinero desertor, pero rechacé de inmediato la idea. Por muchos motivos, pero sobre todo porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario. Recordará el caso de ese García que mencionó: se presentó en una estación al día siguiente del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y la maquinaria del reloj holandés, su botín, atada en un pulcro paquete. Al rechazar su única sugerencia, la historia se volvía inexplicable y, por tanto, carente de interés. Sí, una conclusión válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo devanándose los sesos con problemas que sabía insolubles? ¿Con el viejo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Claro que no: sabía que era inútil. Por eso, cuando me contó lo de la muchacha campesina desaparecida, clasifiqué el caso como insoluble y no pensé más en él. Estaba equivocado, ya lo sé.
Pero después pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque lo afectaba personalmente. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos hechos con puntas de flecha; al principio pensé que se trataba de un simple juego de niños, pero cuando me enseñó usted aquella piedra, mi interés despertó. Allí había algo fuera de lo común, un motivo legítimo de curiosidad; y en cuanto llegué aquí me puse a trabajar para resolver el misterio, repitiéndome una y otra vez los dibujos que usted había descrito.
En primer lugar, el que llamamos Ejército: una serie de piedras simétricamente alineadas, todas apuntando en la misma dirección. Luego, las líneas como radios convergiendo hacia la figura de una Copa; después, el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis intentos por desentrañar el misterio; y era un problema doble, o más bien triple: no sólo debía preguntarme «¿qué significan esas figuras?», sino también «¿quién puede ser responsable de ellas?» y «¿quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y usarlas como juguetes para luego dejarlas abandonadas?».
Esto último me llevó a suponer que la persona —o personas— desconocía el valor de las puntas de flecha; pero la conclusión no me permitió avanzar, ya que incluso un hombre culto puede ignorar qué es una punta de flecha. Luego surgió la complicación del ojo en el muro y, como recordará, concluimos que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos de piedras. La posición de los ojos me llevó a investigar si había algún enano en la comarca, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los niños que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver. Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no medía más de tres pies y medio, pues —como le indiqué— cualquiera que dibuje en una superficie perpendicular escoge instintivamente un punto a la altura de sus propios ojos.
Luego vino el problema de la forma de los ojos: aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción; y, por último, el hecho evidente de que quien los dibujaba debía poder ver prácticamente en la oscuridad. Como usted observó, un hombre encerrado durante años en un calabozo puede adquirir tal facultad; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde existe en Europa una mazmorra semejante? Un marinero que hubiese pasado largo tiempo en una mazmorra china parecía el candidato más plausible, aunque improbable… y aun así, ¿cómo explicar que ese marinero poseyera puntas de flecha prehistóricas? Y, poseyéndolas, ¿qué sentido tenían aquellos dibujos? Desde el principio vi que su teoría del robo era insostenible.
Y confieso que lo que me puso en la pista correcta fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije, hay otro problema, sin interés en sí mismo… pero ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan?
Me encerré en mi habitación, aparté todo prejuicio de mi mente y repasé cada detalle, partiendo de la premisa de que la desaparición de Annie Trevor estaba ligada a los dibujos y a los ojos del muro. No avancé mucho con esa suposición y estaba a punto de abandonar cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera. Como sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y pensé que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha desaparecida, y usted sabe que la encontré.
Interpreté los dibujos así: el Ejército significaba «Habrá una reunión o asamblea… en la Ponchera… dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)… para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno por día, marcaban evidentemente las fechas restantes; y yo sabía que serían catorce. No me detuve a preguntarme cuál sería la naturaleza de la reunión ni quién se congregaría en el paraje más solitario y temido de estas colinas agrestes. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la respuesta hubiera sido simple: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, vigilantes convocados para informar… Pero en este apacible rincón de Inglaterra, habitado por gente tranquila, tales conjeturas eran imposibles. Sabía que tendría oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder tiempo en especulaciones inútiles.
De pronto recordé lo que la gente había dicho tras la desaparición de Annie Trevor: que se la habían llevado «las hadas». Créame, Vaughan, soy un hombre tan cuerdo como usted, y no permito que mi mente vague en fantasías. Pero esa alusión me llevó a recordar la creencia en los «enanos» del bosque, remanente de una tradición sobre los antiguos habitantes turanios de la región, prehistóricos, que vivían en cuevas. Y comprendí que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con rasgos mongólicos…
Confieso que me avergonzaría hablar de algo tan fantástico, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche. Podría dudar de mis sentidos, pero no cuando los suyos los corroboran. Usted y yo no podemos mirarnos y fingir que fue una alucinación; cuando estaba tendido a mi lado, sentí cómo se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin vergüenza lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, ascendimos la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.
Había una cosa —una cosa que debió de ser evidente— que me intrigó hasta el último instante. Ya le dije cómo interpreté el dibujo de la Pirámide: la asamblea iba a ver una Pirámide… y el verdadero significado se me escapó. El antiguo derivado de πυρ (pyr), ‘fuego’, me habría puesto sobre la pista, pero no lo pensé.
Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun si hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una cuestión curiosa. Pero esta casa, según he comprobado, se halla en el centro exacto de las colinas; y quizá esa extraña y antiquísima columna de piedra caliza junto a su huerta servía como lugar de reunión antes de que los celtas pisaran Inglaterra.
Una cosa más debo añadir: no lamento que no pudiéramos rescatar a la desdichada muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en el centro de ellos ya no era apto para el mundo de los vivos.
—De modo que… —empezó Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson—, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares bajo las colinas.
FIN
