Bram Stoker: El entierro de las ratas

Bram Stoker - El entierro de las ratas

Sinopsis: «El entierro de las ratas» (The Burial of the Rats) es un cuento de Bram Stoker, incluido en la colección Dracula’s Guest and Other Weird Stories, publicada en 1914. Ambientado en los arrabales de París a mediados del siglo XIX, narra la perturbadora experiencia de un joven inglés que, impulsado por la melancolía y el tedio, decide explorar los oscuros sectores donde habitan quienes viven de la basura. Fascinado por este mundo marginal, se adentra en un laberinto de desperdicios, chozas y figuras siniestras. Lo que comienza como una curiosa excursión pronto se transforma en una experiencia inquietante, marcada por el peligro y el suspenso.

Bram Stoker - El entierro de las ratas

El entierro de las ratas

Bram Stoker
(Cuento completo)

Saliendo de París por la carretera de Orleáns, se cruza l’Enceinte y, torciendo a la derecha, se encuentra un distrito un tanto despoblado y de ningún modo apetecible. A derecha e izquierda, delante y detrás, por todas partes se elevan grandes montones de basuras y desperdicios acumulados con el transcurso del tiempo.

París tiene su vida nocturna lo mismo que la tiene diurna, y el transeúnte que entra en su hotel de la Rué de Rivoli o de la Rué St. Honoré a altas horas de la noche, o sale de él de madrugada, puede adivinar, al pasar por las cercanías de Montrouge —si no lo sabía ya— el objeto de esos grandes vehículos en forma de marmitas sobre ruedas que descubre a su paso en todas partes.

Toda la ciudad posee sus instituciones propias, creadas de acuerdo con sus necesidades; y una de las instituciones más notables de París es su población trapera. De madrugada —la vida parisina empieza muy temprano— pueden verse en casi todas las calles, en la entrada de cada patio y en cada callejón y pequeño grupo de casas, como ocurre aún en algunas ciudades americanas incluso, en algunos barrios de Nueva York, grandes cajones de madera donde los criados o el vecindario vierten los desperdicios acumulados del día anterior. En torno a esos cajones, una vez hecho el trabajo, se reúnen y se demoran repasando esos campos de labor y de pasto, escuálidos hombres y mujeres de aspecto famélico, cuyos aperos consisten en un tosco saco o cesto echado sobre el hombro y un pequeño rastrillo con el que revuelven y registran y examinan de la manera más minuciosa los recipientes de basura. Con la ayuda de sus rastrillos, cogen y depositan en sus cestos todo lo que encuentran con la misma facilidad que maneja un chino sus palillos de comer.

París es una ciudad de centralización… y la centralización y la clasificación se hallan estrechamente vinculadas. Al principio, cuando la centralización se está convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son semejantes o análogas acaban siendo agrupadas, y de la formación en grupos surge un todo o punto central. Vemos aparecer un sinfín de brazos largos con innumerables tentáculos, en cuyo centro se eleva una cabeza gigantesca con un inmenso cerebro y unos ojos penetrantes para mirar en todos los sentidos y unos oídos finísimos para oír… y una boca voraz para tragar.

Las demás ciudades se asemejan a todas las aves, bestias y peces cuyos apetitos y digestiones son normales. Únicamente París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la centralización elevada ad absurdum, representa claramente al pez diablo; y en ningún aspecto es la semejanza más asombrosa que en el aparato digestivo.

Aquellos turistas inteligentes que, habiendo dejado su individualidad en manos de los Messrs, Cook o Gaze, «hacen» París en tres días, se quedan a menudo asombrados de que una cena que en Londres les costaría unos seis chelines pueda ser paladeada por tres francos en un café del Palais Royal. No necesitan más para maravillarse, si quieren, pero deben tener en cuenta la clasificación que es una especialidad teórica de la vida parisina, y admitir cabalmente el hecho por el cual tiene su génesis el chiffonnier.

El París de 1850 no era el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón y del barón Hausmann difícilmente se pueden hacer una idea del estado de cosas hace cincuenta años.

Entre lo que no ha cambiado, empero, están esos distritos donde se amontonan los desperdicios. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y los parecidos familiares de los montones de basura son perfectos. Por consiguiente, el viajero que visita los alrededores de Montrouge puede retroceder con la imaginación al año 1850 sin la menor dificultad.

En aquel año me hallaba yo pasando una temporada larga en París. Estaba muy enamorado de una joven que, aunque correspondía a mi pasión, se sometía a los deseos de sus padres hasta el punto de que les había prometido no verme ni escribirse conmigo durante un año. Yo, a mi vez, me había visto obligado a acceder a estas condiciones con la vaga esperanza de que los padres me admitieran. Durante el período de prueba había prometido permanecer lejos del país y no escribir a mi amada hasta que expirara el año.

Naturalmente, el tiempo se me hacía lento. No había un solo miembro de mi familia ni del círculo de mis amistades que pudiera hablarme de Alice, y nadie de la suya tuvo la suficiente generosidad, siento decirlo, de enviarme siquiera una palabra de consuelo sobre su salud y bienestar. Los primeros seis meses los pasé vagando por Europa; pero al no encontrar una distracción satisfactoria en los viajes, decidí instalarme en París donde, al menos, podría ponerme fácilmente al habla con Londres, en caso de que la fortuna me llamara desde allí antes del tiempo estipulado. Nunca se ha podido decir mejor que en mi caso, que «una esperanza diferida enferma el corazón», pues, además del perpetuo anhelo por ver el rostro que yo amaba, me sentía invadido de una horrible ansiedad, por miedo a que cualquier tipo de contingencia me impidiera mostrarle a Alice a tiempo que, durante todo el largo período de prueba, había sido digno de su confianza y de mi propio amor. Así, cada aventura que yo emprendía poseía un violento placer en sí misma, pues estaba cargada de posibles consecuencias, más grandes de lo que ordinariamente habría podido soportar.

Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés durante el primer mes de mi estancia, y me vi forzado, en el segundo, a buscar diversiones en donde fuera. Después de hacer diversas excursiones a los barrios periféricos más conocidos, comencé a darme cuenta de que había una térra incógnita, por lo que a la guía turística se refiere, en esa zona social inexplorada que se extiende entre las áreas atractivas. Así que empecé a sistematizar mis expediciones, y cada día reemprendía el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había dejado el día anterior.

Con el transcurso del tiempo, mis vagabundeos me llevaron cerca de Montrouge, y vi que en esas inmediaciones se encontraba la Ultima Thule de la exploración social: una región tan poco conocida como la que circunda las fuentes del Nilo Blanco. Y así, decidí investigar filosóficamente el chiffonnier su hábitat, su vida y sus medios de subsistencia.

La empresa era desagradable, difícil de cumplir, y con pocas esperanzas de recompensa. Sin embargo, pese a todo razonamiento, se impuso la obstinación, y me sumí en mis nuevas investigaciones con más energía de la que podría haber necesitado para emprender cualquier investigación conducente a un fin valioso o meritorio.

Un día, a últimas horas de una hermosa tarde de finales de septiembre, entré en el sancta sanctorum de la ciudad de los desperdicios. El lugar era evidentemente el domicilio reconocido de numerosos chiffonniers, pues la disposición de los montones de basura junto al camino evidenciaba cierta clase de orden. Pasé por entre dichos montones, que se alzaban como centinelas de guardia, decidido a penetrar más en el interior y rastrear la basura hasta sus últimos enclaves.

Al pasar, vi detrás de los montones de basura unas cuantas formas que se deslizaban de un lado a otro, vigilando evidentemente la llegada de un extraño a semejante lugar. El paraje era como una Suiza en pequeño, y a medida que avanzaba, mi tortuoso curso cerraba el sendero tras de mí.

Luego entré en lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de chiffonniers. Había numerosas chabolas o chozas, tal como pueden encontrarse en las remotas regiones del Pantano de Alian: toscas construcciones de paredes de ramas trenzadas revocadas con barro y techos rudimentarios de paja, confeccionados con el desecho de los establos… recintos donde a uno no le gustaría entrar bajo ningún concepto, y que tomados en acuarela sólo resultarían pintorescos tratándolos prudentemente. En medio de estas chabolas había una de las más extrañas adaptaciones —no puedo decir habitaciones— que yo haya visto jamás. Un viejo e inmenso armario ropero, residuo colosal de algún boudoiráe Carlos VII o Enrique II, había sido convertido en vivienda. Las dobles puertas estaban de par en par, de modo que el ménage entero se hallaba a la vista del público. En la mitad abierta del armario había un cuarto de estar de unos cuatro pies por seis, en el que se hallaban sentados, fumando sus pipas en torno a un brasero de carbón de leña, no menos de seis viejos soldados de la Primera República con sus uniformes raídos y desgarrados. Evidentemente, pertenecían a la clase mauvais sujet; sus ojos legañosos y sus mandíbulas flojas manifestaban claramente el amor que profesaban en común a la absenta; y sus ojos tenían el aspecto macilento, esa mirada turbia, cansada, de embotada ferocidad que se vuelve insensible a consecuencia de la bebida. El otro lado del armario se conservaba como antes, con sus anaqueles intactos, si bien estaban cortados hasta la mitad en profundidad y en cada uno de ellos —eran seis en total— había un jergón hecho con harapos y paja. La media docena de notabilidades que habitaban este edificio me miraron con curiosidad al pasar; y cuando, después de andar unos pasos, miré hacia atrás, vi sus cabezas juntas en secreta conferencia. No me gustó este detalle en absoluto, pues el paraje era muy solitario, y los hombres tenían muy mala catadura. Sin embargo, no me pareció que hubiera motivo para sentir miedo, y seguí mi camino, adentrándome más y más en el Sahara. El camino era tortuoso en extremo, y de tanto caminar en un sentido y en otro, como el patinaje en semicírculo, me sentía confundido con la mirada puesta en los puntos de la brújula.

Al internarme un poco por uno de los senderos vi, una vez rebasado el ángulo de un montículo hecho a medias, a un viejo soldado con su casaca raída, sentado sobre un montón de paja.

«¡Hola!», me dije a mí mismo, «La Primera República está aquí muy bien representada en su soldadesca».

Al pasar por su lado, el viejo no levantó siquiera la vista para mirarme, sino que siguió con los ojos fijos en el suelo con impasible persistencia. Y comenté para mis adentros: «¡Mira lo que puede hacer una vida de dura guerra! La curiosidad de este anciano es cosa del pasado».

Al alejarme unos pasos, no obstante, miré súbitamente hacia atrás y vi que su curiosidad no se había extinguido, pues el veterano había levantado la cabeza y me estaba mirando con una expresión muy extraña. Me dio la sensación de que se parecía mucho a una de las seis notabilidades del armario. Al ver que yo le miraba bajó la cabeza; y, sin pensar más en él, seguí mi camino, convencido de que había un parecido singular entre estos viejos guerreros.

A continuación me tropecé con otro soldado viejo en una actitud similar. Éste tampoco se fijó en mí cuando pasé por su lado.

A la sazón, iba cayendo la tarde, y empecé a pensar en volver sobre mis pasos. Así que di media vuelta; pero ante mí se abría un sinfín de senderos que partían en distintos sentidos entre los montículos y no estaba seguro de cuál de ellos debía tomar. En mi perplejidad, busqué con la mirada a alguien a quien preguntarle el camino, pero no vi a nadie. Decidí proseguir unos cuantos montículos más y tratar de encontrar a alguna persona… que no fuese un veterano.

Logré mi objetivo, ya que después de andar un par de cientos de yardas vi ante mí una chabola como las que había pasado anteriormente… con la diferencia, empero, de que ésta no estaba construida para vivir en ella, sino que constaba únicamente de un techado y tres paredes, con la parte delantera abierta. Por los indicios que ofrecían los alrededores, me pareció que era un lugar para triar. Dentro había una vieja arrugada y encorvada por la edad. Me acerqué a preguntarle el camino.

Ella se incorporó al aproximarme, y yo le hice mi pregunta. Inmediatamente, inició una conversación; y se me ocurrió que aquí, en el mismísimo corazón del Reino de la Basura, era donde podían recogerse detalles sobre la historia de los traperos de París… sobre todo como podía hacerlo yo, de labios de una persona que parecía la más vieja de todos sus habitantes.

Empecé a hacerle preguntas, y la vieja me dio las más interesantes respuestas: había sido una de las ceteuses que se sentaban diariamente ante la guillotina y había tomado parte activa entre las mujeres que se habían señalado por su violencia en la revolución. En el transcurso de la charla, dijo de pronto:

—Pero m’sieur debe de estar cansado de hablar de pie —y sacudió un viejo y desvencijado banquillo para que me sentara.

No me gustaba nada la idea por muchas razones; pero la pobre era tan atenta que no quise correr el riesgo de ofenderla negándome; además, la conversación de alguien que había estado en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y seguimos así nuestra conversación.

Mientras hablábamos, un anciano —más viejo, encorvado y arrugado que la mujer— apareció por detrás de la chabola.

—Éste es Pierre —dijo ella—. Ahora sí podrá oír historias, m’sieur, si lo desea, porque Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla hasta Waterloo.

El viejo cogió otro banquillo a petición mía, y nos sumergimos en un mar de recuerdos revolucionarios. Este anciano, si bien iba vestido como un espantapájaros, era como cualquiera de los seis veteranos.

Me hallaba ahora sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el hombre a mi derecha, los dos casi frente a mí. El lugar estaba lleno de toda clase de trastos, y de muchas cosas que yo hubiera deseado ver muy lejos de allí. En unos de los rincones había un montón de trapos que parecían moverse, por la cantidad de bichos que había en él, y en el otro vi una considerable cantidad de huesos, que despedían un olor nauseabundo. De cuando en cuando, al mirar hacia esos montones, descubría los relucientes ojos de algunas de las ratas que infestaban el lugar. Estas cosas eran ya, de por sí, bastante repugnantes; pero lo que me parecía más espantoso era un hacha de carnicero con el mango de hierro manchado de coágulos de sangre, apoyada contra la pared de la derecha. Sin embargo, estas cosas no me inquietaban demasiado. La charla con estas dos personas era tan absorbente que permanecí allí tiempo y tiempo, hasta que empezó a anochecer y los montones de basura proyectaron oscuras sombras sobre los pequeños valles que formaban entre sí.

Al cabo de un rato comencé a sentirme intranquilo. No podría decir cómo ni por qué, pero no me encontraba a gusto. La desazón es un instinto y un modo de advertencia. Las facultades psíquicas son a menudo centinelas del intelecto, y cuando suena la alarma empieza a actuar la razón, aunque quizá no conscientemente.

Eso es lo que me ocurrió. Empecé a considerar dónde me encontraba y qué es lo que me rodeaba, y cómo me las arreglaría en caso de que fuese atacado; y entonces me sobrevino de pronto la idea, aunque sin causa aparente, de que me encontraba en peligro. La prudencia me susurró: «Estáte quieto y no manifiestes ningún signo», así que me quedé quieto y no manifesté ningún signo, pues sabía que había cuatro ojos clavados en mí. «Cuatro ojos… o más». ¡Dios mío, qué pensamiento más horrible! ¡La chabola podía estar rodeada de malvados por tres de sus lados! Tal vez me encontraba en medio de una banda de forajidos como sólo medio siglo de revolución periódica podía producir.

Con esta sensación de peligro, mi entendimiento y mi capacidad de observación se avivaron, y me puse más alerta de lo acostumbrado en mí. Noté que los ojos de la vieja descendían constantemente hacia mis manos. Me las miré yo también, y vi cuál era la causa: mis sortijas. En el dedo meñique de mi mano izquierda llevaba un gran sello, y en la izquierda un diamante auténtico.

Pensé que si había algún peligro, mi primer cuidado debía ser disipar todo recelo. Por tanto, empecé a conducir la conversación hacia todos los objetos de trapería que había allí; y gradualmente, llegamos a las joyas. Entonces, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si entendía de esas cosas. Ella contestó que sí, un poco. Extendí mi mano derecha, y mostrándole el diamante, le pregunté qué le parecía. Ella contestó que tenía mala vista, y se inclinó sobre mi mano. Yo dije con la mayor indiferencia de que fui capaz:

—¡Perdone! ¡Lo verá mejor así! —y quitándomelo, se lo tendí.

Una luz impía iluminó su viejo rostro descarnado, al tocarlo. Me lanzó una mirada furtiva y sagaz que fue como un relámpago.

Se inclinó sobre la sortija durante un momento, con el rostro oculto enteramente, como examinándola. El viejo miró hacia afuera, hacia la parte de la chabola que tenía abierta ante sí, mientras hurgaba en sus bolsillos y sacaba un pegote de tabaco envuelto en un papel y una pipa, la cual se puso a llenar. Aproveché la pausa momentánea y la tregua de estos ojos que habían estado escrutando mi rostro, para observar atentamente el lugar, ahora oscuro y poblado de sombras del crepúsculo. Allí estaban todos los montones de humeantes inmundicias; y la terrible hacha manchada de sangre apoyada contra la pared, en el rincón de la derecha; y por todas partes, a pesar de la oscuridad, el tenebroso centelleo de los ojos de las ratas. Podía verlos aún a través de las grietas de la parte inferior de las tablas del tabique trasero, donde tocaban el suelo. ¡Pero, un momento! ¡Esos ojos parecían más grandes, brillantes y siniestros de lo normal!

Durante un segundo, el corazón se me quedó paralizado, y me sentí en ese estado de vértigo mental en el que uno experimenta una especie de embriaguez espiritual, aunque el cuerpo se mantenga erguido, sin dar tiempo a caer antes de recobrarse. Luego, un segundo después, me sentí tranquilo… fríamente tranquilo, con todas mis energías en pleno vigor, con un dominio de mí mismo que me pareció perfecto, y con todos mis sentidos e instintos alerta.

Ahora sabía el peligro que corría en toda su dimensión: ¡Estaba rodeado de gentes desesperadas! No podía ni imaginar cuántos habría agazapados en el suelo, detrás de la chabola, aguardando el momento de atacar. Yo era alto y fuerte, lo sabía, y ellos lo sabían también. Y sabían, además, como yo, que era inglés y que por consiguiente presentaría batalla; y así, seguimos a la espera. Yo intuía que había conseguido una ventaja en los últimos segundos, ya que conocía mi peligro y me había dado cuenta de mi situación. Ahora, pensaba, viene la prueba de mi valor… la prueba de nervios: ¡la lucha vendrá después!

La vieja levantó la cabeza y me dijo en tono de satisfacción:

—Es una sortija muy fina, efectivamente… ¡una sortija muy hermosa! ¡Ay de mí! ¡Un tiempo hubo en que tuve sortijas como ésa, muchas, y brazaletes y pendientes! ¡Oh! ¡En aquellos tiempos era yo dueña del mundo entero! ¡Pero la gente de ahora me ha olvidado! ¡Nunca han debido oír hablar de mí! ¡Puede que sus abuelos sí me recuerden, algunos al menos! —y soltó una áspera y estridente risotada. Y entonces, me veo obligado a confesar que me asombró, pues me devolvió las sortijas con un gesto de anticuada gracia que no dejó de tener su patetismo.

El anciano la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantándose de su banquillo, y me dijo súbita y roncamente:

—¡Déjeme ver!

Estaba a punto de tenderle la sortija cuando exclamó la anciana:

—¡No!, ¡no, no se la dé a Pierre! Pierre está chiflado. Pierde las cosas; ¡y es una sortija tan bonita!

—¡Gata! —dijo el viejo salvajemente.

De pronto la mujer dijo en un tono más alto de lo necesario:

—¡Esperen!, les contaré algo sobre una sortija.

Había algo en el tono de su voz que me hizo estremecer. Tal vez era mi hipersensibilidad, excitada como estaba hasta un grado de extrema excitación; no obstante, me pareció que no se dirigía a mí. Al echar una furtiva mirada a mi alrededor, vi los ojos de las ratas en los montones de huesos, pero no los ojos de la parte de atrás. Ahora bien, estaba mirando yo todavía cuando los vi reaparecer. El «¡esperen!» de la vieja me había concedido una tregua, antes del ataque, y los hombres habían vuelto a asumir sus agazapadas posturas.

—Una vez perdí yo una sortija: era un hermoso anillo con un diamante que había pertenecido a una reina, y me lo había regalado un recaudador de impuestos, el cual, por cierto, se cortó el cuello porque le rechacé. Yo pensé que me lo habían robado, y acusé a mis criados, pero no logré encontrar ni rastro. Vino la policía y sugirió que habría caído por el albañal. Bajamos… ¡yo también, con mis delicadas ropas, pues no me fiaba de ellos tratándose de un anillo tan hermoso! ¡Desde entonces he aprendido bastante sobre los albañales, y sobre ratas también!; pero jamás olvidaré el horror de aquel lugar… hirviendo de ojos relucientes que formaban un muro más allá del alcance de la luz de nuestras antorchas. Bueno, descendimos bajo mi casa. Buscamos el desagüe del albañal; y allí, en medio de la suciedad, encontré mi sortija y emprendimos el regreso.

»¡Pero antes de salir encontramos algo más! Cuando estábamos llegando a la salida, un montón de ratas de alcantarilla —humanas esta vez— venía hacia nosotros.

Dijeron a la policía que uno de ellos había entrado en el albañal, pero que no había salido. Había entrado poco antes que nosotros y, si se había extraviado, no podía estar lejos. Pidieron que les ayudáramos a buscarlo, así que dimos media vuelta. Trataron de disuadirme de que fuera yo también, pero insistí. Era una nueva emoción y, ¿no había recuperado mi sortija? No recorrimos mucho trecho, cuando nos tropezamos con algo. Había poca agua, y en el centro del albañal había ladrillos, desperdicios y cosas por el estilo. El desdichado había presentado batalla, a pesar de que se le había apagado la antorcha. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No hacía mucho que había ocurrido! Sus huesos aún estaban calientes; pero los habían dejado mondos y limpios. También se habían comido a las que habían muerto en la refriega, así que encontramos huesos de ratas junto con los huesos de hombre. Los otros lo tomaron con bastante frialdad, y se burlaron del compañero al verle muerto, a pesar de que habían estado dispuestos a ayudarle cuando vivía. ¡Bah!, ¿qué más da… la vida o la muerte?

—¿Y usted no tuvo miedo? —le pregunté.

—¡Miedo! —dijo, soltando una risotada—. ¿Miedo yo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero era mucho más joven en aquel entonces, y, mientras avanzaba por aquel horrible albañal con sus muros de ojos insaciables moviéndose siempre con el círculo de luz de las antorchas, no me sentí muy tranquila. ¡Pero iba delante de los hombres! ¡Es mi manera de ser! No permito jamás que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que necesito es una ocasión y un medio! Conque lo devoraron… no dejaron de él más que los huesos; sin que nadie se enterara, ¡sin que se le oyera dar un solo grito! —Al llegar aquí se echó a reír escandalosamente, presa del más horripilante regocijo que jamás me haya tocado oír ni ver. Una gran poetisa describe a su heroína cantando; «¡Oh!, ¡verla u oírla cantar! No sé qué es lo más divino».

Creo que puedo aplicar esta misma idea a la vieja… en todo menos en lo de divino, porque no sabría decir qué resultaba más espantoso, si su risa desagradable, maliciosa, satisfecha y cruel, o la mueca torcida y el horrible agujero cuadrado de la boca, como el de una máscara trágica, y el resplandor amarillo de sus escasos y descoloridos dientes encajados en unas encías deformes. En aquella risa y en aquella mueca y cloqueo de satisfacción comprendí tan claramente como si me lo hubieran dicho con voz atronadora que estaba decidida mi muerte, y que los que iban a matar sólo esperaban el momento oportuno para llevar a cabo su trabajo. Podía leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes que impartía a sus cómplices. «Esperad», parecía decir, «a que llegue el momento. Yo daré el primer golpe. ¡Traedme un arma y yo encontraré la ocasión! ¡No escapará! Dejadle tranquilo, y luego nadie se enterará. ¡No habrá un sólo grito, y las ratas harán su trabajo!».

Se estaba haciendo cada vez más oscuro; caía la noche. Eché una mirada furtiva a toda la chabola, ¡pero todo seguía igual! El hacha ensangrentada, los montones de inmundicia, y los ojos en los montones de huesos y en las grietas del suelo.

Pierre había permanecido tranquilo, llenando ostensiblemente su pipa; ahora rascó una cerilla y empezó a encenderla. La vieja dijo:

—¡Vaya por Dios, qué oscuro está! Pierre, sé bueno y enciende la lámpara.

Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, rozó el pabilo de una lámpara que colgaba a un lado de la entrada de la chabola y que tenía un reverbero que esparcía la luz por todo el lugar. Era evidentemente la que utilizaban para sus repartos nocturnos.

—¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! —le gritó ella.

El viejo la apagó inmediatamente de un soplo, diciendo:

—Está bien, madre, la buscaré.

Y se puso a hurgar por el rincón de la izquierda… mientras la vieja repetía desde la oscuridad:

—¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para los pobres como nosotros. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Es la que nos ayuda cuando todo falla.

No bien hubo terminado de hablar, cuando sonó una especie de crujido en todo el lugar, y algo se arrastró por encima del techado.

Nuevamente me pareció leer entre las líneas de sus palabras. Sabía la lección de la linterna.

«Que suba al techado uno de vosotros con un lazo y lo estrangule al pasar, si fallamos aquí dentro».

Al mirar hacia el exterior vi la comba de una cuerda recortada en negro contra la luz cárdena del cielo. ¡Ahora me sentí verdaderamente acorralado!

Pierre no tardó en encontrar la linterna. Mantuve los ojos fijos en la anciana a través de la oscuridad. Pierre encendió una cerilla y a su resplandor vi levantarse a la vieja del suelo, donde había aparecido misteriosamente, y ocultar luego entre los pliegues de su saya un cuchillo o daga puntiaguda. Parecía el hierro de afilar de los carniceros, terminado en una punta muy aguda.

Se encendió la linterna.

—Tráela aquí, Pierre —dijo ella—. Colócala en la puerta donde podamos verla. ¡Mira qué preciosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡eso es bueno!

¡Eso es bueno para ella y para sus propósitos! Arrojaba toda la luz sobre mi cara, dejando en la oscuridad la de Pierre y la de la mujer, que estaban sentados un poco apartados de mí, a cada lado.

Presentía que se acercaba el momento de actuar; pero sabía ahora que la primera señal y movimiento partirían de la mujer, así que la vigilé.

Yo estaba completamente desarmado, pero ya había decidido lo que tenía que hacer. Al primer movimiento, cogería el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso luchando. Al menos vendería cara mi vida. Lancé una mirada fugaz a mi alrededor para determinar el sitio exacto donde estaba, a fin de cogerla al primer impulso, porque en ese momento el tiempo y la precisión serían decisivos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero el pensamiento más amargo de todos era que si el resultado de la terrible situación me era desfavorable, Alice sufriría irremisiblemente. Tanto si creía que yo la había engañado —y un enamorado, o cualquiera que lo haya sido alguna vez, puede imaginar la amargura de este pensamiento—, como si me seguía amando después de haber desaparecido yo para ella y para el mundo, su vida se vería destruida, hundida, deshecha por el engaño y la desesperación. La verdadera magnitud del dolor me hizo reaccionar y me dio fuerzas para soportar el espantoso escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné a mí mismo. La vieja me estaba vigilando como el gato vigila al ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su saya, empuñando, estaba seguro, aquella larga daga de aspecto feroz. De haber visto el menor recelo en mi semblante, intuía yo, habría comprendido que había llegado el momento, y habría saltado sobre mí como una tigresa, segura de cogerme indefenso.

Miré hacia la noche, y descubrí un nuevo motivo de peligro. Delante de la choza se habían congregado a poca distancia algunas siluetas oscuras; estaban completamente inmóviles, pero yo sabía que se mantenían alerta y en guardia. En esa dirección tenía pocas probabilidades de huir.

Eché de nuevo una mirada furtiva a mi alrededor. En los momentos de gran excitación y de gran peligro, que es también excitación, la mente trabajaba muy deprisa, y la agudeza de las facultades que dependen de ella se incrementaba de manera proporcional. Yo sentía ahora todo esto. En un instante me hice cargo de la situación. Vi que habían cogido el hacha a través de un pequeño agujero practicado en las tablas podridas. Cuán podridas no estarían que pudieron hacer una cosa así sin producir el menor ruido.

La choza era una vulgar trampa mortal, y estaba custodiada en todo su alrededor. En el techado había apostado un estrangulador dispuesto a atraparme con su lazo, si escapaba de la daga de la vieja arpía. Delante, el camino estaba custodiado por no sé cuántos vigilantes. Y detrás había un pelotón de hombres desesperados —había visto sus ojos inmóviles a través de las grietas de las tablas de la parte inferior cuando eché mi última mirada—, agazapados en espera de la señal para incorporarse de un salto. ¡Si tenía que ser, éste era el momento!

Lo más indiferentemente que pude, me volví ligeramente en mi banquillo con el fin de colocar la pierna derecha flexionada debajo de mí. Entonces, con un salto repentino, ladeando la cabeza y protegiéndola con mis manos, y con el mismo instinto de lucha de los caballeros de otro tiempo, murmuré el nombre de mi dama y me abalancé contra el tabique trasero de la chabola.

A pesar de que estaban alerta, lo repentino de mi movimiento sorprendió a Pierre y a la vieja. En el momento de atravesar las tablas podridas vi a la vieja levantarse de un salto, como un tigre, y oí el jadeo de su burlada rabia. Mis pies aterrizaron sobre algo que se movió, y al saltar para evitarlo vi que había caído sobre la espalda de un hombre de la fila que había apostada de cara a la choza. Me desgarré las ropas con los clavos y las astillas, pero no estaba herido. Subí apresuradamente al montículo que había delante de mí, al tiempo que oí el sordo estrépito de la chabola al desplomarse convertida en un montón informe.

Fue una escalada de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era tremendamente empinado, y cada paso que daba, la masa de polvo y cenizas resbalaba hacia abajo con mi peso y cedía bajo mis pies. Se levantó un polvo sofocante, un polvo repugnante, fétido, horrendo; pero mi escalada era, lo sabía, cuestión de vida o muerte, y continué bregando por subir. Los segundos parecían horas; pero los pocos instantes de sorpresa, juntamente con mi juventud y vigor, me dieron una gran ventaja y, aunque varias formas luchaban tras de mí en un silencio mortal más terrible que el ruido, llegué con facilidad a la cima. Después de aquello he escalado el cono del Vesubio; y mientras ascendía por su pesada pendiente entre emanaciones sulfurosas, me volvió tan vívidamente a la memoria aquella espantosa noche en Montrouge que a punto estuve de perder el sentido.

El montículo era uno de los más altos de la zona de polvo, y mientras pugnaba por coronarlo, jadeando sin aliento y con el corazón palpitándome como un martillo, vi a mi izquierda el apagado resplandor rojizo del cielo y, más cerca, unas luces fulgurantes. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y en qué dirección se encontraba la carretera que llevaba a París!

Me detuve unos dos o tres segundos y miré hacia atrás. Mis perseguidores seguían aún a mucha distancia de mí, pero avanzaban con determinación, y en un silencio de muerte. Más allá, la chabola era una ruina… un montón de tablas y formas movientes. Podía verlo bien, pues las llamas ya estaban alcanzando grandes proporciones; los trapos y la paja se habían prendido fuego, evidentemente, al caer la linterna. ¡Había un silencio total! ¡Ni un ruido! Estos viejos miserables podían morir como valientes.

Sólo tuve tiempo de mirar fugazmente, pues al echar una ojeada en torno al montículo para iniciar mi descenso vi varias formas oscuras que subían afanosas desde todos los puntos para cortarme el camino. Era ahora una carrera por salvar la vida. Ellos trataban de salirme al paso en dirección a París, y con el instinto del momento, me lancé cuesta abajo por la derecha. Fue muy oportuno por mi parte porque, aunque bajé la pendiente, como había pensado, en cuestión de unas zancadas, los viejos astutos que me vigilaban se volvieron, y uno, al cruzar yo precipitadamente junto a él y meterme por el espacio abierto que dejaban los dos montículos que tenía enfrente, estuvo a punto de acertarme con aquella terrible hacha de carnicero. ¡Quizá no tuvieran más armas así!

Entonces empezó una caza realmente horrible. Yo corría con facilidad delante de los viejos, y aun cuando se habían unido a la persecución algunos más jóvenes y unas cuantas mujeres, me distancié de ellos sin gran esfuerzo. Pero yo no conocía el camino y no podía orientarme por la luz del cielo, ya que corría en dirección opuesta. Había oído decir que, de no proponérselo conscientemente, los que son perseguidos tuercen siempre hacia la izquierda, cosa que pude comprobar yo ahora; y que comprobaron también, supongo, mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto eran capaces de descubrir tales secretos por sí mismos; pues al terminar un sprint rápido, tras el cual decidí tomarme un segundo de respiro, vi de pronto ante mí dos formas que se deslizaron veloces por detrás del montículo de la derecha.

¡Verdaderamente, me encontraba ahora cogido en la telaraña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro, me vino también el recurso del animal perseguido, y me lancé veloz por la primera curva de la derecha. Continué en esta dirección durante un centenar de yardas y, luego, torciendo a la izquierda otra vez, tuve la certeza de que, por fin, había soslayado el peligro de que me acorralaran.

Pero no de que me persiguieran, pues la chusma seguía tras de mí, constante, porfiada, implacable, sumida en un torvo silencio.

Con la oscuridad más densa, los montículos parecían ahora algo más pequeños que antes, si bien daban la impresión —dado que estaba anocheciendo— de ser más grandes en proporción. Yo me había distanciado bastante de mis perseguidores, así que subí precipitadamente al montículo que tenía delante.

¡Oh, gozo de los gozos! Me encontraba cerca del límite de este infierno de montones de basura. A lo lejos, detrás de mí, el resplandor rojo de París se proyectaba en el cielo, e irguiéndose desde atrás, se levantaban las alturas de Montmartre: una débil luz, cuajada de puntitos brillantes como estrellas.

Recuperado el vigor en un momento, eché a correr por los pocos montones que quedaban, cada vez más pequeños, y me encontré en un terreno llano que se extendía más allá. Aún entonces, empero, la perspectiva no era halagüeña. Delante de mí, todo estaba oscuro y lúgubre, y evidentemente había llegado a uno de esos parajes húmedos, hundidos, desolados, que se ven en los aledaños de las grandes ciudades. Lugares baldíos y de desolación, donde falta espacio para la última aglomeración de todo lo malsano, y la tierra es tan pobre que no puede dar ocupación al agricultor más humilde. Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, y lejos ahora de las sombras de aquellos horribles montones de basura, podía ver mucho más fácilmente que antes. Puede que se debiera, sin duda, al resplandor de las luces de París que se proyectaba en el cielo, y se reflejaba hasta aquí si bien la ciudad se hallaba a unas cuantas millas de distancia. Fuera como fuese, veía lo bastante bien como para orientarme con cierta seguridad hasta determinada distancia a mi alrededor.

Delante tenía un terreno baldío, raso y yermo, que parecía casi totalmente llano, sembrado de oscuros charcos rielantes. Aparentemente lejos, a la derecha, en medio de un pequeño enjambre de luces diseminadas, se alzaba la oscura mole del Fuerte Montrouge, y a la izquierda, en la dudosa lejanía, punteada por los vacilantes fulgores de las ventanas de las casas de campo, las luces del cielo señalaban la localidad de Bicétre. Tras pensar un momento, decidí torcer a la derecha y tratar de llegar a Montrouge. Allí encontraría al menos alguna clase de protección, y quizá estuviese más cerca que las encrucijadas que conocía. En algún lugar, no lejos, debía encontrarse la carretera estratégica construida para enlazar la cadena de fortalezas que rodeaba la ciudad.

Luego miré hacia atrás. Viniendo por encima de los montículos, y recortadas sus negras siluetas contra el resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que avanzaban y, más lejos, a la derecha, otras que se desplegaban entre el punto donde estábamos yo y mi destino. Naturalmente, pretendían cortarme el paso en esta dirección, así que mis opciones se vieron reducidas; ahora tenía que decidir entre seguir todo recto o torcer a la izquierda. Agazapado en el suelo, con el fin de fundirme con la raya del horizonte, miré atentamente en esa dirección, pero no descubrí signo alguno de enemigos. Me dije que si ellos no habían cubierto ese punto ni trataban de hacerlo, sería evidentemente peligroso lanzarme por allí. Así que decidí seguir todo recto.

No era una perspectiva muy seductora, y a medida que avanzaba, la realidad fue empeorando. El suelo se volvió blando y cenagoso, y cedía por instantes bajo mis pies de un modo repugnante. Me daba la sensación de que descendía, porque veía que en torno mío el terreno era más elevado que el lugar por donde yo avanzaba, y eso que el paraje me había parecido poco antes completamente llano. Miré a mi alrededor, pero no vi a ninguno de mis perseguidores. Resultaba extraño, pues estos pájaros nocturnos me habían estado siguiendo en la oscuridad tan fácilmente como si hubiese sido a plena luz del día. ¡Cuánto sentía haber ido con mi traje claro de turista! El silencio, y la imposibilidad de ver a mis enemigos, mientras que ellos me estaban viendo a mí, era algo cada vez más aterrador; y con la esperanza de que no me oyera algún miembro de esta horda horripilante, alcé la voz y grité varias veces. No obtuve la más mínima respuesta; ni siquiera un eco recompensó mis esfuerzos. Durante un momento, estuve de pie, inmóvil, y miré fijamente en una dirección. En uno de los lugares elevados que me rodeaban vi moverse un bulto oscuro, luego otro, y otro. Era a mi izquierda y, desde luego, se deslizaban con intención de cortarme el paso.

Pensé que, con mi habilidad de corredor, podría eludir a mis enemigos en esta caza, así que eché a correr adelante con todas mis fuerzas.

¡Splash!

Mis pies se metieron en una masa de viscosa porquería, y caí de cabeza en una charca humeante y estancada. El agua y el barro en el que se hundieron mis brazos hasta los codos eran fétidos, indescriptiblemente nauseabundos, y debido a lo imprevisto de mi caída, había llegado a tragar un poco de ese líquido inmundo, con lo que estuve a punto de ahogarme y tuve que respirar con dificultad, jamás olvidaré los momentos durante los cuales permanecí de pie, tratando de recobrarme, casi desmayado por el fétido hedor de la inmunda charca, cuyos blancos vapores se elevaban espectrales a todo su alrededor. Lo peor fue que, con la tremenda desesperación del animal acosado que ve acercársele la jauría que le persigue, vi ante mis ojos, encontrándome yo inmóvil y desamparado, las oscuras formas de mis perseguidores que corrían veloces dispuestos a cercarme.

Es curioso cómo trabaja nuestra mente y se ocupa de cuestiones extrañas, incluso cuando las energías del pensamiento se encuentran aparentemente concentradas en alguna terrible y acuciante necesidad. Yo me hallaba en un momentáneo peligro de muerte: mi salvación dependía de mi acción, y a cada paso tenía que tomar decisiones vitales; sin embargo, no podía dejar de pensar en la extraña y tenaz porfía de estos viejos. Su muda resolución, su decidida y torva insistencia, aun en tales circunstancias, despertaba a la vez que pavor, cierto respeto. Qué no habrían hecho, de haber tenido el vigor de su juventud. ¡Ahora comprendía aquel ataque en torbellino del puente de Areola, aquella despreciativa exclamación de la Vieja Guardia de Waterloo! Las divagaciones inconscientes del cerebro tienen sus encantos propios, aún en esos momentos; pero afortunadamente, no interfieren en absoluto el pensamiento del cual dimana la acción.

Me di cuenta con una mirada de que, aunque había fracasado en mi propósito, mis enemigos no habían ganado aún. Habían logrado cercarme por tres lados, y se proponían hacerme avanzar hacia la derecha, en donde sin duda habría algún peligro para mí, puesto que ellos habían dejado sin cerrarme esa parte. Acepté la alternativa: era un caso de elección obligada, así que corrí. Debía continuar por lo más deprimido del terreno, ya que mis perseguidores cubrían los puntos más elevados. Sin embargo, aunque el fango y el suelo abrupto me obstaculizaban, mi juventud y destreza contribuían a que conservara mi ventaja, y siguiendo en diagonal, no sólo evitaría que me alcanzaran sino que comenzaría a aumentar la distancia. Esto me dio renovados ánimos y fuerzas, al tiempo que mi habitual entrenamiento empezaba a decirme que había llegado el momento de un segundo esfuerzo.

Ante mí, el terreno se elevaba ligeramente. Eché a correr pendiente arriba y me hallé en un paraje desolado cubierto de un fango acuoso, con un dique bajo o muro más allá del cual se veía negro y tenebroso. Pensé que si lograba llegar a aquel dique estaría a salvo, con un suelo sólido bajo mis pies, y una especie de sendero que me guiaría, hallando así con relativa facilidad una salida a todas mis tribulaciones. Tras una mirada a derecha e izquierda, y no ver a nadie en la proximidad, dediqué la atención de mis ojos, durante unos minutos, a la fiel tarea de ayudar a mis pies mientras cruzaba el cenagal. Fue una operación ardua, difícil, pero de poco peligro; laboriosa nada más. Y no tardé mucho en llegar al dique. Alcancé la pendiente gozoso; pero una vez allí, me encontré con una nueva sorpresa desagradable. A uno y otro lado, cerca de mí, descubrí gran número de figuras agachadas. De derecha e izquierda, echaron a correr hacia mí. Entre todas las figuras sostenían una cuerda.

El cerco era casi completo. No podía echar a correr ni en un sentido ni en otro, y se acercaba el final.

Sólo tenía una posibilidad, y la aproveché. Me lancé a lo largo del dique y, escapando de las garras de mis adversarios, me arrojé a la corriente.

En cualquier otra ocasión, habría reparado en aquella agua repugnante y hedionda; pero ahora le daba la bienvenida como el viajero sediento al riachuelo más cristalino. ¡Era un camino de salvación!

Mis perseguidores se lanzaron en pos de mí. Con que sólo hubiese tenido la cuerda uno de ellos, todo habría acabado para mí, pues podría haberme atrapado antes de que yo hubiese tenido tiempo de nadar una sola brazada; pero el sostenerla entre tantas manos les estorbó y entorpeció, y cuando la soga golpeó el agua, el chapuzón sonó detrás de mí. Nadé vigorosamente unos minutos y crucé la corriente. Refrescado con esta inmersión, y animado por mi huida, subí al dique con relativo alborozo.

Miré hacia atrás desde lo alto. A través de la oscuridad, vi a mis salteadores dispersándose a uno y otro lado del dique. Evidentemente, la persecución no había terminado, y nuevamente tuve que escoger una dirección que tomar. Al otro lado del dique donde yo estaba había un espacio inhóspito, cenagoso, muy similar al que había cruzado. Decidí evitar esa área, y dudé un momento entre subir o bajar del dique. Me pareció oír un ruido… El ruido apagado de unos remos, así que presté atención, y luego grité.

No tuve respuesta; pero el ruido cesó. Como ellos estaban en el lado más elevado, descendí y empecé a correr. Al pasar a la izquierda, según había entrado en el agua, oí varios chapoteos, suaves y furtivos, como el ruido que hace una rata al lanzarse al agua, pero mucho más grande; y al mirar, vi el oscuro resplandor del agua quebrado por las leves ondulaciones de varias cabezas que avanzaban. Algunos de mis enemigos nadaban también en la corriente.

Y, ahora, detrás de mí, corriente arriba, el silencio fue roto por la boga rápida y el crujir de los remos; mis enemigos me seguían implacables. Apreté el paso y seguí corriendo. Tras un respiro de un par de minutos miré hacia atrás, y merced a un haz de luz que se filtró a través de un desgarrón de nubes, vi varias formas oscuras que subían margen arriba. Yo tenía que andar con los ojos muy atentos en el suelo que tenía delante para no resbalar, porque sabía que un resbalón significaría la muerte. Unos minutos después, miré hacia atrás. En el dique había sólo unas cuantas figuras oscuras, pero, cruzando el terreno baldío y fangoso, venían muchas más. No sabía qué nuevo peligro auguraba eso… sólo lo adivinaba. Entonces, al echar a correr, me pareció que mi camino seguía subiendo hacia la derecha. Miré hacia arriba y vi que el río era mucho más ancho que antes, y que el dique en el cual me encontraba se perdía a lo lejos, y que al otro lado había otra corriente en cuya orilla más próxima vi algunas de las figuras oscuras, ahora a través del fangal. En ese momento me hallaba yo en una especie de isla.

Mi situación era ahora verdaderamente terrible, pues mis enemigos me habían cercado por todas partes. Detrás venía el rumor acelerado de los remos, como si mis perseguidores supieran que se aproximaba el final. A mi alrededor, todo era desolación; no había un tejado ni una luz al alcance de mi vista. A lo lejos, a la derecha, se alzaba una masa oscura, pero no sabía qué era. Me detuve un momento a pensar qué debía hacer; no mucho, pues mis perseguidores se estaban acercando. Luego tomé una determinación. Descendí sigilosamente a la orilla y entré en el agua. Avancé en línea recta a fin de ganar la corriente saliendo del remanso, pues eso creía que era, y me adentré en el río. Esperé hasta que una nube viajera ocultara la luna sumiendo el paraje en una completa oscuridad. Entonces me quité el sombrero, lo deposité suavemente en el agua y se alejó flotando en la corriente, y un segundo después me sumergí hacia la derecha y buceé con todas mis fuerzas. Estuve, supongo, medio minuto debajo del agua, y al salir, traté de hacerlo lo más sigilosamente que pude; me volví y miré hacia atrás. Allá se alejaba alegremente mi sombrero de color marrón claro. Justo detrás de él vi que iba un bote viejo y destartalado, impulsado furiosamente por un par de remos. La luna estaba aún parcialmente oculta por las nubes errantes, pero merced a esa luz parcial pude ver a un hombre en la proa, sosteniendo en alto, dispuesto a asestarme un golpe, lo que me pareció que era la misma espantosa hacha de la que había escapado antes. Mientras miraba, el bote se acercó más y más, y el hombre descargó un hachazo salvaje. El sombrero desapareció. El hombre cayó de bruces y casi se precipitó fuera del bote. Sus compañeros le sacaron, pero sin el hacha; y entonces, mientras yo pugnaba por alcanzar la orilla más lejana, oí el fiero estallido del ¡Sacre! que soltó, el cual delataba la rabia de mis burlados perseguidores.

Ése fue el único sonido que oía de labios humanos durante toda esta horrible persecución, y si bien estaba lleno de amenazas para mí, me resultó de lo más agradable, ya que rompía ese espantoso silencio que me aterraba y me envolvía como una mortaja. Era como un signo evidente de que mis adversarios eran hombres y no espectros, y de que frente a ellos tenía, al menos, la posibilidad de un hombre, aunque fuese uno contra muchos.

Pero ahora que el hechizo del silencio se había roto, los ruidos se hicieron consistentes y firmes. Del bote a la orilla y de la orilla al bote comenzaron a cruzarse preguntas y respuestas, todas en los más furiosos susurros. Miré hacia atrás, cosa que resultó fatal, porque en ese instante alguien percibió mi rostro, que debía de ser blanco sobre el agua oscura, y gritó. Las manos apuntaron hacia mí, y un instante o dos después, el bote estaba navegando de nuevo y seguía inflexible tras de mí. Me quedaba poco trecho por recorrer, pero el bote me seguía más y más de prisa. Unos cuantos impulsos más y me encontraría en la orilla; pero notaba la proximidad del bote, y esperaba a cada segundo sentir el estallido de un remo u otra arma sobre mi cabeza. De no haber visto desaparecer aquella horrible hacha en el agua, creo que no habría sido capaz de alcanzar la orilla. Oía los juramentos que gruñían los que no remaban y la respiración trabajosa de los remeros. Con un esfuerzo supremo por la vida o la libertad, alcancé la orilla y me puse en pie de un salto. No tenía un solo segundo que perder pues, pisándome los talones, el bote tocó tierra y varias siluetas oscuras echaron a correr en pos de mí. Llegué a lo alto del dique y, siguiendo hacia la izquierda, eché a correr otra vez. El bote se apartó de la orilla y retornó corriente abajo. Al ver esta maniobra, temí que el peligro estuviera en esa dirección, así que bajé rápidamente del dique por el otro lado y, después de cruzar una pequeña extensión de terreno cenagoso, llegué a un paraje llano, desierto, y continué corriendo.

Detrás de mí seguían aún implacables mis perseguidores. A lo lejos, hacia abajo, vi la misma mole oscura de antes, pero ahora parecía más grande. El corazón me dio un salto de alegría, porque comprendí que aquello debía de ser la fortaleza de Bicétre, y seguí corriendo con renovado ánimo. Había oído decir que entre cada uno de los fuertes que protegen París hay vías estratégicas, caminos profundamente hundidos, por donde los soldados que van de marcha quedan protegidos del enemigo. Yo sabía que si lograba llegar a ese camino estaría a salvo, pero en la oscuridad no veía ningún indicio, así que, con la ciega esperanza de tropezarme con él, continué corriendo.

Poco después llegué al borde de un profundo corte, y descubrí que por debajo de mí corría una calzada flanqueada a cada lado por una zanja de agua cercada por dos altos muros.

Sintiéndome cada vez más débil y más desfallecido, seguí corriendo; el terreno se volvió accidentado… más y más cada vez, hasta que me tambaleé y caí, y me levanté otra vez y seguí corriendo con la ciega angustia del que se ve acosado. Una vez más, el pensamiento de Alice me reconfortó. No perecería y arruinaría su vida: lucharía y pelearía por mi vida hasta el amargo final. Con un supremo esfuerzo me agarré a lo alto del muro. Al encaramarme en él, trepando como un gato, noté que una mano intentaba cogerme de un zapato. Me encontraba ahora en una especie de calzada, y ante mí vi una luz confusa. Ciego y desfallecido, eché a correr, tambaleándome, y caí; me levanté cubierto de basura y de sangre.

—¡Alto !

Las palabras sonaron como una voz celestial. Un destello de luz pareció envolverme, y grité de alegría.

Qui va? —Hubo un chasquido de fusil, un destello de acero delante de mí. Instintivamente, me detuve, aunque sentía muy cerca los pasos precipitados de mis perseguidores.

Sonaron una o dos palabras más, y de la entrada brotó, así me lo pareció a mí, un caudal de rojo y azul al salir la guardia. Todo, alrededor, pareció resplandecer de luz, y hubo un destello de acero, un chasquido y repiqueteo de armas, y fuertes y ásperas voces de mando. En el momento en que me desplomaba totalmente exhausto, me cogió un soldado. Miré hacia atrás, presa de horrible expectación, y vi el grupo de oscuras formas que desaparecía en la noche. Entonces debí de perder el conocimiento. Cuando me recobré, estaba en el cuerpo de guardia. Me dieron coñac, y un rato después fui capaz de contarles algo de lo que había pasado. Luego apareció el comisario de policía, aparentemente de la nada, que es la manera que tiene de aparecer un oficial al mando de la guarnición. Al parecer se pusieron de acuerdo, pues me preguntaron si estaba dispuesto a ir ahora con ellos.

—¿Adónde? —pregunté, incorporándome para levantarme.

—A los montones de basura otra vez. ¡Quizá podamos cogerles ahora!

—¡Lo intentaré! —dije.

Me miró un instante de un modo penetrante, y dijo de pronto:

—¿Desearía esperar hasta mañana, joven inglés?

Eso me llegó a lo vivo, cosa que quizá se proponía, y me puse en pie de un salto.

—¡Vamos ahora! —exclamé—; ¡ahora!, ¡ahora! ¡Un inglés está siempre preparado para cumplir con su deber!

El comisario era una buena persona, y al mismo tiempo muy sagaz; me dio unas cariñosas palmadas en el hombro:

—¡Valiente garçon! —dijo—. Perdóneme, pero sabía qué era lo que más le picaría. La guardia está preparada. ¡Vamos!

Y así, cruzando el cuerpo de guardia y el largo pasadizo abovedado, salimos y nos internamos en la noche. Unos cuantos hombres, a la cabeza de la formación, llevaban poderosas linternas. Atravesamos los patios, descendimos una cuesta, y luego traspusimos un arco bajo que daba acceso a una calzada hundida, la misma que había visto yo en mi huida. Se dio orden de avanzar en doble fila; y con paso rápido, medio corriendo medio caminando, los soldados emprendieron la marcha. Yo sentía mis fuerzas renovadas otra vez… esa es la diferencia entre el cazador y el cazado. Tras un corto trayecto, llegamos a un bajo puente hecho de pontones que cruzaba la corriente, escasamente más alto, evidentemente, de lo que a mí me había parecido. Se veía que habían hecho algún intento por estropearlo, pues todas las cuerdas estaban cortadas y una de las cadenas había sido rota. Oí que el oficial decía al comisario:

—¡Hemos llegado justo a tiempo! Tres minutos más, y habrían destruido el puente. ¡Adelante, más de prisa!

Y proseguimos la marcha. Llegamos a otro cruce de pontones, donde la corriente describía una curva; cuando subimos, oímos el trueno sonoro de los tambores de metal, al reanudarse los esfuerzos por destruir el puente. A una voz de mando, varios hombres levantaron sus fusiles.

—¡Fuego!

Sonó una descarga. Se oyó un grito apagado, y las oscuras formas desaparecieron. Pero el mal ya estaba hecho, y pudimos ver el otro extremo del puente torcido en el sentido de la corriente. Hubo una larga demora, y tardamos casi una hora en reparar las cuerdas y arreglar el puente lo suficiente para permitirnos cruzar.

Reanudamos la persecución. Cada vez más rápidamente, nos dirigimos hacia los montones de basura.

Un rato después llegamos a un lugar que yo conocía. Había restos de un pequeño incendio: unos cuantos tizones de madera producían un humeante y rojo resplandor, pero el resto de las cenizas estaba ya frío. Yo había reconocido la situación de la choza, y el montículo detrás del cual había echado a correr; con el vacilante resplandor, los ojos de las ratas brillaban aún con una especie de fosforescencia. El comisario dio una voz al oficial, y éste gritó:

—¡Alto!

Se les ordenó a los soldados que se desplazaran y vigilaran, y entonces empezamos a inspeccionar las ruinas. El propio comisario se puso a apartar las tablas carbonizadas y los escombros. Los soldados lo recogieron todo y lo amontonaron a un lado. Entonces el comisario retrocedió; luego se inclinó y, levantándose de nuevo, me hizo una seña:

—¡Mire! —dijo.

Era un espectáculo espeluznante. Allí había un esqueleto boca abajo; por las trazas, se trataba de una mujer… una vieja, a juzgar por la gruesa contextura de los huesos. Entre las costillas emergía una larga daga en forma de clavo, hecha de un cuchillo de carnicero afilado, con la punta enterrada en el espinazo.

—Observarán —nos dijo el comisario al oficial y a mí mientras sacaba su cuaderno de notas— que la mujer debió de caer sobre su daga. Hay muchas ratas aquí… miren sus ojos relucientes entre esos montones de huesos… Y. también observarán —yo me estremecí al verle poner la mano en el esqueleto— que han tardado poco tiempo: los huesos están ya algo fríos.

No había signo alguno de nadie más, ni vivo ni muerto; así que los soldados se desplegaron en línea y prosiguieron. Poco después llegamos a la vivienda hecha con el viejo armario ropero. Nos aproximamos. En cada uno de los cinco compartimentos había un viejo durmiendo… durmiendo tan profundamente que ni siquiera el resplandor de las linternas consiguió despertarles. Tenían el aspecto envejecido, ceñudo y gris, con sus rostros curtidos, cubiertos de arrugas, y sus mostachos blancos.

El oficial dio una áspera y sonora voz de mando, y al instante, cada uno de ellos se incorporó de un salto y se puso firme al oír: «¡Atención!».

—¿Qué hacéis aquí?

—Dormir —fue la respuesta.

—¿Dónde están los demás chiffonniers? —preguntó el comisario.

—Han ido a trabajar.

—¿Y vosotros?

—¡Estamos de guardia!

—¡Peste! —rio el oficial ásperamente, mientras miraba a los viejos a la cara, uno tras otro, y añadió con fría y deliberada crueldad—: ¡Dormidos durante el deber! ¿Es ése el comportamiento de la Vieja Guardia? ¡No me extraña, entonces, lo de Waterloo!

A la luz de la linterna, vi que los viejos semblantes se ponían mortalmente pálidos, y casi me estremecí ante la mirada de aquellos hombres cuando las carcajadas de los soldados corearon la amarga broma del oficial.

Entonces me sentí en cierto modo vengado.

Por un momento parecía que iban a abalanzarse sobre quien les había insultado, pero los años les habían disciplinado, y permanecieron inmóviles.

—Sois cinco —dijo el comisario—; ¿dónde está el sexto?

La respuesta llegó con una risita siniestra.

—¡Está ahí! —Y el que hablaba señaló el fondo del armario—. Murió anoche. No queda mucho de él. ¡El entierro de las ratas es rápido!

El comisario se agachó y miró en el interior. Luego se volvió hacia el oficial y dijo tranquilamente:

—Ya nos podemos marchar. No queda rastro de ninguna clase; ¡nada prueba que ese hombre haya sido herido por las balas de sus soldados! Probablemente lo mataron ellos para borrar toda huella. ¡Mire! —volvió a agacharse y puso la mano sobre el esqueleto—. Las ratas trabajan de prisa, y son muchas las que hay. ¡Estos huesos están calientes!

Yo me estremecí, al igual que muchos de los que estaban a mi lado.

—¡A formar! —exclamó el oficial, y marchando en orden con las linternas a la cabeza de la formación y los maniatados veteranos en medio, salimos con paso firme de los vertederos y regresamos al fuerte de Bicétre.

Hace mucho que ha terminado mi año de prueba, y que Alice es mi mujer. Pero cuando pienso en esos doce meses, uno de los incidentes que más vívidamente recuerdo es el relacionado con mi visita a la Ciudad de las Basuras.

FIN

Bram Stoker - El entierro de las ratas
  • Autor: Bram Stoker
  • Título: El entierro de las ratas
  • Título Original: The Burial of the Rats
  • Publicado en: Dracula’s Guest and Other Weird Stories (1914)
  • Traducción: Francisco Torres Oliver

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