Charles Dickens: El velo negro

«El velo negro», cuento de Charles Dickens, narra la inquietante visita de una misteriosa mujer al consultorio de un joven médico recién establecido. La mujer, cubierta completamente por un velo negro, solicita la ayuda del médico para una persona enferma, pero con una extraña condición: no debe ver al paciente hasta el día siguiente. A pesar de la urgencia y la gravedad que la mujer transmite, el médico se ve obligado a aceptar sus extrañas peticiones. Al día siguiente, el médico se dirige al lugar indicado, un ambiente sombrío y desolado, para descubrir una realidad perturbadora que desafía su entendimiento y pone a prueba su humanidad. La historia se sumerge en temas de misterio, culpa y redención, envueltos en un ambiente gótico y melancólico típico de la obra de Dickens.

Charles Dickens - El velo negro

El velo negro

Charles Dickens
(Cuento completo)

EN un atardecer de invierno de finales del año 1800, un joven médico, recientemente establecido, estaba sentado junto a un alegre fuego, en su pequeña antesala, escuchando el viento que arrojaba la lluvia contra la ventana en resonantes gotas y aullaba lúgubremente en la chimenea. La noche era húmeda y fría. El hombre había estado chapoteando en barro y agua durante todo el día, y a la sazón descansaba, cómodamente envuelto en su bata y con las zapatillas puestas. Medio dormido, su imaginación errabunda barajaba un asunto tras otro. Primero pensó en la fuerza con que soplaba el viento y hasta qué punto la lluvia aguda y helada le estaría golpeando la cara si no se hallase cómodamente instalado en su hogar. Luego, su mente enfocó el tema de la visita que anualmente realizaba, en Navidad, a su ciudad natal y a sus amigos más allegados; consideró cuánto les hubiera gustado a todos verlo y cuán feliz habría sido Rosa si le hubiese podido decir que al fin había encontrado un cliente y que esperaba tener otros, y, además, que regresaría al cabo de poco tiempo para casarse con ella y llevarla a casa, donde le alegraría sus solitarias veladas junto al fuego y le estimularía para realizar nuevos esfuerzos. Empezó a reflexionar sobre cuándo aparecería su primer cliente o si estaba destinado, por especial voluntad de la Providencia, a no tener ninguno; después volvió a pensar en Rosa y se quedó dormido. En sueños oyó su voz dulce y alegre y sintió que una mano suave y menuda se posaba sobre su hombro…

Había una mano sobre su hombro, pero no era suave ni menuda, sino que pertenecía a un muchacho robusto y de cabeza redonda que, por un chelín semanal y la comida, se ocupaba en llevar medicinas y recados dentro del radio de la parroquia. Cuando no había pedidos de medicinas ni mensajes que llevar, invertía sus horas libres —que eran unas catorce diarias, por término medio— en masticar pastillas de menta, comer un poco de carne e irse a dormir.

—¡Una dama, señor! ¡Una dama! —murmuró el muchacho despertando a su amo con una sacudida.

—¿Una dama? —gritó nuestro amigo, despabilándose, dudando de que su sueño fuese irreal y con la secreta esperanza de que la mujer aludida resultase Rosa en persona— ¿Qué dama? ¿Dónde está?

Ahí, señor —contestó el muchacho, señalando hacia la puerta de cristales que conducía al consultorio.

El médico miró hacia la puerta y, por un instante, se detuvo a examinar el aspecto de la visitante. Su rostro tenía aquella expresión de sobresalto que lógicamente suscita lo inesperado.

Era una mujer excepcionalmente alta, vestida de riguroso luto, y se hallaba tan pegada a la puerta que su cara casi rozaba el vidrio. La parte superior de su figura estaba cuidadosamente envuelta por un chal negro, como si desease no ser reconocida, y su cara hallábase cubierta por un espeso velo, también negro. Permanecía completamente erguida; su figura se alzaba cuan alta era, y aunque el médico sintió que los ojos de detrás del velo estaban fijos en él, ella seguía inmóvil como si no hubiese advertido que él había entrado.

—¿Desea usted consultarme? —preguntó con cierta vacilación, manteniendo entornada la puerta. Esta se abría de forma que no alteraba la posición de la figura, que continuaba inmóvil en su sitio.

La mujer inclinó ligeramente la cabeza, en señal de afirmación.

—Sírvase pasar —dijo el médico.

La figura avanzó un paso, y luego, volviendo la cabeza en dirección al muchacho —con infinito terror de éste—, pareció vacilar.

—Sal de la habitación, Tom —dijo el joven médico, dirigiéndose al muchacho, cuyos grandes ojos redondos se habían dilatado hasta el máximo durante este breve diálogo—. Echa la cortina y cierra la puerta.

El muchacho corrió una cortina verde sobre la puerta vidriera, se retiró al consultorio, cerró la puerta tras de sí y, desde el otro lado, aplicó uno de sus grandes ojos al agujero de la cerradura.

El médico acercó su silla a la chimenea e invitó a sentarse a su visita. La misteriosa figura se movió lentamente hacia el asiento. Cuando el resplandor del fuego iluminó el traje negro, el médico observó que la orilla del vestido estaba empapada de barro y de lluvia.

—Veo que está usted empapada —dijo.

—Así es —contestó la recién llegada con voz baja y profunda.

—¿Se siente usted enferma? —preguntó el médico compasivamente, juzgando por el tono de su interlocutora que se trataba de una persona desgraciada.

—Estoy muy enferma —contestó la mujer—, pero no física, sino mentalmente. No es por mí, o en beneficio propio, por lo que he venido a verle. Si hubiese tenido alguna dolencia física no estaría aquí, sola, a esta hora, en una noche semejante; y si enfermara en las próximas veinticuatro horas, bien sabe Dios con qué gusto me acostaría y llamaría a la muerte. Solicito su ayuda, para otra persona, señor. Es posible que produzca la impresión de estar loca —creo que lo estoy—, pero noche tras noche, en el curso de largas y sombrías horas de vigilia y de llanto, un mismo pensamiento no ha dejado de rondar por mi espíritu, y aunque conozco la inutilidad de cualquier ayuda humana que pueda prestárseme, el simple pensamiento de depositarlo en su tumba sin intentar un supremo esfuerzo me hiela la sangre en las venas.

El bien aprendido arte del médico no hubiera podido producir un estremecimiento semejante al que recorrió todo el cuerpo de la que hablaba.

Había tal ansiedad desesperada en los gestos de la mujer, que el joven médico se sintió conmovido. Hacía poco tiempo que ejercía su profesión e ignoraba las miserias que diariamente se presentan a los ojos de los médicos y los endurecen ante el sufrimiento humano.

—Si la persona a quien usted se refiere —dijo, rápidamente— se halla en una situación tan desesperada como usted afirma, creo que no hay momento que perder. Tenemos que partir inmediatamente. ¿Por qué no acudió a los médicos antes?

—Porque antes hubiera sido inútil, como lo es también ahora —replicó la mujer, juntando las manos con desesperación.

El médico trató inútilmente de descubrir las facciones que se ocultaban tras el espeso velo.

—Usted está enferma —dijo suavemente—. Usted está enferma, aunque crea lo contrario. La fiebre que le ha permitido soportar, sin sentirla, la fatiga que evidentemente ha sufrido y que está ardiendo dentro de usted. Beba esto —continuó, sirviéndole un vaso de agua—, descanse durante unos minutos y luego dígame, lo más tranquilamente que pueda, cuál es la enfermedad de su paciente y cuánto tiempo ha estado enfermo. Cuando sepa todo lo necesario para que mi visita pueda servir de algo, estaré dispuesto a acompañarla.

La visitante se llevó el vaso de agua a la boca, sin alzar el velo, lo depositó de nuevo sin probarla y se echó a llorar.

—Creerá usted —dijo sollozando— que deliro. Me lo han dicho antes, y menos cariñosamente que usted ahora. Yo no soy joven. Dícese que a medida que la vida se desliza hacia su término definitivo, lo último que nos queda, por desprovisto de valor que parezca a aquellos que nos rodean, es más caro a su poseedor que todos los años que se han ido antes, pues está vinculado a los recuerdos de los amigos muertos desde hace tiempo, de los jóvenes, niños tal vez, que han renegado tan completamente de nosotros que diríase que también están muertos.

Tras una corta pausa, la mujer prosiguió:

—Mi vida no puede prolongarse muchos años, y éstos deberían ser preciosos para mí; pero yo los entregaría sin un suspiro, con gozo, con júbilo, a cambio de que lo que estoy diciendo fuese falso o imaginario. Mañana por la mañana, ése de quien le hablo estará, lo sé, aunque finja creer lo contrario, más allá del alcance de cualquier ayuda humana; y, sin embargo, esta noche, aunque se halle en peligro mortal, usted no debe verlo, ni podría socorrerle.

—No quiero aumentar su congoja —dijo el médico, después de una corta pausa— haciendo un comentario sobre lo que usted acaba de decir, o mostrándome deseoso de investigar un caso que usted trata de encubrir de una manera tan anhelante. Pero en su declaración hay algo incongruente, hay algo que escapa a lo verosímil. Esa persona está en trance de morir esta noche y yo no puedo verla aun cuando mi asistencia podría tal vez salvarla; usted me dice que mi ayuda será inútil mañana y, sin embargo, ¡usted desea que la visite entonces! Si es verdad que la vida de esa persona resulta tan querida para usted como lo demuestran sus palabras y sus gestos, ¿por qué no trata de salvarla ahora, antes que el retraso y el progreso de su enfermedad hagan impracticable la intervención médica?

—¡Qué Dios me ayude! —exclamó la mujer llorando amargamente—. ¡Cómo es posible que los extraños crean en lo que hasta a mí me parece increíble! Entonces, ¿se niega usted a verlo, señor?

—No he dicho tal cosa —replicó el médico—, pero le advierto que si insiste en este inaudito aplazamiento y la persona muere, una terrible responsabilidad recaerá sobre usted.

—La responsabilidad pesará en alguna parte —replicó la extraña mujer, amargamente—. Cualquier responsabilidad que recaiga sobre mí la sobrellevaré con gusto y estoy dispuesta a dar cuenta de ella.

—Como no hay nada contrario a la ley —continuó el médico— en el hecho de acceder a su petición, puedo decirle que visitaré a la persona enferma mañana siempre que me dé su dirección. ¿A qué hora desea usted que vaya?

—A las nueve —replicó la visitante.

—Perdone usted si mi pregunta es indiscreta, pero ¿está a su cargo el paciente?

—No lo está —fue la respuesta.

—De manera que si yo le diese instrucciones para su tratamiento durante la noche, ¿usted no podría asistirlo?

Yo no podría hacer tal cosa —contestó la mujer llorando amargamente.

Considerando que no podía obtener mayor información con prolongar la entrevista, y ansioso de ahorrar sufrimientos a la mujer, quien, refrenada al principio, gracias a un violento esfuerzo, estaba a la sazón demudada y temblorosa, el médico reiteró su promesa de realizar la visita a la hora señalada. Su visitante, después de haberle dado la dirección de un oscuro lugar de Walworth, abandonó la casa de la misma manera misteriosa que había entrado.

Fácilmente se comprenderá que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el ánimo del joven médico y que éste reflexionó mucho sobre las posibles circunstancias del caso. En su trato con la gente había tenido ocasión de enterarse de hechos singulares en que se había cumplido un anterior presentimiento de muerte en un día y hora determinados.

Por un momento, se sintió tentado a creer que tal vez era el caso presente; pero luego se le ocurrió que todas las historias de esa índole de que había oído hablar siempre correspondieron a las personas perturbadas por un presagio de su propia muerte. Esa mujer, en cambio, hablaba de otra persona —un hombre— y era imposible suponer que una simple quimera o espejismo de la fantasía pudiera inducirla a hablar de la inminente desaparición de aquél con una certidumbre tan terrible ¿No sería que el hombre corría el peligro de ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice al principio y obligada a guardar secreto bajo juramento, hubiese cedido y, aunque incapaz de evitar la perpetración de algún ultraje a la víctima, hubiese resuelto evitar su muerte, si es que ello era posible, mediante la oportuna intervención del auxilio médico? La idea de que tales cosas sucediesen a menos de dos millas de la metrópoli se le presentó como descabellada y absurda, y la desechó al instante. Luego volvió a su primera idea, es decir, que la mente de aquella mujer estaba desequilibrada, y como éste era el único modo de explicar el caso con cierto grado de satisfacción, encaminó su ánimo a creer que estaba loca. Ciertas dudas sobre este punto, sin embargo, acudieron de improviso a su pensamiento, una y otra vez, en el largo y sombrío curso de una noche de insomnio, durante la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, le fue imposible borrar aquel velo negro de su agitada imaginación.

Como los suburbios de Walworth se encuentran bastante alejados de la ciudad, son aún hoy día un lugar bastante desamparado y miserable. Pero hace treinta y cinco años eran una especie de muladar habitado por unos cuantos individuos de dudosa condición, cuya pobreza les impedía vivir en mejor vecindad o cuyas ocupaciones y modos de vida hacían deseable su aislamiento. Muchas de las casas que han surgido desde entonces en sus aceras fueron edificadas algunos años después, y la gran mayoría, aun aquellas que se desparramaron por los alrededores, eran feas y miserables.

El aspecto del lugar por el cual caminó aquella mañana no era a propósito para levantar el espíritu del joven médico o dispersar la ansiedad y angustia que despertó en él la singular visita que iba a realizar. Apartándose del camino real, su ruta lo condujo a lo largo de un terreno bajo y pantanoso, por sendas desniveladas, con alguna casucha ruinosa aquí y allá, que se desmoronaba rápidamente por vetustez y abandono. Un árbol, achaparrado, un pozo de agua estancada, ligeramente agitada por la lluvia de la noche anterior, bordeaban ocasionalmente el sendero; y de vez en cuando un miserable jardín, con unas cuantas tablas viejas reunidas para formar una glorieta y una vieja barda mal remendada, con estacas robadas a los cercos vecinos, daban inmediato testimonio de la pobreza de los habitantes y de los pocos escrúpulos que experimentaban ante la propiedad ajena. De vez en cuando, una mujer de aspecto miserable hacía su aparición en la puerta de una casa sucia, para vaciar el contenido de alguna olla en el arroyo de la acera de enfrente o para increpar a una muchacha calzada con chancletas que se tambaleaba a unos cuantos metros de la puerta, bajo el peso de un pálido infante casi tan grande como ella. Pero poca cosa se agitaba en torno, y la perspectiva, en lo que de ella podía verse débilmente a través de la fría y húmeda niebla que caía pesadamente sobre el lugar, infundía una impresión de soledad y lobreguez que armonizaba completamente con los objetos que hemos descrito.

Después de haber chapoteado fatigosamente por el agua y el cieno, de haber hecho muchas preguntas sobre la dirección que le habían dado, después de haber recibido otras tantas contestaciones contradictorias y poco convincentes, el joven médico llegó frente a la casa que se le había señalado como meta. Era una construcción pequeña y baja, de un solo piso, con un exterior aún más desolado y poco prometedor que los que acababa de dejar atrás. Una vieja cortina amarilla cubría enteramente la ventana del piso alto y los postigos de la antesala estaban cerrados, pero sin cerrojo. La casa se hallaba alejada de todas las demás, y como se alzaba en la esquina de una callejuela, no había otra vivienda a la vista.

Si decimos que el médico dudó, que anduvo unos cuantos pasos más allá de la casa antes de decidirse a levantar el llamador, sabemos que nuestras palabras no harán aparecer la sonrisa en el rostro de ningún lector, por audaz que éste sea. La policía de Londres en aquella época era un cuerpo muy diferente del que es ahora. La situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la edificación y el afán de mejoramiento aún no habían empezado a unirlos con el cuerpo principal de la ciudad y sus alrededores, hacía que muchos de ellos (y éste en particular) fuesen el refugio de los peores y más perversos sujetos. A la sazón, hasta las calles más alegres de Londres estaban mal alumbradas, y lugares como éste quedaban completamente a merced de la luna y de las estrellas. Las probabilidades de descubrir sujetos peligrosos, o de rastrearlos hasta sus guaridas, quedaban reducidas, así, a un corto número, y naturalmente sus atentados aumentaron en audacia a medida que la experiencia diaria afianzaba en ellos la conciencia de una impunidad relativamente grande. Además, debe recordarse que el joven había pasado algún tiempo en los hospitales públicos de la ciudad; y aunque ni Burke ni Bishop habían adquirido todavía su horrible notoriedad, la propia observación de los hechos les indicó seguramente con cuánta facilidad pudieron cometerse las atrocidades que, desde entonces, llevaron el nombre del primero. Fuese por esto o bien por la reflexión, el caso es que él vaciló. Pero siendo, como era, un hombre animoso y de gran valor personal, su vacilación sólo duró unos instantes. Volviendo con rapidez sobre sus pasos, llamó suavemente a la puerta. Oyóse un bisbiseo apagado, como si alguien, al final del pasillo, estuviese conversando cautelosamente con otra persona en el rellano de arriba. Acercóse luego el ruido de un par de pesadas botas sobre el piso, la cadena de la puerta fue apartada suavemente, abrióse ésta y un hombre alto, de mala catadura, pelo negro y un rostro, como declaró después el médico, tan pálido y desencajado como el de cualquiera de los muertos que había visto, apareció en el umbral.

—Entre, señor, —dijo en voz baja.

El médico obedeció, y el hombre, después de haber asegurado nuevamente la puerta con la cadena, le condujo a una pequeña salita de recibo que se hallaba en el extremo del pasillo.

¿Llego a tiempo?

—Demasiado pronto —contestó el hombre.

El médico volvióse rápidamente, con un gesto de asombro y de alarma que no pudo reprimir.

—Si quiere usted pasar por aquí, señor… —dijo el hombre, que evidentemente había advertido el gesto—. Pase por aquí; no tardaré ni cinco minutos, se lo aseguro.

El médico entró en el cuarto, sin vacilar. El hombre cerró la puerta y lo dejó solo.

Era un pequeño y frío cuarto que no tenía más muebles que dos sillas de pino y una mesa de la misma madera. Un poco de fuego ardía en la chimenea del hogar, sin la menor pantalla de protección; y aunque era poco lo que calentaba, al menos disolvía la humedad de la estancia, por cuyas paredes se escurría una insalubre acuosidad, como el rastro de enormes babosas… La ventana, que estaba rota y emparchada en muchas partes, parecía una pequeña parcela de terreno casi cubierta enteramente por el agua. En la casa reinaba un completo silencio. El joven médico se sentó junto a la chimenea, y esperó el resultado de su primera visita profesional.

Algunos minutos después, oyó el ruido de un coche que se aproximaba. Se puso en pie; la puerta de la calle se abrió; oyó una conversación en voz baja y un ruido de pasos cautelosos en el corredor y en la escalera, como si dos o tres hombres estuviesen ocupados en llevar algún cuerpo pesado a la habitación del piso alto. El crujido de los peldaños, pocos segundos después, anunció que los recién llegados, habiendo terminado la tarea que fuese, salían de la casa. La puerta volvió a cerrase y reinó de nuevo el más absoluto silencio.

Pasados cinco minutos, cuando el médico se decidía a explorar la casa en busca de alguien que pudiese decirle en qué consistía su cometido, abrióse la puerta del cuarto y su visitante de la noche anterior, vestida exactamente de la misma manera y cubierto el rostro por el mismo velo, le indicó que pasara adelante. La singular altura de su cuerpo, añadida a la circunstancia de que no hablaba, hizo que, por un instante, cruzase por la mente del joven la idea de que bien podría ser un hombre disfrazado de mujer. Los sollozos histéricos que surgían a través del velo y la convulsa actitud de pesadumbre de aquella figura, denunciaron al punto lo absurdo de la suposición. El médico la siguió con presteza.

La mujer le guio, escaleras arriba, hasta el cuarto de la parte delantera de la casa y se detuvo en la puerta para dejar que él entrase. El cuarto estaba escasamente amueblado. Sólo había en él una vieja arca de pino, algunas sillas y un catre sin colgaduras ni travesaños, cubierto por una manta remendada. La escasa luz, que penetraba a través de la cortina que él había visto desde la calle, hacía que fuese más vago el contorno de la habitación y comunicaba a todos ellos tan informe tonalidad, que el joven no se dio cuenta de la verdadera naturaleza de lo que tenía ante sus ojos hasta que la mujer, frenéticamente, se le adelantó y se arrodilló junto al lecho.

Tendida en la cama, rígida e inmóvil, prietamente envuelta con un lienzo y cubierta con sábanas, yacía una forma humana. La cabeza y la cara, que eran las de un hombre, estaban descubiertas, salvo un vendaje que le envolvía la cabeza y el cuello. El brazo izquierdo se atravesaba pesadamente en la cama y la mujer sostenía la mano inerte.

Con dulzura, el médico hizo a un lado a la mujer y tomó aquella mano.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Este hombre está muerto!

La mujer se puso en pie y juntó las manos.

—¡Oh, no diga eso, señor! —exclamó la mujer en un arranque de pasión que llegaba casi al frenesí—. ¡Oh, no diga eso! ¡No puedo soportarlo! Hubo hombres que resucitaron a pesar de que la gente ignorante les dio por muertos, y otros que se hubieran salvado si se hubiese acudido a tiempo… ¡No le deje tendido aquí, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! Tal vez está muriendo en este instante. ¡Inténtelo, señor! ¡Hágalo por amor de Dios!

Mientras hablaba, la mujer tocó primero la frente y luego el pecho de la figura inmóvil. Después golpeó frenéticamente las manos frías, que cuando las soltó, cayeron de nuevo, mecánica y pesadamente, sobre la manta.

—No hay remedio, mi buena señora —dijo el médico en tono tranquilo, retirando su mano del pecho del hombre—. ¡Sosiéguese! Descorra la cortina.

—¿Qué dice usted? —preguntó la mujer, sorprendida.

—¡Descorra la cortina! —repitió el médico, sobresaltado.

—Yo obscurecí el cuarto a propósito —dijo la mujer, interponiéndose, cuando él se levantó para descorrerla—. ¡Oh, señor, tenga piedad de mí! Si no hay remedio, si él está verdaderamente muerto, no le exponga a otros ojos que no sean los míos.

—Este hombre no murió de muerte natural —dijo el médico—, ¡Tengo que ver el cuerpo!

Tan rápidamente que la mujer apenas pudo notar que el médico se había deslizado a su vera, éste descorrió la cortina y volvió junto al lecho.

—Aquí ha habido violencia —dijo señalando el cuerpo y mirando fijamente a la cara, cuyo velo había sido levantado por primera vez.

En la excitación ocurrida un minuto antes, la mujer se había quitado la toca y el velo y a la sazón hallábase erguida, con los ojos fijos en él. Sus facciones eran las de una mujer de cincuenta años, que en otros tiempos había sido bella. El dolor y el llanto habían dejado sus huellas en aquel rostro mortalmente pálido, pero no lo habían marchitado del todo. Su boca estaba contraída nerviosamente y el intenso fulgor que brillaba en sus ojos indicaba muy a las claras que sus fuerzas físicas y mentales estaban casi desmoronándose bajo el peso de los sufrimientos.

—Ha habido violencia aquí —dijo el médico, disimulando su mirada escrutadora.

—Sí, tiene usted razón —replicó la mujer.

—¡Este hombre ha sido asesinado!

—¡Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido! —dijo la mujer apasionadamente.

—¿Por quién? —preguntó el médico, tomando a la mujer por el brazo.

—Mire las señales del asesino, y luego pregúntemelo —contestó.

El médico volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo, que ahora yacía bajo la luz que entraba por la ventana. De pronto, comprendió la verdad.

—Este es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana —dijo, apartándose tembloroso.

—Sí —contestó la mujer con una mirada fría, sin expresión.

—¿Quién es? —preguntó él.

—Mi hijo —dijo la mujer, y cayó al suelo desvanecida.

Era verdad. Un compañero suyo, tan culpable como él, había sido puesto en libertad, pero ese hombre había pagado con la muerte, había sido ejecutado. Contar las circunstancias del hecho, ahora distante, resultaría innecesario y podría apenar a personas que todavía viven. La madre era una viuda sin amigos ni dinero que se había privado de lo más necesario para dárselo a su hijo enfermo. Y este muchacho, sin tener en cuenta los ruegos maternos e indiferente a los sufrimientos que ella había soportado por él —incesante ansiedad del espíritu y voluntaria extenuación del cuerpo—, se había precipitado a una existencia de disipación y de crimen. Y el resultado había sido éste: su muerte a manos del verdugo y la vergüenza e incurable locura de su madre.

Durante muchos años después de este suceso, cuando requerimientos provechosos y complicados hubieran hecho olvidar en otros hombres a tan desvalido ser, se vio al joven médico visitar diariamente a la inofensiva loca, cuidarla cariñosamente, aliviar el rigor de su condición con donaciones de dinero, otorgadas con mano pródiga, para subvenir a su comodidad y mantenimiento. A la luz del recuerdo y conciencia que precedió a la muerte de esta criatura, pobre y sin amigos, surgió de sus labios una oración para el bienestar y protección de su médico, tan férvida como la que el mejor de los mortales pudiera haber elevado.

La oración voló al cielo y fue oída. La bendición influyó para que se le reconociese en una proporción de mil por uno todo lo que había hecho. Pero entre todos los honores de tango y posición que desde entonces se han acumulado sobre su persona, y que tan bien se ha ganado, este hombre no guarda en su corazón un recuerdo más fortalecedor que el que está vinculado al Velo Negro.

Charles Dickens - El velo negro
  • Autor: Charles Dickens
  • Título: El velo negro
  • Título Original: The Black Veil
  • Publicado en: Sketches by Boz, 8 de febrero de 1836
  • Traducción: Sin datos