China Miéville: Noche de paz

China Miéville - Noche de paz

«Noche de paz» (‘Tis the Season) es un satírico cuento de Navidad del escritor británico China Miéville, publicado en Socialist Review en diciembre de 2004. Ambientado en un mundo donde las festividades han sido privatizadas, el narrador, un padre divorciado, busca ofrecerle a su hija Annie una auténtica experiencia navideña, a pesar de las estrictas restricciones comerciales. Sin licencia para celebrar la Navidad® de manera oficial, se las ingenia con creatividad para recrear una celebración lo más fiel posible a las viejas tradiciones. La suerte parece sonreírle cuando gana un pase para una exclusiva fiesta navideña organizada en Londres por la poderosa corporación Natividad S.A. Lo que comienza como una prometedora oportunidad pronto toma un giro inesperado que llevará a padre e hija a vivir una Navidad® más agitada de lo que esperaban.

China Miéville - Noche de paz

Noche de paz

China Miéville
(Cuento completo)

Llamadme infantil, pero me encantan la nieve, los árboles, el espumillón, el pavo y todas esas tonterías. Me encantan los regalos. Me encantan los villancicos y las canciones cursis. En resumidas cuentas, ¡me encanta la Navidad®!

Por eso estaba tan emocionado. Y no solo por mí, también por Annie. Aylsa, su madre, decía que no entendía a qué venía tanta historia ni por qué me importaba tanto, pero yo sabía que Annie se moría de ganas. Puede que ya hubiera cumplido catorce años, pero estaba convencido de que seguía siendo una chiquilla que soñaba con calcetines colgados de la chimenea. Cada vez que me toca pasar esas fechas con Annie (desde el divorcio, Aylsa y yo nos vamos turnando), me esfuerzo de veras por que el veinticinco salga lo mejor posible.

Confieso que Aylsa me hacía sentir mal. Me daba pavor defraudar a Annie. Por eso no tengo palabras para expresar lo contento que me puse cuando supe que por primera vez iba a poder celebrarlo como es debido.

No me malinterpretéis. No tengo acciones de Natividad S. A., ni puedo permitirme una licencia de uso de un día, así que no podía preparar una fiesta autorizada. Había considerado fugazmente comprar una más económica de la competencia, como FeliCs Fiestas o el derivado de alguna empresa no especialista como Navi-Cola, pero la idea de celebrarlo en plan cutre era muy deprimente. Me habría quedado sin poder usar un montón de cosas tradicionales y, la verdad, si no puedes disfrutar de todo, ¿para qué contratar nada? (FeliCs Fiestas tiene los derechos del ponche de huevo, pero el ponche de huevo está asqueroso). El resto de empresas tratan de crear sus propias alternativas a los clásicos patentados como el reno y los muñecos de nieve, pero no terminan de cuajar. Nunca me olvidaré de la tibia impresión que la Lagartija de los Navillancicos causó en Annie.

No, como casi todo el mundo, no íbamos más que a compartir una modesta celebración invernal, solos Annie y yo. Todo iría bien con tal de que procurásemos evitar los productos registrados.

Si utilizas hiedra para decorar igual te libras de la sanción, pero poner acebo es desde luego impensable, así que había hecho acopio de tomates cherry, que pensaba colgar de unos cactus. Como no iba a correr el riesgo de decorar con espumillón, tenía un par de cinturones de colores brillantes que planeaba enrollar en la aspidistra. Ya sabéis, lo típico. Los inspectores tampoco se portan demasiado mal: a veces hasta hacen la vista gorda si te pillan con una o dos bolas colgadas (y menos mal, porque las multas por cualquier uso no autorizado de la Navidad® son astronómicas).

Sin embargo, cuando estaba ya ultimando los preparativos, sucedió algo maravilloso: ¡gané la lotería!

Bueno, no gané el premio gordo, pero sí uno de los premios de consolación, que era bien jugoso: ¡una invitación para una fiesta especial autorizada de Navidad® en el centro de Londres, organizada por la mismísima Natividad S. A.!

Cuando terminé de leer la carta me temblaba todo. Estábamos hablando de Natividad S. A., así que todo sería perfecto. Estarían Papá Noel® y Rudolph el Reno®, y habría Muérdago® y Tartaletas de Frutas® y un Árbol de Navidad® lleno de regalos.

Esto último era lo que peor llevaba. Envolver los regalos en papel de periódico y colocarlos al lado de la aspidistra ya resultaba deprimente, pero desde que Natividad S. A. compró los derechos del papel de colores y del almacenaje arbóreo, los inspectores se han puesto muy duros con lo de la regalística subarbórea con agravante. No dejaba de pensar en que Annie por fin tendría la oportunidad de agacharse y pescar su regalo de debajo de unas hojas aciculares.

Quizá no debería habérselo dicho a Annie, sino sorprenderla justo el mismo día, pero me pudo la emoción. Y si soy sincero, en parte se lo dije porque quería poner celosa a Aylsa. Siempre estaba diciendo que no echaba de menos la Navidad®.

—Piénsalo —le dije—, vamos a poder cantar villancicos legalmente… Ah, perdón, que tú odias los villancicos, claro… —No tuve compasión.

Annie estaba loca de contenta. Se cambió el alias en internet por «nochedepaz» y por lo que pude averiguar se pasaba todo el tiempo presumiendo delante de sus pobres y celosos amigos. Cuando entraba para traerle un té fisgaba por encima de su hombro: los chats estaban llenos de nombres como «campanilla12» y «ramodeflores» y solo veía exclamaciones como «noooo!!!, n4vid4d???!!! que guaaay!!!» antes de que bloqueara la pantalla exigiendo privacidad.

—Ten compasión —le decía—, no se lo restriegues por la cara a tus amigos. —Pero ella solo se reía y me decía que estaban intentando quedar ese día de todos modos, y que no tenía ni idea de lo que hablaba.

Cuando Annie se levantó el veinticinco había por primerísima vez un Calcetín de Navidad® esperándola a los pies de la cama y ella se lo llevó al desayuno con una radiante sonrisa. Yo me regodeé agitando mi pase de Natividad S. A. y diciendo, con toda legalidad:

—Feliz Navidad®, cariño. —Agradecí que la ® fuese muda.

Había enviado el regalo de Annie a Natividad S. A., según indicaban las instrucciones. Le estaría esperando debajo del árbol. Era una consola último modelo que había costado más de lo que podía permitirme, pero sabía que le encantaría. Los videojuegos se le dan genial.

Salimos temprano. Había bastante gente por la calle, y todo el mundo hacía eso que hacemos el veinticinco de no decirnos nada ilegal pero alzar las cejas y felicitarnos las fiestas con solo una sonrisa.

Aunque en teoría los autobuses tenían el mismo horario que un día de diario normal, la mitad de los conductores, naturalmente, se habían puesto «enfermos».

—No tenemos por qué esperar —sugirió Annie—. Nos queda un montón de tiempo. ¿Y si vamos caminando?

—¿Qué me has comprado? —le preguntaba sin cesar—. ¿Cuál es mi regalo? —Hice ademán de curiosear en su bolso pero ella meneó un dedo negativamente.

—Ya lo verás. Estoy muy satisfecha de mi regalo, papá. Creo que es algo que significará mucho para ti.

No deberíamos de haber tardado mucho pero, no sé cómo, nos demoramos, nos entretuvimos, charlamos y, de repente, me di cuenta de que íbamos a llegar tarde. Aquello me espantó. Empecé a meter prisa, pero Annie se puso de mal humor y protestó. Yo me abstuve de señalar de quién había sido la idea de ir caminando. Llevábamos un retraso considerable cuando llegamos al centro de Londres.

—Venga —decía Annie sin parar—. ¿Hemos llegado ya?

Había una asombrosa cantidad de gente en Oxford Street. Una multitud, todos con esa expresión de felicidad disimulada. Yo tampoco podía evitar sonreír. De repente Annie empezó a correr, después volvió para arrastrarme con ella. Luego quiso que fuéramos más rápido. No dejaba de disculparme por chocar con la gente. La mayoría eran chavales de unos veinte años, en parejas o en grupitos. Se apartaban con indulgencia mientras Annie tiraba de mí, corría delante de mí, tiraba de mí.

La cantidad de gente que había era desde luego impresionante.

Oí algo de música y un par de gritos delante. Aquello me alarmó, aunque no eran sonidos de enfado.

—¡Annie! —la llamé, no obstante—. ¡Ven aquí, cariño! —La vi escabulléndose entre el gentío.

Y menudo gentío. ¿Acaso era eso un silbido? ¿De dónde salía toda esa gente? Me empujaron, me arrastraron como si fueran una marea. Vi de pasada a un tipo joven y sentí pánico al darme cuenta de que llevaba puesto un jersey amplio con la nariz de un reno en el pecho. Bastaba un vistazo para saber que no tenía licencia.

—Annie, ven aquí —la llamaba, pero la voz se perdía.

Una mujer joven que había junto a mí estaba alzando la voz y entonando una nota, muy alto.

—Feee…

El chico con el que estaba se unió al canto, luego el amigo del chico y luego el pequeño grupo junto a ellos, de forma que en pocos segundos todo el mundo lo estaba haciendo, en una amalgama de voces melodiosas y desentonadas que se fundían en un alarido prolongado y chillón.

—Feeee…

Y después, con un tempo impecable, aquel centenar de personas se miraron de algún modo a los ojos y la canción continuó:

—… liz Navidad, feliz Navidad…

—¿Estáis locos? —les grité, pero nadie podía oírme por encima de aquel maldito rataplán ilegal. Ay, dios mío. Sabía lo que estaba ocurriendo.

Estábamos rodeados de navidistas radicales.

Empecé a dar vueltas, llamando a Annie a gritos, corriendo en su busca, tratando de encontrar a la policía. Era imposible que las cámaras de las calles no advirtieran lo que estaba pasando. Enviarían a la brigada de Natividad.

Vi a Annie entre la multitud (maldita sea, ¡cada vez llegaba más gente!) y corrí hacia ella. Annie me estaba haciendo señas, miraba a su alrededor ansiosamente, y yo iba apartando a la gente con las manos, pero cuando me acerqué vi que alzaba la vista para mirar a una persona que estaba junto a ella.

—¡Papá! —gritó. Vi que abría más los ojos al reconocerme y después… ¿acaso no vi una mano que la cogía y se la llevaba?

—¡Annie! —Llegué gritando al lugar en el que la había visto, pero se había ido.

Me estaba entrando el pánico: es una chica inteligente y estábamos a plena luz del día, pero ¿de quién era esa maldita mano? La llamé al móvil.

—Papá —respondió. La línea iba fatal con tanta gente. Me puse a hablarle a gritos, preguntándole dónde estaba. Sonaba tensa, pero no asustada—. Vale… Estaré… ver… un amigo… en la fiesta.

—¿Qué? —berreé—. ¿Qué?

—En la fiesta —dijo, y se cortó la llamada.

De acuerdo. La fiesta. Allí es adonde había ido. Me calmé. Avancé entre la multitud a empujones. La cosa se estaba poniendo más radical. Se estaba convirtiendo en la revuelta del espumillón.

Oxford Street estaba abarrotada y de repente me vi en medio de miles de manifestantes. Tardé una angustiosa eternidad en avanzar a través de la manifestación. Lo que me había parecido una muchedumbre anónima estalló de pronto en una miríada de colores y formas. Todo el mundo marchaba con la manifestación. Iba cruzando diversos contingentes. ¿De dónde demonios habían salido todas esas pancartas? Los eslóganes ascendían y descendían por encima de la marea de cabezas como los restos flotantes de un naufragio. «POR LA PAZ, EL SOCIALISMO Y LA NAVIDAD»; «¡NO NOS QUITARÉIS NUESTRAS FIESTAS!»; «PRIVATIZA ESTO». Había un cartel omnipresente, muy simple y escueto: la letra R dentro de un círculo rojo tachado por una línea.

Annie estará bien, pensé con apuro. Ella me había dicho eso mismo. Iba mirando a mi alrededor mientras me abría paso camino de la fiesta, ahora solo a algunas calles de allí. Estaba asimilando la manifestación. ¡Esa gente estaba loca! Tal vez sus intenciones fueran buenas, pero esto no era forma de reivindicar nada. Lo único que iban a conseguir era traerle problemas a todo el mundo. La poli llegaría en cualquier momento.

Aun así, tenía que admirar su creatividad. Los disfraces y los colores, era todo una pasada. No tenía ni idea de cómo habían conseguido pasar inadvertidos por la calle, cómo lo habían organizado. Tenían que haberlo hecho por internet, lo que implicaba un cifrado bastante complejo para engañar a los programas policiales. Cada sección de la marcha parecía estar cantando algo distinto, o cantando canciones que no había oído en años. Estaba caminando por un país de las maravillas invernal.

Pasé junto a un contingente de cristianos que llevaban cruces y cantaban villancicos. Justo enfrente de ellos había un grupo de gente mal vestida que vendía copias de un periódico de izquierdas y portaba pancartas con una fotografía de Marx. Le habían dibujado un sombrero de Papá Noel encima. «Navidad, roja Navidad», cantaban desafinando.

Habíamos llegado ya a la altura de los almacenes Selfridges y un corrillo de personas se había detenido frente a los escaparates, llenos de la típica mezcolanza de perfume y zapatos. Los manifestantes se miraban unos a otros y de nuevo al cristal. Más allá, por una calle lateral, algunos transeúntes contemplaban el extraordinario espectáculo. Me llamó la atención ver compradores «normales», ya que daba la impresión de que no hubiese nadie más que los manifestantes en las calles.

Sabía lo que pensaban los que miraban los escaparates del Selfridges: se estaban acordando (o acordándose de lo que les habían contado, pues muchos de ellos parecían demasiado jóvenes para recordar cómo era la vida antes de la Ley de la Navidad®) de una antigua tradición.

—Si ellos no ponen escaparates de Navidad —rugió una mujer—, ¡tendremos que ponerlos nosotros!

Y sin más, sacaron martillos. Santo cielo. Rompieron el cristal.

—¡No! —Oí que les gritaba un hombre vestido con un elegante abrigo de lana. Los miembros de uno de los grupos que formaba la manifestación parecían horrorizados, y empezaron a bajar las pancartas, que rezaban: «Amigos laboristas de la Navidad»—. Todos queremos lo mismo —gritó el hombre—, pero ¡no podemos tolerar la violencia!

Pero nadie le estaba prestando atención. Supuse que la gente se lanzaría a robar cosas, pero solo las apartaron junto con los cristales rotos. Estaban poniendo nuevos objetos dentro de los escaparates: se sacaban de los bolsos y bolsillos pequeños nacimientos, figuritas de Papá Noel® de papel maché, Regalos® envueltos en papeles chillones, Acebo® y Muérdago® y los desparramaban aquí y allá, decorando toscamente los escaparates.

Seguí adelante. Un hombre se cruzó en mi camino. Formaba parte de un grupo de tipos vestidos de forma elegante que se movían en la periferia de la multitud. Hizo una mueca y me dio un folleto.


INSTITUTO DE IDEAS MARXISTAS VIVAS

Por qué no nos manifestamos

Contemplamos con desdén los patéticos intentos de la vieja izquierda de revivir esta ceremonia cristiana. La idea de que el Gobierno haya «robado» «nuestra» Navidad tan solo forma parte de esa cultura del miedo que rechazamos. Ha llegado el momento de hacer una revaluación más allá de la derecha y la izquierda, y de que las fuerzas dinámicas revigoricen la sociedad. Apenas hace un mes, los miembros del IIMV organizamos una conferencia en el IAC sobre por qué las huelgas son aburridas y la caza está de moda…


Aquello no tenía ni pies ni cabeza, así que lo tiré.

Se oyó el estruendo de un helicóptero. Mierda, pensé, ya están aquí.

—Atención —se oyó decir a la voz amplificada del cielo—. Están cometiendo una violación de la cuarta sección del Código de la Navidad®. Dispérsense de inmediato o serán detenidos.

Para mi asombro, aquellas palabras fueron recibidas con un estrepitoso abucheo. Corearon una consigna. Al principio no lograba entender las palabras, pero enseguida se hicieron inconfundibles: «¿Qué Navidad? ¡Nuestra Navidad! ¿Qué Navidad? ¡Nuestra Navidad!». La métrica no era muy buena.

Pasé un grupo que reconocí de las noticias, feministas radicales navidistas vestidas de blanco que llevaban zanahorias en la nariz: las feminieves. Un hombre bajito me adelantó corriendo, iba mirando de reojo a su alrededor, murmurando:

—Demasiado alto, demasiado alto. —Se puso a gritar—: ¡Cualquiera que mida metro sesenta o menos puede venir a cargarse movidas con los Pequeños Ayudantes de Papá Noel!

Un hombre de menos de uno sesenta empezó a reprobarle aquello. Oí las palabras «broma» y «paternalista».

La gente estaba comiendo budines de Navidad®, rodajas de pavo. Incluso estaban ingiriendo coles de Bruselas, solo por fidelidad a sus principios. Alguien me dio una tartaleta de frutas. «¡Bendito seas!», me gritó un pagano radical al oído, y luego me dio un folleto donde se exigía que una vez que hubiéramos recuperado la Navidad la rebautizáramos Solsticidad. Fue apartado a golpes por un grupo de musculosos bailarines de ballet vestidos como cascanueces y hadas de azúcar.

Me estaba acercando al lugar donde se suponía que se iba a celebrar la fiesta, pero ahora había casi más gente en la calle. Iban a acordonar la zona, ¿cómo íbamos a entrar? Había figuras moviéndose entre la multitud. Mierda, pensé, la policía. Pero no. Era un grupo de aspecto enojado y agresivo, que llegaba rompiendo los parabrisas de los coches. Iban vestidos como Papá Noel®.

—Mierda —murmuró alguien—. Es el Bloque Rojo y Blanco.

Estaba claro que venían buscando problemas. Todo el mundo intentó apartarse de ellos. «Largo de aquí», oí que gritaba alguien, pero los del bloque no prestaban atención.

Ahora se veían polis aglomerándose en las calles adyacentes. Los del Bloque Rojo y Blanco los provocaban, arrojaban botellas, gritaban «¡venga, vamos!» como hinchas de Fútbol® completamente tajados.

Retrocedí. Giré y allí estaba, el lugar de la fiesta: Hamleys, la tienda de juguetes. Los vigilantes armados que normalmente la protegían debían de haberse largado hacía un buen rato, en vista del caos. Alcé la vista y vi caras horrorizadas en las ventanas.

Tendría que estar ahí arriba, pensé. Con vosotros. Eran los que iban a la fiesta. Niños y padres que, cercados por la manifestación, observaban a la policía acercarse.

Y, ah, allí estaba Annie, gritándome, de pie bajo los aleros del Hamleys. Solté un gemido de alivio y corrí hacia ella.

—¿Qué está pasando? —gritó. Parecía horrorizada.

Las brigadas de Natividad se estaban acercando a los provocadores del Bloque Rojo y Blanco, golpeando las porras al unísono contra los escudos decorados con espumillón.

—Madre de Dios —susurré. La rodeé con los brazos protectoramente—. Va a haber trifulca. Prepárate para correr.

Pero mientras estábamos allí, cada vez más tensos, ocurrió algo asombroso. Parpadeé y de la nada había aparecido un hombre joven con una túnica blanca. Antes de que alguien pudiera detenerlo estaba en medio de las filas de la policía y del Bloque Rojo y Blanco.

—¡Está loco! —gritó alguien, pero los cientos y cientos de personas presentes empezaron a guardar silencio. El hombre estaba cantando.

La policía avanzó amenazante hacia él, los del bloque hicieron como si lo fueran a apartar a empujones, pero los dos bandos dudaron. Nunca había visto a nadie tan hermoso.

Cantó una única nota de una pureza sobrenatural. La sostuvo durante largos segundos y después continuó:

—Oh pueblecito de Belén cuán quieto tú estás…

Se calló hasta que todos nos pusimos a escuchar con atención.

—Los astros en silencio dan su bella luz en paz…

El bloque estaba callado. Todo el mundo estaba callado.

—Mas en tus oscuras calles brilla hoy la luz de la eternidad…

Y ahora la policía se estaba deteniendo. Estaban bajando las porras. Uno a uno estaban apartando los escudos.

—Los miedos y esperanzas de todos estos años se reúnen hoy aquí…

Aparecieron más figuras de blanco. Caminaban despacio y se unían a su amigo. Sobresaltado, me di cuenta de que me estaba cubriendo los ojos. Una implacable autoridad emanaba de aquellas asombrosas figuras que habían salido de la nada, aquellos altos, majestuosos y extraños jóvenes. El blanco de sus túnicas era de un brillante irreal. Me faltaba el aire.

Ahora todos estaban cantando.

—Cuán queda, quedamente se otorga el maravilloso don. Así imparte Dios a los hombres su bendición…

Uno a uno los policías se fueron quitando los cascos y escuchaban. Podía oír los frenéticos graznidos de sus superiores saliendo de los auriculares que se habían quitado.

—Puede que nadie oiga su llegada, pero en este mundo de pecado… —Los cantantes se callaron y el pecho empezó a dolerme de pura expectación—. Donde los mansos lo recibirán y Cristo los habitará.

Los policías, arrojadas al suelo sus piezas de protección corporal y sus porras, sonreían y lloriqueaban. El primer cantante levantó una mano. Bajó la mirada hacia las armas tiradas en el suelo. Declamó dirigiéndose al Bloque Rojo y Blanco:

—No tendríais que haber intentado pelear —dijo, y parecieron avergonzados. Esperó—. Habríais sido derrotados. Mientras que ahora —prosiguió— estos idiotas se han desarmado. Ha llegado el momento de luchar. —Y se giró, y en masa, él y sus compañeros de canto se lanzaron a por la policía, con las túnicas agitándose al viento.

Los indefensos policías se quedaron boquiabiertos, se dieron la vuelta y la multitud rugió y empezó a seguirlos.

—¡Somos la Liga Gay de la Canción Radical! —gritó el cantante principal con su exquisita voz de tenor—. ¡Orgullosos de estar luchando por la Navidad del pueblo!

Sus camaradas empezaron a corear: «¡Estamos aquí! ¡Somos un coro! ¡Aprended a tolerarlo!».

—¡Es un milagro de Navidad! —exclamó Annie.

Yo me limité a abrazarla hasta que ella murmuró:

—Vale, papá, tranqui.

Detrás de mí la multitud estaba gritando, tomando las calles.

—Es lo que tiene de malo el Bloque Rojo y Blanco —murmuró Annie—. «Estrategia de tensión» y un huevo. Una panda de anarquistas temerarios es lo que son.

—Ya ves —dijo un chico a su lado—. De todos modos, la mitad son policías. Ese es el principio más básico, ¿no? Los que predican la violencia son polis.

Yo estaba atónito, meneando la cabeza del uno al otro como si fuera un imbécil viendo un partido de tenis.

—¿Qué…? —pregunté al fin.

—Vamos, papá —dijo ella, y me besó la mejilla—. De lo contrario no me habrías dejado venir. Tenía que conseguir que viniéramos andando hasta aquí o habríamos llegado demasiado pronto. Nos habríamos quedado atrapados, como ellos. —Señaló a los ganadores del premio, que estaban en los pisos superiores de Hamleys con los ojos abiertos de par en par—. Y después tuve que escabullirme porque no habrías dejado que me uniera. Venga. —Me cogió de la mano—. Ahora que hemos atravesado la barrera policial, podemos seguir por Downing Street.

—Está bien, es la oportunidad perfecta para salir de aquí…

—Papá —interrumpió. Me miró con dureza—. No me lo podía creer cuando ganaste el premio. Nunca pensé que podría tener la oportunidad de estar aquí hoy.

—Alguien te agarró —le dije.

—Fue Marwan. —Señaló al chico que había hablado—. Papá, este es Marwan, Marwan, mi padre.

Marwan sonrió y me estrechó la mano con educación, cambiándose de mano la pancarta. «MUSULMANES POR LA NAVIDAD», rezaba. Se fijó en que la estaba leyendo.

—No es que esté muy metido en todo esto —dijo—, pero no podemos olvidar que toda esta gente se puso de nuestro lado cuando el Umma plc trató de privatizar Eid. Aquello fue muy significativo, ya sabes. Además… —Apartó la mirada con timidez—. Sé que es importante para Annie. —Ella lo miró de reojo. «Vaya», pensé.

—Marwan es «ramodeflores», papá —me decía—. De internet.

—Mira, tengo que decirte que estoy bastante enfadado —dije. Nos estábamos acercando a Downing Street. Marwan se despidió en Trafalgar Square, así que volvimos a quedarnos los dos solos, junto con otros diez mil—. Yo te había comprado, yo… he perdido un montón de… en esa fiesta espera un gran regalo…

—Para serte sincera, papá, la verdad es que no necesito otra consola.

—¿Cómo sabías que…? —empecé a decir, pero ella seguía.

—La que tengo está bien. Y de todos modos, la uso sobre todo para juegos de estrategia, que no consumen tanto. Además, ya tengo todos los progreparches en mi máquina. Iba a ser un peñazo transferirlos, y volvérmelos a descargar sería demasiado arriesgado.

—¿Qué parches?

—Pues cosas como Rojo 3.6. Convierte un montón de juegos. Transforma SimuCityState en OctubreRojo. Esas cosas. Ya he llegado al nivel 4. El malo de final de fase es un zar. En cuanto sepa cómo pasarlo tendré que tirar de poder dual.

Desistí hasta de tratar de entenderla.

A la entrada de la residencia del primer ministro había un gigantesco Árbol de Navidad®, en blanco y plata. Todo el mundo se puso a abuchear mientras nos acercábamos. Estaba protegida por el ejército, así que la gente tuvo cuidado de que el abucheo fuese en tono amistoso. Alguien tiró budín de Navidad®, pero todo el mundo le echó un rapapolvo enseguida.

—¡Eso no es la Navidad! —gritamos todos al pasar—. ¡La Navidad es esto!

Mientras iba oscureciendo, la multitud se fue dispersando un poco, antes de que la policía pudiera reagruparse. Pasamos por el medio de un contingente en el que todos llevaban pañuelos rojos en la cabeza y nos unimos a sus cánticos: «Decora las paredes con ramas de acebo, tra la la la laaa, la la la la. Es la época de La internacional, tra la la la laaaa…».

—Aun así —dije—. Me da un poco de pena que no llegaras a la fiesta.

—Papá —dijo Annie, y me zarandeó—. Estas han sido las mejores Navidades. Las mejores. ¿Vale? Y ha sido muy bonito poder compartirlo contigo.

Me miró de reojo.

—¿Ya lo has adivinado? —me preguntó—. ¿El regalo?

Me miraba fijamente, con mucha seriedad, mucha vehemencia. Me emocionó muchísimo.

Pensé en todo lo que había ocurrido aquel día y en mis reacciones; en todo por lo que había pasado y visto, y de lo que había formado parte. Me di cuenta de lo diferente que me sentía ahora respecto a esa misma mañana. Fue una revelación asombrosa.

—Sí… —dije, vacilante—. Sí, creo que sí. Gracias, cariño.

—¿Sí? —dijo—. ¿Lo has adivinado? Mierda.

Me tendió un pequeño paquete envuelto. Era una corbata.

FIN

China Miéville - Noche de paz
  • Autor: China Miéville
  • Título: Noche de paz
  • Título Original: ‘Tis the Season
  • Publicado en: Socialist Review, diciembre de 2004
  • Traducción: Silvia Schettin Pérez

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: