Patricia Highsmith: Un reloj hace tictac en navidad

—¿Le sobra a usted un franco, madame?

Así fue como empezó. Michèle bajó la vista por encima de las cajas y bolsas de plástico que llevaba en brazos y miró al niño, que vestía una chaqueta de tweed muy holgada y una gorra del mismo paño que le caía sobre las orejas. Sus ojos eran grandes y negros y tenía una sonrisa atractiva.

—¡Sí! —se las compuso para darle los dos francos que aún tenía entre los dedos después de pagar el taxi.

Merci, madame!

—Y esto —dijo Michèle, recordando de pronto que momentos antes había metido un billete de diez francos en el bolsillo del abrigo.

El niño se quedó boquiabierto.

Oh, madame! Merci!

Una de las bolsas escurridizas había caído al suelo. El niño la recogió.

Michèle sonrió, cerró con un dedo el asa de la bolsa y apretó el botón de la puerta con un codo. La pesada puerta se abrió y Michèle sorteó el umbral elevado. Con un hombro empujó la puerta hasta cerrarla y cruzó el patio de su casa de pisos. Unos bambúes se alzaban como esbeltos centinelas a izquierda y derecha, y a ambos lados del sendero que llevaba al patio «E» crecían laureles y helechos. Charles estaría en casa, porque eran casi las seis. ¿Qué diría al ver tantos paquetes, al saber que había gastado más de tres mil francos? Bueno, Michèle había hecho la mayor parte de las compras de Navidad y uno de los regalos era para que Charles se lo diese a su familia —difícilmente podía quejarse de eso—, mientras que el resto era para el propio Charles y para los padres de Michèle, y sólo uno era para ella misma, un cinturón Hermes al que no había podido resistirse.

—¡Papá Noel! —dijo Charles al verla entrar—. ¿O es Mamá Noel?

Michèle había dejado caer los paquetes sobre el suelo del recibidor.

—¡Uf! ¡Sí, ha sido un buen día! Quiero decir que he hecho muchas cosas. ¡De veras!

—Eso parece. —Charles la ayudó a recoger las cajas y las bolsas.

Michèle se había quitado el abrigo y los zapatos. Tiraron los paquetes sobre la espaciosa cama de matrimonio de su dormitorio mientras Michèle hablaba sin parar. Le comunicó a Charles que había comprado un mantel blanco, muy bonito, para sus padres y le habló del niño que le había pedido un franco en la calle.

—¡Un franco! ¡Después de todo lo que he comprado hoy! Parecía un niño tan simpático, de unos diez años. Y su aspecto era tan pobre… su ropa. Me recordó los viejos cuentos de Navidad. ¿Sabes? Cuando alguien que tiene menos que los demás pide un poquitín. —Michèle sonreía ampliamente, llena de felicidad.

Charles asintió con la cabeza, la familia de Michèle era rica. Charles Clement había subido a fuerza de trabajar, desde aprendiz de albañil a los dieciséis años, hasta llegar a ser director de su propia compañía, la Athenas Construction, a los veintiocho. A los treinta había conocido a Michèle, la hija de uno de sus clientes, y se había casado con ella. A veces Charles se sentía deslumbrado por su éxito en el trabajo y en el matrimonio, porque adoraba a Michèle y ella era preciosa. Pero se dio cuenta de que le resultaba más fácil imaginarse a sí mismo como el niño que pedía un franco, cosa que él nunca hubiera hecho, que como hermano de Michèle, por ejemplo, que dispensaba largueza con su actitud especial, a la vez superior y bondadosa. No era la primera vez que veía aquella actitud en Michèle.

—¿Sólo un franco? —dijo finalmente Charles, sonriendo.

Michèle se echó a reír.

—No, le di un billete de diez francos. Lo llevaba suelto en el bolsillo… y, después de todo, estamos en Navidad.

Charles se rió entre dientes.

—Ese niño volverá.

Michèle se encontraba de pie ante su armario ropero, cuyas puertas de corredera acababa de abrir.

—¿Qué debería ponerme esta noche? ¿El vestido rojo claro, ese que te gusta, o… el amarillo? El amarillo es más nuevo.

Charles le rodeó la cintura con un brazo. La hilera de vestidos y blusas, de faldas largas, parecía un arco iris tangible: oro reluciente, azul aterciopelado, beige y verde, raso y seda. Entre todo aquello ni siquiera pudo ver el de color rojo claro, pero dijo:

—El rojo claro, sí. ¿Te parece bien?

—Naturalmente, querido.

Aquella noche cenarían en casa de unos amigos. Charles volvió a la sala de estar y siguió leyendo su periódico mientras Michèle se duchaba y se cambiaba de ropa. Charles iba en zapatillas: costumbre de viejo, pensó, aunque sólo tenía treinta y dos años. Fuera como fuese, era una costumbre que tenía desde la adolescencia, cuando vivía con sus padres en la zona de Clichy. La mitad de las veces volvía a casa con los zapatos y los calcetines mojados a causa del barro y el agua de alguna obra y las zapatillas de lana le resultaban cómodas. Aparte de las zapatillas, Charles iba vestido para la velada, con un traje azul oscuro, una camisa con gemelos y una corbata de seda con el nudo ya hecho pero sin ajustar aún al cuello de la camisa. Charles encendió su pipa —Michèle aún tardaría mucho— y pasó revista a su elegante sala de estar, pensando en la Navidad. La primera señal de ésta era la corona verde oscuro, de unos treinta centímetros de diámetro, que Michèle seguramente habría comprado aquella mañana y que estaba apoyada en el frutero de la mesa del comedor. Michèle la colocaría en el llamador de la puerta del piso. Charles lo sabía. El metal de la chimenea relucía como de costumbre, el atizador y las tenazas, bruñidos por Geneviève, su femme de ménage. Cuatro de los seis o siete óleos colgados en las paredes representaban a antepasados de Michèle, dos de ellos luciendo cuellos de encaje blancos. Charles se sirvió un poco de whisky Glynfiddigh y se lo tomó a palo seco. El mejor whisky del mundo, en su opinión. Sí, el destino se había portado bien con él. Tenía lujo y confort, adondequiera que mirase. Se quitó las zapatillas y se las llevó al dormitorio. Michèle seguía en el cuarto de baño, tarareando y maquillándose.

Dos días después Michèle volvió a encontrarse con el niño al que diera el billete de diez francos. Ya casi estaba ante la puerta de casa cuando le vio, toda vez que tenía la atención concentrada en el caniche blanco que acababa de comprar. Había despedido el taxi en la esquina y guiaba cuidadosamente al perrito a lo largo de la acera, con su nueva correa negra y dorada. El perrito no sabía en qué dirección ir, a menos que ella tirase de la correa. Daba vueltas en círculo, echaba a correr hacia donde no debía ir hasta que el collar lo detenía, entonces alzaba el morro sonriente hacia Michèle y la seguía al trote. Un hombre se detuvo para admirar el animal.

—Aún no tiene tres meses —dijo Michèle, contestando a la pregunta del hombre.

Fue entonces cuando se fijó en el niño. Llevaba la misma chaqueta de tweed con el cuello subido para protegerse del frío, y Michèle se dio cuenta de que era una chaqueta de hombre, demasiado grande, con los puños doblados hacia atrás y los botones ajustados para que ciñese mejor el cuerpo del niño.

B’jour, madame! —dijo el pequeño—. ¿Este perro es suyo?

—Sí, acabo de comprarlo.

—¿Cuánto le ha costado?

Michèle se rio.

El chico se sacó algo del bolsillo.

—He traído esto para usted.

Era un minúsculo ramito de acebo con bayas rojas. Al cogerlo con la mano libre, se percató de que era de plástico, que los frutos estaban doblados sobre sus tallos artificiales, que el envoltorio de oropel estaba aplastado.

—Gra-gracias —dijo Michèle, regocijada—. Ah, ¿y cuánto te debo por esto?

—¡Ni un céntimo, madame!

El niño mostraba un aire de orgullo y la estaba mirando directamente a los ojos, sonriendo. Le colgaban los mocos.

Michèle apretó el botón de la puerta de su casa.

—¿Quieres subir un minuto… a jugar con el perrito?

Oui, merci! —exclamó el pequeño, contento y sorprendido.

Michèle le guio por el sendero hasta el ascensor. Abrió la puerta del piso y soltó la correa del perrito. Luego sacó un pañuelo de papel del bolso y se lo dio al niño para que se sonase. El niño y el perrito se comportaban de la misma manera, pensó, mirando a su alrededor, dando vueltas en círculo, husmeando.

—¿Qué nombre le pondré al perrito? —preguntó Michèle—. ¿Se te ocurre alguno? ¿Cómo te llamas?

—Paul, madame —contestó el pequeño y volvió a mirar fijamente las paredes, el sofá grande.

—Vamos a la cocina. Te daré… una coca-cola.

El niño y el perrito la siguieron. Michèle puso una escudilla de agua en el suelo, para el perrito, y sacó una botella de coca-cola del frigorífico.

El pequeño bebió la coca-cola en un vaso mientras sus ojos recorrían la cocina blanca y espaciosa, unos ojos que hicieron pensar a Michèle en ventanas abiertas, o acaso en la lente de una cámara.

—¿Le da bistec hâché al perrito, madame? —preguntó el chico.

Con una cuchara, Michèle iba sacando carne picada del paquete de la carnicería y poniéndola en un platito.

—Oh, hoy, sí. Puede que siempre. Un poquito. Más adelante podrá comer de las latas —los ojos del pequeño estaban clavados en la carne que Michèle envolvía. Al verlo, Michèle dijo impulsivamente—: ¿Quieres un poco? ¿Una hamburguesa?

—¡Aunque sea cruda! Un poquito… sí —extendió una mano de uñas sucias y cogió lo que Michèle le ofrecía en una cuchara. Paul se metió la carne en la boca.

Michèle volvió a guardar el paquete de carne en el frigorífico y cerró la puerta con el codo. El hambre del muchacho la ponía nerviosa. Claro que, si era pobre, su familia no comería carne con frecuencia. No quiso preguntarle nada al respecto. Le resultó más fácil, al cabo de un momento, ofrecerle a Paul algunas galletas de una caja que estaba casi llena.

—¡Coge unas cuantas! —dijo, pasándole la caja.

Lentamente, pero sin parar, el chico se las comió todas, mientras él y Michèle contemplaban cómo el perrito pasaba la lengua por el plato hasta dejarlo bien limpio. Entonces Paul recogió el plato y lo llevó al fregadero.

—¿He hecho bien, madame?

Michèle asintió con la cabeza. Ella y Charles tenían lavavajillas y raramente lavaban los platos en el fregadero. El chico metió la caja vacía de galletas en el cubo de la basura, que era amarillo. El cubo estaba casi lleno y el niño preguntó si quería que se lo vaciase. Michèle meneó levemente la cabeza, asombrada, con la sensación de que un ángel navideño había entrado en su hogar: ¡El niño y el perrito blanco! ¡El niño tan hambriento y el perrito tan joven!

—Por aquí… pero no tienes por qué hacerlo.

El pequeño quería ser útil, de modo que Michèle le mostró la bolsa de plástico gris que había en la entrada de servicio y le dijo que vaciase el cubo en ella. Después volvieron a la sala de estar y jugaron con el perrito en la alfombra. Michèle había comprado una pelota de goma azul en la que había una campanita. Paul hacía rodar la pelota con cuidado, para que el perrito la persiguiese. Con mucha cortesía había rehusado quitarse la chaqueta o sentarse. Michèle observó que tenía agujereados los talones de ambos calcetines. Sus zapatos se encontraban en peor estado, rotos entre las suelas y la parte superior. Hasta las vueltas de los tejanos estaban rotas. ¿Cómo podía un niño protegerse del frío con tejanos en aquel tiempo?

—Gracias, madame —dijo Paul—. Ahora me voy.

—¡Aw-ruff! —dijo el perrito, pidiendo al niño que volviese a hacer rodar la pelota.

De pronto Michèle se sintió tan torpe como si se encontrara en compañía de un adulto procedente de un país y una cultura distintos.

—Gracias por tu visita, Paul. Y, por si no vuelvo a verte, te deseo unas felices Navidades.

Paul parecía igualmente incómodo, volvió el cuello y dijo:

—Lo mismo digo, madame. Felices Navidades. ¡Y a ti también! —añadió, dirigiéndose al perrito. Bruscamente dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

—Me gustaría hacerte un regalo, Paul —dijo Michèle, siguiéndole—. ¿Qué me dices de un par de zapatos? ¿Qué número gastas?

—¡Ja! —¿Se había ruborizado el pequeño?—. El treinta y dos. Puede que el treinta y tres, porque estoy creciendo, dice mi padre —levantó un pie de una manera cómica.

—¿Qué hace tu padre? —A Michèle le encantó hacerle una pregunta práctica.

—Es repartidor. Descarga botellas de camiones.

Michèle se imaginó a un tipo robusto descargando cajas de agua mineral, vino, cerveza, de un enorme camión y cargando en éste las cajas vacías. Veía hombres trabajando así en todo París, cada día, y puede que hasta hubiese visto al padre de Paul.

—¿Tienes hermanos?

—Un hermano. Dos hermanas.

—¿Y dónde vives?

—Oh… vivimos en un sótano.

Michèle no quiso preguntarle nada sobre el sótano, si era un semisótano o un sótano total, ni si su madre también trabajaba. La idea de hacerle un regalo, un par de zapatos, la animó.

—Vuelve mañana sobre las once y tendré un par de zapatos para ti.

Paul puso cara de incredulidad y movió nerviosamente las manos en el bolsillo de la chaqueta.

—Sí, de acuerdo. A las once.

El chico quería bajar solo en el ascensor, así que Michèle le dejó hacer.

Al día siguiente, a poco más de las once, Michèle paseaba por la acera cerca de su casa, con el perrito atado a su correa. La noche antes ella y Charles habían decidido llamarle Ezekiel, nombre que ya habían abreviado y ahora era Zeke. Súbitamente Michèle vio a Paul y a una figura más pequeña detrás de él.

—Mi hermana, Marie-Jeanne —dijo Paul, mirando a Michèle con sus grandes ojos negros; luego miró a su hermana y le empujó la mano hacia Michèle. Michèle cogió la manita y se saludaron. La hermana era una versión más pequeña de Paul, con cabello negro y más largo. Los zapatos. Michèle había comprado dos pares para Paul. Les dijo a los dos niños que subieran con ella. El ascensor otra vez, la puerta del piso abriéndose y la misma expresión maravillada en los ojos de la hermanita.

—Pruébatelos, Paul. Los dos pares —dijo Michèle.

Paul se sentó en el suelo y se probó los zapatos, excitado y feliz.

—¡Todos me van bien! ¡Los dos pares! —en plan de broma se puso el zapato derecho de un par y el izquierdo del otro.

Marie-Jeanne mostraba más interés por el piso que por los zapatos.

Michèle fue a buscar coca-cola. Pensó que bastaría con una botella para cada uno. Los dos niños le enternecían el corazón, pero temía pasarse, perder el control de la situación. Cuando volvió con los refrescos, Zeke empezaba a mordisquear uno de los zapatos nuevos y Paul se reía. La hermanita se apresuró a poner el zapato a salvo. Un poco de coca-cola fue a parar a la alfombra; Michèle fue a buscar una esponja y Paul frotó las manchas, después enjuagó la esponja.

Luego, de repente, los dos niños se marcharon, cada uno con una caja de zapatos bajo el brazo.

Aquella noche Charles no pudo encontrar su abrecartas. Lo dejaba siempre sobre su escritorio, en una habitación que daba a la sala de estar y que hacía las veces de biblioteca y de despacho. Preguntó a Michèle si lo había cogido ella.

—No. ¿No habrá caído al suelo?

—Ya he mirado —dijo Charles.

Pero los dos miraron de nuevo. El abrecartas era de plata, igual que una daga lisa con la empuñadura en forma de serpiente enroscada.

—Ya lo encontrará Geneviève en alguna parte —dijo Michèle, pero en el mismo instante empezó a sospechar de Paul… o incluso de su hermana. Sintió un estremecimiento, una especie de vergüenza propia, como si ella fuera la responsable del robo, el cual era sólo una posibilidad, no un hecho comprobado. Pero Michèle se sintió culpable al mirar la cara ligeramente preocupada de su marido. Charles estaba abriendo una carta con la uña del pulgar.

—¿Qué has hecho hoy, querida? —preguntó Charles, volviendo a sonreír y guardando la carta en una carpeta.

Michèle le contó que había discutido con los de la telefónica a causa del último recibo y que se había salido con la suya. Lo había hecho por indicación de Charles, que no veía clara una conferencia que constaba en el recibo. Luego había ido a la peluquería, pero sólo una hora, y había sacado a Zeke tres veces. Añadió que le parecía que el perrito estaba aprendiendo deprisa. No le dijo a Charles que había comprado dos pares de zapatos para el niño que se llamaba Paul; ni le habló de la visita de Paul y su hermana.

—Y he colgado la corona en la puerta —dijo Michèle—. No me he matado trabajando, lo sé, pero ¿no te has fijado?

—Claro que sí. ¿Cómo iba a pasárseme por alto? —la abrazó y le besó la mejilla—. Muy bonita, querida, la corona.

Era sábado. El domingo Charles trabajó unas cuantas horas en su oficina, a solas, como hacía con frecuencia. Michèle compró un arbolito de Navidad con una base en forma de «X» y se pasó parte de la tarde decorándolo. Finalmente lo había colocado sobre la mesa del comedor, en lugar de en el suelo, porque el perrito no quería dejar de jugar con los adornos. Michèle no esperaba con ilusión la obligatoria visita a los padres de Charles —que nunca tenían un arbolito, e incluso Charles opinaba que los arbolitos de Navidad eran una tontería importada de Inglaterra— el lunes, Nochebuena, a las cinco de la tarde. Los padres de Charles vivían en una vieja casa de pisos, sin ascensor, en el 18.º arrondissement. Intercambiarían regalos y beberían vino tinto caliente, que siempre hacía que Michèle se sintiese mareada. El resto de la velada sería más alegre en casa de los padres de Michèle, en Neuilly. A medianoche harían una cena fría, con champán, y verían en la televisión, en color, cómo la Navidad empezaba en todo el mundo. Le contó todo esto a Zeke.

—¡Tu primera Navidad, Zeke! ¡Y te daremos… un muslo de pavo!

El perrito pareció entender lo que decía Michèle y empezó a correr por la sala de estar con la lengua fuera y una expresión pícara en sus ojos negros. ¿Y Paul y Marie-Jeanne? ¿Estarían sonriendo en aquel momento? Paul quizá sí, con sus dos pares de zapatos. Y tal vez tendría tiempo de comprarle una blusa o una falda a Marie-Jeanne, un pastel para el otro hermano y la otra hermana, antes del día de Navidad. Podría comprar todo aquello el lunes y quizá vería a Paul y podría darle los regalos. La Navidad significaba dar, compartir, comunicarse con amigos y vecinos e incluso con desconocidos. Con Paul, ya había empezado a hacerlo.

—¡Uuuaaauuu! —dijo el perrito, acurrucándose.

—¡Un momento, Zeke, querido! —Mi… chéle corrió a coger la correa.

Se echó encima un chaquetón de pieles y salió con Zeke.

El perrito se dirigió inmediatamente al arroyo y Michèle le dedicó una palabra de alabanza. La mantequería de la acera de enfrente estaba abierta; así que compró una caja de caramelos —una bonita caja de hojalata que le costó más de cien francos— porque la cinta roja que había en ella le había llamado la atención.

Madame… bonjour!

Una vez más, al bajar los ojos, Michèle vio la cara de Paul vuelta hacia ella. Tenía la nariz brillante y enrojecida a causa del frío.

—¡Felices Navidades otra vez, madame! —dijo Paul, con una sonrisa, golpeando el suelo con los pies. Llevaba uno de los dos pares de zapatos nuevos, el de color marrón, y tenía las manos hundidas en los bolsillos.

—¿Te apetece una taza de chocolate caliente? —preguntó Michèle. A pocos metros de donde estaban había un «bar-tabac».

Non, merci —Paul torció el cuello tímidamente.

—¡O un plato de sopa! —dijo Michele, súbitamente inspirada—. ¡Sube a casa conmigo!

—Mi hermana está conmigo. —Paul se volvió rápidamente, rígido de frío, y en aquel momento Marie-Jeanne salió apresuradamente del «bar-tabac».

Ah, bonjour, madame! —Marie-Jeanne sonreía; llevaba una cesta azul, de las que se usan para la compra, que parecía vacía, pero la abrió para enseñarle el contenido a su hermano—. Dos paquetes. ¿Era eso?… Son cigarrillos para mi padre —dijo a Michèle.

—¿Os gustaría subir un momento a ver mi arbolito de Navidad? —La hospitalidad de Michèle seguía tan fuerte como antes. ¿Qué había de malo en darles un poco de sopa y unos caramelos a los dos pequeños?

Subieron con ella. En el piso, Michèle puso la radio y sintonizó con Londres; daban un programa de villancicos. ¡Lo más indicado! Marie-Jeanne se sentó en cuclillas delante del árbol de Navidad y le dijo algo a su hermano sobre los paquetes colocados al pie del árbol, los adornos, los regalitos colgados en las ramas. Michèle estaba calentando una lata de puré de guisantes tras añadirle una cantidad igual de leche. ¡Un alimento bueno, nutritivo! El coro de niños ingleses entonó un villancico francés y los tres unieron sus voces:

Il est ne’ le divin enfant
Chantez hautbois, résonnez musettes

Luego, como la vez anterior, los pequeños se marcharon súbitamente —sus risas y cháchara—, Zeke ladró como ordenándoles que volviesen y Michèle se quedó con las escudillas vacías y los papeles de los bombones. Obedeciendo un impulso, Michèle les había dado la bonita caja de caramelos para que la llevasen a casa. Y Charles llegaría dentro de unos minutos. Michèle había puesto en orden la cocina y entraba en la sala de estar cuando oyó la puerta del ascensor y los pasos de Charles en el rellano y en aquel mismo momento reparó en un hueco en la repisa de la chimenea. ¡El reloj! ¡El reloj de oro molido de Charles! No era posible que no estuviese allí. Pero había desaparecido.

Oyó la llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Michèle cogió una caja —envuelta en papel amarillo, zapatillas para Charles— y la puso en el sitio del reloj.

—¡Hola, querida! —dijo Charles, besándola.

Charles quería una taza de té: la temperatura iba en descenso y casi había pillado un resfriado mientras esperaba un taxi para ir a casa. Michèle preparó té para los dos y procuró sentarse de tal modo que Charles tuviera que estar de espaldas a la chimenea, pero no lo logró, pues Charles se sentó en otro sillón.

—¿Qué hace ese regalo ahí? —preguntó Charles, refiriéndose al paquete amarillo.

Charles tenía buen ojo para el orden. Sonriendo, todavía de buen humor, dejó su primera taza de té y se acercó a la repisa de la chimenea. Cogió el paquete, se volvió hacia el árbol de Navidad, luego miró de nuevo la repisa.

—¿Y dónde está el reloj? ¿Tú lo has quitado de aquí?

Michèle apretó los dientes, anhelando mentir, decir que sí, que ella había puesto el reloj en un armario para que en la repisa quedara espacio para los adornos de Navidad, pero ¿hubiera tenido sentido esa explicación?

—No, yo…

—¿Le pasa algo al reloj? —la cara de Charles se había puesto seria, como si estuviera preguntando por la salud de un familiar al que quisiera.

—No sé dónde está —confesó Michèle.

Charles frunció el ceño y su cuerpo se tensó. Dejó el paquete ligero sobre la mesa donde estaba el árbol.

—¿Has vuelto a ver a aquel niño?… ¿Le has invitado a subir?

—Sí, Charles. Sí… Ya sé que…

—Y puede que hoy sea la segunda vez que sube, ¿no?

Michèle movió la cabeza afirmativamente.

—Sí.

—¡Por el amor de Dios, Michèle! Sabes muy bien que así fue cómo desapareció el abrecartas, ¿no? ¡Pero el reloj! ¡Dios mío, el reloj es mucho más importante! ¿Dónde vive ese chiquillo?

—No lo sé.

Charles hizo un movimiento hacia el teléfono y se detuvo.

—¿Cuándo ha estado aquí? ¿Esta tarde?

—Sí, aún no hace una hora. Charles, ¡lo siento de veras!

—No puede vivir muy lejos de aquí. ¿Cómo habrá podido hacerlo estando tú presente?

—También ha venido su hermana. —Michèle había acompañado a la niña al lavabo.

Por supuesto, el niño habría cogido el reloj entonces y lo había metido en la cesta de la compra.

Charles se hizo cargo y movió la cabeza con gesto apesadumbrado.

—Bueno, si lo empeñan, pasarán unas buenas Navidades, y apuesto que pasarán días antes de que volvamos a verles… si es que volvemos a verles el pelo. ¿Cómo has podido traer a semejantes ladrones a casa?

Michèle titubeó, trastornada por la cólera de Charles. Era una cólera dirigida contra ella.

—Tenían frío y hambre… y son pobres —miró los ojos de su marido.

—Igual que mi padre —dijo Charles, hablando despacio— cuando adquirió ese reloj.

Michèle lo sabía. El reloj de oro molido había sido el orgullo y la alegría de la familia Clement desde que Charles tenía unos doce años de edad. El reloj había sido el único objeto bonito en su casa de familia trabajadora. Había llamado la atención de Michèle durante su primera visita a los Clement, puesto que el resto del mobiliario era horrible, style rustique, todo barniz y formica. Y el padre Charles les había dado el reloj como regalo de boda.

—¡Los muy cerdos! —musitó Charles, chupando un cigarrillo y con los ojos clavados en el hueco de la repisa—. Quizá es que no conoces a esta clase de gente, mi querida Michèle. Pero yo sí la conozco. Porque me crie con ella.

—¡Entonces podrías ser más comprensivo! Si no conseguimos recuperar el reloj, Charles, compraré otro, lo más parecido posible. Recuerdo exactamente cómo era ese reloj.

Charles meneó la cabeza, cerró los ojos y se volvió.

Michèle salió de la sala, llevándose el té consigo. Era la primera vez que veía a Charles al borde de las lágrimas.

Charles no quería asistir a la cena a la que estaban invitados aquella noche. Sugirió que Michèle fuese sola e inventase alguna excusa por su ausencia, y al principio ella dijo que también se quedaría en casa, luego cambió de parecer y se vistió.

—No sé qué tiene de malo mi idea, la de comprar otro reloj —dijo Michèle—. No acierto a ver…

—Quizá nunca lo verás —dijo Charles.

Michèle conocía a Bernard e Yvonne Petit desde hacía mucho tiempo. Ambos ya eran amigos suyos antes de que se casara con Charles. Michèle sentía grandes deseos de contarle a Yvonne lo ocurrido con el reloj, pero no era una historia que pudiera contarse durante una cena con ocho invitados, y cuando llegó la hora del café ya había decidido que lo mejor era no hablar para nada del asunto. Charles estaba muy disgustado y la falta era suya, de Michèle. Pero Yvonne, cuando Michèle se estaba despidiendo, le preguntó si algo la preocupaba, y Michèle se sintió aliviada al contestar que sí. Ella e Yvonne entraron en la biblioteca, que se parecía mucho a la del piso de Michèle, y ésta le contó rápidamente lo sucedido.

—¡Pero si precisamente tenemos aquí el reloj que necesitas! —exclamó Yvonne—. A Bernard ni siquiera le gusta mucho. ¡Ja! Es terrible decir algo así, ¿verdad? Pero el reloj está aquí mismo, querida Michèle. ¡Mira! —Yvonne apartó unas cuantas tarjetas de invitación, para que el reloj de la repisa fuera más visible; manecillas negras, la esfera coronada por una tiara de adornos dorados.

Efectivamente, el reloj se parecía mucho al que había sido robado. Mientras Michèle titubeaba, Yvonne fue a buscar papel de periódico y una bolsa de plástico en la cocina y envolvió bien el reloj. Luego instó a Michèle a cogerlo.

—¡Un regalo de Navidad!

—Pero es que se trata de una cuestión de principios. Conozco a Charles. Y tú también, Yvonne. Si el reloj robado fuera de mi familia, si yo lo hubiese visto toda mi vida, incluso, sé que no me importaría tanto.

—Lo sé, lo sé.

—Es el hecho de que esos chiquillos son pobres… y de que es Navidad. Yo les invité a subir, primero Paul, él solo. El ver cómo se les iluminaba el rostro me resultó tan maravilloso. Se mostraron tan agradecidos por un poco de sopa. Paul me dijo que vivían en un sótano de no sé dónde.

Yvonne la escuchaba, aunque era la segunda vez que Michèle le contaba todo aquello.

—Tú limítate a poner este reloj donde estaba el otro… y espera que todo vaya bien —dijo Yvonne con una sonrisa confiada.

Michèle cogió un taxi y, cuando llegó a casa, Charles estaba en la cama, leyendo. Michèle desenvolvió el reloj en la cocina y lo colocó en la repisa. ¡Era asombroso el parecido con el otro reloj! Charles, desde detrás del periódico, dijo que había sacado a Zeke a dar un paseo media hora antes. Fue lo único que dijo y Michèle no intentó darle conversación.

Al día siguiente, víspera de Navidad, Charles vio el reloj en la repisa al entrar en la sala de estar procedente de la cocina, donde él y Michèle acababan de desayunar. Charles se volvió hacia Michèle con una expresión de asombro en los ojos.

—De acuerdo, Michèle. Ya basta.

—Me lo dio Yvonne. Nos lo dio. Pensé… sólo porque es Navidad… —¿Qué había pensado? ¿Cómo se había propuesto terminar aquella frase?

—No me entiendes —dijo Charles con firmeza—. Anoche le hice a la policía una descripción del reloj. Fui al cuartelillo, ¡y pienso recuperar mi reloj! También les hablé del chico de «unos diez años» y de su hermana y les dije que vivían en alguna parte del barrio, en un sótano.

Charles hablaba como si hubiese declarado la guerra a un enemigo formidable. Para Michèle aquello era absurdo. Luego, mientras Charles hablaba con furia mal reprimida sobre la falta de honradez, sobre hacer caridad a los irresponsables, a aquellos que no se la merecían, que ni siquiera habían tratado de merecérsela, sobre la falta de respeto por la propiedad privada, Michèle empezó a comprender. Charles tenía la sensación de que habían invadido su castillo, de que su propia esposa le había franqueado la puerta al enemigo… y que ella estaba del lado de éste. Charles hubiese podido preguntarle si era comunista, pero no lo hizo. Michèle no se consideraba comunista, nunca se había tenido por tal.

—Opino sencillamente que los ricos deberían compartir lo que tienen —dijo, interrumpiendo a Charles.

—¿Desde cuándo somos ricos? ¿Verdaderamente ricos, quiero decir? —repuso Charles—. Bueno, ya lo sé. Tu familia… ellos sí que son ricos y tú estás acostumbrada a ello. Tú lo heredaste. Eso no es culpa tuya.

¿Por qué diantres iba a ser culpa suya?, se preguntó Michèle y empezó a tener la sensación de que pisaba terreno más firme. A menudo había leído, en libros y periódicos, que la riqueza tenía que compartirse en este siglo, de lo contrario…

—Bueno… y en lo que se refiere a esos chiquillos, volvería a hacer lo mismo —dijo Michèle.

Las mejillas de Charles temblaron de exasperación.

—¡Nos han insultado! ¡Ha sido un robo!

Michèle notó calor en el rostro. Salió de la sala, tan furiosa como Charles. Pero Michèle opinaba que tenía algo de razón. Mejor dicho, que tenía toda la razón. Necesitaba expresarlo con palabras, poner en orden sus argumentos. El corazón le latía rápidamente. Miró de reojo la puerta del dormitorio, esperando ver la figura de Charles, esperando oír su voz pidiéndole que volviera. Pero no fue así.

Charles se fue a trabajar con media hora de retraso y dijo que probablemente no volvería hasta después de las tres y media. Tenían que ir a casa de los padres de Charles entre las cuatro y las cinco. Michèle telefoneó a Yvonne y en el transcurso de la conversación los pensamientos de Michèle se hicieron más claros y dejó de llorar.

—Pienso que la actitud de Charles es equivocada —dijo Michèle.

—Pero a un hombre no debes decirle eso, querida. Ten cuidado.

Aquella tarde a las cuatro Michèle, con mucho tacto, empezó a hablar con Charles. Le preguntó si le gustaba el envoltorio del regalo para su madre. El paquete contenía el mantel blanco que ya había enseñado a Charles.

—No voy a ir. No puedo ir —dijo Charles y, desoyendo las protestas de Michèle, agregó—: ¿Crees que puedo presentarme ante mis padres… reconocer ante ellos que el reloj ha sido robado?

Michèle se preguntó por qué tenía que mencionar el reloj, a menos que quisiera estropear la Navidad. Sabía que era inútil tratar de persuadirle para que fuera con ella, de modo que lo dejó correr.

—Yo sí iré… y les llevaré sus regalos.

Y así lo hizo, dejando a Charles en casa, malhumorado, esperando una posible llamada telefónica de la policía, según dijo.

Michèle había salido cargada con los regalos de los padres de Charles y con los regalos para sus propios padres. Charles le había dicho que aparecería por el piso de los padres de Michèle en Neuilly sobre las ocho de la tarde. Pero no se presentó. Sus padres le sugirieron que llamara por teléfono a Charles: a lo mejor se había quedado dormido o estaba trabajando y había perdido la noción del tiempo, pero Michèle no le telefoneó. Todo era alegre y hermoso en casa de sus padres… su árbol de Navidad, los cubos con el champán, los regalos, uno de ellos era un paraguas de viaje en un estuche de cuero. Charles y el asunto del reloj se cernían como una sombra fea y negra sobre el dorado resplandor de la sala de estar de sus padres, y Michèle volvió a contar desordenadamente lo ocurrido.

Su padre soltó una risita.

—Ya me acuerdo de aquel reloj… creo. No tiene nada de extraordinario. Después de todo, no lo hizo Cellini.

—Sin embargo, se trata del sentimiento, Édouard —dijo la madre de Michèle—. Lástima que haya ocurrido precisamente en Navidad. Y ha sido un descuido por parte tuya, Michèle. Pero… tengo que mostrarme de acuerdo contigo, sí, no eran más que pilluelos de la calle y cedieron a la tentación.

Michèle se sintió más reforzada.

—Esto no es el fin del mundo —dijo su padre, sirviendo más champán.

Al día siguiente, Navidad, Michèle recordó las palabras de su padre; y lo mismo el día después de Navidad. No era el fin del mundo, pero sí el fin de algo. La policía no había encontrado el reloj, pero Charles creía que lo encontrarían. Les había hablado con cierta energía, aseguró a Michèle, y les había proporcionado un dibujo en color del reloj que él mismo había hecho a los catorce años.

—Naturalmente, los ladrones no lo empeñarían tan pronto —le dijo Charles a Michèle—, pero tampoco lo arrojarán al Sena. Antes o después tratarán de obtener dinero a cambio del reloj, y entonces les echaremos el guante.

—Francamente, tu actitud me parece poco cristiana, incluso cruel —dijo Michèle.

—Y a mí la tuya me parece… estúpida.

No era el fin del mundo, pero sí fue el fin de su matrimonio. Ninguna palabra que Charles dijera después, ningún abrazo, si lo había, podría compensar a Michèle por aquel comentario de su esposo. Y, además, había algo igualmente importante. Michèle advirtió en Charles una profunda antipatía, una verdadera aversión hacia ella. ¿Y ella por él? ¿No sentía algo parecido? Charles había perdido algo que Michèle consideraba humano… si es que lo había tenido alguna vez. Con sus orígenes más pobres, menos privilegiados, Charles debería haber tenido más compasión que ella, pensó Michèle. ¿Qué estaba mal? ¿Y qué estaba bien? Michèle se sentía confusa, como le ocurría algunas veces cuando trataba de reflexionar sobre las frases de los villancicos, o sobre algunos poemas, que podían interpretarse de dos maneras, y, pese a todo, el corazón o el sentimiento siempre parecía buscar y encontrar un sendero propio, como había hecho el suyo, ¿y acaso eso no estaba bien? ¿No estaba bien perdonar, especialmente en aquella época del año?

Los amigos, los padres de ambos aconsejaron paciencia. Debían separarse durante una o dos semanas. La Navidad siempre ponía nerviosas a las personas. Michèle podía instalarse en el piso de Yvonne y Bernard, y así lo hizo. Luego ella y Charles podrían hablar otra vez, y así lo hicieron. Pero nada cambió realmente, nada en absoluto.

Michèle y Charles se divorciaron al cabo de cuatro meses. Y la policía nunca llegó a encontrar el reloj.

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Ficha bibliográfica

Autor: Patricia Highsmith
Título: Un reloj hace tictac en navidad
Título original: A Clock Ticks at Christmas
Publicado en: Mermaids on the Golf Course, 1985
Traducción: Jordi Beltrán Ferrer

[Relato completo]

Patricia Highsmith