Sinopsis: «Mercurio» (Mercury) es un cuento de D. H. Lawrence, publicado en The Atlantic Monthly en febrero de 1927. En un sofocante domingo de verano, multitudes ascienden a la colina de Mercurio buscando escapar del calor que oprime los valles. En la cima, en medio del bosque de pinos, el tiempo parece detenerse: nadie tiene prisa ni propósito. Pero, a medida que el día avanza, el calor se espesa y una tensión silenciosa se adueña del ambiente, como si la naturaleza misma aguardara un acontecimiento inminente.

Mercurio
D. H. Lawrence
(Cuento completo)
Era domingo, y hacía mucho calor. La gente de fiesta se dirigía en tropel a la colina de Mercurio, para elevarse unos seiscientos metros por encima de la neblina ardiente de los valles. El verano había sido muy lluvioso, y el súbito calor cubría la tierra de vapor caliente.
Cada ascenso del funicular iba repleto. Se arrastraba por la empinada pendiente que, hacia la cima, parecía casi perpendicular, con el hilo de acero de los raíles colgando sobre el abismo de pinos como una cuerda de hierro contra un muro. Las mujeres contenían el aliento y no miraban. O miraban hacia atrás, hacia las hundidas llanuras del río, humeantes y difusas, extendiéndose lejos, hasta la frontera.
Al llegar arriba, no había nada que hacer. La colina era un cono cubierto de pinos; senderos que se enroscaban entre los altos troncos, y uno podía caminar alrededor y tener vislumbres del mundo entero: la llanura fluvial, lejana y difusa, con el apagado resplandor del gran cauce al oeste; al sur, las colinas negras, boscosas, de aire ágil, con claros verde esmeralda y alguna que otra casita blanca; al este, el valle interior, con dos pueblos, chimeneas fabriles, campanarios puntiagudos y, más allá, otras colinas; y al norte, las empinadas laderas del bosque, con riscos rojizos y ruinas de castillos del mismo tono. El sol ardía en lo alto, y todo estaba envuelto en vapor.
En la misma cumbre había una torre de vigilancia; un restaurante alargado con su cervecería al aire libre, las mesitas amarillas desplegando sus discos bajo los castaños de Indias; y un pequeño jardín rocoso en la ladera. Pero, a pocos metros, recomenzaba la espesura salvaje de los árboles.
La muchedumbre dominguera llegaba en oleadas por el funicular. En oleadas fluían por la cervecería al aire libre. Pocos se sentaban a beber: nadie gastaba dinero. Algunos pagaban por subir a la torre de observación, para contemplar desde ella un mundo de vapores, colinas negras, ágiles y agazapadas, y ciudades medio asadas. Luego todos se dispersaban por los senderos, para sentarse entre los árboles, en el aire fresco.
No soplaba ni un hálito de viento. Tendido, mirando hacia arriba al hirsuto y bárbaro mundo intermedio de los pinos, era difícil decidir si los altos troncos puros sostenían sobre sí la espesura de tinieblas, o si descendían de ella como cuerdas tensadas hacia abajo. En todo caso, entre el mundo de las copas y el mundo terrestre se tendían las maravillosas cuerdas limpias de innumerables troncos orgullosos, límpidos como la lluvia. Y al observarlos, se veía que el mundo superior se movía levemente, muy levemente, oscilando en un movimiento circular, aunque los troncos más bajos permanecían inmóviles, monolíticos.
No había nada que hacer. En todo el mundo no había nada que hacer ni por hacer. ¿Por qué habíamos subido todos a la cima del Merkur? No tenemos nada que hacer.
¿Qué importa? Hemos dado un paso más allá del mundo. Que allá abajo hierva su realidad a medio cocer. En la colina de Mercurio no prestamos atención. Ni siquiera nos tomamos la molestia de vagar recogiendo los gruesos arándanos azules y agrios. Simplemente nos quedamos tendidos y miramos los troncos, puros como la lluvia, como cuerdas musicales entre dos mundos.
Pasan las horas: la gente deambula, desaparece y reaparece. Todo está quieto bajo el calor. Rara vez la humanidad hace ruido. Vamos por una bebida; unos jilgueros corretean entre la poca gente y las mesas; todos se miran unos a otros, pero con mirada distante.
No hay nada que hacer salvo volver a tenderse bajo los pinos. Nada que hacer. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué hacer nada? El deseo de hacer cualquier cosa ha desaparecido. Los troncos de los árboles, vivos como la lluvia, ya son suficientemente activos.
Al pie de la vieja torre inútil hay una losa con un Mercurio muy deteriorado en altorrelieve. También hay un altar, o piedra votiva. Ambas cosas son de tiempos romanos. Se supone que los romanos adoraban a Mercurio en esa cumbre. El dios maltrecho, con su cabeza redonda como el sol, parece de ojos hundidos e inexpresivos en la arenisca rojo púrpura de la región. Y ya nadie arroja granos de ofrenda en el cuenco de la piedra votiva, también de la misma arenisca local, rojiza y poco romana.
La gente del domingo ni siquiera mira. ¿Para qué? Siguen caminando entre los pinos. Muchos se sientan en los bancos; otros se recuestan en las tumbonas. Hace mucho calor por la tarde, y un gran silencio.
Hasta que parece oírse un leve silbido en las copas de los pinos, y, del estado de semiconsciencia universal de la tarde, se levanta un desasosiego erizado. La muchedumbre se agita, mirando al cielo. Y, en efecto, en el lado occidental se alza una vasta negrura plana, rizada por mechones blancos y plumas sueltas como de pecho de ave. Su aspecto es siniestro, como sólo los elementos pueden serlo. Bajo el extraño silbido de las copas se oye un murmullo contenido y las voces temerosas de la gente.
Quieren bajar; la multitud quiere descender de la colina de Mercurio antes de que llegue la tormenta. ¡Salir de la colina a toda costa! Se precipitan hacia el funicular mientras el cielo se ennegrece con increíble rapidez. Y, cuando la multitud se apiña junto a la pequeña estación, el primer relámpago estalla, seguido de inmediato por un trueno y una oscuridad densa. En un solo movimiento instintivo, la muchedumbre busca refugio bajo la profunda veranda del restaurante, apretujándose en silencio entre las mesas. No hay lluvia, ni viento definido, sólo un frío repentino que los hace juntarse más.
Se estrechan unos contra otros en la oscuridad y la espera. La muchedumbre se ha vuelto curiosamente unida, como si se hubiese fundido en un solo cuerpo. Cuando una ráfaga helada se cuela bajo la veranda, las voces murmuran lastimeras, como pájaros bajo las hojas; los cuerpos se aprietan aún más, buscando amparo en el contacto.
La penumbra, negra como la noche, parece durar mucho. Luego, de pronto, el relámpago danza blanco sobre el suelo, danza, hace temblar la tierra, una y otra vez, e ilumina las blancas zancadas de un hombre: sólo hasta las caderas, blanco, desnudo, avanzando con fuego en los talones. Parece tener prisa, ese hombre ígneo cuya mitad superior es invisible, y en sus talones desnudos revolotean llamitas blancas. Sus muslos planos y poderosos, sus piernas, blancas como el fuego, avanzan velozmente por el claro, delante de la veranda, arrastrando las pequeñas llamas a su paso. Se dirige, ligero, hacia algún lugar.
La aparición se desvanece con el gran estampido del trueno. La tierra se estremece y la casa salta en plena oscuridad. Un débil gemido de terror se escapa de la muchedumbre, mientras el aire helado se arremolina. Pero no hay lluvia aún, no llega el alivio: sólo una larga espera.
Brillante y cegador, el relámpago vuelve a caer; del bosque llega un sordo estallido, mientras las mesitas y los troncos quedan expuestos, por un segundo antinatural. Luego, el golpe del trueno, bajo el cual la casa y la multitud se tambalean como ante una explosión. La tormenta descarga directamente sobre el Merkur. Del bosque llega el crujido retardado de ramas que se desgarran.
Otra vez el relámpago blanco sobre el suelo: nada se mueve. Luego el largo y repiqueteante redoble del trueno en la oscuridad. La multitud jadea de miedo; otro relámpago hiende el aire, y otra vez algo parece estallar en el bosque, cuando el trueno revienta.
Al fin, en la inmovilidad de la tormenta, irrumpe el viento, con el vuelo abrasador de fragmentos de hielo, y el rugido súbito de los pinos, semejante al del mar. La multitud se encoge y retrocede, mientras los trozos de hielo le golpean el rostro como si ardieran. El estruendo de los árboles es tan inmenso que parece otro tipo de silencio. Y, a través de él, se oye el crujir y partir de la madera cuando el huracán se concentra sobre la colina.
Cae el granizo con un rugido que ahoga todo otro sonido, aporreando con violencia el suelo, los tejados, los árboles. Y, mientras la multitud se precipita irresistiblemente hacia el interior del edificio, huyendo del embate de esa cascada de hielo, aún se oye, en la ronquera sombría, el tintinear y crujir de cosas que se rompen.
Tras una eternidad de miedo, todo cesa de repente. Fuera hay un débil resplandor amarillo sobre la nieve y los interminables restos de ramillas y objetos rotos. Hace mucho frío, la atmósfera es de hielo, de pleno invierno. El bosque parece desvaído sobre la tierra blanca, donde las bolas de granizo, de casi quince centímetros de espesor, yacen en millares, entremezcladas con lo que han destrozado.
—¡Sí, sí! —dicen los hombres, recobrando valor cuando la luz amarilla vuelve al aire—. ¡Ahora podemos irnos!
Los primeros valientes salen, recogen las grandes piedras de granizo, señalan las mesas volcadas. Algunos, sin embargo, no se detienen. Se apresuran a la estación del funicular para ver si el aparato sigue funcionando.
La estación está en el lado norte de la colina. Los hombres regresan diciendo que no hay nadie allí. La multitud empieza a salir sobre la blancura húmeda y crujiente del granizo, se dispersa, curiosa, esperando a los encargados del funicular.
En el lado sur de la torre de observación, dos cuerpos yacen sobre el granizo frío que empieza a derretirse. El azul oscuro de los uniformes se ve ennegrecido. Ambos hombres están muertos. Pero el rayo ha arrancado por completo la ropa de las piernas de uno de ellos, de modo que yace desnudo desde las caderas. Está con la cabeza ladeada sobre la nieve, y dos chorros de sangre corren de su nariz hasta su gran bigote rubio y militar. Yace junto a la piedra votiva de Mercurio. Su compañero, un joven, yace boca abajo, a pocos metros.
El sol empieza a salir. La multitud contempla, espantada, los cuerpos de los dos hombres, sin atreverse a tocarlos. ¿Por qué habrían subido, los difuntos empleados del funicular, hasta ese lado de la colina?
El funicular no funciona. Algo le ocurrió durante la tormenta. La multitud empieza a serpentear cuesta abajo, por la ladera desnuda, sobre el hielo resbaladizo. Por todas partes la tierra está erizada de ramas y ramillas de pino rotas. Pero los arbustos y los árboles de hoja ancha han quedado absolutamente desnudos, como por un milagro. La tierra baja está despojada y sin hojas, como en invierno.
—¡Un auténtico invierno! —murmura la gente mientras desciende apresurada y temerosa por la empinada pendiente, deslizándose entre las ramas caídas.
Entretanto, el sol vuelve a hervir el aire con su calor.
FIN

