Sinopsis: «La casa de la pesadilla» (The House of the Nightmare) es un cuento de Edward Lucas White, publicado en septiembre de 1906 en Smith’s Magazine. Un viajero solitario, tras sufrir un accidente en una remota zona rural, se ve obligado a pasar la noche en una vieja y aislada casa de piedra. El sombrío lugar le es ofrecido como refugio por un extraño muchacho de aspecto rudo y comportamiento inquietante. A medida que cae la noche, el viajero comienza a percibir señales de una presencia invisible, mientras el ambiente se vuelve cada vez más opresivo y se llena de oscuros presagios.

La casa de la pesadilla
Edward Lucas White
(Cuento completo)
Vi por primera vez la casa desde la cima de la montaña cuando dejé atrás el bosque y eché la mirada al otro lado de los cientos de metros de ancho valle que se extendía a mis pies, en dirección al sol ya bajo que se sumergía tras las lejanas colinas azules. Desde ese punto de vista pasajero tuve una marcada sensación de estar mirando hacia abajo desde un corte vertical. Me parecía estar colgando sobre un damero de carreteras y campos, salpicados con granjas, y sentí la familiar y falsa sensación de poder lanzar una piedra sobre la casa. Apenas divisaba aún su tejado de pizarra.
Lo que atrapó mi mirada fue el tramo de carretera delante de esta, entre el bosquecillo de árboles verde oscuro alrededor de la casa y el huerto que había delante. Sin duda era una línea perfectamente recta, bordeada por una recta hilera de árboles, a través de la cual pude entrever un sendero de escoria y un muro bajo de piedra.
Destacada en un lado del huerto y entre dos árboles había una masa blanca que me pareció una piedra alta, una lasca vertical de uno de los riscos inclinados de piedra caliza que surcaban los campos de la región.
Veía la propia carretera claramente, como una regla de madera sobre una mesa de tapete verde. Provocó en mí una placentera ilusión por poder disfrutar de un estallido de velocidad. Había estado atravesando trabajosamente el bosque denso de unas colinas escarpadas. No había pasado cerca de ninguna granja, tan solo unas ruinosas cabañas junto al camino, y más de treinta kilómetros del trayecto me resultaron muy malos y lentos. Ahora, cuando estaba a pocos kilómetros del que esperaba que fuera mi destino, deseaba poder avanzar sin mayor dificultad hacia aquel terreno recto y llano en particular.
Mientras me apresuraba cuesta abajo por aquella larga pendiente, los árboles volvieron a engullirme y perdí de vista el valle. Bajé a una quebrada, subí a la cima de la siguiente colina y vi de nuevo la casa, más cerca y no muy lejos allá abajo.
La piedra alta captó mi atención con un sobresalto de sorpresa. ¿No me había parecido que estaba delante de la casa junto al huerto? Claramente estaba en el lado izquierdo del camino en dirección a la casa. Mis reflexiones duraron tan solo un segundo cuando remonté la cima. Entonces volví a perderlo de vista, pero seguí mirando hacia delante, esperando la siguiente oportunidad de contemplar la misma vista.
Al final de la segunda colina solo pude ver el tramo de carretera en diagonal y no podía estar seguro pero, como al principio, la piedra alta parecía estar a la derecha de la carretera.
En la cima de la tercera y última colina bajé la mirada hacia el tramo de carretera aún bajo los árboles, casi como si estuviera mirando por un tubo. Había una línea blanca que supuse que era la piedra alta. Estaba a la derecha.
Me sumergí en la siguiente cañada. Mientras ascendía por la ladera opuesta mantuve los ojos en la parte superior de la carretera frente a mí. Cuando mi vista remontó la cuesta, advertí que la piedra alta estaba a mi derecha entre los densos arces. Me incliné hacia delante, primero a un lado y luego al otro, para examinar los neumáticos y luego quité el freno.
Mientras avanzaba hacia delante, mantuve la mirada al frente. Allí estaba la piedra alta… ¡a la izquierda de la carretera! Estaba profundamente asustado y casi aturdido. Decidí parar en seco, echar un buen vistazo a la piedra y dirimir más allá de toda duda si estaba a la derecha o a la izquierda… si no, de hecho, en medio de la carretera.
Sobrecogido, aumenté la velocidad al máximo. La máquina saltó hacia delante; todo lo que tocaba iba mal; di un violento volantazo, derrapé a la izquierda y choqué con un arce enorme.
Cuando recobré el sentido, me encontraba echado boca arriba en una zanja seca. Los últimos rayos del sol lanzaban su luz verde dorada a través de las ramas del arce sobre mi cabeza. Mi primer pensamiento fue una extraña mezcla de placidez ante las bellezas de la naturaleza y desaprobación por mi propia conducta al viajar sin acompañante… un capricho que había lamentado en más de una ocasión. Entonces mi mente se aclaró y me incorporé hasta quedar sentado. Me palpé desde la cabeza hacia abajo. No sangraba; no tenía ningún hueso roto y, aunque estaba muy conmocionado, no había sufrido ninguna lesión seria.
Entonces vi al chico. Estaba de pie al borde del sendero de escoria, cerca de la cuneta. Era fornido y de complexión muy sólida; descalzo, con los bajos de los pantalones doblados hasta las rodillas y una especie de camisa color crema abierta por el cuello; no llevaba abrigo ni sombrero. Era rubio, con una mata de pelo despeinado; era bastante pecoso y tenía un horrendo labio leporino. Cambiaba el peso de una pierna a otra, agitaba los dedos de los pies y no decía nada en absoluto, aunque me miraba fijamente.
Me puse de pie un tanto atolondrado y me dispuse a examinar el daño. Era un completo desastre. No había explotado, ni siquiera se había incendiado, pero en todo lo demás el siniestro parecía total. Cada cosa que examinaba parecía estar en peor estado que lo demás. Solo mis dos canastos, por una de esas bromas cínicas del destino, habían quedado ilesos… ambos habían salido despedidos con el choque y estaban en perfectas condiciones, ni una sola botella rota.
Durante mi examen, los ojos apagados del chico me siguieron continuamente, pero no pronunció ni una sola palabra. Cuando me convencí de mi situación desesperada, me enderecé y le hablé:
—¿A qué distancia hay una herrería?
—A doce kilómetros —respondió.
El chico padecía un grave caso de fisura del paladar y apenas se le entendía.
—¿Puedes llevarme en carro hasta allí? —pregunté.
—No hay ningún tiro en este lugar —respondió—, ningún caballo ni vaca.
—¿A qué distancia está la casa más cercana? —continué.
—A nueve kilómetros —respondió.
Miré el cielo. El sol ya se había puesto. Miré el reloj, ya eran… las siete y treinta y seis.
—¿Podría quedarme a dormir en tu casa esta noche? —pregunté.
—Puede entrar si quiere —respondió—, y dormir si puede. La casa está desordenada; mamá lleva muerta tres años y papá está de viaje. No hay nada para comer, solo harina de alforfón y beicon mohoso.
—Tengo muchas cosas para comer —respondí al tiempo que levantaba uno de los cestos—. ¿Puedes llevar tú ese cesto?
—Puede entrar si así lo desea —dijo—, pero usted debe llevar sus pertenencias.
No lo dijo en tono malhumorado o de mala educación, simplemente parecía afirmar un hecho inofensivo.
—De acuerdo —dije recogiendo el otro cesto—, te sigo.
El patio delantero de la casa se encontraba a oscuras bajo una docena o más de inmensos ailantos. A la sombra de estos habían crecido muchos árboles pequeños, y bajo estos un húmedo manto de tallos altos de la densa, descuidada y apelmazada hierba. Lo que en otro tiempo aparentemente fue un camino para carros era ahora una senda en curva estrecha, no transitada y con la hierba crecida, que conducía hasta la casa. Incluso allí había algunos brotes de ailantos y se respiraba un hedor vil procedente de las raíces, los tallos y el intenso perfume de sus flores.
La casa era de piedra gris, con las contraventanas verdes desvaídas hasta casi parecer grises como la piedra. La fachada se abría a una terraza no muy elevada del terreno, sin ninguna balaustrada o barandilla. En ella había varias mecedoras de nogal. Ocho ventanas con contraventanas daban al porche, y en medio de ellas una puerta amplia con pequeños cristales violetas a ambos lados y una lámpara ventilador en el techo.
—Abre la puerta —le dije al chico.
—Ábrala usted mismo —contestó, no en tono enfadado o desagradable, sino de tal manera que uno solo podía interpretar la respuesta como algo de lo más normal.
Dejé en el suelo los dos cestos e intenté abrir la puerta. El pestillo estaba echado, pero no la llave, y la puerta se abrió con un chirrido oxidado de las bisagras, de las que colgaba precariamente, por lo que rozaba el suelo al abrirse. El pasillo olía a moho y a humedad. Había varias puertas a ambos lados; el chico señaló la primera a la derecha.
—Puede quedarse en este cuarto —dijo.
Abrí la puerta. Con la penumbra que reinaba, las ramas entrelazadas de los árboles fuera, el techo del pórtico y las contraventanas cerradas, apenas pude distinguir nada.
—Será mejor encender una lámpara —le dije al chico.
—No hay ninguna lámpara —informó animadamente—. Ni velas. Normalmente me voy a dormir antes de que oscurezca.
Regresé a los restos de mi vehículo. Las cuatro lámparas eran un amasijo de metal y cristales rotos. Mi linterna estaba aplastada. Sin embargo, yo siempre llevaba velas en la maleta. Las encontré rotas y aplastadas, pero todavía se podían usar. Llevé la maleta al porche, la abrí y saqué tres velas.
Tras entrar en la habitación, donde encontré al chico de pie exactamente donde lo había dejado, encendí la vela. Las paredes estaban encaladas y el suelo desnudo. Se notaba un olor a moho y a frío, pero la cama parecía recién hecha y limpia, aunque un tanto fría y húmeda.
Con unas cuantas gotas de su propia cera, fijé la vela en la esquina de un modesto y pequeño escritorio destartalado. No había nada más en la habitación a excepción de dos sillas con el tapizado desgastado y una mesita. Salí al porche, entré con la maleta y la puse sobre la cama. Levanté las hojas de todas las ventanas y abrí las contraventanas. Luego le pedí al chico, que no se había movido ni hablado, que me mostrara el camino a la cocina. Me condujo directamente a través del vestíbulo hacia la parte trasera de la casa. La cocina era grande y tan solo contaba con unas sillas de pino, un banco de pino y una mesa de pino.
Fijé dos velas en esquinas opuestas de la mesa. No había horno ni fogones en la cocina, solo un gran hogar cuyas cenizas olían y parecían de un mes de antigüedad. La madera en la leñera estaba lo suficientemente seca, pero también tenía un olor rancio a sótano. El hacha y la hacheta estaban ambas oxidadas y desafiladas, pero utilizables, y enseguida encendí un fuego aceptable. Para mi asombro, porque la noche de mediados de junio era calurosa y calmada, el chico, con una sonrisa torcida en su feo rostro, casi se echaba sobre las llamas, con las manos y brazos extendidos, y sin duda abrasándose.
—¿Tienes frío? —pregunté.
—Siempre tengo frío —contestó, arrimándose aún más al fuego, hasta que pensé que debía de estar quemándose.
Le dejé tostándose allí y me dispuse a encontrar agua. Descubrí la bomba de agua, que funcionaba y no se había secado en las válvulas, pero tuve que emplearme con un furioso forcejeo para llenar los dos cubos agujereados que había encontrado. Cuando ya tenía el agua hirviendo, fui en busca de los cestos que había dejado en el porche.
Limpié la mesa y dispuse la comida: ave fría, jamón frío, pan blanco y de centeno, olivas, mermelada y bizcocho. Cuando la lata de la sopa estuvo caliente y el café listo, arrimé dos sillas a la mesa e invité al chico a que se me uniera.
—No tengo hambre —dijo—, ya he cenado.
Me resultaba una nueva clase de chico; todos los que conocía eran voraces comedores, siempre listos para engullir. Yo mismo tenía apetito, pero por algún motivo cuando me puse a comer se me quitó el hambre y apenas me apetecía la comida. Acabé pronto la cena, cubrí el fuego, apagué las velas y regresé al porche, donde me aposenté en una de las mecedoras de nogal para fumar. El chico me siguió en silencio y se sentó en el suelo del porche, apoyado contra un pilar y con los pies en la hierba.
—¿Y qué haces tú cuando tu padre está fuera? —pregunté.
—Solo vaguear —dijo—. Perder el tiempo.
—¿A qué distancia están los vecinos más cercanos? —pregunté.
—No lo sé, los vecinos nunca vienen aquí —afirmó—. Dicen que tienen miedo a los fantasmas.
No me sorprendió lo más mínimo; el lugar tenía ese aspecto que hace que una casa se considere encantada. Me sorprendió sin embargo la actitud de normalidad en su forma de hablar… era como si acabara de decir que tenían miedo a un perro rabioso.
—¿Y tú has visto algún fantasma por aquí? —continué.
—Nunca los he visto —respondió, como si le hubiera preguntado por vagabundos o perdices—. Nunca los he oído. A veces los siento por los alrededores.
—¿Les tienes miedo? —pregunté.
—No —declaró—. No tengo miedo a los fantasmas; tengo miedo a las pesadillas. ¿Ha tenido alguna vez pesadillas?
—Muy pocas veces —contesté.
—Yo sí —replicó él—. Siempre tengo las mismas pesadillas… un cerdo grande, tan grande como un berraco, que intenta comerme. Me despierto tan asustado que podría ponerme a correr para siempre. Pero no tengo adónde correr. Me duermo otra vez y vuelvo a tener la pesadilla. Me despierto aún más asustado que antes. Papá dice que es de comer harina de alforfón en verano.
—Debiste enfadar a un cerdo en alguna ocasión —dije.
—Sí —respondió él—. Enfadé a una cerda grande una vez, sujetando una de sus crías por la pata trasera. La fastidié durante un buen rato. Me caí en el corral y me dio unos cuantos mordiscos. Ojalá no la hubiera molestado. En ocasiones tengo esa pesadilla tres veces a la semana. Es peor que ser quemado. Peor que los fantasmas. Caramba, justamente ahora siento que hay fantasmas a mi alrededor.
No intentaba asustarme. Simplemente estaba afirmando una opinión como si hubiera estado hablando de murciélagos o de mosquitos. No respondí y me sorprendí aguzando el oído involuntariamente. Se me apagó la pipa. En realidad no me apetecía fumar otra, pero no tenía ganas de acostarme todavía y me sentía cómodo donde estaba, a pesar del desagradable olor de las flores de los ailantos. Volví a llenar la pipa, la encendí y, entonces, mientras daba unas caladas, de alguna manera me adormilé durante unos instantes.
Me desperté con la sensación del roce de una tela ligera sobre el rostro. La posición del chico no había cambiado.
—¿Has hecho tú eso? —pregunté bruscamente.
—No he hecho nada —replicó—. ¿Qué ha sido?
—Un trozo de malla de mosquitera me ha rozado la cara.
—Eso no es una malla —afirmó—, es un velo. Es uno de los fantasmas. Algunos te soplan, otros te tocan con sus dedos largos y fríos. Ese del velo lo arrastra por tu rostro… bueno, estoy casi seguro de que es mamá.
Hablaba con la irrebatible convicción de la niña de We Are Seven[1]. No encontré las palabras para responderle y me levanté para irme a dormir.
—Buenas noches —dije.
—Buenas noches —repitió él—. Yo me quedaré aquí sentado un rato.
Encendí una cerilla, encontré la vela que había pegado en la esquina del escritorio desvencijado y me desvestí. La cama tenía un cómodo colchón de cascarilla y pronto me dormí.
Tenía la sensación de haber dormido ya un tiempo cuando comencé a tener una pesadilla… la misma pesadilla que el chico había descrito. Una cerda enorme, tan grande como un caballo percherón, estaba de pie sobre sus patas traseras y apoyada a los pies de la cama, intentando subir hacia mí. Gruñía y bufaba y sentí que era yo la comida que ansiaba. En el sueño sabía que solo era un sueño y me esforzaba por despertar.
Entonces, la gigantesca bestia de pesadilla saltó por encima de la tabla a los pies de la cama, cayó sobre mis piernas y me desperté.
Me encontraba en total oscuridad, como si estuviera encerrado en una cámara acorazada, pero el escalofrío de la pesadilla se desvaneció inmediatamente y mis nervios se apaciguaron; fui consciente entonces de dónde estaba y no sentí el más mínimo signo de pánico. Me di la vuelta y volví a caer dormido casi de inmediato. Y entonces sufrí una verdadera pesadilla, en la que no reconocía que era un sueño, sino algo terriblemente real… una indescriptible agonía de un horror irracional.
Había una Cosa en la habitación; no era una cerda, ni ninguna otra criatura definible, tan solo una Cosa. Era tan grande como un elefante, llenaba el cuarto hasta el techo, tenía forma de jabalí sentado sobre los cuartos traseros, con las patas delanteras entrelazadas rígidamente delante de él. Tenía una boca caliente, babeante y roja, llena de enormes colmillos y las mandíbulas se movían hambrientas. Se arrastraba y se empujaba hacia delante, centímetro a centímetro, hasta que montó sus enormes patas delanteras sobre la cama.
La cama se hundió como un papel secante húmedo y sentí el peso de la Cosa en los pies, en las piernas, en el cuerpo y en el pecho. Aquello estaba hambriento y yo era lo que deseaba comer, y tenía intención de empezar por la cara. Su boca babeante se acercaba cada vez más.
Entonces, la indefensión de pesadilla que me impedía gritar o moverme se desvaneció súbitamente, grité y me desperté. En esta ocasión mi terror era palpable y no era capaz de liberarme de él.
Ya casi amanecía; podía divisar débilmente los cristales sucios y agrietados. Me levanté, prendí el trozo de vela y dos nuevas, me vestí rápidamente, cerré mi maleta estropeada y la coloqué en el porche junto a la pared cerca de la puerta. Luego llamé al chico. Me di cuenta entonces de que no le había dicho mi nombre ni le había preguntado el suyo.
Grité «¡Hola!» unas cuantas veces, pero no recibí respuesta. Ya había estado demasiado tiempo en esa casa. Seguía invadido por el pánico que me había producido la pesadilla. Dejé de gritar, no busqué más, pero con dos velas salí a la cocina. Di un trago de café frío, mastiqué una galleta y metí a toda prisa mis pertenencias en los cestos. Luego, tras dejar un dólar de plata en la mesa, saqué los cestos al porche y los dejé junto a la maleta.
Había ahora la suficiente luz para ver el camino y salí a la carretera. El rocío de la noche había oxidado ya gran parte del vehículo accidentado, haciéndolo parecer más maltrecho que antes. Sin embargo, seguía allí como lo había dejado. No había ni una sola huella de rueda o de caballo en la carretera. La piedra alta y blanca cuya incertidumbre había causado mi desastre, se erguía como un centinela en el lado contrario al que yo había volcado.
Partí para encontrar una herrería. No pasó mucho tiempo cuando el sol terminó de salir por el horizonte y casi al instante el calor abrasaba.
Mientras avanzaba, fui acalorándome mucho más, y me parecieron más bien quince kilómetros que nueve cuando llegué a la primera casa. Era una casa nueva de madera, pulcramente pintada y cerca de la carretera, con un muro encalado a lo largo del jardín de la entrada.
Cuando estaba a punto de abrir la verja de entrada, un perro negro grande con el rabo enroscado saltó de entre los arbustos. No ladró, pero permaneció al otro lado de la verja moviendo el rabo y mirándome amistosamente; sin embargo, vacilé con la mano apoyada en el pestillo y reflexioné. El perro podría no ser tan amigable como parecía y, al verlo, caí en la cuenta de que, a excepción del chico, no había visto ninguna criatura alrededor de la casa donde había pasado la noche; ni perros ni gatos, ni siquiera un sapo o un pájaro. Mientras reflexionaba sobre esto, llegó un hombre desde la parte trasera de la casa.
—¿Muerde el perro? —pregunté.
—No —respondió—. No muerde. Entre.
Le conté que había tenido un accidente con el coche y le pregunté si podía llevarme hasta la herrería y de regreso al lugar del accidente.
—Claro —dijo—. Será un placer ayudarle. Engancharé el carro en un minuto. ¿Dónde chocó?
—Delante de la casa gris, a unos nueve kilómetros de aquí —respondí.
—¿Aquella casa grande de piedra? —preguntó.
—La misma —afirmé.
—¿Ha pasado usted por aquí antes? —preguntó sorprendido—. No le oí pasar.
—No —dije—, venía de la otra dirección.
—Caramba —meditó—, debe de haber chocado al amanecer. ¿Es que ha atravesado las montañas en la oscuridad?
—No —respondí—; las remonté ayer al anochecer. Tuve el accidente hacia la puesta de sol.
—¡La puesta de sol! —exclamó—. ¿Y dónde demonios ha estado toda la noche?
—Dormí en la casa donde tuve el accidente.
—¿En esa casa grande de piedra entre árboles? —preguntó.
—Sí —confirmé.
—¡Caramba! —respondió excitado—, ¡esa casa está encantada! Dicen que si tienes que pasar cerca de ella de noche, uno no sabe en qué parte de la carretera está colocada la enorme piedra blanca.
—Yo no lo podía saber incluso antes de la puesta de sol —dije.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Qué me cuenta! ¡Y durmió en la casa! ¿En serio durmió algo?
—Dormí bastante bien —dije—. A excepción de la pesadilla, dormí toda la noche.
—Bueno —comentó—, yo no entraría en esa casa ni aunque me regalaran una granja, ni dormiría en ella por la salvación de mi alma. ¡Y usted ha dormido! ¿Cómo diantres logró entrar?
—El chico me dejó entrar —dije.
—¿Qué clase de chico? —preguntó con los ojos clavados en mí con una mirada extraña y rústica de absorto interés.
—Un chico fornido, pecoso y con labio leporino —dije.
—¿Y habla como si tuviera la boca llena de puré? —preguntó.
—Sí —dije—; un caso grave de paladar partido.
—¡Vaya! —exclamó—. Jamás creí en fantasmas, y jamás creí del todo que aquella casa estaba encantada, pero ahora lo sé. ¡Y usted durmió allí!
—No vi ningún fantasma —repliqué irritado.
—Sin duda, ha visto un fantasma —replicó solemnemente—. Ese chico de labio leporino lleva muerto seis meses.
FIN
[1] “Somos siete”. Poema de William Wordsworth que describe una discusión entre un orador adulto poético y una niña de campo sobre el número de hermanos y hermanas que vivían con ella. El poema aborda la cuestión de si tener en cuenta a dos hermanos muertos como parte de la familia. (N. de la T.)
