Elena Garro: La semana de colores

Elena Garro

Don Flor le pegó al Domingo hasta sacarle sangre y el Viernes también salió morado en la golpiza.

Después de su confidencia, Candelaria se mordió los labios y siguió golpeando las sábanas sobre las piedras blancas del lavadero. Sus palabras sombrías se separaron del estrépito del agua y de la espuma y se fueron zumbando entre las ramas. La ropa era tan blanca como la mañana.

—¿Y luego? —preguntó Tefa.

Evita quiso oír el resto de la conversación, pero Rutilio llamó a Tefa y ésta se fue al lavadero.

—¿Qué dijiste, Candelaria? —aventuró la niña.

—Nada que deban oír tus orejas de mocosa.

Durante toda la mañana Candelaria siguió azotando la ropa blanca contra las piedras blancas. Evita no obtuvo ni una palabra más de la boca de la lavandera. En vano la niña esperó un gran rato. La criada no se dignó a mirarla, abstraída en su trabajo y en su canto.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Eva a la hora de la comida.

—Viernes —contestó su padre.

—¡Hum! —comentó incrédula.

Las semanas no se sucedían en el orden que creía su padre. Podían suceder tres domingos juntos o cuatro lunes seguidos. Podía suceder también lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo; pero era una casualidad. ¡Una verdadera casualidad! Era mucho más probable que del lunes saltáramos bruscamente al viernes y del viernes regresáramos al martes.

—Yo quisiera que siempre fuera jueves —pidió Leli.

—Yo pediría martes —contestó su hermana.

El jueves y el martes eran los mejores días.

—Ya van cinco viernes seguidos —dijo Leli haciendo un gesto de desagrado.

Su padre la miró.

—Es una vergüenza que todavía no sepas los días de la semana.

—Sí los sabemos —protestó Evita.

Los viernes morados y silenciosos llenaban a la casa de grietas. Ellas veían sus muros rotos y se alejaban con miedo. De una carrera llegaban hasta la alberca y, para no ver el polvo, se tiraban de cabeza al agua.

—¡Sálganse, ya se les arrugó la piel por el remojo!

Las sacaban del agua y las sentaban a la mesa.

Los viernes eran días llenos de sed. Por las noches el ruido de los muros quebrados no las dejaba dormir.

—¿Crees que amanezca jueves?

Amanecía otra vez viernes. Los muros seguían de pie, sostenidos por el último pedacito de jueves.

—Rutilio, ¿qué día es hoy?

—Para qué quieren saberlo, si cualquier día es bueno para morir.

No era verdad. Había días mejores para morir. El martes era delgadito y transparente. Si morían en martes, verían a través de sus paredes de papel de china los otros días, los de adelante y los de atrás. Si morían en jueves, se quedarían en un disco dorado dando vueltas como en los «caballitos» y verían desde lejos a todos los días.

—Papá, ¿qué día es hoy?

—Domingo.

—Eso dice el calendario de la guitarrita, pero no es cierto.

—Eso dice el calendario porque eso debe decir. Hay un orden, y los días son una parte de ese orden.

—¡Hum…! No lo creo —insistió la niña.

Su padre se echó a reír. Siempre que se equivocaba se reía, les levantaba el flequillo, les miraba la frente, volvía a reír, y luego bebía un sorbito de café.

—El señor no sabe nada —afirmaba Evita.

—Vamos ver a don Flor…

El rey Felipe II las oyó desde su retrato.

—¡Chist! Está oyendo…

Lo miraron, colgado en la pared, vestido de negro, oyendo lo que ellas murmuraban, junto a la mesita en donde merendaban las natillas, cerca de las cortinas del balcón.

A don Flor nadie lo veía. Las gentes que hablaban con él venían de muy lejos y sólo «cuando tenían penas». Eva y Leli se escapaban de su casa para ir a la colina de girasoles gigantes. Desde su altura estratégica, sentadas en el suelo, dominaban el patio y el corral de la casa de don Flor. Había tanta luz, que la casa, el patio y el corral les quedaban al alcance de la mano. Desde la colina, podían ver las ollas, las piedras, las sillas y los ixtles. La casa era redonda y pintada de blanco, parecía un palomar. Por dentro tenía todos los colores, pero eso lo supieron un tiempo después. Don Flor no se vestía de blanco, como los otros hombres, ni llevaba pantalones. Su traje era largo, color bugambilia y parecía una túnica. Llevaba el cabello cortado a la «Bob», igual que las niñas, y en las tardes se sentaba en el patio o en el corredor de su casa a tejer canastas y a platicar con los Días. Desde la colina ellas lo veían tejer los mimbres y los ixtles blancos. Todos los días eran de distinto color. A veces la semana estaba incompleta y don Flor platicaba sólo con el Miércoles y el Domingo. A veces estaba cuatro veces seguidas con el Lunes.

—¿Qué tanto hablan? ¡Entren, se va a enfriar la cena!

El Viernes, asomado a la ventana que daba al corral, llamó a don Flor y al Lunes. Eva y Leli se acordaron que debían volver a su casa. Estaba anocheciendo y de prisa bajaron la colina y entraron al pueblo.

—Ya vimos que hace tres días que es lunes —dijo Evita.

—¿Fueron a la casa de don Flor? ¡Les va a caer el mal! ¿No saben que no es católico? Se lo voy a decir a sus padres.

Candelaria se enojó mucho cuando supo que iban a ver a don Flor. En cambio él no lo sabía, y, tranquilo, se seguía paseando en su corral y tejiendo canastas con sus manos oscuras. Los Días se sentaban en ruedo sobre unos petates. Se veía muy bonito el corro de los Días. La semana junta era como el arco iris y salía sin que lloviera. Una tarde don Flor se acercó al Jueves, que tejía un ixtle blanco y le puso en la punta de la trenza negra una flor naranja de nopal. La flor era del color de su vestido. Eva y Leli se quedaron sentadas en la colina toda la tarde, a pesar del calor que bajaba del cielo y subía de la tierra. No podían dejar de mirar la flor naranja sobre la trenza negra. Los girasoles peludos eran secos, y en lugar de dar sombra aumentaban el calor como si fueran de lana.

—¡Lástima que no tengamos trenzas negras!

Por la noche su casa iluminada resplandecía como la flor naranja sobre la trenza negra del Jueves.

—¡Hoy es jueves! —anunciaron radiantes.

Felipe II las miró con disgusto. Les pareció que quería darles una bofetada.

—Confunden los días. Están embrujadas… —suspiró Candelaria, acercándoles el cestito de los bizcochos.

La criada cruzó los brazos y las miró mucho rato. También ella brillaba negra en la luz naranja del Jueves. Las niñas masticaron ruidosas los «violines» y las «flautas».

—Nuestro Señor Jesucristo les va a secar los ojos, por mirar lo que no deben mirar.

—Nuestro Señor Jesucristo no nos da miedo.

—¿Qué dicen, perversas? ¿Tampoco les da miedo equivocar a los días?

No contestaron, siguieron comiendo sus bizcochos. También Nuestro Señor podía equivocarse y haber dicho mal los días. Imposible que lo supiera todo. Después de esa tarde, siguieron muchos jueves redondos y naranjas. Poco a poco el último jueves se volvió rojo y entró otra vez el domingo, sin que Nuestro Señor les hubiera sacado los ojos. Candelaria tampoco las había acusado con sus padres y Felipe II las miraba con enojo y sin palabras.

—¿Vamos a ver qué día saca hoy?

Se escaparon rumbo a la colina de los girasoles. La colina estaba callada. No había chicharras. La tierra había cerrado sus agujeros y no dejaba salir a las hormigas ni a los pinacates. Un viento rojo hacía bajar a las nubes rojizas hasta tocar las puntas de los girasoles. De las flores llovía un polvo amarillo y don Flor estaba solo, tumbado en el patio de su casa. No había ni un solo día. Se había acabado la semana. Evita y Leli quisieron volver a su casa. Pero la tarde roja giró alrededor de ellas y continuaron sentadas en la tierra ardiente, mirando el patio abandonado de los Días, y a don Flor derribado en el suelo, mirando inmóvil el cielo. Pasó el tiempo y don Flor metido en su traje bugambilia siguió quieto, tirado en el centro del patio de su casa. A fuerza de mirarlo, su traje empezó a volverse enorme y el patio muy chiquito. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo le estaba sacando los ojos, por eso sólo veían la mancha cada vez más grande del traje color bugambilia.

—Vamos a ver a don Flor, él nos lo dirá.

Bajaron la colina y dieron un rodeo hasta llegar frente a la casa que vibraba blanca bajo las nubes rojas. Golpearon a la puerta y esperaron. Al cabo de un rato la puerta se entreabrió y luego se abrió completamente.

—¿Qué pena las trae por aquí, niñitas? —les dijo don Flor cuando apareció en la puerta de su casa. Ellas lo miraron, alto, metido en su túnica de pliegues opacos, con las orejas cubiertas por los cabellos negros.

—No vemos…

—Pasen, pasen.

Las hizo entrar a un zaguán minúsculo, pintado de color lila. De allí al patio redondo. Las puertas de los cuartos daban a ese patio y estaban todas cerradas. Cada puerta era de color distinto. Las ventanas daban al corral. La casa era igual a un palomar. En el centro del patio en donde debería estar una fuente, don Flor colocó tres sillas, las hizo tomar asiento y las miró pensativo.

—¿Con que ustedes son las güeritas?

Ellas se dejaron observar en silencio.

—Pelo hembra… —agregó don Flor tocándoles el cabello, con sus dedos cargados de anillos.

Acercó su silla de un empellón y se inclinó sobre ellas para mirarles los ojos.

—Ojo macho —agregó.

Las niñas no supieron qué decir, bajaron los ojos y miraron con fijeza las piedras redonditas y grises del suelo.

—Hay mucha agua, mucha agua en sus ojos.

Don Flor dijo estas palabras con gravedad. Luego guardó un silencio afligido.

—Entre ustedes y yo hay toda el agua del mundo.

Al decir esto, don Flor se quedó muy triste, puso los ojos en blanco, palmeó varias veces con fuerza, como si fuera a hacer estallar la tarde, tendió las manos hacia delante, con las palmas hacia arriba y se quedó en éxtasis. Al cabo de un rato se inclinó sobre Leli, colocó un dedo entre sus ojos y la miró con fijeza.

—Tú te vas a ir del otro lado del agua.

Cuando retiró el dedo de la frente de la niña, ésta pensó que le había quedado un agujero. Don Flor sacudió las manos, como si las tuviera mojadas, se volvió a mirar a Eva y colocó otra vez su dedo oscuro sobre la frente pálida de la niña.

—Y tú…

Guardó silencio, parecía perplejo. Retiró el dedo de la frente de la niña y le cogió una rodilla.

—Voy a leer tu rodilla.

Se inclinó con presteza sobre la pierna llena de tierra de la colina y así estuvo largo rato. Evita no se movió.

—Tú no te vas. Tú te quedas en medio de estos días.

—¿Cuáles? —preguntó Eva asustada.

—Éstos. Aquí estamos en el centro de los días.

Sus palabras se bebieron el agua de la tarde y se produjo un silencio reseco. Las niñas sintieron sed, miraron el patio polvoriento por el que corría un aire caliente. En la casa no había ni una sola planta, ni el menor rastro de hojas.

—Ya no hay días… ¿A dónde se fueron? —preguntó Eva.

—La Semana se fue a la Feria de Teloloapan. Aquí sólo queda el centro de los días —respondió don Flor mirándolas con sus ojos vidriosos que olían a alcohol.

—¿A la feria?

—¿No me creen? ¡Vengan!

Don Flor se levantó y echó a andar moviendo los pliegues de su túnica color bugambilia. Ellas lo miraron alejarse. De pronto se detuvo, se volvió a mirarlas y las llamó con señas. Las niñas no tuvieron más remedio que obedecer y acercarse al hombre que las esperaba impaciente. Se detuvo frente a una puerta pintada de rojo.

—¿Ven?

Sobre la pintura roja de la puerta, en caracteres de un rojo más oscuro, alguien había escrito: «Domingo», y con letras más pequeñas: «Lujuria», y más abajo: «Largueza». El hombre sacó de entre los pliegues de su túnica un manojo de llavecitas negras, escogió una y la introdujo en el candado que cerraba la puerta. Después, de un puntapié, la abrió de par en par.

—Pasen.

Las niñas entraron acompañadas de don Flor y se quedaron de pie en medio de la habitación.

—¿Oyen? —preguntó el hombre con voz extraña.

Las niñas lo miraron sorprendidas. En el cuarto de puerta y muros rojos no había nadie, ni se escuchaba ningún ruido.

—¿No oyen los chicotazos? —insistió don Flor.

Las niñas miraron sus ojos secos y alertas, su cara tendida hasta unos ruidos que ellas no escuchaban. Don Flor parecía complacido, extrañamente complacido.

—Oigan.

En el cuarto sólo había un olor terrible. No sabían si agradable o desagradable. De uno de los muros rojos colgaban unos collares de conchas negras.

—¿Ven? El Domingo no está, se fue a la feria con los otros Días.

—No, no está —respondieron las niñas.

Don Flor se acercó a tocar las conchas negras, luego se volvió a ellas.

—De todas es la más mala: lujuriosa y despilfarrada. No he podido acomodarle la virtud que le atajaría el vicio.

El hombre movió la cabeza y dio de vueltas a los anillos que llevaba en los dedos. Volvió a mirarlas con los ojos secos.

—Cuando me toca visitarla, me hace sudar sangre, pero yo también se la saco. La dejo rayada a chicotazos… ¿La oyen…? Me está llamando. ¡Óiganla! ¡Óiganla llorar llamándome! Ama el placer y los vicios…

Las niñas no oían nada. El cuarto de Domingo les dio miedo. Miraron a don Flor, los ojos se le habían quedado tan secos como las conchas negras de los collares que pendían de la pared.

—¡Óiganla…! ¡Óiganla…!

Se volvió a mirarlas, estaba sonriente, mostrando los dientes blancos.

—Me gusta su piel tendida… se le revienta como a las guayabas… ¡Lástima de mujer! ¡Lástima…! Es carne para el demonio. ¡Lástima de tanta hermosura…!

—Ya nos vamos —dijeron las niñas, asustadas.

—¿Cómo que se van? Ustedes vinieron a conocer los días y apenas les estoy enseñando la lujuria del Domingo.

Don Flor se echó a reír a carcajadas. Se acarició los cabellos negros y luego se quedó triste.

—Mal día… Mujer perversa… Ojalá que no me pierda en sus placeres… le tengo miedo.

—¡Ojalá que no me pierda en sus placeres…! —repitió preocupado don Flor. Al salir del cuarto del Domingo, cerró la puerta con cuidado.

—Cierro bien para que no se me escapen sus quejidos. Esta mujer tiene que hacer penitencia. Ya les dije que me hace sudar sangre, pero que yo también se la saco…

Sus palabras cayeron jadeantes sobre las cabezas rubias de las niñas. Andaban cerca de las fauces de un animal desconocido, de aliento tan caliente como la tarde. Don Flor se detuvo en la puerta siguiente. La puerta estaba pintada de color de rosa y con un rosa más oscuro había escrito: «Sábado», «Pereza», «Castidad».

—¡Sábado! ¡Pereza! ¡Castidad! —leyó don Flor.

Empujó la puerta y entraron a una habitación de muros color de rosa. El suelo de la habitación estaba cubierto de bagazos de caña de azúcar. En la pared había muñequitas de trapo clavadas con alfileres.

—Tampoco a Sábado he podido acomodarle la virtud. No sirve para nada. ¡Para nada!

Don Flor parecía muy disgustado. Dio de puntapiés a los bagazos de caña y con su mano cargada de anillos acomodó los alfileres que amenazaban caerse de la cabeza de una de las muñecas.

—¡Miren este desacato! Tan floja es, que ni para dar un beso sirve.

Eva y Leli lo dejaron hablar, sin entender su disgusto. Hubieran querido preguntarle por qué las muñecas eran tan chicas y estaban tan cubiertas de alfileres, pero prefirieron callar. La cara contrariada de don Flor les produjo miedo.

—La hago fregar y fregar el piso, pero no entiende. En cuantito me descuido, se pone a mascar caña y a cantar tumbada en el petate. La ocupo a fuerza y sin gusto… No vale nada. Pero tiene que saber que yo soy el dueño de los Días. Lo único que me gusta es que yo no le gusto…

Don Flor se echó a reír. Riéndose, salió del cuarto y cerró la puerta, divertido.

Las niñas querían irse. Cada palabra de don Flor olía a alcohol y salía agrandada de su boca. El hombre, sin hacerles caso, las llevó al cuarto de Viernes. Abajo de esta palabra estaban escritas «Orgullo» y «Diligencia». La puerta y los muros eran morados. En las paredes había papalotes de grandes colas brillantes. El cuarto olía a almizcle y a glicerina.

—Aquí no hallarán ni una palabra —explicó el hombre y guardó silencio un rato.

—Hasta hablar con ella cuesta. ¡Es difícil, muy difícil esta mujer! Ni a chicotazos la bajo de sus alturas. Los castigos que las otras temen a ella se le resbalan sin una palabra. Esta mujer me tiene triste… no la logro, no la logro…

Parecía de veras triste. Abstraído, se quedó mirando un montón de canastas blancas, que estaban apiladas en un rincón del cuarto. Movió incrédulo la cabeza.

—Ella es la que mejor teje.

Don Flor acarició las canastas blancas, olorosas a campo, y se le humedecieron los ojos.

—Aunque la ocupe a las buenas o a las malas toda una noche, no le arranco una palabra. ¡En llagas la he dejado! Pero cuando una mujer no quiere, es que no quiere, y en ella se rompe el hombre.

Salieron del cuarto de Viernes sin hablar. La tristeza de don Flor cayó sobre las niñas y las siguió por el corredor estrecho. El cuarto que decía Jueves tenía escrito: «Cólera» y «Modestia». Su puerta y sus paredes eran anaranjadas, como la flor de nopal que don Flor había colocado sobre la trenza de la mujer. El cuarto olía a flores de calabaza y del techo colgaban mazorcas de maíz.

—Aquí vive Jueves. Las otras le tiemblan. Yo ya se lo tengo dicho: «Mujer, acabarás en el infierno, convertida en lengua de fuego», pero no se corrige. Cuando la chicoteo, se me viene encima como gato. ¿Creen? Con ella me paso muchas noches y días seguiditos. Da muchos placeres, muchos placeres. ¡Pero nada más a mí! Nunca conoció a otro hombre. Yo la agarré muy tiernita.

Don Flor se golpeó el pecho con orgullo. El olor que se desprendió de su túnica les produjo náuseas. Se inclinó y agarró el petate, para agitarlo frente a ellas.

—¿Ven? ¿Ven?

Las niñas no vieron nada. Los dedos cargados de anillos señalaban el tejido del petate.

—¿No ven los placeres? Aquí están dibujados.

El cuarto de Miércoles era verde y las palabras escritas en verde más pálido eran: «Envidia» y «Paciencia».

—Tampoco a ésta he podido acomodarle la virtud. ¿La han visto?

—Sí —dijeron ellas, que habían visto a Miércoles desde lejos, vestida con su falda y su huipil verde muy tierno y con las trenzas llenas de cintas verdes que colgaban de su nuca.

—Si por ella fuera, nada más a ella la visitaría. Por eso rara es la noche que paso con ella. Pero aguanta todo: desprecios, golpes, con tal de que de cuando en cuando le conceda castigar a las otras.

Don Flor se echó a reír. Se volvió a verlas con sus ojos brillantes en donde bailaban chispas secas.

—¡Es sanguinaria!

Su risa les llegó oliendo a alcohol. Ellas lo oían sin entenderlo.

—No vayan a creer que no me gusta. ¡Me gusta, me gusta esta mujer! No todos los días. Ya saben que hay días para los días. La deberían de ver cómo se pone cuando le ofrezco los castigos. ¡Es una perra! ¿Han visto las caras de las perras ensartadas? ¡Hasta babea…!

El cuarto de Martes era amarillo pálido. En su puerta decía: «Avaricia» y «Abstinencia».

—Es tan finita que no me gusta ni tocarla. Es quebradiza, y yo soy garrido. Quiero un cuerpo más a mi manera.

De pronto pareció enfurecerse. Clavó los ojos en el suelo, pareció que buscaba algo, se agachó con presteza y levantó una loseta. En el hueco de tierra suelta estaban escondidos unos pendientes de cuentas azules.

—Ya le tengo dicho que no esconda nada. La voy a hacer que vomite los pulmones, para que los esconda en este agujero.

La violencia de sus palabras dichas en voz baja hicieron parpadear a los amarillos de las paredes. Don Flor cerró la puerta de un golpe. Sofocado, se recargó un gran rato sobre el muro del corredor para sosegarse. Ellas esperaron atónitas.

La habitación de Lunes era azul como su traje. Sobre la puerta también azul, escritas con azules diferentes estaban las palabras: «Gula» y «Humildad».

—Ésta, cuando la toco, me lame las manos. ¡La golosa!

Don Flor se miró las manos con satisfacción. Luego se las acercó a las niñas, como si esperara que ellas también se las lamieran. Los anillos estaban grasientos y las piedras de colores, opacas. Así se quedó un gran rato, luego se irguió y olfateó como un perro.

—¡Huelan! ¡Huelan! —les urgió.

Ellas respiraron fuerte, tratando de percibir algún olor, pero no les llegó ninguno. El cuarto de Lunes era el único que no olía a nada. El esfuerzo que hicieron para oler les aumentó las náuseas. Don Flor las miró y se echó a reír a carcajadas.

—¿No huelen? Lunes es glotona de manjares y de hombre… Me vuelve muy animal… A veces me da miedo. El hombre, niñitas, peligra junto a la mujer glotona.

Las llevó al patio en donde un calor redondo y seco las esperaba.

—Bueno, niñitas, ya vieron dónde viven los Días, y cómo son. Ya vieron también quién maneja a la Semana. Y ya vieron que todo está en desorden: los colores, los pecados, las virtudes y los Días. Estamos en el desorden, por eso yo chicoteo a los Días, para castigarlos por sus faltas.

Don Flor guardó silencio. En el calor del patio, las niñas vieron que su traje estaba sucio, y que los dedos en donde giraban los anillos estaban impregnados de mugre. El patio olía a agrio y las palabras salían descompuestas de la boca del hombre. Don Flor se inclinó sobre ellas y las miró con sus ojos negros y secos. Adentro de ellos había lagos sangrientos y piedras oscuras.

—Díganme, niñitas, ¿cuál es su pena?

Las niñas ya habían olvidado sus temores. Veían los ojos de don Flor y olían las corrientes de aromas que salían por las rendijas de las puertas de colores, para juntarse en el centro del patio y formar un remolino de vapores. Nuestro Señor Jesucristo no las había castigado y lo único que querían era volver a su casa, en donde las paredes y el jardín olían a paredes y a jardín.

—Las gentes de por aquí me tratan mal, niñitas. Ustedes son las primeras en venir a visitarme. En cambio, las gentes de la ciudad de México vienen hasta acá a buscar consuelo para sus penas. Me llegan acobardados y yo les enseño el desorden de los días y el desorden del hombre. Me vienen a pedir que castigue al día en que van a correr su suerte. Quieren llevar ventaja y entrar con el día cansado. Hay los que van a jugar sus elecciones y yo les castigo el día del voto. También vienen las señoras, a pedir castigo para el día de sus rivales. Todos me dejan mi buen dinero y se van contentos, después de ver cómo les castigo al día que necesitan. Cuando ya lo ven en sangre empiezan a sacar el dinero…

Don Flor esperó un rato y se echó a reír. Ellas no supieron qué decir y se empeñaron en mirar el suelo. El hombre se inclinó sobre sus cabezas y preguntó:

—¿Y ustedes, niñitas, qué castigo quieren?

Las niñas se miraron asustadas, querían irse a su casa y estar cerca de Felipe II y de Candelaria. Don Flor y su casa redonda les daba miedo.

—Yo soy el dueño de los Días. Soy el Siglo. Díganme en qué día las ofendieron, y ya verán lo que le hacemos al Día que ustedes me pidan.

Las niñas miraron a los ojos de don Flor.

—Vuelvan, no importa que haya tanta agua entre ustedes y yo. Lo mismo les haré el favor. ¡Los días son parejos para todos! ¿Quieren que chicoteemos al Jueves? Díganme, ¿cuál es el día que quieren ver en sangre?

Ellas volvieron a mirar el suelo. No querían ver los ojos del hombre ni oír sus palabras sombrías.

—Díganme, niñitas, ¿cuál es el día que quieren ver en sangre? —don Flor repitió una y otra vez su misma pregunta.

—¿Cuál es el día que quieren ver en sangre?

No cambiaba de voz ni se impacientaba frente a su silencio.

—¿Cuál es el día que quieren ver en sangre?

Pasó mucho tiempo antes de que pudieran ganar la puerta de salida. No se fijaron si la puerta quedó abierta o cerrada. Lo único que querían era llegar a su casa. Cuando cruzaron el zaguán, delante de la figura asombrada de Rutilio, la voz repitió:

—¿Cuál es el día que necesitan ver en sangre? ¿Cuál, niñitas? ¿Cuál? ¿Díganme cuál es el día que necesitan ver en sangre?

Se echaron a llorar. Su padre les explicó que los días eran blancos y que la única semana era la Semana Santa: Domingo de Ramos, Lunes Santo, Martes Santo, Miércoles Santo, Jueves Santo, Viernes de Dolores, Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección. Pero era difícil olvidar a la semana de colores encerrada en la casa de don Flor.

—¿Cuál es el día que necesitan ver en sangre? ¿Cuál? ¿Cuál?

—Ya se quedaron como pájaros locos, brincando de la Semana Santa a la Semana de Colores encerrada en la casa de don Flor —les dijo Candelaria al correr el velo del mosquitero, que resultaba ineficaz para protegerlas de la pregunta de don Flor. «¿Cuál es el día que necesitan ver en sangre? ¿Cuál? ¿Cuál?».

Por la mañana Candelaria no les llevó el desayuno. Rutilio les sirvió la avena con leche. Las miraba con miedo. Su padre y su madre habían salido a una diligencia.

—Para que no las molesten a ustedes —explicó Rutilio. Las niñas lo miraron asustadas.

—¿Están seguras de que les habló? —preguntó Rutilio acercándoles el cestito de bizcochos.

—¿Quién?

—Don Flor.

De la mañana blanca, tendida sobre el mantel, surgió la pregunta: «¿Cuál es el día que necesitan ver en sangre? ¿Cuál, niñitas, cuál?».

—Sí… nos habló mucho… —se echaron a llorar.

—¿Dejaron la puerta abierta? —preguntó Rutilio.

—No sé… —respondió Evita.

—Sí, sí… —asintió Leli.

—Eso se dice, que fueron ustedes las que dejaron la puerta abierta. Salía tanta pestilencia, que los arrieros, al pasar por allí, la notaron, se metieron hasta el patio y allí lo hallaron tirado en el mero centro. Dicen que fueron las mujeres las que lo mataron, porque la Semana desapareció… ¿Están seguras de que les habló?… Dicen que murió hace varios días…

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Ficha bibliográfica

Autor: Elena Garro
Título: La semana de colores
Publicado en: La semana de colores, 1964

[Cuento completo]

Elena Garro

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