Sinopsis: «Simplicio» (Simplice) es un cuento fantástico de Émile Zola, publicado en 1864 en la colección Contes à Ninon. Narra la historia de un príncipe ingenuo e incomprendido, hijo de un rey brutal y una reina vanidosa. Desde joven muestra una naturaleza distinta a la de su entorno: compasivo en la guerra y ajeno a los excesos de la corte. Su bondad, tomada como estupidez por quienes lo rodean, lo aparta de las expectativas reales y lo conduce hacia la naturaleza y sus criaturas, un refugio donde su sensibilidad puede desplegarse sin temor ni reproches.

Simplicio
Émile Zola
(Cuento completo)
I
Había en otro tiempo —ten en cuenta, Ninon, que yo debo este relato a un viejo pastor— había en otro tiempo, en una isla que el mar ha devorado después, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del imperio, su espada la más larga; bebía y mataba regiamente. La reina era una hermosa reina: usaba tanto colorete, que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.
Pero un tonto completo, según decían las personas notables del reino. A los diez y seis años fue llevado a la guerra por el rey, que trataba de exterminar cierta nación vecina que le había inferido el agravio de poseer un territorio ambicionado por él. Simplicio se portó como un estúpido, pues salvó de la matanza a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de chicos; lloró tantas veces como sablazos dio su mano, y por último, la vista del campo de batalla, empapado en sangre y sembrado de cadáveres, le hizo tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninon, era un idiota en toda la extensión de la palabra.
A los diez y siete años asistió a un festín dado por su padre a todos los gastrónomos del reino, y aun allí cometió todo género de majaderías. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nada. Su copa de vino estuvo a pique de permanecer llena durante toda la comida; pero el rey, deseoso de salvar la dignidad de la familia, se vio obligado a vaciarla a hurtadillas de cuando en cuando.
A los diez y ocho años comenzó a apuntar el bozo al príncipe, observación que fue hecha por una dama de honor de la reina. Las damas de honor son terribles, Ninon. La que te refiero quería nada menos que dejarse abrazar por el heredero del trono. El pobre muchacho apenas dormía; temblaba cuando ella le dirigía la palabra, y en cuanto oía el roce de su falda en los jardines, se ponía en salvo. Su padre, que era un buen padre, veía todo esto y se reía en sus barbas, hasta que al fin, como la dama avanzaba cada vez más y el beso no llegaba, sonrojóse de tener un hijo así, y dio por sí mismo el beso pedido, deseoso siempre de guardar la dignidad de su raza.
—¡Ah, pequeño imbécil! —exclamó este gran rey, que tenía verdadero esprit.
II
Fue al cumplir los veinte años cuando Simplicio se hizo completamente idiota. Un día encontró un bosque y se sintió enamorado.
En estos tiempos remotos no se embellecían aún los árboles a golpe de tijera, ni era moda enarenar los paseos, ni sembrar el césped. Las ramas se colocaban a su antojo, y Dios solo se encargaba de moderar el desarrollo de las zarzas y de arreglar los senderos. La selva descubierta por Simplicio era un inmenso nido de verdura; hojas y más hojas, setos impenetrables cortados por majestuosas avenidas. El musgo, ebrio de hallarse allí, se consagraba a un derroche de crecimiento; los rosales silvestres extendían flexibles sus brazos buscando espacios en la floresta donde ejecutar danzas locas alrededor de los árboles corpulentos; estos mismos permanecían tranquilos y serenos, retorciéndose sus plantas en la sombra mientras que sus copas subían en tumulto a besar los rayos del estío. La verde hierba crecía al acaso, lo mismo por las ramas que había sobre el suelo; las hojas abrazaban el tallo, mientras que en su afán de esparcirse por todas partes, las margaritas y miosotis se confundían floreciendo sobre los troncos decrépitos ya caídos. Y no hay duda: todas estas ramas, todas las hierbas, todas las flores cantaban, mezclándose íntimamente para charlar con más comodidad y para contarse muy quedito los amores misteriosos de las corolas.
Un soplo de vida parecía animar a aquellos sotos tenebrosos, dando una voz especial a cada tallito de musgo en los inefables conciertos de la aurora y del crepúsculo. Aquello era la inmensa fiesta del follaje.
Los insectos todos, escarabajos, abejas, mariposas, esos enamorados de los valles floridos se saludaban continuamente por los cuatro costados del bosque, al cual habían convertido en una pequeña república. Los senderos eran sus propios senderos, los arroyos sus arroyos, la selva su selva. Se alojaban cómodamente al pie de los árboles, en las ramas bajas y entre las hojas secas, viviendo allí como en casa propia, tranquilamente y por derecho de conquista. Como personas de excelente carácter, habían abandonado las altas ramas a los jilgueros y ruiseñores.
La selva, que ya cantaba por sus ramas, sus hojas y sus flores, cantaba también por sus insectos y sus pájaros.
III
Simplicio se hizo en pocos días antiguo y buen amigo del bosque. Charló tan locamente con aquel conjunto de seres, que le quitaron la poca razón que aún le restaba. Cuando abandonaba aquellos lugares para encerrarse entre cuatro paredes, sentarse ante una mesa o acostarse en un mullido lecho, no hacía más que soñar con ellos. Al fin, una hermosa mañana abandonó súbitamente sus habitaciones cortesanas y fuese a instalar bajo el follaje querido, donde escogió un inmenso palacio.
Su salón fue un vasto claro del monte, redondo y de unas mil toesas de superficie. Largos cortinajes de color verde obscuro adornaban su circunferencia; quinientas flexibles columnas sostenían bajo el techo un velo de encaje color esmeralda; el techo mismo era una amplia cúpula de raso azul, cuyo tono cambiaba sembrado de agujeros de oro.
Tenía por departamento para dormir un delicioso tocador lleno de misterio y de frescura, cuyo piso y muros estaban ocultos por una mullida alfombra de un trabajo inimitable. La alcoba propiamente dicha, tallada en la roca por algún gigante, era de mármol rosa en sus paredes, y el piso cubierto de polvos de rubíes.
Poseía además cuarto de baño, abundante manantial de agua pura con su pila de cristal, perdida en un inmenso ramo de flores. No necesito hablarte, Ninon, de las mil galerías que cruzaban el palacio, ni de los salones de baile y espectáculo, ni menos de los jardines. Era una de esas regías moradas que solo Dios sabe construir.
El príncipe pudo en lo sucesivo ser tonto a sus anchas, mientras su padre, creyéndole transformado en lobo, buscó un heredero más digno de su trono.
IV
Simplicio estuvo muy ocupado durante los días que siguieron a su instalación, trabando conocimiento con sus vecinos el escarabajo de la hierba y la mariposa del aire. Todos eran excelentes animales, dotados casi de tanta imaginación como los hombres.
Algún trabajo le costó al principio comprender su lenguaje, pero bien pronto comprendió que era preciso volver a recordar su primera educación. No tardó en conformarse con la concisión del idioma de los insectos, y concluyó por bastarle, como a ellos, un solo sonido para designar cien objetos diferentes, según la extensión de la voz y lo sostenido de la nota; de suerte que allí perdió el hábito de hablar el lenguaje humano, tan pobre en su riqueza…
La manera de ser de sus nuevos amigos le encantó, maravillándole sobre todo su modo de juzgar los reyes, que es la de aquellos que no los tienen. Al reconocerse ignorante entre ellos, tomó la resolución de ir a sus escuelas.
En su trato con los musgos y escaramujos fue más discreto, pues como no lograba entender las palabras del tallito de la hierba o del peciolo de la flor, esa dificultad enfrió mucho las mutuas relaciones.
La floresta no le vio al fin y al cabo con malos ojos, considerándole como a un pobre de espíritu que viviría en buena inteligencia con los animales. Nadie se ocultaba de él, hasta el punto de que muchas veces sorprendió en el fondo de una alameda a una mariposa chupando un pétalo de una margarita.
Mientras tanto el césped, venciendo su timidez, llegó a dar algunas lecciones al joven príncipe. Gracias a él aprendió con arrobamiento el lenguaje de los colores y perfumes. Desde aquel día las purpurinas corolas saludaban a Simplicio al levantarse; las hojas verdes le referían los chismes de lo ocurrido en la noche, y el grillo le confesaba muy quedo que estaba locamente enamorado de la violeta.
Simplicio eligió por amiga íntima a una mariposilla dorada, de esbelto cuerpo y temblorosas alas, dotada de una desesperante coquetería. Jugaba, parecía llamarle, y luego huía rápida y ágilmente de su mano. Los árboles de gran talla, que contemplaban aquellos escarceos, censurándolos agriamente, decían entre sí que todo aquello había de tener un mal fin.
V
De pronto Simplicio cambió de carácter. Su linda querida se apercibió la primera de la tristeza de su amigo, e intentó obtener de él una confidencia, logrando solo que la contestase llorando: «Estoy tan alegre como el primer día».
Mientras tanto se levantaba a la aurora para recorrer las avenidas hasta la noche, separando suavemente las ramas, visitando los zarzales, levantando las hojas y mirando en su sombra.
—¿Qué buscará nuestro discípulo? —preguntó el escaramujo al musgo.
La amante desdeñada, sorprendida por el abandono, le creyó loco de amor, y aun cuando revoloteaba a su alrededor, no obtuvo una mirada siquiera. Los árboles graves habían pensado bien, pues pronto se consoló con el primer mariposo que halló en una encrucijada.
Los follajes se entristecieron al ver cómo el principito interrogaba a cada montón de hierba, sondeaba con la mirada las largas avenidas; cómo se lamentaba de la espesura de la maleza, y exclamaron:
—Simplicio ha visto a Flor-de-las-aguas, la ondina de la fuente.
VI
Flor-de-las-aguas era hija de un rayo de luz y de una gota de rocío. Era tan límpidamente bella, que el beso de un amante debía matarla; exhalaba un perfume tan dulce, que el beso de sus labios debía ser causa de la muerte de su amante.
La selva no lo ignoraba, y celosa de su niña mimada, le ocultaba cuanto podía. Tenía la ondina por asilo una umbría fuente rodeada de espeso ramaje, donde en el silencio de las sombras irradiaba vivos destellos entre sus hermanas, abandonando perezosamente a merced de la corriente sus piececitos semivelados por las ondas y su rubia cabellera coronada de líquidas perlas. Su sonrisa hacía las delicias de las nínfeas espadañas y otras plantas acuáticas. En una palabra, el alma del valle.
Vivía completamente aislada, sin conocer de la tierra más que al agua, su madre, y del cielo al rayo del sol, su padre. Era amada por la onda que la mecía y por la rama que la daba sombra; pero entre tantos como la querían, no tenía un verdadero amante.
Flor-de-las-aguas sabía que había de morir de amor, y complaciéndose en este pensamiento, vivía esperando la muerte, sonriendo, a pesar de eso, con la esperanza de hallar al ser amado.
Una noche, gracias a la claridad de las estrellas, Simplicio la vio entre las sinuosidades de un camino. Durante un mes largo siguió buscándola, imaginándose encontrarla detrás de cada tronco de árbol, o creyendo verla deslizarse entre los setos; mas halló solo las grandes sombras de los álamos, agitados por la brisa.
VII
El bosque entretanto permanecía mudo, desconfiando de Simplicio; espesaba su follaje y lanzaba todas las sombras de la noche sobre el príncipe para entorpecer sus pasos. El peligro que amenazaba a Flor-de-las-aguas le tenía triste, no tenía caricias ni amorosa charla.
La ondina volvió a las plazoletas formadas por calvas del monte. Simplicio la vio de nuevo, y loco de deseo, se lanzó en su persecución, sin que la ninfa, montada sobre un rayo de luna y volando cual pluma llevada por el viento, oyese el ruido de sus pasos.
Simplicio corría y corría en su seguimiento sin lograr alcanzarla, con los ojos preñados de lágrimas y la desesperación en el alma.
Corría, y la floresta seguía con ansiedad aquella carrera insensata, obstruyendo los arbustos el camino, deteniéndole bruscamente las zarzas con sus brazos espinosos. El bosque entero defendía de este modo a su hija.
Corría él, sintiendo deslizarse el musgo bajo sus pies. Las ramas se enlazaban más íntimamente, presentándose ante él como láminas de bronce; las hojas secas se amontonaban en los valles; los troncos de los árboles caídos se colocaban a través en los senderos; los peñascos rodaban ante el príncipe; los insectos picaban sus talones, y las mariposas le cegaban batiendo las alas en sus mismos párpados.
Flor-de-las-aguas, sin verle, sin oírle, huía, siempre sobre su rayo de luna; Simplicio temía con angustia el momento de verla desaparecer.
Y desesperado, jadeante, corría, corría.
VIII
Oía a los añosos robles que le gritaban con cólera:
—¿Por qué no nos dijiste que eras un hombre? Nos hubiéramos ocultado de ti, te hubiéramos rehusado nuestras lecciones, para que tus ojos tenebrosos no hubiesen podido ver a Flor-de-las-aguas, la ondina de la fuente. Te presentaste ante nosotros con la inocencia de los animales, y ahora resulta que tienes la intención de los hombres. Mira, despachurras los escarabajos, arrancas nuestras hojas y tronchas nuestras ramas. El huracán del egoísmo te arrastra, y quieres robarnos nuestra alma.
El rosal silvestre añadía:
—¡Detente, Simplicio, por piedad! Recuerda que cuando el niño caprichoso desea respirar el aroma de mis flores, en vez de dejarlas crecer libremente, las arranca, y ¿cuánto goza? Ni una hora.
El musgo dijo a su vez:
—Detén tu marcha, Simplicio, y ven a soñar sobre el terciopelo de mi fresca alfombra. Entre los árboles verás jugar a Flor-de-las-aguas, la contemplarás bañándose en la fuente y arrojando sobre su cuello collares de perlas líquidas. Te permitiremos la alegría de mirarla; como nosotros podrás vivir para verla.
Y toda la selva repetía:
—Detente, Simplicio, un beso debe matarla, no des ese beso. ¿No lo sabes ya? ¿No te lo ha dicho la brisa de la tarde, nuestra mensajera? Flor-de-las-aguas es la flor celeste cuyo perfume da la muerte, ya ves qué destino tan extraño tiene la pobrecilla. ¡Piedad para ella, Simplicio, no devores su alma en tus labios!
IX
Flor-de-las-aguas se volvió y vio a Simplicio, le sonrió, le hizo señas para que se acercara, y dijo al bosque:
—He aquí a mi amado.
Hacía tres días, tres horas y tres minutos que el príncipe perseguía a la ondina. Pero las palabras de los robles sonaban aún tan amenazadoras detrás de él, que estuvo a punto de huir.
Flor-de-las-aguas estrechaba ya sus manos, se empinaba sobre sus pequeños pies para ver dibujarse una sonrisa en los ojos del joven.
—¡Cuánto has tardado! —le dijo—. Mi corazón había presentido que estabas en la floresta, y por ella te he estado buscando sobre un rayo de luna tres días, tres horas y tres minutos.
Simplicio se callaba, conteniendo su respiración. Le hizo su amada sentarse al borde del manantial, acariciándole con la mirada y contemplándole largo rato.
—¿No me reconoces? —dijo ella—. Te he visto a menudo en sueños; soñaba que me cogías la mano y así andábamos mudos y temblorosos. ¿Me has visto tú? ¿No me llamabas en tus sueños?
Y como por fin el príncipe desplegase los labios.
—No digas nada —añadió la ondina—; soy Flor-de-las-aguas y tú eres mi amante. Vamos a morir.
X
Los árboles corpulentos se inclinaban para ver mejor a la joven pareja, pero estremeciéndose de dolor y diciéndose de cañada en cañada que su alma iba a emprender su vuelo.
Todas las voces callaron; desde el tallo de menuda hierba hasta el majestuoso roble se sintieron presos de inmensa piedad, sin que se oyese un solo grito de cólera, pues Simplicio, como amante de Flor-de-las-aguas, era el hijo de las selvas.
La ninfa apoyó la cabeza en el hombro de su compañero, se inclinaron hacia el fondo del arroyuelo, sonriendo ambos. A veces alzaban la frente y seguían con la mirada el polvillo de oro que brillaba con los últimos rayos del sol. Se abrazaron lentamente, muy lentamente, y aguardaron la primera estrella para confundirse y remontarse al infinito.
Ninguna palabra interrumpió su éxtasis. Sus almas, que subían a sus labios, se confundían en su aliento.
El día declinaba; los labios de ambos amantes se iban aproximando cada vez más; el bosque, presa de una terrible angustia, estaba inmóvil y mudo; los grandes peñascos que orlaban la fuente lanzaban enormes sombras sobre la pareja, que resplandecía en medio de la naciente noche.
Y apareció la estrella, uniéronse los labios en un supremo beso, y los robles lanzaron un largo sollozo. Los labios se unieron, las almas habían volado a las alturas.
XI
Un hombre práctico se internó en el monte, acompañado por un sabio. Mientras el primero se extendía en profundas consideraciones acerca de la humedad malsana de los bosques, hablando de los hermosos campos de alfalfa que podrían obtenerse talando aquellos árboles vulgares, el segundo, que deseaba crearse un nombre en el mundo científico, descubriendo alguna planta todavía desconocida, escudriñaba por todas partes, examinando las ortigas y las plantas gramíneas.
Al llegar al borde de la fuente descubrieron el cadáver de Simplicio. El príncipe sonreía en su sueño de muerte, las ondas mecían sus pies, su cabeza descansaba sobre el césped de la orilla. Oprimía con sus labios cerrados para siempre una florecilla blanca y rosa de una exquisita delicadeza y dotada de un aroma penetrante.
—Pobre loco —dijo el hombre—; habrá querido coger una flor y se ha ahogado.
El naturalista, sin preocuparse para nada del cadáver, se había apoderado de la flor, y bajo pretexto de examinarla, deshizo la corola hasta ver todas sus cualidades botánicas, y exclamó:
—Precioso hallazgo. En recuerdo de ese pobre tonto voy a denominar a esta flor, la Anthapheleia limnaia.
—¡Ah, Ninon, Ninon mía! el bárbaro llamaba a mi ideal Flor-de-las-aguas la Anthapheleia limnaia.
FIN
