F. Scott Fitzgerald: El deseo de Navidad de Pat Hobby

Eran las vísperas de Navidad en los estudios. Hacia las once de la mañana, Santa Claus había llegado trayendo regalos para toda aquella población agitada. A cada cual con arreglo a sus gustos y deseos.

Suntuosos presentes de los productores para las estrellas; de los agentes a los productores. Innumerables cajas y paquetes llegados a las oficinas y bungalows. Por todas partes uno podía oír, enterarse, de la generosidad de los actores hacia los directores, o de los regalos que los directores habían distribuido entre sus actores. El champagne había fluido, como un río, desde las oficinas de publicidad hacia las redacciones de la prensa. Aparte de todo esto, aguinaldos de cinco, diez o cincuenta dólares habían caído, como maná, entre las clases de cuello blanco y corbata.

En esta especie de transacción existían, sin embargo, algunas excepciones. Pat Hobby, por ejemplo —que conocía aquel bonito juego desde hacía veinte años—, había tenido la feliz idea de librarse de su secretaria el día anterior. Le iban a enviar una nueva en cualquier momento… Pero no podría esperar que le hiciesen un regalo el primer día.

A la espera de la empleada, salió al pasillo y dio una vuelta por el corredor, echando a hurtadillas un vistazo a los departamentos que estaban abiertos para tratar de descubrir algún indicio de vida. Por unos momentos se detuvo a charlar con Joe Hopper, del departamento de escenografía.

—Esto ya no es como antes —murmuró—; los viejos tiempos han pasado. Antes había una botella en cada mesa, ¿te acuerdas?

—Hay algunas botellas por ahí.

—Pero no muchas que digamos —suspiró Pat—. Y después de esto nos va a caer un trabajo extra, como si lo estuviera viendo.

—Sí, creo que están componiendo un guion con las sobras de todo lo podrido en las redacciones. ¡Es para partirse de risa!

—Yo me parto de risa con estas cosas, puedes creerme. Pero…

De pronto advirtió que una mujer entraba en su despacho con una carpeta en la mano. Se acordó de algo y se quejó amargamente:

—Este Gooddorf me va a hacer trabajar en día de fiesta. Lo estoy viendo.

—Pues yo no lo haría.

—Yo tampoco, pero mis cuatro semanas de vacaciones están programadas para el próximo viernes. Si me pongo tonto, me las pueden reventar.

Hopper sabía bien —viendo alejarse al hombre— que nada ni nadie sería capaz de «reventar» aquellas cuatro semanas. Estaba Pat contratado para trabajar en el script de una ópera al viejo estilo, y todos los muchachos que trabajaban en aquella producción murmuraban que aquello era un engendro maldito.

—Yo soy la señorita Kagle —dijo la nueva secretaria de Pat.

Tendría unos treinta y seis años y era guapa, gordita, con aire cansado, pero, al parecer, eficiente. La muchacha fue hacia la máquina de escribir, sin decir palabra, la examinó ligeramente y luego se sentó ante ella. Súbitamente, sin que nadie pudiera esperarlo, estalló en sollozos.

Pat se sobresaltó. La regla común allí era el propio control contra todos los vientos y sinsabores. ¿No era ya bastante malo aquello de tener que trabajar en vísperas de Navidad? Se fue hacia la puerta del despacho y la cerró… Si alguien pasaba por allí podría pensar que él la estaba insultando o abusando de ella de algún modo.

—Ánimo, ánimo señorita —le dijo—. ¡Qué estamos en Navidad!

Ella se había serenado ya. Se irguió al tiempo que componía la figura y se enjugaba la mejilla y la nariz con un pañuelito.

—Las cosas no son tan malas como uno puede pensar en un principio —le dijo, aunque sin demasiado convencimiento interior, sólo para animarla—. ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Es que la han despedido? —Ella movió la cabeza, negando. Dio un suspirito y abrió el bloc de notas—. Usted, ¿para quién trabajaba?

Ella contestó con los dientes apretados:

—Para Harry Gooddorf. —Pat abrió mucho los ojos, teñidos permanentemente de unas vetas sanguinolentas. Recordaba ahora haberla visto, efectivamente, en el antedespacho de Harry—. Desde 1921. Hace dieciocho años. Y ayer me mandó al departamento general. Dice que le causo «depresión». Pero no era así como hablaba, cayéndole la baba durante horas y horas, hace diez o doce años.

—Sí, sí, claro —comentó Pat—; en aquellos tiempos era un «castigador». Se las daba de hombre guapo.

—¡Bueno!, yo podía haberme aprovechado entonces. ¡Fui tonta y no lo hice!

Pat se sintió intrigado.

—¿Tal vez hubo compromiso incumplido…? —insinuó, y ella se encogió de hombros.

—Yo tenía algo más fuerte que eso. ¡Y aún lo tengo, no vaya a creer! Pero las cosas que pasan… Yo, tonta de mí, creí que estaba enamorada de ese hombre… —Se puso las manos en los ojos, como intentando concentrarse y serenarse definitivamente. Luego añadió—: Bien, ¿tiene algo que dictarme?

Pat se acordó de su trabajo, fue a la mesa y cogió el bloque de holandesas encuadernadas.

—Sí, una inserción —empezó—: Escena 114 A. —Pat empezó a dar paseos por el despacho—. Adición. Una toma prolongada de segundos planos —decretó—: Buck y los mexicanos aproximándose a la hacienda.

—¿Adónde?

—A la hacienda…, el rancho —se quedó mirándola por un instante con ojos de reproche—. Ahora, B: dos tomas. Buck y Pedro. Buck dice: «¡Ese hijo de perra… Le comería las tripas!

La señorita Kagle levantó la vista, desconcertada.

—¿De veras quiere que ponga eso?

—¡Claro que sí!

—No creo que vaya bien…

—Soy yo quien escribe, señorita. Ya sé que es fuerte. Pero si ponemos otra cosa la escena pierde garra. Se queda sin fuerza…

—¿Y no tendrán que cambiar la expresión…, digo yo…, más tarde?

Volvió a mirarla con severidad. No le gustaba estar cambiando de secretaria todos los días.

—No se preocupe. El señor Harry Gooddorf no va a alterarse por esto.

—¿Es para el señor Gooddorf para quien trabaja? —preguntó la señorita Kagle con tono de alarma.

—Sí, hasta que me despida.

—¡Oh, yo no debía haber dicho nada…!

—No se preocupe —contestó, queriendo tranquilizarla—. No es amigo mío. Me paga cincuenta y tres a la semana cuando debería pagarme doscientos…

Volvió a los paseos. Repitió las dos inserciones, como recreándose en ellas. Y ahora parecía como si no se estuviera refiriendo a los personajes de la función, sino al propio señor Gooddorf. Repentinamente enmudeció, como absorto en extraños pensamientos.

—Dígame: ¿qué es lo que sabe usted de él? ¿Se portó mal con alguien? Es lo que suele hacer.

—Bueno, señor Hobby, yo siento haber hablado más de la cuenta…

—Llámeme Pat, por favor. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Helen.

—¿Casada?

—Ahora no.

—Bien, escuche usted, Helen: ¿qué tal si cenamos juntos?

II

En vísperas de Navidad estaba aún intentando arrancarle a la muchacha su secreto. Tenían casi todo el estudio para ellos solos. Tan sólo unos cuantos técnicos andaban por allí, aunque no se hacían visibles. Habían intercambiado regalos de Navidad. Pat se gastó cinco dólares en chucherías y ella le había comprado una corbata blanca de seda. Y un pañuelo. Perfecto. Él se acordaba de los buenos tiempos, cuando recibía por docenas aquellos mismos obsequios.

El guion iba progresando a ritmo lento; pero la amistad entre ellos corría con velocidad supersónica. El secreto que ella guardaba era cosa que él valoraba en mucho. Aun a riesgo de equivocarse. Se decía, además, que muchas, muchísimas carreras se habían impulsado con resortes de aquella clase. Con secretos más o menos velados de los altos jerarcas. Alguien —estaba seguro de ello— los podría aprovechar. Y ya se relamía, perfilando el contenido de una imaginaria conversación con Harry Gooddorf…

—Mire lo que pasa, señor mío. Es esto: mi experiencia no está siendo aprovechada aquí en forma debida. Escriben los guiones unos indocumentados…, y las correcciones deberían hacerlas los redactores, no yo. Yo podría y debería hacer otras cosas…

—¿Por ejemplo?

—¡Otras cosas! —insistiría Pat con firmeza.

Estaba precisamente embebido en uno de estos sueños, cuando, inesperadamente, el señor Harry Gooddorf hizo su aparición.

—Felicidades, Pat —dijo con tono de jovialidad. Pero enseguida su sonrisa se apagó al ver allí a la señorita Helen—. ¡Hola, Helen! —dijo—. No sabía que usted y el señor Pat trabajaban juntos… Le envié mis recuerdos y mi felicitación al departamento de guiones…

—No debió hacer eso, señor…

Harry se volvió rápidamente hacia Pat.

—Me están atosigando los de arriba, muchacho —comentó—. ¡Tengo que entregar ese guion el jueves!

—Muy bien. Para eso estoy yo aquí —contestó Pat—. Estará listo para el jueves. ¿Le he fallado alguna vez?

—Muchas veces —dijo Harry—. ¡Sí, muchas veces…!

Parecía que iba a agregar algo más, cuando un botones entró con un sobre que alargó a la señorita Kagle. Harry, repentinamente, dio media vuelta y salió del despacho sin más comentarios.

—¡Mejor que se haya ido! —bufó la secretaria con los labios apretados, mientras desgarraba el sobre. ¡Aquí está…! Diez «pavos»…, una miseria de diez pavos, nada menos que de un ejecutivo. ¡Y esto, después de dieciocho años!

Pat creyó que era su momento. Sentado al otro lado de la mesa, empezó a esbozar a la muchacha las líneas principales de su plan.

—Esto va a ser muy fácil para nosotros… —le dijo—. Tú vas a ser, sin duda alguna (ya hacía tiempo que habían decidido tutearse), el jefe nato del departamento de guiones. Y yo, un productor asociado. ¡Ya lo verás! No vamos a estar mendigando toda la vida haciendo correcciones y arreglando las barbaridades de los niños bonitos y estirados. Nosotros…, si las cosas van bien, quiero decir…, ¡nosotros podríamos pensar incluso en casarnos!

Ella se quedó dudando por un largo tiempo. Al fin tomó una cuartilla nueva para ponerla en la máquina y Pat sintió que su castillo de naipes se le venía abajo. Pensó que todo su plan había fracasado…, pero ella dijo:

—Puedo escribirla casi de memoria… Es una carta que él mismo escribió el 3 de febrero de 1921. La firmó y me la dio para que la pusiera en el correo. Pero había cierta rubia en la que el hombre andaba muy interesado, y a mí me escamó aquel secreto.

Helen, mientras hablaba, estuvo tecleando en la máquina, y ahora la nota estaba terminada y se la alargaba a Pat:

Willy Bronson.
First National Studios.
Personal.
Querido Bill:
Hemos matado a Taylor. Creo que deberíamos haberlo hecho antes. Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada.
Tuyo, Harry.

Pat se quedó mudo por el asombro y miró fijamente a Helen.

—¿Te das cuenta? —preguntó Helen—. El uno de febrero de 1921, alguien asesinó a William Desmond Taylor, nuestro director. ¡Y nunca se supo quién lo hizo!

III

Durante dieciocho años ella había guardado la nota original, con sobre y todo. A Bronson le había enviado tan sólo una copia, calcando al pie la firma de Harry Gooddorf.

—Escucha, cariño —dijo Pat entonces—: ya sabes que siempre pensé que eso era cosa de una mujer… Sí, fue una muchacha, sin duda, quien acabó con Taylor.

Distraído, abrió el cajón para sacar una botella de whisky. Luego añadió, como dando forma a un pensamiento íntimo:

—¿Está eso en lugar seguro?

—Apuesta lo que quieras a que lo está. Nadie podría adivinar dónde.

—Sólo nosotros lo sabemos…

Ante los ojos de Pat se desarrollaba una cinta multicolor en la que no faltaban los coches, las piscinas, los dólares y las mujeres bonitas.

Dobló la nota, se la metió en el bolsillo, echó un trago de whisky y enseguida alargó la mano hacia la percha para tomar su sombrero.

—¿Es que vas a verle ahora? —preguntó Helen alarmada—. ¡Espera un poco hasta que yo me aclare! No tengo ganas de morir yo también asesinada.

—No te preocupes. Nos encontraremos dentro de una hora en The Muncherie, ¿de acuerdo?

Mientras se dirigía al despacho de Gooddorf, tomó la decisión firme de no mencionar hechos ni nombres dentro de los muros del estudio. En tiempos mejores, cuando estaba al frente del departamento de escenarios, Pat había concebido la feliz idea de colocar un dictáfono en todos los despachos de los guionistas y redactores. De este modo, su lealtad hacia los ejecutivos del estudio quedaba bien probada.

La idea fue tomada a broma. Pero más tarde, cuando él mismo se vio rebajado de categoría y vuelto a su condición de redactor, secretamente se preguntó más de una vez si no habrían seguido adelante con aquella desdichada sugerencia suya. Quién sabe si alguna indiscreción suya no había sido el motivo fundamental para que le arrojaran de nuevo a una de aquellas perreras en la que llevaba ya diez años consecutivos. A pesar de todo, la idea de aquellos dictáfonos no se le iba de la cabeza. Dictáfonos que se accionarían, discretamente, con cualquier palanquita oculta o pedal en el momento preciso. Invadido por aquellos tristes pensamientos, entró por fin en el despacho de Gooddorf.

—Harry —preguntó, procurando elegir con cuidado sus palabras—: ¿te acuerdas bien de la noche del 1 de febrero de 1921?

Con ademán de aparente sorpresa, Gooddorf se echó hacia atrás en su sillón giratorio.

—¿Cómo dices?

—Intenta recordar, por favor. Es importante para ti.

La expresión de Pat, vigilando atentamente las reacciones de su interlocutor, era expectante y ansiosa.

—Febrero… de 1921… —musitó Gooddorf—. ¡No! ¿Cómo puedo recordar eso? ¿Es que piensas que llevo un diario? Ni siquiera sé dónde estaba aquella noche.

—Pues estabas aquí, en Hollywood.

—Probablemente. Si tú lo sabes, dímelo.

—Deberías recordarlo tú mismo.

—Vamos a ver… Yo me fui a la costa en el dieciséis, y estuve con aquello de las biografías hasta 1920. Luego empecé con las comedias, ¿no es eso? ¡Eso es! Yo estaba haciendo una pieza… Creo que era la que lleva el título de Knucleduster, y yo estaba rodando los exteriores…

—No siempre. Tú estabas en la ciudad el día 1 de febrero del año 1921…

—¿Qué es esto? —preguntó Gooddorf alarmado—, ¿un interrogatorio de tercer grado?

—No; es sólo que tengo cierta información… Información sobre tus movimientos en esa fecha crítica.

El rostro de Gooddorf enrojeció por unos segundos. Dio la impresión de que iba a coger a Pat por las solapas y lo iba a arrojar violentamente del despacho. Pero no lo hizo. Por el contrario, se moderó, humedeció los labios con la lengua y bajó la vista hacia la mesa del despacho.

—Bien —dijo—, sigo sin comprender qué es lo que pretendes y qué negocio te traes entre manos al venir aquí.

—Es un negocio decente, de hombre honrado, quiero decir.

—¿Y cuándo te has convertido tú en… un hombre decente?

—Toda mi vida lo he sido —replicó Pat sin inmutarse—. Y aunque no fuera así, jamás he llegado a esos extremos. Nunca hice algo semejante.

—¡Santo Dios! —Exclamó Harry, desdeñoso—. Tú dándome lecciones de moral y buenas maneras. ¿Y de qué se trata? ¿Tienes alguna confesión mía por escrito? Esa fecha está más que olvidada.

—No en la memoria de un hombre honrado y decente. Y en cuanto a lo de la confesión escrita… ¡Sí, la tengo!

—Lo dudo mucho, muchacho. A ti te han dado una falsa información. Te han metido en un mal asunto, puedes creerme.

—He visto las pruebas. Con mis ojos —aseguró Pat, lleno de confianza—. ¡Una prueba suficiente como para colgarte!

—Escucha, amigo. No quiero ningún escándalo, ni deseo la menor publicidad. Estoy dispuesto a arrojarte de la ciudad si es preciso.

—De modo que sí… Me vas a arrojar de la ciudad, ¿no es así?

—Vuelvo a repetir que no quiero la menor publicidad.

—En ese caso, será mejor que vengas conmigo.

—¿Adónde?

—Un bar, por ejemplo. Donde podamos estar solos.

Thex  Muncherie, efectivamente, estaba desierto. Solamente Helen Kagle, que esperaba en una mesita y que dio un respingo de susto cuando los vio entrar. Al verla, el semblante de Gooddorf se encendió, con expresión de reproche.

—¡Vaya unas Navidades gloriosas! —exclamó—. Y la familia, que hace una hora que me aguarda. Vamos a ver cuál es vuestro plan. Decís que tenéis algo de mi puño y letra, ¿no es eso?

—Sí, aquí tienes una copia. No trates de quedarte con ella o comértela, porque es una copia, lo repito…

Pat se había sacado el papelito del bolsillo de la chaqueta y leyó la fecha en voz alta. Luego levantó la vista. Conocía al dedillo la técnica realizadora de aquellas escenas. Al pasar de moda los westerns, había trabajado bastante en obras de crimen y misterio. Leyó: «A William Bronson… Querido Bill: Hemos matado a Taylor. Creo que deberíamos haberlo hecho antes. Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada. Tuyo, Harry».

Pat hizo una pausa.

—¡Tú escribiste esto en febrero, el día 3, en 1921!

Se hizo un silencio. Gooddorf se volvió hacia Helen Kagle.

—¿Hizo usted… eso? ¿Le dicté yo, alguna vez, una cosa semejante?

—No —admitió ella con un tono apagado de voz—, eso lo escribió usted mismo. Yo abrí la carta.

—Comprendo. Y bien, ¿qué es lo que pretenden?

—¡Mucho! —respondió Pat, que se sintió muy complacido con la rotundidad de su respuesta.

—¿El qué exactamente?

Pat empezó a explicar. Empezó a explicar los detalles de una carrera brillante, apropiada para un escritor de cuarenta y nueve años. Se bebió, mientras hablaba, tres whiskys seguidos. No cesó de insistir en lo mismo una y otra vez: ¡quería ser un productor, pero mañana mismo!

—¿Por qué mañana? —preguntó Gooddorf—. ¿Eso no puede esperar?

En los ojos de Pat había humedad. Casi, casi, lágrimas reales.

—Estamos en Navidad —dijo—. Se trata de un deseo de Navidad, un deseo que he alimentado durante mucho tiempo. Entiéndelo… ¡Ya he esperado demasiado!

Gooddorf se puso en pie súbitamente.

—¡Jamás! —dijo—. ¡Nunca haré de ti un productor…! No podría hacerle esa faena a la compañía. Llegaremos hasta donde sea preciso. ¡Denúnciame si quieres!

Pat abrió la boca, asombrado:

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que has oído. Y no hay otra alternativa.

Alzó orgullosamente la cabeza y se volvió, comenzando a dirigirse hacia la puerta.

—¡Perfecto! —le gritó Pat—: Tú verás lo que haces, porque es tu última oportunidad.

De pronto se sorprendió al ver que Helen se levantaba y echaba a correr detrás de Gooddorf, al que intentó detener, echándole los brazos al cuello.

—¡No tienes que preocuparte por nada, Harry! —le gritó—. Yo lo destruiré… ¡Todo ha sido una broma!

Su voz sonaba frenética, mientras Gooddorf movía la cabeza y sonreía. De pronto, la muchacha reaccionó y su rostro se ensombreció. Siguió argumentando ante Harry.

—¿Es que no lo has creído? ¿No crees que yo tenga esa carta?

—¡Oh, sí, claro que la tienes, monada…! Pero no es nada de lo que te imaginas —volvió con ella a la mesa en que estaba Pat y se sentó de nuevo. Se encaró con Pat—. ¿Sabes lo que pensé en un principio? Creí que se trataba simplemente de la fecha en que ésta y yo tuvimos una aventura. Eso es lo que creí, y creí que ahora trataba de armar jaleo por aquello. Tendría que estar loca, claro está, porque desde entonces se ha casado dos veces. Lo mismo que yo.

—La nota no tiene nada que ver con eso —replicó Pat, con tono adusto—. Tú mataste a Taylor, y lo admites allí, en esa nota.

Gooddorf asintió con la cabeza.

—Debemos admitir que lo matamos entre todos —dijo—. Éramos una masa sin orden… Taylor, Bronson, yo, y todos los demás, tirándonos a degüello por el dinero. Tuvimos que hacer un pacto, o como quieras llamarle. Un acuerdo para ir despacio. El país estaba esperando que uno de nosotros fuera colgado… Le advertimos a Taylor que fuera cauto y midiera sus pasos, pero no supo o no quiso hacerlo. No quiso oír nuestros consejos y le dejamos ir. Alguna rata lo mató, disparando sobre él… ¡Pero nunca hemos sabido quién fue! —Se levantó de nuevo—. Como alguien debería haber hecho contigo, Pat. Pero tú eras en aquel tiempo un muchacho divertido. Aparte de que todos andábamos muy ocupados.

Pat carraspeó.

—En cierto modo, también a mí me asesinaron —se quejó—. ¡Y a mansalva!

—Demasiado tarde ya —contestó Gooddorf—. Tú has llegado hasta esta Navidad con tus grandes deseos. Yo voy a concederte uno de ellos, pero no te diré nada hoy. No esta tarde.

Cuando hubo desaparecido, Pat y Helen se miraron en silencio. Con decisión, Pat sacó otra vez la nota de su bolsillo y volvió a examinarla. Leyó en voz alta: «Pero ahora, por favor, mantén la boca cerrada…».

Helen suspiró.

—Eso es —dijo—: «Mantener la boca cerrada». ¿Por qué no?

Pat se encogió de hombros, decepcionado.

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Ficha bibliográfica

Autor: Francis Scott Fitzgerald
Título: El deseo de Navidad de Pat Hobby
Título original: Pat Hobby’s Christmas Wish
Publicado en: Esquire, enero de 1940
Traducción: Alberto Luis Pérez

[Relato completo]

F. Scott Fitzgerald