Era una mañana de domingo, en plena primavera Georg Bendemann, joven comerciante, estaba sentado en su dormitorio, en el primer piso de una de esas casas bajas y mal construidas que se elevaban a lo largo del río, que apenas se distinguían unas de otras por la altura y el color. Acababa de escribir una carta a un amigo de infancia que se encontraba en el extranjero, la cerró distraída y lánguidamente y, apoyando los codos sobre el escritorio, contempló por la ventana el río, el puente y las colinas de la otra orilla, con su pálida vegetación.
Pensaba en su amigo, que algunos años antes, disconforme con las perspectivas que su patria le ofrecía, se había ido a Rusia. Ahora tenía un negocio en San Petersburgo, que al principio había prosperado bastante, pero que desde tiempo atrás parecía decaer, según se deducía de las quejas que su amigo, en sus visitas cada vez más espaciadas, formulaba insistentemente. Por lo tanto, sus esfuerzos en el extranjero eran inútiles; la exótica barba larga no había logrado transformar totalmente su rostro tan familiar desde la infancia, cuyo tinte amarillento parecía revelar alguna enfermedad latente. Según él decía, no tenía mayores relaciones con la colonia de compatriotas en aquella ciudad ni tampoco amistades entre las familias del lugar, de modo que su destino parecía ser una definitiva soltería.
¿Qué se podía escribir a una persona así, que evidentemente había errado de camino, y a quien se podía compadecer, pero no ayudar? ¿Aconsejarle acaso que volviera a su patria, que se trasplantara nuevamente, que reanudara sus antiguas amistades —nada podía impedírselo— y se confiara en general a la benevolencia de sus amigos? Pero eso sólo hubiera significado decirle, y cuanto más amable, más ofensivamente, que todos sus esfuerzos habían sido vanos, que ya era hora de darse por vencido, que debía repatriarse y permitir que lo miraran eternamente como a un repatriado, con los ojos abiertos de asombro; que sólo sus amigos eran sensatos, que él era simplemente un niño adulto y que le convenía atenerse al consejo de sus amigos más afortunados porque no habían salido del país. ¿Y era acaso tan obvio que todos esos sufrimientos que se quería infligirle resultarían provechosos? Tal vez ni siquiera deseaba volver —él mismo decía que ya no estaba al corriente del estado de los negocios en su patria— y, por lo tanto, se quedaría en el extranjero a pesar de todo, amargado por los consejos, y cada vez más alejado de sus amigos. En cambio, si seguía estos consejos, y al llegar aquí se encontraba peor que antes —naturalmente, no por malicia, sino por la fuerza de las circunstancias—, no se sentía cómodo ni con sus amigos ni sin ellos, y en cambio se consideraba humillado, descubría de pronto que carecía tanto de patria como de amigos, ¿no sería mejor después de todo quedarse en el extranjero, como ahora? Considerando todas estas circunstancias, ¿se podía realmente dar por sentado que le convenía volver al país?
Por estos motivos, si uno deseaba mantener con él una relación epistolar, no podía impartirle noticias reales, ni siquiera las que se pueden comunicar sin temor a las más distantes relaciones. Ya hacía tres años que el amigo no venía al país, y se excusaba laboriosamente, alegando la inseguridad de la situación política en Rusia, que al parecer no permitía ni la más breve ausencia de un pequeño comerciante, mientras cientos de miles de rusos se paseaban tranquilamente por el mundo. Sin embargo, durante el transcurso de esos tres años las cosas habían cambiado mucho para Georg. Hacía más o menos dos años que la madre de Georg había muerto, y desde entonces éste vivía con su padre; por supuesto, el amigo se enteró de la noticia y expresó sus condolencias mediante una carta, con tal sequedad que uno tenía forzosamente que deducir que la tristeza provocada por semejante pérdida era completamente incomprensible en el extranjero. Pero, desde esa época, Georg se había aplicado con mayor decisión a sus negocios, así como a todo lo demás. Tal vez la circunstancia de que su padre, mientras vivió su madre, sólo permitía que las cosas se hicieran como a él le parecía, le había impedido una verdadera y eficaz actividad. Pero después de dicha muerte, aunque todavía se ocupaba algo de los negocios, el padre se había vuelto menos tiránico. Tal vez —y esto era lo más probable— una racha sostenida de suerte lo había ayudado; pero era evidente que durante esos dos años los negocios habían mejorado inesperadamente; se habían visto obligados a duplicar el personal, las entradas se habían quintuplicado e, indudablemente, el futuro le reservaba nuevos éxitos.
Pero su amigo no sabía nada de estas transformaciones. En otros tiempos, quizá por última vez en su carta de condolencia, había tratado de persuadir a Georg para que se fuera a Rusia y le había descrito detalladamente las perspectivas comerciales que San Petersburgo le ofrecía. Las cifras eran infinitesimales en comparación con el volumen actual de los negocios de Georg. Pero éste no había sentido deseos de revelar sus éxitos a su amigo, y hacerlo ahora habría parecido realmente extraño.
Por lo tanto, Georg se limitaba en todos los casos a poner a su amigo al corriente de sucesos sin importancia, los que uno puede recordar una tranquila mañana de domingo y que el azar trae a la mente. Sólo quería que la imagen que durante este largo intervalo su amigo se había formado de su ciudad natal, y con la cual vivía conforme, no se modificaran. Y así ocurrió que Georg le anunció tres veces seguidas, en tres cartas bastante separadas entre sí, el compromiso de un hombre sin importancia con una joven igualmente sin importancia, hasta que el amigo, contra todas las previsiones de Georg, comenzó a interesarse por ese notable acontecimiento.
Georg prefería escribirle estas cosas en vez de confesarle que él mismo estaba comprometido, desde hacía algunos meses, con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia acomodada. A menudo hablaba de su amigo con su novia y de la curiosa relación epistolar que los unía.
—Entonces, no vendrá a nuestro casamiento —decía ella—, y, sin embargo, yo tengo el derecho de conocer a todos tus amigos.
—No quiero importunarlo —contestaba Georg—; entiéndeme bien, él probablemente vendría, por lo menos así creo; pero se sentiría obligado e incómodo, tal vez me tendría envidia, y ciertamente se sentiría descontento e incapaz de hacer nada para mitigar su descontento, y luego debería retornar solo a Rusia. Solo; ¿comprendes lo que eso significa?
—Sí, pero ¿no se enterará por otros medios de nuestra boda?
—No puedo impedirlo; pero, considerando la vida que hace, es improbable.
—Si tenías semejantes amigos, Georg, no debiste comprometerte conmigo.
—Bueno, la culpa de eso es tan tuya como mía; pero ahora no quisiera por nada cambiar la decisión.
Y cuando ella, respirando agitadamente bajo sus besos, agregó:
—De todos modos, me preocupa —él pensó que realmente no perdería nada si confesaba todo a su amigo.
«Así soy y así me eligió —pensó—; no puedo dedicarme a crear una imagen de mí que parezca más apropiada que yo para su amistad.»
Y, en efecto, la larga carta que acababa de escribir esa mañana de domingo informaba a su amigo del éxito de su compromiso con las siguientes palabras: «Me reservé para el final la mejor noticia. Estoy comprometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia acomodada, que vino a vivir a esta ciudad mucho después de tu partida y a quien por lo tanto no puedes conocer. Ya tendré ocasión de darte más detalles sobre mi novia; hoy me limito a decirte que soy muy feliz y que el único cambio que esto provocará en nuestra relación de siempre es que, si hasta ahora has tenido un amigo como todos, ahora tienes un amigo feliz. Además, encontrarás en mi novia, que te saluda afectuosamente y que pronto te escribirá personalmente, una verdadera amiga, lo que siempre es algo para un muchacho soltero. Sé que muchos motivos te impiden venir a visitarnos, pero ¿no te parece que mi casamiento es la ocasión más apropiada para hacer a un lado todos esos obstáculos? De todos modos, sea como sea, haz como mejor te parezca, de acuerdo únicamente a tus intereses.»
Con esta carta en la mano, Georg permaneció largo rato sentado ante su escritorio, mirando hacia la ventana. Apenas había contestado con una sonrisa distraída el saludo de un conocido que pasaba por la calle.
Finalmente se metió la carta en el bolsillo y salió de la habitación; atravesó un breve corredor hasta llegar a la habitación de su padre, donde no había entrado durante meses. En realidad esto no era necesario, porque veía a su padre todos los días en el negocio y, además, a mediodía comían juntos en un restaurante; de noche cada uno hacía lo que quería, pero generalmente se quedaban un rato en la sala común, con sus respectivos diarios, a menos que Georg, como a menudo ocurría, saliera con sus amigos o, sobre todo en los últimos tiempos, fuera a visitar a su novia.
Georg se asombró de que el cuarto de su padre fuera tan oscuro, aun en una mañana de sol: tanta sombra daba la alta pared que limitaba el patiecito. El padre estaba sentado junto a la ventana, en un rincón adornado con diversos recuerdos de la difunta madre, y leía el diario sosteniéndolo un poco de costado ante los ojos, para compensar cierto defecto visual. Sobre la mesa estaban los restos del desayuno, del que parecía no haber aprovechado mucho.
—¡Ah, Georg! —dijo el padre, y se acercó para recibirlo.
Al andar, su pesada bata se abrió, y el amplio vuelo onduló susurrante en torno del anciano. «Mi padre es todavía un gigante», pensó Georg.
—Aquí está insoportablemente oscuro —dijo luego.
—Sí, está bastante oscuro —contestó el padre.
—¿Y tienes la ventana cerrada, además?
—Lo prefiero así.
—Afuera hace bastante calor —dijo Georg, como si continuara su observación anterior, y se sentó.
El padre recogió los platos del desayuno y los colocó sobre una cómoda.
—Sólo quería decirte —prosiguió Georg, que seguía con la mirada los movimientos de su padre, como si estuviera ausente— que he decidido enviar a San Petersburgo la noticia de mi compromiso.
Sacó del bolsillo un extremo de la carta y luego volvió a guardarla.
—¿A San Petersburgo? —preguntó el padre.
—Sí, a mi amigo —dijo Georg, buscando la mirada de su padre.
«En el negocio es otro hombre —pensó—; con qué solidez está aquí sentado, con los brazos cruzados sobre el pecho.»
—Sí. A tu amigo —dijo el padre con énfasis.
—Recordarás, padre, que al principio quise ocultarle mi compromiso. Por consideración hacia él; ése era el único motivo. Tú bien sabes que es una persona un poco quisquillosa. Pensé que podía enterarse por otras fuentes de mi compromiso, aunque, teniendo en cuenta su vida solitaria, eso no es muy probable; yo no podía evitarlo, pero de mí directamente no lo habría sabido nunca.
—Y, sin embargo, ¿ahora has cambiado otra vez de idea? —preguntó el padre, depositando su enorme periódico sobre el alféizar de la ventana y sobre el periódico las gafas, que cubrió con la mano.
—Sí, ahora he cambiado de idea. Si es realmente amigo mío, pensé, entonces, la felicidad de mi compromiso ha de ser también una felicidad para él. Y por lo tanto no me demoré en comunicárselo. Pero antes de enviar la carta quise decírtelo a ti.
—Georg —dijo el padre, abriendo su desdentada boca—, escúchame. Acudes a mí para hablarme de este asunto. Eso indudablemente te honra. Pero no sirve de nada, desgraciadamente no sirve de nada, si no me dices, además, toda la verdad. No quiero sacar a relucir cuestiones que no vienen al caso. Pero, desde la muerte de nuestra querida madre, han ocurrido ciertas cosas realmente desagradables. Quizá llegue alguna vez el momento de mencionarlas, y tal vez mucho más pronto de lo que pensamos. En el negocio hay muchas cosas que escapan a mi conocimiento, aunque esto no quiere decir que me las oculten (no pretendo insinuar ahora que me las ocultan), ya no soy tan capaz como antes, me falla la memoria, no puedo estar al corriente de todo. En primer lugar, esto se debe al ineludible proceso natural, y en segundo lugar, la muerte de nuestra querida madrecita ha sido para mí un golpe mucho más fuerte que para ti. Pero prefiero no alejarme de este asunto, de esta carta; por lo tanto, Georg, te ruego que no me engañes. Es una trivialidad, no vale la pena ni mencionarla; por eso mismo no me engañes. ¿Existe realmente ese amigo tuyo en San Petersburgo?
Georg se puso de pie, desconcertado.
—Dejemos en paz a mi amigo. Mil amigos no reemplazarían a mi padre. ¿Sabes qué pienso? Que no te cuidas bastante. La ancianidad exige ciertas consideraciones. Eres para mí indispensable en el negocio, lo sabes perfectamente; pero si el negocio es perjudicial para tu salud, mañana mismo lo cierro para siempre. Y eso no nos conviene. No puedes seguir viviendo como vives. Debemos introducir un cambio radical en tus hábitos. Te quedas aquí sentado, en la oscuridad, cuando en la sala hay tanta luz. Apenas pruebas el desayuno, en vez de alimentarte como corresponde. Te quedas junto a la ventana cerrada cuando el aire te haría tanto bien. ¡No, padre! Llamaré al médico, y seguiremos sus indicaciones. Cambiaremos de habitación: pasarás al cuarto de delante, y yo a éste. No advertirás el cambio, porque mudaremos también todas tus cosas. Pero hay tiempo para todo eso; por ahora, descansa un poco en la cama, seguramente necesitas reposo. Ven, te ayudaré a desvestirte, ya verás como puedo. O si prefieres ir ya a la pieza de delante, puedes acostarte por ahora en mi cama. Sería lo más sensato.
Georg estaba junto a su padre, que había dejado caer sobre el pecho la cabeza de revueltos cabellos blancos.
—Georg —dijo el padre en voz baja, sin moverse.
Georg se arrodilló inmediatamente junto a su padre; al mirar su fatigado rostro comprobó que las dilatadas pupilas lo contemplaban de reojo.
—No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Siempre has sido un bromista y también conmigo has querido bromear. ¿Cómo podrías realmente tener un amigo allá? No puedo creerlo.
—Haz un esfuerzo de memoria —dijo Georg, levantando de la silla al padre y quitándole la bata, mientras el anciano se sostenía débilmente en pie—; pronto hará tres años que mi amigo vino a visitarnos. Recuerdo todavía que no le tenías mucha simpatía. Por lo menos dos veces te oculté su presencia, aunque en realidad se encontraba conmigo en mi habitación. Tu antipatía hacia él me resultaba perfectamente comprensible, ya que mi amigo tiene sus peculiaridades. Pero luego te llevaste bastante bien con él. Me sentía tan orgulloso de que lo escucharas, que estuvieras de acuerdo con él y le hicieras preguntas. Si piensas un poco, lo recordarás. Nos contaba las más increíbles historias de la Revolución rusa. Por ejemplo, cuando vio, durante un viaje de negocios a Kiev, a un sacerdote en un balcón, en medio de un tumulto, que se cortó una cruz sangrienta en la palma de la mano, y luego alzó la mano y habló a la multitud. Tú mismo has contado algunas veces esa historia.
Mientras tanto, Georg había logrado sentar nuevamente a su padre y quitarle con toda delicadeza los pantalones de lana que usaba por encima de los calzoncillos, lo mismo que los calcetines. Al contemplar el dudoso estado de limpieza de la ropa interior, se reprochó su descuido. Era indudablemente uno de sus deberes cuidar de que su padre no careciera de mudas de ropa interior. Todavía no había decidido con su futura esposa qué harían con su padre, porque tácitamente habían dado por sentado que el padre seguiría viviendo solo en el antiguo apartamento. Pero ahora decidió, de pronto, que su padre viviría con ellos, en su futura casa. Considerándolo más atentamente, hasta era posible que los cuidados que pensaba prodigar a su padre llegaran demasiado tarde.
Llevó en sus brazos al padre hasta la cama. Experimentó una sensación terrible al advertir que durante el breve trayecto hasta la cama el padre jugaba con la cadena de reloj que cruzaba su pecho. Ni siquiera podía acostarlo, tan firmemente se había aferrado a la cadena.
Pero en cuanto el anciano se acostó, todo pareció arreglado. Él mismo se cubrió y se subió las mantas mucho más arriba de los hombros, lo que era insólito en él. Luego miró a Georg, con ojos más bien amistosos.
—¿No es cierto que ahora comienzas a acordarte de él? —preguntó Georg con un movimiento cariñoso de la cabeza.
—¿Estoy bien cubierto? —preguntó el padre, como si no pudiera ver si tenía los pies debidamente tapados.
—Ya te sientes mejor, en la cama —dijo Georg, y le acomodó la ropa.
—¿Estoy bien cubierto? —preguntó nuevamente el padre; parecía extraordinariamente interesado en la respuesta.
—No te preocupes, estás bien cubierto.
—¡No! —exclamó el padre, interrumpiéndolo.
Arrojó las mantas con tal fuerza que en un instante se desparramaron totalmente y se puso de pie en la cama. Con una sola mano se apoyó ligeramente en el cielo raso.
—Tú quisieras cubrirme, lo sé, mi pequeño vástago; pero todavía no estoy cubierto. Y aunque sean mis últimas fuerzas, para ti son suficientes, demasiadas casi. Conozco muy bien a tu amigo. Habría sido para mí un hijo predilecto. Por eso mismo tú lo traicionaste, año tras año. ¿Por qué si no? ¿Crees que no lloré nunca por él? Por eso te encierras en el escritorio, nadie puede entrar, el Jefe está ocupado; para escribir tus falsas cartas a Rusia. Pero por suerte un padre no necesita aprender a leer los pensamientos de su hijo. Cuando creíste que lo habías hundido, que lo habías hundido tanto que podías sentar tu trasero sobre él y que él ya no se movería, entonces mi señor hijo decide casarse.
Georg contempló la horrible imagen conjurada por su padre. El amigo de San Petersburgo, a quien su padre repentinamente conocía tan bien, impresionó su imaginación como nunca. Lo vio perdido en la vasta Rusia. Lo vio ante la puerta del negocio vacío y saqueado. Entre los escombros de los mostradores, de las mercaderías destrozadas, de dos picos rotos de gas, lo vio perfectamente. ¿Por qué se habría ido tan lejos?
—Pero escúchame —gritó el padre.
Georg, casi enloquecido, se acercó a la cama para enterarse definitivamente de todo, pero se detuvo a mitad de camino.
—Porque ella se levantó las faldas —comenzó a decir el padre con voz aflautada—, porque ella se levantó las faldas así, la inmunda cochina —y, como ilustración, se alzó la camisa tan alto que podía verse en el muslo su herida de la guerra—, porque ella se levantó las faldas así y así, te entregaste totalmente; y para gozar en paz con ella mancillaste la memoria de nuestra madre, traicionaste al amigo y tendiste en el lecho a tu padre para que no pueda moverse. Pero ¿puede o no puede moverse?
Y se irguió sin apoyarse en nada, y levantó las piernas. Resplandecía de perspicacia.
Georg permanecía en un rincón, lo más lejos posible de su padre. En otra época, había decidido firmemente observar todo con detención, para que nadie pudiera atacarlo indirectamente, ya fuera desde atrás o desde arriba. Recordó esa olvidada decisión y volvió a olvidarla, como cuando uno pasa un hilo corto por el ojo de una aguja.
—Pero ¡tu amigo no fue traicionado, sin embargo! —exclamó el padre, lanzando estocadas con el índice para mayor énfasis—. ¡Yo era su representante aquí!
—¡Comediante! —no pudo dejar de exclamar Georg; inmediatamente comprendió su error y ya demasiado tarde se mordió la lengua, con los ojos desorbitados, hasta sentir que las rodillas le flaqueaban de dolor.
—¡Sí, es claro que representé una comedia! ¡Comedia! ¡Excelente palabra! ¿Qué otro consuelo le quedaba al pobre padre viudo? Dime y trata de ser, por lo menos durante el instante de la respuesta, lo que alguna vez fuiste, mi hijo viviente: ¿qué otra cosa podía hacer yo, en mi cuarto del fondo, perseguido por un personal desleal, viejo hasta los huesos? Y mi hijo se paseaba jubilosamente por el mundo, concluía operaciones que yo había previamente preparado, no cabía en sí de satisfacción y se presentaba ante su padre con una expresión impenetrable de hombre importante. ¿Crees que yo no te habría querido, yo, de quien tú quisiste alejarte?
«Ahora se inclinará hacia adelante —pensó Georg—; si se cayera y se rompiera los huesos.» Estas palabras silbaban a través de su mente.
El padre se inclinó hacia adelante, pero no se cayó. Al ver que Georg no se acercaba, como había esperado, volvió a erguirse.
—Quédate donde estás; no te necesito. Te crees que todavía tienes fuerza suficiente para acercarte y que te quedas atrás sólo porque así lo deseas. Ten cuidado de no equivocarte. Sigo siendo el más fuerte. Yo solo tal vez hubiera tenido que relegarme al olvido; pero tu madre me transmitió hasta tal punto su fuerza, que establecí una estrecha relación con tu amigo, y tengo metidos a todos tus clientes en este bolsillo.
«Hasta en la camisa tiene bolsillos», pensó Georg, y creyó que con esa simple observación bastaba para ridiculizarlo ante el mundo entero. Lo pensó apenas un instante y luego siguió olvidando todo.
—Cuélgate del brazo de tu novia y atrévete a presentarte ante mí. ¡La arrancaré de tu lado, no te imaginas cómo!
Georg hizo una mueca de incredulidad. El padre se limitó a asentir, confirmando la veracidad de sus palabras, hacia el rincón donde estaba Georg.
—¡Qué gracia me causaste hoy, cuando viniste y me preguntaste si podías anunciar tu compromiso a tu amigo! ¡Él ya sabe todo, estúpido niño, ya sabe todo! Yo le escribí, porque te olvidaste de quitarme mis implementos de escribir. Por eso no viene desde hace tantos años, porque sabe todo lo que ocurre cien veces mejor que tú; con la mano izquierda rompe tus cartas, sin leerlas, mientras con la derecha abre las mías.
Entusiasmado, agitó el brazo sobre la cabeza.
—¡Sabe todo mil veces mejor! —gritó.
—¡Diez mil veces! —dijo Georg para burlarse de su padre, pero antes de salir de su boca las palabras se convirtieron en una nefasta certeza.
—Desde hace años espero que vengas con esa pregunta. ¿Crees acaso que me importa alguna otra cosa en el mundo? ¿Crees acaso que leo diarios? ¡Toma! —y le arrojó un periódico que inexplicablemente había traído consigo a la cama.
Era un diario viejo, de nombre totalmente desconocido para Georg.
—¡Cuánto tiempo has tardado en abrir los ojos! La pobre madre murió antes de ver ese día de júbilo; tu amigo está muriéndose en Rusia, ya hace tres años estaba amarillo como un cadáver, y yo ya ves cómo estoy. Para eso tienes ojos.
—Entonces, ¿me acechabas constantemente? —exclamó Georg.
Compasivo, sin darle importancia, dijo el padre:
—Seguro que hace mucho que querías decirme eso. Pero ya no importa.
Y luego con más voz:
—Y ahora sabes que hay otras cosas en el mundo, porque hasta ahora sólo supiste las que se referían a ti. Es cierto que eras un niño inocente, pero mucho más cierto es que también fuiste un ser diabólico. Y por lo tanto escúchame: ahora te condeno a morir ahogado.
Georg se sintió expulsado de la habitación; resonaba todavía en sus oídos el golpe con que su padre se dejó caer sobre la cama. En la escalera, sobre cuyos escalones pasó como sobre un plano inclinado, tropezó con la criada, que subía a efectuar la limpieza matutina del apartamento.
—¡Jesús! —gritó ésta, y se cubrió la cara con el delantal, pero Georg ya había desaparecido.
Salió corriendo y cruzó la calle hacia el agua. Ya estaba aferrado a la baranda, como un hambriento a su comida. Saltó por encima, como correspondía al distinguido atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en años juveniles. Se sostuvo un instante todavía, con manos cada vez más débiles; espió entre los barrotes de la baranda la llegada de un autobús, cuyo ruido cubriría fácilmente el ruido de su caída; exclamó en voz baja: «Queridos padres, a pesar de todo, siempre os he amado», y se dejó caer.
En ese momento una interminable fila de vehículos pasaba por el puente.
[22-23 de septiembre de 1912]
© Franz Kafka: Das Urteil (La condena). Publicado en Arcadia, 1913. Traducción de Juan Rodolfo Wilcock. | Cuento completo.