«Un artista del hambre», cuento de Franz Kafka publicado en 1922, narra la historia de un ayunador profesional cuya ocupación cae en desuso en un mundo que pierde interés en el espectáculo que ofrece. A pesar de su dedicación y habilidad para resistir sin comer, el protagonista enfrenta la indiferencia de la gente y la incomprensión de su arte. Un relato con un tono absurdo, lleno de ironía, en donde algunos han visto una alegoría, con tintes autobiográficos, sobre el artista incomprendido, rechazado o ignorado por la sociedad de masas.
Un artista del hambre
Franz Kafka
(Cuento completo)
EN estos últimos tiempos, el interés por los ayunadores ha decaído muchísimo. Antes era buen negocio organizar grandes exhibiciones de ellos como espectáculo aislado, pero hoy es perfectamente imposible. Y es que eran otros años. Toda la ciudad se preocupaba entonces por el ayunador; su interés crecía a cada día de ayuno; todos querían verlo por lo menos una vez al día, y, en los últimos, no faltaba quien pasara jornadas enteras sentado ante su jaula. Había, además, exhibiciones nocturnas, realzadas por antorchas; con el buen tiempo se sacaba la jaula al aire libre y era entonces cuando los niños podían ver al ayunador. En realidad, para los mayores la cosa no era más que una especie de broma en la que participaban casi por moda. Pero los niños, tomados de la mano por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre lívido, de camiseta oscura y costillas salientes, que, despreciando sentarse, estaba tendido en la paja del suelo y saludaba, a veces cortésmente, contestaba con una forzada sonrisa las preguntas que se le dirigían, o bien sacaba un brazo por entre los barrotes para subrayar su delgadez, volviendo en seguida a no preocuparse de nadie ni de nada, ni de la marcha del reloj, para él tan importante, único objeto que se veía en su jaula. Y él se quedaba mirando al vacío con los ojos semicerrados y se humedecía los labios de cuando en cuando con un diminuto vaso de agua.
Aparte del público, que se renovaba sin cesar, había allí vigilantes fijos, designados por el público mismo (es curioso que solieran ser carniceros). Siempre debían estar tres al mismo tiempo con la misión de observar día y noche al ayunador para que no pudiera, a escondidas, tomar alimento. Pero esto era sólo un trámite para tranquilidad de las masas, ya que todos estaban seguros de que ni aun a la fuerza se alimentaría el ayunador, por una cuestión de honor profesional.
Pero, en verdad, no todos los vigilantes eran capaces de entenderlo así, y muchas veces había hasta grupos de guardianes nocturnos que ejercían su cometido muy débilmente, jugando a las cartas en cualquier rincón, como para dar al ayunador la pequeña oportunidad de manejar secretas provisiones sacadas quien sabe de dónde. Nada molestaba tanto al ayunador como estos vigilantes, que le hacían terriblemente difícil su trabajo; y a veces, sobreponiéndose a su debilidad, cantaba durante todo el tiempo que estaba allí, mientras tenía fuerzas para ello, a fin de demostrar a aquella gente lo injusto de sus sospechas. Pero le servía de tan poco que algunos incluso celebraban su habilidad para comer mientras cantaba.
Él prefería a los vigilantes que se pegaban a las rejas y que, no contentos con la oscura iluminación nocturna de la sala, le disparaban a cada momento el rayo de las linternas de bolsillo cedidas al efecto por el empresario. La plena luz no le molestaba; en general, no llegaba a dormirse, pero quedar algo traspuesto podía hacerlo entre no importa qué luz, hora o estrepitoso gentío. Con los vigilantes de su agrado siempre estaba dispuesto a pasar la noche en vela, a bromear con ellos, a contarles historias de su vida errante y a oír las suyas sólo para seguir despierto y mostrarles continuamente que nada comestible había en la jaula y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero su momento más feliz era cuando, ya de mañana, se les servía a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el que se arrojaba su apetito de hombres robustos que han pasado una noche en esforzada vela. Claro que no faltaba quien quisiera ver en esto un tosco soborno de los vigilantes, pero la costumbre del desayuno no desaparecía, y aun si tomaban a su cargo sin desayuno la guardia nocturna, nunca desaparecían del todo las sospechas.
No obstante, éstas entraban de lleno en las naturales de la profesión de ayunador. Nadie podía pasar días y noches ininterrumpidos de vigilancia junto a él; nadie, por tanto, podía saber por experiencia si había ayunado cabalmente y sin falta; sólo el mismo ayunador podía saberlo, ya que era al mismo tiempo el más satisfecho espectador de su hambre. Aunque, por otro motivo, tampoco estaba nunca del todo satisfecho; acaso no era el ayuno la causa de su delgadez, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que privarse de verlo por no poder soportar su vista: quizá su esquelética flacura procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía —sólo él y ninguno de sus admiradores— lo fácil que era el ayuno. Lo más fácil del mundo. Cierto que no lo ocultaba. Pero no le creían; cuando más, lo achacaban a modestia, pero en general le juzgaban un vivo o un farsante, para quien el ayuno era fácil sólo porque sabía hacerlo fácil, y que tenía el cinismo, además, de dejarlo entender a medias. El hombre debía aguantar todo eso y, con los años, ya estaba acostumbrado, pero en su interior le roía el descontento y ni una vez, al final de su ayuno —esta justicia hay que hacérsela—, abandonó la jaula por su voluntad.
El empresario había fijado cuarenta días como plazo máximo de ayuno, plazo que no se podía rebasar ni en las capitales de primer orden. Y tenía todas sus razones para hacerlo así. Según le había enseñado la experiencia, durante cuarenta días, y sirviéndose de toda la publicidad posible para concentrar el interés, podía quizá estimularse la curiosidad del público; pero, más allá de tal plazo, el público bajaba muchísimo y disminuía el crédito del artista del hambre. Por supuesto, en este punto había diferencias según las ciudades y naciones, pero, como regla general, de los cuarenta días no convenía pasarse. Por esta razón, rebasado ese plazo era abierta la puerta de la jaula, adornada ese día con una guirnalda de flores. Un público entusiasta llenaba el local; sonaban las notas de una banda militar; dos médicos entraban en la jaula para pesar al ayunador, según las normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba en la sala mediante un altavoz; por fin, dos señoritas, felices de haber sido favorecidas por el sorteo para aquella operación, se llegaban a la jaula y trataban de sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle hasta una mesilla en la que ya estaba servida una comidita de enfermo esmeradamente elegida; operación ésta a que el ayunador se resistía siempre.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos mujeres, inclinadas sobre él, le tendían para ayudarle. Pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender precisamente el ayuno, después de cuarenta días? Podía resistir mucho más tiempo; ilimitadamente: ¿a qué entonces cesar en lo mejor del ayuno? ¿Por qué perder la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mejor ayunador de todos los tiempos, como probablemente ya lo era, sino también la de superarse a sí mismo hasta lo inconcebible, ya que no sentía límites a su capacidad de privación? ¿Por qué quienes fingían admirarlo tenían con él tan corta paciencia? Y si podía seguir en lo suyo, ¿por qué no habían de permitírselo? Además, estaba cansado; se encontraba muy bien tumbado en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era y acercarse a una comida, cuando sólo con pensar en ella sentía náuseas, que contenía difícilmente por respeto a las mujeres. Y alzaba los ojos para mirar los de las señoritas —aparentemente tan amables, aunque realmente tan crueles— y movía negativamente la cabeza sobre el débil cuello; le pesaba como si fuera de plomo. Pero entonces pasaba lo de siempre: el empresario se acercaba en silencio —también es que la música impedía hablar—, levantaba sus brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se hallaba sobre el montón de paja aquel mártir digno de lástima (como verdaderamente lo era, aunque en otro sentido); aferraba al ayunador por la sutil cintura con exageradas precauciones, como para hacer creer que era tan quebradiza como el cristal, y no sin zamarrearlo con disimulo, haciéndolo vacilar, lo entregaba a las damas, que se habían puesto mortalmente pálidas. El ayunador entonces lo padecía todo junto: la cabeza le pendía, mareada y en cualquier postura, sobre el pecho; el cuerpo, las piernas, los pies —que arañaban el suelo como si buscaran el verdadero suelo bajo aquél—, todo su peso, en fin, caía sobre una de las señoritas, quien alargaba su cuello todo lo posible para, por lo menos, librar su cara del contacto con el ayunador. Pero como no lo lograba y su amiga, con más suerte, se limitaba a sostener entre sus manos temblorosas el pequeño haz de huesos de la mano del artista, la que lo cargaba, entre las carcajadas de la sala, rompía a llorar y tenía que ser relevada por un servidor adiestrado para ello.
Después venía la comida, y el empresario, en el adormilamiento del desenjaulado —más parecido a un desmayo que a otra cosa—, le hacía tragar algo entre una divertida charla, con que alejaba la atención de los espectadores del estado en que se encontraba su hombre. Luego fingía un brindis al público dictado por el ayunador; la orquesta lo subrayaba todo con un vistoso trompeteo, la gente se iba y nadie quedaba descontento, salvo el ayunador mismo, el artista del hambre.
Vivió así muchos años, interrumpidos por algunos descansos, respetado por el mundo y en un relativo esplendor. Pero, sin embargo, siempre estaba de un humor crecientemente melancólico, ya que no hallaba a quien supiera tomarlo en serio. En realidad, ¿cómo consolarle y qué más podía desear? Y si alguna vez surgía algún alma caritativa que le compadecía y quería demostrarle que quizá su tristeza procediera del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si el ayuno estaba muy avanzado, que el ayunador le respondiera enfurecido y, ante el miedo de todos, se pusiese a sacudir como una fiera los barrotes de la jaula. Pero para esos casos tenía el empresario un castigo de su gusto. Disculpaba al ayunador ante el público, añadiendo que aquella rabia sólo se debía a una irritabilidad producida por el hambre e inconcebible en la gente bien alimentada; y luego, después de elogiarla, echaba por tierra la afirmación del ayunador de que aún podía seguir en su privación, sólo para enseñar y vender unas fotos en las que se veía al artista, tumbado y casi muerto de inanición, a los cuarenta días de ayuno. Todo esto hundía a nuestro hombre; imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estupidez. Al aparecer las fotos, volvía a dejarse caer sollozando sobre la paja, y el público, ya calmada su furia, podía acercarse de nuevo y examinarlo a placer.
Algunos años más tarde, y como se había producido un gran cambio en todo, si los testigos de esas escenas volvían a recordarlas, hasta a ellos les resultaban incomprensibles.
El caso es que un día, el tan jaleado artista del hambre se vio olvidado por las multitudes ansiosas de diversiones, que preferían ya otros espectáculos. El empresario volvió a recorrer con él media Europa, para ver si en algún lugar encontraban aún la antigua expectación. Inútil. Como por un pacto, había nacido al mismo tiempo y en todas partes una repulsión hacia el espectáculo del hambre. No podían creer que hubiera ocurrido así, de repente, y, tristes y pensativos, recordaban ahora muchas cosas que en los años de triunfo no habían tenido muy en cuenta, presagios torpemente desatendidos. Pero ahora era demasiado tarde para hacer algo. Sin duda, alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores, mas ese consuelo era bien corto para los actuales. ¿Qué hacer, pues? Quien había sido aclamado por las muchedumbres no podía andar en una barraca por las ferias de pueblo, y para desempeñar otro trabajo no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba apasionadamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, camarada de una carrera incomparable, y se colocó en un gran circo sin examinar siquiera las condiciones del contrato.
Un circo grande, con sus cantidades de hombres, animales y aparatos, que se sustituyen y complementan continuamente, puede en cualquier momento emplear a cualquier artista, aunque sea un ayunador, si sus pretensiones son modestas. Por añadidura, más que al sujeto se contrató a su antiguo y famoso nombre. Y, sin embargo, no era el caso del artista veterano que refugia su decadencia en un tranquilo puesto de circo; por el contrario, el ayunador afirmaba, y era de creer, que estaba tan en forma como siempre, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer —cosa que al momento le prometieron— llenaría por fin al mundo de justa admiración. Conscientes del nuevo espíritu de los tiempos, del que en su entusiasmo se había olvidado el artista del hambre, las gentes del circo sonreían al oírlo.
Pero, en su fuero interno, el ayunador pudo hacerse cargo de las circunstancias y aceptó sin resistencia que no fuera colocada su jaula en la pista, como número importante, sino que se la dejara fuera, cerca del zoo, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles chillones rodeaban la jaula, anunciando lo que en ella había, y en el intermedio de la función, cuando la gente se dirigía al zoo para ver los animales, era casi inevitable que pasaran junto al ayunador y se detuvieran un momento ante su jaula; quizá hubieran estado más tiempo si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho pasillo, quienes no entendían a qué venía esa parada en pleno camino del interesante zoo.
Así que el ayunador temía a aquella hora de visitas tanto como la deseaba, puesto que era la finalidad de su vida. Impaciente, veía con entusiasmo en los primeros tiempos acercarse a la muchedumbre, pero pronto entendió, sin poder engañarse a sí mismo, que la mayor parte no tenía más propósito que el de visitar el zoo. Lo mejor era verlos acercarse a lo lejos, porque, apenas llegados, le mareaban y aturdían los gritos e insultos de los dos bandos que inmediatamente se formaban: el de quienes querían observarlo cómodamente (éstos pronto le apenaron más, al comprender el ayunador que, más que por interesarles él, se hacían los remolones por fastidiar a los otros y llevarles la contraria) y el de los que querían llegar cuanto antes al zoo. Pasado el gran tropel, y aunque ya nadie molestaba a los rezagados, éstos cruzaban de prisa, concediéndole apenas una mirada, para llegar a tiempo de ver los animales. Y era ya rarísimo que un padre explicara a los hijos, ante su jaula, de qué se trataba y les hablara de los tiempos pasados, cuando las exhibiciones de ayunadores no podían ni compararse con la presente. Por otra parte, los niños, a causa de su nueva preparación escolar y general —¿qué sabían ellos de ayunos?—, seguían sin entender lo que estaban viendo y el brillo de sus interrogadores ojos traslucía ya tiempos venideros y más compasivos. Quizá iría todo algo mejor, se decía el ayunador a veces, si mi jaula no estuviera tan cerca del zoo; entonces la gente hubiera podido elegir más fácilmente, aparte de que a él le molestaban y deprimían el tufo de los animales, su inquietud nocturna, el paso ante su jaula de los sangrientos trozos de carne con que se alimentaba a los de presa, y sus rugidos y gritos durante la comida. Pero no se atrevía a decírselo a la Dirección, pues, pensándolo bien, tenía que agradecer a los animales la multitud de visitantes que pasaba ante él y entre los que, de cuando en cuando, bien pudiera haber uno que fuera a verlo especialmente. ¿A qué rincón le echarían, en cambio, si al decir algo les recordaba que aún vivía y que, a fin de cuentas, no era más que un estorbo en el camino del zoo?
Un pequeño estorbo en todo caso: un estorbo cada vez más diminuto. Porque una vez que la gente se hizo a su rara manía de querer llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, quedó pronunciada su sentencia de muerte. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarlo y la gente pasaba junto a él sin verle. ¿Y si intentara comunicar a alguien el arte del ayuno? Pero no: a quien no lo siente, imposible hacérselo entender…
Los hermosos carteles de su jaula llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron por fin quitados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de días de ayuno transcurridos, que al principio era puntualmente cambiada fecha por fecha, hacía ya tiempo que era la misma; al cabo de algunas semanas, tan pequeño trabajo se había hecho desagradable para el personal. Así, aunque el ayunador seguía ayunando, según siempre había deseado, nadie contaba ya el tiempo que pasaba, y como ni el artista mismo llegó a saber cuántos días de ayuno llevaba, esto le llenó de tristeza. Algún ocioso llegó a reírse de la vieja fecha consignada en la tablilla y habló de engañifa y estafa, pero no el honrado ayunador, sino el mundo, era quien se engañaba en cuanto a sus méritos.
Tornaron los días a correr, pero por fin llegó uno en que también aquello terminó. Un inspector se fijó en la jaula y preguntó por qué estaba sin aprovechar aquella jaula tan utilizable, que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que al fin, y al ver la tablilla, alguien recordó al ayunador. Removieron la paja con horquetas, y allí en medio estaba.
—¿Todavía ayunando? —le preguntó el inspector—. ¿Cuándo vas a dejarlo ya?
—Perdonadme todos —susurró el ayunador pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a las rejas.
Atornillándose un dedo en la sien, para indicar el estado mental del ayunador, el inspector respondió:
—No te preocupes; te perdonamos.
—Siempre, toda mi vida, deseé que admirárais mi resistencia al hambre —dijo el hombre.
—Y la admiramos —asintió el inspector.
—No debíais admirarla —dijo entonces el ayunador.
—Bueno, entonces no la admiraremos —repuso el inspector—. Pero ¿por qué no?
—Porque me es forzoso ayunar, no puedo remediarlo.
—Eso está bien claro —siguió el inspector—. Pero ¿por qué no puedes remediarlo?
—Porque —le explicó el artista del hambre incorporando un poco la cabeza y hablándole en la misma oreja para que sus palabras no se perdieran, los labios alargados como si fuera a darle un beso—, porque nunca pude encontrar comidas que me gustaran. Si hubiera dado con ellas, créame, no habría hecho cumplidos y me hubiera hartado como usted y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero en sus ojos apagados aún seguía mostrándose una fe firme, aunque no ya orgullosa, en que seguiría ayunando.
—¡Limpien esto! —ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja.
Pero en la jaula pusieron una pantera joven. Hasta al más cerrado le daba gusto ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, a la hermosa fiera revolcándose y saltando. Nada le faltaba. La comida que le gustaba se la llevaban sin más rodeos sus guardianes, y ni siquiera parecía añorar la libertad. Provisto de todo lo necesario para destrozar cuanto se le pusiera por delante, aquel bello cuerpo parecía llevar consigo la libertad misma, que se diría escondida en cualquier lugar de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan vivo ardor de sus fauces que no le era fácil a los espectadores contemplarla tranquilamente.
Pero, sobreponiéndose a su miedo, se pegaban a la jaula y de ningún modo querían irse de allí.