Franz Kafka: Un informe para una academia

Franz Kafka - Un informe para una academia

Sinopsis: «Un informe para una academia» (Ein Bericht für eine Akademie) es un cuento de Franz Kafka, publicado en 1917 en la revista Der Jude y luego incluido en el libro Ein Landarzt (1920). Un peculiar simio que ha adoptado conductas humanas es convocado ante una asamblea académica para dar testimonio de su anterior vida en la naturaleza. Capturado en la Costa de Oro y encerrado en una jaula a bordo de un barco, narra con precisión las duras condiciones de su cautiverio y los motivos que lo llevaron a buscar una salida en la imitación de los hombres que lo rodeaban. Su relato reconstruye el inicio de una adaptación forzada que marcará para siempre el rumbo de su existencia.

Franz Kafka - Un informe para una academia

Un informe para una academia

Franz Kafka
(Cuento completo)

Ilustrísimos señores académicos:

Es para mí un honor que me hayan ustedes invitado a presentar a esta academia un informe sobre mi anterior vida de simio.

En este sentido no puedo, por desgracia, atender a su invitación. Casi cinco años me separan de mi existencia simiesca, un período quizá breve si se mide por el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope, como lo he hecho yo, acompañado a trechos por magníficas personas, consejos, aplausos y música orquestal, pero en el fondo solo, pues todo el acompañamiento se mantenía —para seguir con la imagen— lejos de la barrera. Esta proeza habría sido imposible de haber querido yo aferrarme obstinadamente a mis orígenes, a mis recuerdos de juventud. La renuncia a toda obstinación fue justamente el mandamiento supremo que me impuse; yo, mono libre, me sometí a ese yugo. Pero, a cambio, el acceso a los recuerdos se me fue cerrando cada vez más. Al principio, de haberlo querido los hombres, aún habría podido regresar a través del gran portón que forma el cielo sobre la tierra, pero a medida que mi fustigada evolución progresaba, el portón se volvía cada vez más bajo y más estrecho; me fui sintiendo mejor y más anclado en el mundo de los hombres; el vendaval que desde mi pasado soplaba sobre mí se ha ido calmando; hoy es sólo una corriente de aire que me refresca los talones; y ese agujero remoto por el cual ese aire llega y por el que yo mismo llegué un día se ha vuelto tan pequeño que, aunque tuviera la fuerza y la voluntad suficientes para regresar hasta él, me acabaría arrancando la piel del cuerpo al atravesarlo. Hablando con franqueza —y por más que me guste elegir imágenes para estas cosas—, hablando con toda franqueza: su condición simiesca, señores míos, en la medida en que ustedes puedan tener algo semejante en su pasado, no les puede resultar más lejana que a mí la mía. Pese a lo cual cosquillea en el talón a todo el que camina aquí en la tierra: al pequeño chimpancé tanto como al gran Aquiles.

En un sentido muy restringido, sin embargo, quizá pueda responder a su invitación, y lo haré incluso con sumo agrado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano; el apretón de manos es un signo de franqueza; que a ese primer apretón de manos se sume además, ahora que estoy en el cénit de mi carrera, mi palabra sincera. Nada esencialmente nuevo puede esta aportar a esta academia, y ha de quedar muy por debajo de lo que de mí se espera y de lo que yo pueda, aun con la mejor voluntad, decir. De todas formas, servirá para mostrar las pautas a partir de las cuales alguien que fue mono penetró en el mundo de los hombres y acabó estableciéndose en él. Sepan, con todo, que no podría contar siquiera las nimiedades que vienen a continuación si no estuviese totalmente seguro de mí mismo, y si mi posición en todos los grandes teatros de variedades del mundo civilizado no se hubiera consolidado hasta hacerse inconmovible.

Provengo de la Costa de Oro. Por lo que respecta a las circunstancias de mi captura, dependo de informes ajenos. Una expedición de caza de la empresa Hagenbeck —con cuyo jefe, por cierto, he vaciado más de una botella de buen vino tinto desde entonces— se hallaba al acecho entre los matorrales de la orilla cuando, un atardecer, bajé al abrevadero en medio de una manada. Dispararon; yo fui el único herido; recibí dos disparos.

Uno en la mejilla; fue leve, pero me dejó una gran cicatriz roja y sin pelos que me ha valido el repelente nombre de Rotpeter, Pedro el Rojo, totalmente inapropiado y que se diría inventado por un mono, como si sólo por la mancha roja en la mejilla me distinguiera yo de aquel mono amaestrado llamado Peter, que sucumbió hace poco y era más o menos conocido. Todo esto sea dicho de paso.

El segundo disparo me alcanzó debajo de la cadera. Fue grave, y es el culpable de que aún cojee un poco. Recientemente leí un artículo de uno de esos diez mil mentecatos que se explayan sobre mí en los periódicos: mi naturaleza simiesca, decía, aún no ha sido reprimida del todo; la prueba de ello es que, cuando recibo visitas, me quito muy a gusto los pantalones para mostrar el sitio por donde entró la bala. Al tipo ese deberían arrancarle a tiros, y uno por uno, los deditos de la mano con la que escribe. Yo puedo quitarme los pantalones delante de quien me dé la gana; no encontrarán allí sino un pelaje bien cuidado y la cicatriz producto de un —elijamos aquí la palabra adecuada para el fin adecuado, sin que dé lugar a malentendidos—… la cicatriz producto de un disparo infamante. Todo es claro y evidente; no hay nada que ocultar; cuando se trata de la verdad, cualquier espíritu noble deja de lado los modales más refinados. Si, en cambio, fuera el escritorzuelo ese el que se quitara los pantalones al recibir visitas, la cosa sería muy distinta, y quiero considerar como un signo de sensatez el que no lo haga. ¡Pero que él también me deje en paz con sus remilgos!

Después de esos disparos me desperté —y aquí empiezan poco a poco mis propios recuerdos— en una jaula, en el entrepuente del vapor de la empresa Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro costados; más bien eran sólo tres rejas sujetas a un cajón, que formaba la cuarta pared. El conjunto era demasiado bajo para estar de pie, y demasiado estrecho para sentarse. De ahí que me estuviera acuclillado, con las rodillas dobladas y siempre temblorosas; y como al principio probablemente no quería ver a nadie y sólo me apetecía estar en la oscuridad, me instalé mirando al cajón, mientras, por detrás, los barrotes se me incrustaban en la carne. Se considera ventajosa esa forma de encerrar a los animales salvajes en la fase inicial de su cautiverio, y hoy, después de mi experiencia, no puedo negar que desde una perspectiva humana esto es, efectivamente, cierto.

Pero entonces no pensaba así. Por vez primera en mi vida me hallaba en una situación sin salida, o al menos no veía ninguna frente a mí; frente a mí tenía el cajón con sus tablas firmemente ensambladas. Cierto es que entre las tablas había una rendija que lo atravesaba de un extremo a otro y que yo saludé, nada más descubrirla, con el feliz aullido de la insensatez; pero esa rendija no bastaba ni de lejos para pasar por ella la cola, y ni con toda mi fuerza de mono me fue posible ensancharla.

Debí de haber sido insólitamente silencioso, según me dijeron más tarde, de lo cual dedujeron que, o bien me moriría muy pronto, o bien, en caso de que lograra sobrevivir al primer período crítico, sería muy fácil de amaestrar. Sobreviví a aquel período. Sollozar en sordina, buscar penosamente pulgas, lamer cansinamente un coco, golpetear la pared del cajón con la cabeza y sacar la lengua cuando alguien se me acercaba: tales fueron las primeras ocupaciones de mi nueva vida. En todas ellas, sin embargo, una única sensación: no hay salida. Claro que hoy sólo puedo reproducir con palabras humanas lo que entonces sentía como mono y, por consiguiente, lo estoy tergiversando, pero aunque ya no pueda recuperar la antigua verdad simiesca, esta se sitúa al menos en la dirección de mi relato, no cabe la menor duda.

Había tenido muchas salidas hasta entonces y de pronto no tenía ni una sola. Estaba atascado. Si me hubieran clavado, mi libertad de movimiento no se habría visto mermada por ello. ¿Y eso por qué? Por mucho que te rasques la piel entre los dedos de los pies hasta sangrar, no encontrarás el motivo. Aprieta la espalda contra los barrotes de la jaula hasta que se te parta casi en dos: no encontrarás el motivo. No tenía salida, pero debía conseguirme una, pues sin ella no podía vivir. Todo el tiempo pegado a la pared de ese cajón… habría reventado irremisiblemente. Pero los monos de Hagenbeck han de estar pegados a la pared del cajón… y fue así como dejé de ser mono. Un razonamiento claro y hermoso, que en cierto modo debí de tramar con la barriga, pues los monos piensan con la barriga.

Temo que no se comprenda exactamente lo que yo entiendo por salida. Utilizo la palabra en su acepción más llana y corriente. A propósito evito hablar de libertad. No me refiero a esa gran sensación de libertad hacia todos lados. Como mono quizá la conociera, y he conocido seres humanos que la deseaban ardientemente. En lo que a mí respecta, sin embargo, no he exigido libertad ni entonces ni ahora. A propósito: los hombres se engañan muy a menudo con la libertad. Y así como esta se cuenta entre los sentimientos más sublimes, el engaño correspondiente también figura entre los más sublimes. Antes de salir a escena, en los teatros de variedades, he visto muchas veces a alguna pareja de artistas ejercitarse arriba, junto al techo, en los trapecios. Se lanzaban al aire, se balanceaban, saltaban, volaban uno a los brazos del otro, o uno de ellos sujetaba al otro por el pelo con los dientes. «¡Esto también es libertad humana!», pensaba yo, «movimiento libre y soberano.» ¡Oh escarnio de la sacrosanta naturaleza! Ningún edificio aguantaría en pie las carcajadas de los simios ante semejante visión.

No, no quería libertad. Solamente una salida; a la derecha, a la izquierda, a cualquier lado; no planteaba otras exigencias; aunque la salida sólo fuera una ilusión; la exigencia era pequeña, la ilusión no había de ser mucho mayor. ¡Avanzar, avanzar! ¡Nada de quedarse inmóvil con los brazos en alto, pegado a la pared de un cajón!

Hoy lo veo claro: sin esa gran calma interior jamás habría logrado evadirme. Y, de hecho, quizá deba todo cuanto he llegado a ser a la calma que se apoderó de mí tras esos primeros días allí, en el barco. Aunque esa calma se la debía, a su vez, a la gente del barco.

Eran buenas personas, pese a todo. Aún hoy recuerdo con agrado el sonido de sus pesados pasos, que entonces resonaban en mi duermevela. Tenían la costumbre de emprenderlo todo con una lentitud extrema. Si alguno quería frotarse los ojos, levantaba la mano como una pesa. Sus bromas eran soeces, pero entrañables. En sus risas se mezclaba siempre una tos que, si bien sonaba peligrosa, no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les era indiferente hacia dónde escupían. Todo el tiempo se quejaban de que mis pulgas les saltaban encima, aunque nunca llegaron a enfadarse seriamente conmigo por eso; sabían muy bien que las pulgas medraban en mi pelaje y que son saltarinas, y eso les bastaba. A veces unos cuantos se sentaban en semicírculo a mi alrededor, cuando no estaban de servicio; casi no hablaban, sino que se arrullaban unos a otros; fumaban sus pipas tumbados sobre los cajones; al menor movimiento mío se daban una palmada en las rodillas, y de vez en cuando alguno cogía una varita y me hacía cosquillas donde me gustaba. Si hoy en día me invitaran a hacer un viaje en aquel barco, seguro que rechazaría la invitación; pero no es menos cierto que no son sólo recuerdos desagradables los que podría evocar del tiempo que pasé allí en el entrepuente.

La calma que me procuró la compañía de esa gente me hizo descartar, ante todo, cualquier intento de fuga. Desde mi perspectiva actual creo haber barruntado, como mínimo, la necesidad de encontrar una salida si quería seguir viviendo, pero también el hecho de que esa salida no la encontraría en la fuga. No sabría decir si la fuga era posible, aunque creo que sí; para un mono debería ser siempre posible evadirse. Con mis dientes actuales he de tener cuidado hasta para cascar una simple nuez, pero entonces seguro que habría logrado, con el tiempo, abrir a mordiscos la cerradura de la jaula. No lo hice. ¿Qué habría ganado con ello? Nada más asomar la cabeza me habrían vuelto a capturar para encerrarme en una jaula todavía peor; o bien hubiera podido refugiarme sin ser visto donde otros animales, por ejemplo donde las boas gigantes que tenía enfrente, y exhalar el último suspiro abrazado por ellas; o bien, después de haber logrado deslizarme hasta cubierta y saltar por la borda, me habría mecido un ratito en el océano y me habría ahogado. Actos desesperados. No calculaba de manera tan humana, pero bajo el influjo de mi entorno me comportaba como si fuera así.

No calculaba, pero sí observaba con toda calma. Veía a esos hombres ir de un lado para otro, siempre las mismas caras, los mismos movimientos, a menudo me parecían ser uno solo. Ese hombre o esos hombres se movían, pues, sin ser molestados. Un gran objetivo se abrió paso dentro de mí. Nadie me prometió que si me volvía como ellos se alzaría la reja. No se hacen promesas a cambio de cosas que, al parecer, son imposibles de cumplir. Pero si llegan a cumplirse, las promesas surgen justamente allí donde antes las habíamos buscado en vano. Ahora bien, esos hombres no tenían en sí nada que me atrajera particularmente. De haber sido partidario de esa libertad a la que me he referido, seguro que habría preferido el océano a la salida que se me ofrecía en la turbia mirada de aquellos hombres. En cualquier caso, hacía ya tiempo que venía observándolos, aun antes de pensar en esas cosas, y sólo las observaciones acumuladas acabaron impulsándome en la dirección que adopté.

¡Era tan fácil imitarlos! A escupir aprendí ya en los primeros días. Luego empezamos a escupirnos a la cara unos a otros; la única diferencia era que después yo me la lamía hasta dejarla limpia, y ellos no. Pronto comencé a fumar en pipa como un viejo; y si alguna vez metía el pulgar en la cazoleta, todo el entrepuente estallaba en gritos de júbilo; eso sí, durante mucho tiempo no entendí qué diferencia había entre una pipa vacía y una llena.

Lo más dificultoso fue para mí la botella de aguardiente. El olor me repugnaba; hacía todos los esfuerzos posibles, pero pasaron semanas antes de que lograra vencer mi asco. Curiosamente, ellos se tomaban esas resistencias internas más en serio que cualquier otra cosa en mí. Ya no distingo a aquella gente en mi recuerdo, pero había uno que venía una y otra vez, solo o con amigos, de día, de noche, a las horas más diversas; se instalaba delante de mí con la botella y me daba lecciones. No me comprendía, quería descifrar el enigma de mi existencia. Descorchaba poco a poco la botella y luego me miraba para verificar si había comprendido; confieso que lo observaba siempre con una atención fogosa y precipitada; ningún maestro de hombres encontrará en toda la redondez de la Tierra un aprendiz de hombre semejante; una vez descorchada la botella, se la llevaba a la boca; yo la sigo con mi mirada; él asiente satisfecho, y la posa sobre los labios; yo, fascinado con mi comprensión gradual, empiezo a rascarme aquí y allá a lo largo y ancho, chillando; él se alegra, se pega el cuello de la botella a la boca y bebe un trago; yo, impaciente y desesperado por imitarlo, me ensucio en mi jaula, lo que vuelve a causarle una gran satisfacción; y entonces, alejando de sí la botella y elevándola otra vez con gesto enfático, la vacía de un trago inclinándose hacia atrás en un ademán exageradamente didáctico. Yo, extenuado por la intensidad de mi deseo, ya no puedo seguirlo y me cuelgo débilmente de los barrotes, mientras él concluye la clase teórica frotándose la barriga y sonriendo con malicia.

Sólo entonces empieza la clase práctica. ¿Acaso no estoy ya demasiado exhausto por la teoría? Pues sí, demasiado exhausto. Es parte de mi destino. Pese a ello aferro como mejor puedo la botella que me tienden; la descorcho temblando; el éxito me infunde poco a poco nuevas fuerzas; levanto la botella, casi no se me distingue ya de mi modelo; me la pego a la boca y… y la tiro con asco, sí, con asco; aunque está vacía y sólo guarda el olor, la tiro al suelo con asco, para gran pesar de mi maestro y para mayor pesar mío. El que después de tirar la botella no olvide frotarme la barriga como es debido y sonreír con malicia no me reconcilia con él ni conmigo mismo.

Muy a menudo transcurría así la clase. Y en honor a mi maestro he de decir que nunca se enfadaba conmigo; cierto es que a veces me acercaba la pipa encendida al pelaje hasta que empezaba a chamuscármelo en algún punto al que yo llegaba sólo con dificultad, pero él mismo lo apagaba luego con su mano gigantesca y bondadosa; no se enfadaba conmigo, era consciente de que ambos luchábamos desde el mismo bando contra la naturaleza simiesca y de que yo llevaba la peor parte.

Sea como fuere, qué triunfo tanto para él como para mí cuando una noche, en presencia de un gran círculo de espectadores —tal vez fuera una fiesta, sonaba un gramófono, un oficial se paseaba entre los tripulantes—, cuando esa noche cogí, sin que se dieran cuenta, una botella de aguardiente que alguien había dejado por descuido delante de mi jaula, la descorché como es debido ante la creciente atención del público, me la llevé a la boca y, sin titubear ni hacer muecas, como un bebedor experto, haciendo girar los ojos, palpitante el gaznate, la vacié hasta la última gota; ya no cómo un desesperado, sino como un artista tiré luego la botella; cierto es que se me olvidó frotarme la barriga, pero, en cambio, dado que no podía evitarlo, dado que algo me impulsaba a hacerlo, dada la embriaguez que aturdía mis sentidos, exclamé sin más ni más: «¡Hola!», emitiendo sonidos humanos y penetrando de un salto en la comunidad de los hombres, al tiempo que sentía su eco —«¡Escuchad! ¡Habla!»— como un beso por todo mi cuerpo empapado en sudor.

Repito: no me atraía la idea de imitar a los hombres; los imitaba porque buscaba una salida, por ninguna otra razón. Tampoco es que consiguiera mucho con aquel triunfo. La voz volvió a fallarme enseguida; no la recuperé sino al cabo de unos meses; la aversión hacia la botella de aguardiente se intensificó más todavía. Pero mi dirección me había sido dada de una vez para siempre.

Cuando, en Hamburgo, fui entregado a mi primer amaestrador, no tardé en advertir las dos posibilidades que se me abrían: el parque zoológico o el teatro de variedades. No lo dudé. Me dije: «Intenta con todas tus fuerzas entrar en el teatro de variedades; esa es la salida; el parque zoológico es sólo una nueva jaula enrejada; si entras allí, estás perdido».

Y aprendí, caballeros. ¡Ah!, cuando hay que aprender, se aprende; uno aprende cuando quiere hallar una salida, y aprende sin miramientos. Uno mismo se vigila con el látigo, desgarrándose a la menor resistencia. Mi naturaleza simiesca se precipitó rodando y huyendo con furia fuera de mí, de suerte que mi primer maestro estuvo a punto de volverse él mismo simiesco y tuvo que abandonar muy pronto las clases para ser internado en un manicomio. Por suerte volvió a salir poco después.

Consumí, no obstante, a muchos maestros, incluso a varios al mismo tiempo. Cuando me sentí más seguro de mis capacidades, cuando la opinión pública ya seguía mis progresos y mi futuro empezó a resplandecer, yo mismo recibía a mis maestros, los hacía sentar en cinco habitaciones contiguas y aprendía con todos a la vez, saltando continuamente de una habitación a otra.

¡Qué progresos! ¡Esa irrupción concurrente de los rayos del saber en el cerebro que despierta! No lo niego: aquello me hacía feliz. Pero confieso asimismo que tampoco lo sobreestimaba, ni entonces ni, menos aún, ahora. Gracias a un esfuerzo que hasta ahora no se ha repetido en el mundo, he llegado a adquirir el grado de cultura media de un europeo. Esto quizá no sea nada en sí mismo, pero es algo en la medida en que me ayudó a salir de la jaula y me proporcionó esta salida peculiar, esta salida humana. Existe en nuestra lengua una expresión excelente: irse a leva y a monte; eso es lo que he hecho, me he ido a leva y a monte. No tenía otra salida, partiendo siempre del supuesto de que no era posible elegir la libertad.

Si echo una ojeada retrospectiva a mi evolución y a lo que ha sido su objetivo hasta ahora, no me quejo ni me declaro satisfecho. Las manos en los bolsillos del pantalón, la botella de vino sobre la mesa, estoy entre tumbado y sentado en una mecedora y miro por la ventana. Si viene una visita, la recibo como es debido. Mi empresario está en el recibidor; cuando toco el timbre, viene y escucha lo que tengo que decirle. Por la noche casi siempre hay función, y mis éxitos son difícilmente superables. Cuando vuelvo a casa a una hora avanzada, después de un banquete, de una reunión científica o de alguna agradable tertulia, me espera una pequeña chimpancé semiamaestrada con la que paso un rato entrañable a la usanza simiesca. De día no quiero verla, pues tiene en la mirada esa locura propia del animal confuso y amaestrado; yo soy el único que me doy cuenta y no puedo soportarlo.

En general puedo decir que he conseguido lo que quería conseguir. Y no se diga que no ha valido la pena. Además, no quiero ningún juicio humano, sólo quiero difundir conocimientos y me limito a informar; también a ustedes, ilustrísimos señores académicos, me he limitado a informarles.

FIN

Franz Kafka - Un informe para una academia
  • Autor: Franz Kafka
  • Título: Un informe para una academia
  • Título Original: Ein Bericht für eine Akademie
  • Publicado en: Der Jude, 1917
  • Aparece en: Ein Landarzt (1920)
  • Traducción: Juan José del Solar

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