En la primera versión de «El Horla» de Guy de Maupassant, el doctor Marrande, un eminente alienista, convoca a sus colegas para que escuchen el relato de un paciente aparentemente perturbado. El hombre, delgado y demacrado, narra su vida tranquila en una propiedad en Biessard, a orillas del Sena, antes de ser afectado por un malestar inexplicable. Comienza a sufrir insomnio, pesadillas aterradoras y pérdida de peso. Pronto se da cuenta de que alguien o algo bebe el agua de su habitación mientras duerme, a pesar de que nadie puede entrar en ella. Convencido de que un ser invisible, al que llama «el Horla», le acecha y consume su energía, su vida se ve sumida en el miedo y la incertidumbre.
El Horla
(Primera versión)
Guy de Maupassant
(Cuento completo)
El doctor Marrande, el más ilustre y el más eminente de los alienistas, había rogado a tres colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora en su casa, es decir, en la casa de salud que dirigía, para hacerles ver a uno de sus enfermos.
En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les habló así:
—Voy a someter a ustedes el caso más raro y más inquietante que he conocido en mi vida. Por lo demás, nada tengo que decirles acerca de mi cliente. Él mismo hablará.
El doctor tocó entonces el timbre. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, como suelen ser delgados ciertos locos a los que obsesiona un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.
Después de saludar y de sentarse, dijo:
—Señores, sé por qué razón se los ha reunido aquí; y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo, me ha creído loco. Hoy duda. De aquí a algún tiempo, sabrán todos ustedes que soy sano y lúcido de alma, y tan clarividente como ustedes, por desgracia para mí, para ustedes, y para toda la humanidad.
Pero yo quiero empezar por los hechos mismos, por los hechos completamente sencillos. Son los siguientes:
Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado; mi fortuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Vivía, pues, en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Soy aficionado a la caza y a la pesca. Tenía a mis espaldas, encima de las grandes rocas que dominan mi casa, uno de los más hermosos bosques de Francia, el de Roumare; y, delante de mí, uno de los más hermosos ríos del mundo.
Mi casa es grande, está pintada por fuera de blanco, linda, antigua, situada en medio de un gran jardín plantado de árboles magníficos, y que sube hasta el bosque, escalando las enormes rocas de que les he hablado.
Mi personal se compone o, mejor dicho, se componía, de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una encargada de las ropas, que venía a ser al mismo tiempo ama de llaves. Toda esa gente vivía en mi casa desde hacía diez a dieciséis años; me conocía, conocía la casa, la región, todo lo que rodeaba mi vida. Eran servidores buenos y tranquilos. Esto tiene importancia para lo que voy a decir.
Agrego que el Sena, que pasa bordeando mi jardín, es navegable hasta Ruán, como sin duda saben ustedes; y que todos los días veía pasar grandes barcos, unos a vela y otros a vapor, que procedían de todos los rincones del mundo.
Pues bien: el último otoño hará un año, me sentí de pronto víctima de un malestar raro e inexplicable. Comenzó por una especie de inquietud nerviosa, que me tenía despierto noches enteras; por una especie de sobrexcitación tal, que el más pequeño ruido me hacía estremecer. Mi humor se agrió. Era víctima de accesos de cólera inexplicables. Llamé a un médico; y éste me ordenó que tomase bromuro de potasa y duchas.
Me hice, pues, duchar mañana y tarde; y me puse a beber bromuro. Pronto, en efecto, empecé a dormir, pero con un sueño más espantoso que el insomnio. Apenas acostado, cerraba los ojos y me anonadaba. Sí, caía en el no ser, en un no ser tan absoluto, en una muerte del ser todo, de la que me veía arrancado bruscamente, horriblemente, por la sensación espantosa de un peso abrumador sobre mi pecho, y de una boca que se comía mi vida en mi boca misma. ¡Qué sacudidas! No he visto nada más espantoso.
¡Figúrense ustedes a un hombre que duerme, al que alguien asesina, y que se despierta con un cuchillo en la garganta; y que jadea, cubierto de sangre, y que no puede ya respirar, y que se muere, sin comprender nada…! ¡Eso!
Adelgazaba de una manera inquietante, continua; y, de pronto, me di cuenta de que mi cochero, que era muy grueso, empezaba a adelgazar lo mismo que yo.
Por fin, le pregunto:
—¿Qué le pasa, Jean? Usted está enfermo.
Me contestó:
—Creo que me ha dado la misma enfermedad que al señor. Son mis noches las que echan a perder mis días.
Pensé, pues, que había en la casa una influencia febril, debida a la proximidad del río, e iba a marcharme para dos o tres meses, a pesar de que estábamos en plena estación de caza; pero un pequeño acontecimiento muy raro, que observé por casualidad, me trajo una serie de descubrimientos tan inverosímiles, fantásticos y espantosos, que no me marché.
Cierta noche en que tenía sed, bebí medio vaso de agua; y reparé en que mi garrafa, puesta sobre la cómoda delante de mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.
Tuve durante la noche uno de esos sueños terribles de que les he hablado. Encendí mi vela, presa de una espantosa agonía; y, queriendo beber de nuevo, me di cuenta, asombrado, de que mi garrafa estaba vacía. No podía creer a mis ojos. O alguien había entrado en mi habitación, o yo era sonámbulo.
La noche siguiente, quise repetir la prueba. Cerré, pues, mi puerta con llave para estar seguro de que nadie podía entrar en mi habitación. Me dormí, y me desperté, como todas las noches. Se habían bebido toda el agua que yo había visto dos horas antes.
¿Quién se había bebido aquella agua? Sin duda, yo; y sin embargo, estaba seguro, completamente seguro, de no haber hecho durante mi sueño, profundo y doloroso, un solo movimiento.
Recurrí entonces a ardides para convencerme de que no era yo quien realizaba aquellos actos inconscientes. Una noche coloqué, junto a la garrafa, una botella de vino de Burdeos, una taza de leche, por la que siento horror, y pasteles de chocolate, que son para mí una delicia.
El vino y los pasteles permanecían intactos. La leche y el agua desaparecieron A partir de aquel día, variaba las bebidas y los alimentos. Nadie tocó jamás las cosas sólidas, compactas, y en cuestión de líquidos, no bebieron sino la leche fresca y el agua, sobre todo.
Pero quedaba en mi alma aquella duda angustiosa. ¿No sería yo quien se levantaba, sin tener conciencia de ello, y se bebía hasta las bebidas que detestaba, porque era posible que mis sensaciones se modificasen en el sueño de sonámbulo, perdiendo sus repugnancias ordinarias y adquiriendo otros gustos?
Entonces me serví de un ardid nuevo contra mí mismo. Envolví todos los objetos a los que había que tocar infaliblemente con unas tiras de muselina blanca, y los recubrí, además, con una servilleta de batista.
Después, en el momento de acostarme, me ensucié las manos, los labios y el bigote con mina de plomo.
Al despertarme, todos los objetos habían permanecido inmaculados, aunque los hubiesen tocado, porque la servilleta no estaba puesta tal como yo la había dejado; y, además, se habían bebido el agua y la leche. Ahora bien; mi puerta, cerrada con una llave de seguridad, y mis persianas con candado, no habían podido dejar entrar a nadie.
Entonces me planteé esta pregunta temible: ¿Quién está, pues, todas las noches en esta habitación, cerca de mí?
Siento, señores, que les estoy contando esto con demasiada rapidez. Ustedes sonríen, y su opinión está ya formada: «Es un loco.» Debí describirles largamente esta emoción de un hombre que, encerrado en su habitación, con el cerebro sano, mira, a través del cristal de una garrafa, cómo ha desaparecido un poco de agua mientras él dormía. Debí hacerles comprender esa tortura, renovada todas las noches y todas las mañanas, y aquel sueño invencible, y aquellos despertares más espantosos todavía.
Pero prosigo.
De pronto, cesó el milagro. Ya nadie tacaba nada en mi habitación. Se acabó. Por lo demás, yo mejoraba. Volvía a mí la alegría. En esto, me enteré de que uno de mis convecinos, el señor Legite, se encontraba exactamente en el estado en que yo mismo me había visto. Creí de nuevo en la existencia de otra influencia febril en la región. Hacía un mes que se había marchado mi cochero, muy enfermo.
Había pasado el invierno, y empezaba la primavera. Pues bien: cierta mañana, cuando yo me paseaba cerca de mi cuadro de rosales, vi, lo vi con toda claridad, que muy cerca de mí, el tallo de una de las rosas más bellas se cortaba, como si lo hubiese cogido una mano invisible; después la flor siguió la curva que habría descrito un brazo llevándola hacia una boca, y quedó suspendida en el aire transparente, completamente aislada, inmóvil, terrible, a tres pasos de mis ojos.
Presa de un espanto loco, me arrojé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces se apoderó de mí una cólera furiosa contra mí mismo ¡No tenía perdón el que un hombre razonable y serio sufriese alucinaciones semejantes!
Pero ¿era verdaderamente aquello una alucinación? Busqué el tallo, y volví a encontrarlo inmediatamente en el arbusto, recién cortado, entre otras dos rosas que habían quedado en la rama; porque las que yo había visto muy bien eran tres.
Volví entonces a casa, con el alma trastornada. Señores, escúchenme, porque estoy sereno; yo no creía entonces en lo sobrenatural, y ni aun ahora mismo creo; pero, desde aquel momento, estuve seguro, tan seguro como del día y de la noche, de que existía cerca de mí un ser invisible que me había seguido, que me había dejado luego, y que volvía hacia mí.
Tuve la prueba un poco después.
Todos los días estallaban entre mis criados riñas furiosas por mil causas fútiles en apariencia, pero llenas de sentido en adelante para mí.
Un jarrón, un hermoso jarrón de Venecia, se rompió en pleno día sobre la repisa del comedor, estando completamente solo.
El ayuda de cámara acusó a la cocinera, que a su vez acusó al ama de llaves, y ésta a no sé quién.
Puertas que por la noche se habían cerrado, encontrábanse abiertas por la mañana. Todas las noches robaban leche en la despensa… ¡Ah!
¿Quién era él? ¿Cuál era su naturaleza? Una curiosidad enervada, mezcla de cólera y de espanto, me mantenía de noche y de día en un estado de extremada agitación.
Pero la casa volvió a quedar tranquila una vez más; y yo creía de nuevo en cosas de ensueño, cuando ocurrió lo siguiente:
Era el día 20 de julio, a las nueve de la noche. Hacía mucho calor; había dejado mi ventana completamente abierta, mi lámpara encendida encima de la mesa, iluminando un volumen de Musset abierto en la Noche de Mayo; y yo me había echado en un gran sofá, donde me dormí.
Ahora bien, llevaría durmiendo cuarenta minutos, cuando volví a abrir los ojos, sin hacer movimiento alguno, despertado por yo no sé qué emoción confusa y singular. Al principio no vi nada; pero luego, de pronto, me pareció que una página del libro acababa de volverse ella sola. Por la ventana no había entrado ninguna ráfaga de aire. Me quedé sorprendido; y esperé. Más o menos, al cabo de cuatro minutos, yo vi, yo vi, sí señores, con mis ojos, que otra página se levantaba y volvía a ser pasada sobre la precedente, igual que si la hubiera vuelto un dedo. Mi sillón parecía estar vacío; pero comprendí que él estaba allí ¡él! Crucé mi habitación de un salto para cogerlo, para tocarlo, para agarrarlo, si eso era posible… Pero, antes de que yo lo hubiese alcanzado, mi sillón cayó por el suelo, como si alguien huyese delante de mí; también cayó mi lámpara y se apagó, al rompérsele el tubo; y mi ventana, bruscamente empujada, cual si un malhechor se hubiese agarrado a ella huyendo, fue a dar contra su pasador… ¡Ah!
Me arrojé sobre el timbre de llamada. Cuando apareció mi ayuda de cámara, le dije:
—Déme luz, porque lo he tirado todo y lo he roto.
No volví a dormir aquella noche. Sin embargo, había podido ser juguete de una ilusión. A la mañana siguiente, los sentidos permanecieron turbados… ¿No era yo quien había derribado mi sillón y había tirado la luz al arrojarme como loco?
¡No, no era yo! Lo sabía lo bastante para no tener ni un segundo de duda. Y, sin embargo, quería creerlo.
Esperen. ¡El Ser!… ¿Cómo lo diría yo?… El Invisible. No, eso no basta. Yo lo he bautizado el Horla. ¿Por qué? Lo ignoro. De modo, pues, que el Horla no me abandonaba ya. De noche y de día experimentaba la sensación, la certidumbre de la presencia de aquel vecino, y la certidumbre también de que se llevaban mi vida, hora por hora, minuto tras minuto.
La imposibilidad de verlo me exasperaba; encendía todas las luces de mi departamento, como si con semejante claridad pudiera descubrirlo.
Lo vi, por fin.
Ustedes no me creen. Sin embargo, lo vi.
Estaba yo sentado delante de un libro cualquiera, sin leer, pero al acecho, con todos mis órganos sobrexcitados: al acecho de aquél, a quien sentía cerca de mí. Desde luego, estaba allí. ¿Pero, dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo alcanzarlo?
Delante de mí estaba mi cama, una vieja cama de haya, provista de columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda mi puerta, que yo había cerrado cuidadosamente. Detrás de mí un gran armario luna, ante el que todos los días me afeitaba y me vestía, y en el que tenía la costumbre de mirarme, de pies a cabeza, cada vez que pasaba por delante.
De modo, pues, que yo simulaba estar leyendo, para engañarle, porque él también me espiaba; y, de pronto, sentí, tuve la seguridad, de que él leía por encima de mi hombro, de que estaba allí, rozándome la oreja.
Me puse en pie, dándome tan rápidamente la vuelta, que estuve a punto de caer. ¡Pues bien!… Había allí luz como en pleno día… ¡Y yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no aparecía allí dentro. Y yo estaba delante… ¡Veía el gran cristal limpio, de arriba abajo! Y miraba aquello con ojos temeroso, y no me atrevía a avanzar, con la sensación de que él se encontraba entre nosotros, y que otra vez se me escaparía, pero que su cuerpo imperceptible había absorbido el reflejo mío.
¡Qué miedo tuve! Después he aquí que, de golpe, empecé a verme dentro de una bruma, como a través de una sábana de agua. Me pareció que aquella agua se deslizaba de izquierda a derecha, lentamente, contorneando mi imagen con precisión, de segundo en segundo. Era lo mismo que el final de un eclipse. La cosa que me ocultaba no parecía tener contornos netamente trazados, pero una especie de transparencia opaca íbase aclarando poco a poco.
Pude, por fin, distinguirme por completo, tal y como me veo todos los días al mirarme.
Lo había visto. Me quedó un espanto, que todavía me hace estremecer.
A la mañana siguiente vine a esta casa, donde pedí ser guardado.
Ahora, señores, voy a terminar.
El doctor Marrande, después de haber dudado mucho tiempo, se decidió a realizar, solo, un viaje a mi región.
En la actualidad, tres de mis vecinos son víctimas, tal como yo lo era. ¿No es cierto?
El médico contestó: —¡Es cierto!
Usted les aconsejó que dejasen todas las noches agua y leche en su habitación para ver si esos líquidos desaparecían. Lo hicieron. ¿Han desaparecido esos líquidos, lo mismo que en mi casa?
El médico respondió, con solemne gravedad: —Han desaparecido.
De modo, pues, señores, que un ser, un Ser nuevo, que, sin duda, se multiplicará pronto, tal como nosotros nos hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra.
¡Ah! ¡Sonríen ustedes! ¿Por qué? Porque ese Ser permanece invisible. Pero nuestra vista, señores, es un órgano tan elemental, que apenas puede distinguir aquello que es indispensable para nuestra existencia. Lo demasiado pequeño se le escapa, lo demasiado grande se le escapa, lo que está demasiado lejos se le escapa. Desconoce los miles de millones de pequeños animales que viven dentro de una gota de agua. Desconoce los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas más próximas; no ve ni siquiera lo transparente.
Colocad ante él un espejo al que no se le haya dado azogue bueno; no lo distinguirá, y nos tirará encima de él, lo mismo que un ave cogida dentro de una casa se rompe la cabeza contra los vidrios. De modo que no ve los cuerpos sólidos y transparentes que, sin embargo, existen; no ve el aire, del que nosotros nos alimentamos; no ve el viento, que es la fuerza más grande de la naturaleza, que derriba hombres, echa abajo edificios, desarraiga árboles, levanta al mar en montañas de agua que hacen derrumbar las peñas de granito de las costas.
¿Qué tiene de asombroso que no vea un cuerpo nuevo, al que falta, sin duda, la única propiedad de detener los rayos luminosos?
¿Distinguen ustedes la electricidad? ¡Sin embargo, existe!
Y ese ser al que yo he llamado el Horla, existe también.
¿Quién es? ¡Señores, es el ser que la tierra espera, después del hombre! El que viene a destronarnos, a hacernos sus esclavos, a domarnos, quizá a alimentarse de nosotros, como nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes.
¡Desde hace siglos, se le presiente, se le teme, y se le anuncia! ¡El temor a lo Invisible ha perseguido siempre a nuestros padres!
Ya está aquí.
Todas las leyendas de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire incaptables y malhechores, era de él de quien hablaban; de él, presentido por el hombre, inquieto y que ya temblaba.
Y todo lo que ustedes mismos, señores, realizan desde hace algunos años, lo que ustedes llaman el hipnotismo, la sugestión, el magnetismo… ¡es a él a quien ustedes anuncian, de quien ustedes profetizan!
Yo les digo a ustedes que ha llegado. Vaga él mismo, inquieto como los primeros hombres, ignorando todavía su fuerza y su poderío, que no tardará en conocer, que conocerá demasiado pronto.
Y he aquí, señores, para terminar, un fragmento de un periódico que ha caído en mis manos y que viene de Río de Janeiro. Leo:
«Una especie de epidemia de locura parece que hace estragos de un tiempo a esta parte en la provincia de San Paulo. Los moradores de varias aldeas han huido, abandonando sus tierras y sus casas, y pretenden que son perseguidos y devorados por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento mientras ellos duermen, y que, por lo demás, sólo beben agua, y algunas veces leche.»
Yo agrego:
—Algunos días antes del primer ataque de la enfermedad que me ha tenido a punto de morir, recuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco brasileño de tres mástiles, con la bandera al viento… Ya les he dicho que mi casa se halla situada en la orilla del agua… Completamente blanca… Estaba, sin duda, oculto en aquel barco…
No tengo nada más que agregar, señores.
El doctor Marrande se puso en pie y murmuró:
—Yo tampoco. No sé si este hombre está loco o si lo estamos los dos… o si… nuestro sucesor ha llegado, verdaderamente.