«La muerta», un cuento de Guy de Maupassant, narra la historia de un hombre abrumado por el amor y el luto tras la muerte de su amada. Atrapado en un profundo dolor, el protagonista se ve incapaz de separarse de los recuerdos de su amante fallecida, llevándolo a un estado de desesperación y obsesión. La historia se centra en sus emociones y experiencias mientras lucha por enfrentar la realidad de su pérdida.
La muerta
Guy de Maupassant
(Cuento completo)
Habíala adorado con locura. ¿Por qué se ama? Es chocante no ver en el mundo más que un ser, no tener en el cerebro más que una idea, sólo un deseo en el corazón, y en la boca, un nombre: un nombre que sube a los labios sin cesar, que sube como el agua de una fuente, de las profundidades del alma, y que se dice, se repite, se murmura a cada momento, y en todas partes, como una oración.
No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, la misma siempre. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en sus caricias, en sus miradas, en sus vestidos, en sus palabras, envuelto, ligado, aprisionado en todo lo que procedía de ella, de tal modo, que no sabía ya si era de día o de noche, si estaba muerto o vivo, en la vieja tierra o en otra parte. Y de pronto murió. ¿Cómo? No lo sé; ya no lo sé.
Regresó mojada, una lluviosa noche, y a la siguiente mañana tosía. Tosió durante una semana, aproximadamente, y vióse obligada a guardar cama.
¿Qué sucedió? No lo sé.
Presentábanse médicos y más médicos, que escribían y se marchaban. Llevábanse remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente estaba húmeda y abrasaba; tenía la mirada brillante y triste. Le hablaba, me respondía. ¿Qué nos dijimos? No lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Murió; recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el postrero. La mujer que la cuidaba dejó escapar una exclamación. ¡Comprendí, comprendí!
No supe nada más. Nada. Vi un sacerdote, que pronunció estas palabras: «¿Su querida?» Parecióme un insulto dirigido a ella. Puesto que había muerto, nadie tenía derecho a preguntar cosas tales. Hícele salir de mi casa. Y vino otro que fue bueno, muy dulce. Hacíame llorar cuando me hablaba de ella.
Consultóseme acerca de mil cosas para el entierro. No sé cuáles. Recuerdo, sin embargo, muy bien el ataúd, el ruido de los martillos al clavarlo con ella dentro. ¡Ah, Dios mío!
¡Fue enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel hoyo! Algunas personas, amigas suyas, habían venido a verla. Hui. Escapé. Caminé largo tiempo de calle en calle. Luego regresé a mi casa. Al siguiente día salí de viaje.
Ayer regresé de nuevo a París. Cuando volví a ver mi alcoba, nuestra alcoba, nuestra cama, nuestros muebles, toda aquella casa en que había quedado lo que resta de la vida de un ser después de su muerte, volví a sentir una pena tan violenta, que faltó poco para que abriese el balcón y me arrojase a la calle. No pudiendo permanecer en medio de aquellas cosas, entre las paredes que la habían rodeado y abrigado y que debían de conservar en sus imperceptibles grietas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí mi sombrero y me dispuse a salir. De pronto, en el momento de llegar a la puerta, pasé por delante del gran espejo del vestíbulo que ella había hecho colocar allí para verse de pies a cabeza todos los días al salir, con objeto de mirar si iba bien vestida, si estaba correcta y bella desde las botas al sombrero.
Y me paré frente a aquel espejo que tan a menudo la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que había debido de conservar igualmente su imagen.
Estuve un rato en pie, temblando, fija la mirada en el cristal plano, profundo, vacío, pero que la había contenido toda entera, que la había poseído tanto como yo, como mis miradas apasionadas. Parecióme que amaba a aquel espejo—lo toqué, ¡estaba frío!—. ¡Oh recuerdo, recuerdo! ¡Espejo doloroso, espejo ardiente; espejo vivo, espejo horrible que hace sufrir todas las torturas! ¡Felices los hombres cuyo corazón, como una luna donde resbalan y se borran los reflejos, olvida todo lo que ha contenido, todo lo que pasó por delante de ella, todo lo que se contempló y se miró en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me eché a la calle y, a pesar mío, sin darme cuenta de lo que hacía, sin querer, me encaminé al cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol con estas palabras:
AMÓ, FUÉ AMADA Y MURIÓ
Estaba allí, allí debajo, podrida. ¡Qué horror! Sollocé con la frente pegada al suelo.
Permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. De pronto observé que la noche se acercaba. Entonces un deseo extraño, loco, un deseo de amante desesperado, se apoderó de mí. Quise pasar aquella noche, la última noche, al lado de ella, llorando sobre su tumba. Pero se me vería, se me expulsaría de allí. ¿Qué hacer? Fui astuto. Me levanté y púseme a vagar por la ciudad de los desaparecidos. ¡Andaba, andaba! ¡Qué pequeña es esa ciudad junto a la otra, junto a la ciudad en que se vive! ¡Y, sin embargo, cuánto más numerosos que los vivos son los muertos! Nosotros necesitamos elevadas casas, calles, tanto sitio para las cuatro generaciones que miran la luz al propio tiempo, beben el agua de las fuentes, el vino de las vides y comen el pan de las llanuras
Y para todas las generaciones de los muertos, para toda la escala de la Humanidad descendida hasta nosotros, casi nada, un campo, casi nada. La tierra los recupera, bórralos el olvido. ¡Adiós!
Al final del cementerio habitado, distinguí de repente el cementerio abandonado, aquel donde los antiguos difuntos acaban de confundirse con la tierra, donde hasta las cruces se pudren, donde se enterrará mañana a los que lleguen los últimos. Está lleno de rosas dispersas, de cipreses vigorosos y oscuros, un jardín soberbio y triste, alimentado con carne humana.
Estaba solo, enteramente solo. Me acurruqué bajo un verde arbusto, ocultándome enteramente entre su poblado y sombrío ramaje. Y esperé, agarrado al tronco como un náufrago a una tabla.
Cuando oscureció del todo, abandoné mi refugio y eché a andar despacio, a paso lento, sin hacer ruido, sobre aquella tierra llena de cadáveres humanos.
Mucho, mucho tiempo anduve sin encontrarla. Los brazos extendidos o los brazos abiertos, tropezando en las tumbas con las manos, con los pies, con las rodillas, con el pecho, hasta con la cabeza, andaba sin encontrarla. Tanteaba, palpaba como un ciego que busca el camino; palpaba piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de porcelana, de flores marchitas. Leía los nombres con los dedos, paseándolos sobre las letras. ¡Qué noche! ¡No la encontraba!
No salía la luna. ¡Qué noche! Tenía miedo, un miedo horrible en aquellas angostas sendas, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes tumbas. Me senté sobre una de ellas, porque no podía andar ya, de tanto como temblaban mis rodillas. Oía los latidos de mi corazón. Y oía otra cosa al propio tiempo. ¿Qué? Un confuso ruido incomprensible. ¿Era en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos, donde se producía aquel ruido? ¡Miraba a mi alrededor!
¿Cuánto tiempo permanecí allí? No lo sé. Estaba paralizado por el terror, ebrio de espanto, pronto a gritar, pronto a morir.
Y de repente me pareció que la losa de mármol donde estaba sentado se movía. En efecto, se movía cual si la hubiesen levantado. De un salto pasé a la tumba contigua; y vi, sí, vi la piedra que acababa de abandonar alzarse por completo y aparecer el difunto, un esqueleto desnudo que, con su encorvada espalda, la empujaba más y más. Lo veía, lo veía bien, aunque la oscuridad fuese profunda. En la cruz pude leer:
AQUÍ REPOSA
SANTIAGO OLIVANT
FALLECIDO A LA EDAD DE CINCUENTA Y UN AÑOS. AMABA A LOS SUYOS, FUÉ HONRADO Y BUENO, Y MURIÓ EN LA PAZ DEL SEÑOR
El muerto leía también lo escrito sobre su tumba. Luego cogió una piedra del suelo, una piedra aguda, y se puso a borrar con cuidado aquellas letras. Borrólas por completo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos el lugar en que poco antes estaban grabadas. Y con la extremidad del hueso que había sido su índice, escribió en letras luminosas, como las que se trazan en las paredes con la cabeza de una cerilla:
AQUÍ REPOSA
SANTIAGO OLIVANT
FALLECIDO A LA EDAD DE CINCUENTA Y UN AÑOS. APRESURÓ CON SUS DUREZAS LA MUERTE DE SU PADRE, A QUIEN DESEABA HEREDAR. TORTURÓ A SU MUJER, ATORMENTÓ A SUS HIJOS, ENGAÑÓ A SUS AMIGOS, ROBÓ CUANTO PUDO Y MURIÓ MISERABLE
Cuando hubo acabado de escribir el muerto, contempló inmóvil su obra. Y vi, volviendo el rostro, que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los cadáveres habían salido de sus hoyos, que todos habían borrado las mentiras inscritas por sus parientes sobre la fúnebre losa, para restablecer la verdad.
Y vi que todos aquellos buenos padres, aquellas esposas fieles, aquellos amantes hijos, aquellas jóvenes castas, aquellos comerciantes probos, aquellos hombres y aquellas mujeres que todos creyeran irreprochables, habían sido los verdugos de sus familias, odiosos, infieles, hipócritas, embusteros, tunantes, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, llevado a cabo todas las acciones vergonzosas, todas las acciones abominables.
Escribían a la vez, en el umbral de su eterna morada, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar en la tierra.
Pensé que ella también había debido de trazarla sobre su tumba. Y, sin miedo ya, corriendo junto a los ataúdes entreabiertos, junto a los cadáveres, junto a los esqueletos, fui a ella, seguro de que, al punto, la encontraría.
La reconocí desde lejos, sin ver su rostro, que un sudario envolvía.
Y en la cruz de mármol donde leyera poco antes:
AMÓ, FUÉ AMADA Y MURIÓ
vi escrito entonces:
HABIENDO SALIDO UN DÍA PARA ENGAÑAR A SU AMANTE, SORPRENDIÓLE LA LLUVIA, MOJÓSE, COGIÓ FRÍO Y MURIÓ
Parece que me encontraron inanimado, al amanecer, junto a una tumba.