Guy de Maupassant: La tumba

Guy de Maupassant - La tumba

Sinopsis: «La tumba» (La tombe) es un cuento de Guy de Maupassant publicado el 29 de julio de 1884 en la revista Gil Blas. En las primeras horas de la madrugada, el guardián del cementerio de Béziers se ve obligado a salir con su escopeta cuando su perro detecta una presencia sospechosa entre las tumbas. Lo que descubre lo deja atónito: un joven ha desenterrado el cadáver de una mujer que fue sepultada el día anterior. Tras ser arrestado y llevado ante la justicia, el hombre renuncia a toda defensa técnica y decide explicar con voz serena el profundo y devastador sentimiento que lo llevó a cometer ese acto desesperado.

Guy de Maupassant - La tumba

La tumba

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

El diecisiete de julio de mil ochocientos ochenta y tres, a las dos y media de la mañana, el guardián del cementerio de Béziers, que habitaba un pequeño pabellón en el extremo del campo de los muertos, fue despertado por los aullidos de su perro, encerrado en la cocina.

Bajó enseguida y vio que el animal husmeaba bajo la puerta, ladrando con furia, como si algún vagabundo rondara alrededor de la casa. El guardián Vincent tomó entonces su fusil y salió con precaución.

El perro echó a correr en dirección a la avenida del general Bonnet y se detuvo en seco junto al monumento de la señora Tomoiseau.

El guardián, avanzando con cautela, vio muy pronto una lucecita hacia la avenida Malenvers. Se deslizó entre las tumbas y fue testigo de un acto horrible de profanación.

Un hombre había desenterrado el cadáver de una joven mujer sepultada la víspera y, en ese momento, lo sacaba de la tumba. Una pequeña linterna sorda, colocada sobre un montón de tierra, iluminaba aquella escena repugnante.

El guardián Vincent, tras lanzarse sobre aquel miserable, lo derribó, le ató las manos y lo condujo al puesto de policía.

Era un joven abogado de la ciudad, rico y bien considerado, de nombre Courbataille.

Se lo juzgó. El ministerio público recordó los actos monstruosos del sargento Bertrand y conmocionó al auditorio.

Escalofríos de indignación recorrían a la multitud. Cuando el magistrado se sentó, estallaron gritos:

—¡A muerte! ¡A muerte!

Al presidente del tribunal le costó gran trabajo restablecer el silencio. Luego pronunció con tono grave:

—Acusado, ¿qué tiene usted que decir en su defensa?

Courbataille, que no había querido abogado, se levantó. Era un joven apuesto, alto, moreno, con un rostro abierto, rasgos enérgicos y una mirada audaz.

El público lo silbó. Él no se turbó y empezó a hablar con voz un tanto velada, algo baja al principio, pero que se afirmó poco a poco:


—Señor presidente… señores jurados: tengo muy pocas cosas que decir. La mujer cuya tumba violé había sido mi amante. Yo la amaba.

»La amaba no con un amor sensual, no con una simple ternura del alma y del corazón, sino con un amor absoluto, completo, con una pasión desesperada.

»Escúchenme:

»Cuando la encontré por primera vez, al verla experimenté una sensación extraña. No fue asombro ni admiración; no fue lo que se llama un flechazo, sino un delicioso sentimiento de bienestar, como si me hubieran sumergido en un baño tibio. Sus gestos me seducían, su voz me arrebataba; toda su persona me producía un placer infinito al verla. Me parecía también que la conocía desde hacía mucho tiempo, que ya la había visto. Llevaba en ella algo de mi propio espíritu.

»Me aparecía como la respuesta a un llamado lanzado por mi alma, a ese llamado vago y continuo que dirigimos a la Esperanza durante todo el curso de nuestra vida.

»Cuando la conocí un poco más, la sola idea de volver a verla me agitaba con un estremecimiento exquisito y profundo; el contacto de su mano en la mía era para mí un deleite tal que nunca había imaginado otro semejante; su sonrisa vertía en mis ojos una alegría loca, me daban ganas de correr, de bailar, de rodar por el suelo.

»Se convirtió, pues, en mi amante.

»Fue más que eso: fue mi vida misma. Ya no esperaba nada más en la tierra, no deseaba nada más. No envidiaba nada.

»Una tarde en que habíamos ido a pasear un poco más lejos a lo largo del río, la lluvia nos sorprendió. Ella tuvo frío.

»Al día siguiente se declaró una congestión pulmonar. Ocho días más tarde, expiraba.

»Durante las horas de agonía, el estupor y el espanto me impidieron comprender bien y reflexionar.

»Cuando estuvo muerta, la desesperación brutal me dejó tan aturdido que no tenía ya pensamiento alguno. Lloraba.

»Durante todas las horribles fases del entierro, mi dolor agudo, furioso, seguía siendo todavía un dolor de loco, una especie de dolor sensual, físico.

»Luego, cuando se hubo ido, cuando estuvo bajo tierra, mi espíritu recobró de pronto su claridad, y pasé por una serie de sufrimientos morales tan espantosos que el amor mismo que ella me había dado me parecía caro a tal precio.

»Entonces entró en mí esta idea fija:

»“No la volveré a ver”.

»¡Cuando se piensa en eso un día entero, la demencia se apodera de uno! ¡Piensen! Un ser está ahí, un ser que ustedes adoran, un ser único, porque en toda la extensión de la tierra no existe otro que se le parezca. Ese ser se ha entregado a ustedes, crea con ustedes esa unión misteriosa que se llama Amor. Su mirada les parece más vasta que el espacio, más encantadora que el mundo, esa mirada clara donde sonríe la ternura. Ese ser los ama. Cuando les habla, su voz derrama sobre ustedes un torrente de felicidad.

»¡Y de pronto desaparece! ¡Piensen! Desaparece no solo para ustedes, sino para siempre. Está muerto. ¿Comprenden esta palabra? ¡Nunca, nunca, nunca, en ninguna parte, ese ser existirá de nuevo! ¡Jamás esa mirada volverá a ver nada! ¡Jamás esa voz, jamás una voz semejante, entre todas las voces humanas, pronunciará de la misma manera una sola de las palabras que pronunciaba la suya!

»Jamás ningún rostro volverá a nacer semejante al suyo. ¡Jamás, jamás! Se guardan los moldes de las estatuas; se conservan improntas que reproducen objetos con los mismos contornos y colores. Pero ese cuerpo y ese rostro nunca reaparecerán sobre la tierra. Y, sin embargo, nacerán miles de criaturas, millones, miles de millones, y muchos más aún, y entre todas las mujeres futuras, esa no se encontrará jamás. ¿Es posible? Pensando en ello, uno se vuelve loco.

»Ha existido veinte años, no más, y ha desaparecido para siempre, para siempre, para siempre. Pensaba, sonreía, me amaba. Nada más. Las moscas que mueren en otoño son tantas como nosotros en la creación. Nada más. Y yo pensaba que su cuerpo —su cuerpo fresco, caliente, tan dulce, tan blanco, tan hermoso— se deshacía en podredumbre en el fondo de una caja bajo tierra. ¿Y su alma, su pensamiento, su amor, dónde?

»¡No volver a verla! ¡No volver a verla! La idea de aquel cuerpo descompuesto me obsesionaba, y sin embargo quizá pudiera reconocerlo. ¡Y quise verla una vez más!

»Salí con una azada, una linterna y un martillo. Salté por encima del muro del cementerio. Encontré el hueco de su tumba; aún no lo habían terminado de cubrir.

»Dejé al descubierto el ataúd y levanté una tabla. Un olor abominable, el aliento infame de las putrefacciones, me subió a la cara. ¡Oh, su lecho perfumado de lirios!

»Abrí sin embargo el féretro, hundí dentro mi linterna encendida y la vi. Su rostro estaba azul, hinchado, espantoso. De su boca había fluido un líquido negro.

»¡Ella! ¡Era ella! Un horror me sobrecogió. Pero extendí el brazo y tomé su cabello para atraer hacia mí aquella cara monstruosa.

»Fue entonces cuando me detuvieron.

»Toda la noche guardé, como se guarda el perfume de una mujer después de una caricia amorosa, el olor inmundo de aquella podredumbre, el olor de mi amada.

»Hagan conmigo lo que quieran.


Un extraño silencio parecía pesar sobre la sala. Todos parecían esperar todavía algo más. Los miembros del jurado se retiraron a deliberar.

Cuando regresaron, al cabo de unos minutos, el acusado parecía no tener ya temor alguno y faltarle la capacidad de pensar.

El presidente, con las fórmulas de costumbre, le anunció que los jueces lo declaraban inocente.

Él no hizo ningún gesto, y el público aplaudió.

FIN

(29 de julio de 1884.)

Guy de Maupassant - La tumba
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: La tumba
  • Título Original: La tombe
  • Publicado en: Gil Blas, 29 de julio de 1884

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