Guy de Maupassant: ¿Quién sabe?

Guy de Maupassant - Quién sabe

«¿Quién sabe?», cuento de Guy de Maupassant publicado en 1890, narra la inquietante experiencia de un hombre solitario y profundamente introvertido, que valora la quietud y privacidad de su existencia por encima de la compañía humana, motivo por el que asegura sentirse más a gusto en compañía de objetos inanimados que de personas. Un día, tras regresar a su hogar luego de una noche en el teatro, asiste a una inexplicable experiencia sobrenatural que afectará profundamente su vida.

Guy de Maupassant - Quién sabe

¿Quién sabe?

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

I

¡DIOS mío! Por fin me he decidido a dejar constancia escrita de lo que me ha pasado… Pero, ¿seré capaz de hacerlo, tendré el valor suficiente? ¡Es todo tan misterioso, tan inexplicable, tan ininteligible, tan absurdo!

Si no estuviera seguro de lo que he visto, convencido de que no ha habido ningún fallo en mi razonamiento, ningún error en mis hechos, ninguna laguna en la estricta secuencia de mis observaciones, me consideraría a mí mismo simple víctima de una alucinación, juguete de alguna extraña ilusión óptica.

Después de todo, ¿quién sabe?

Ahora me encuentro en una Clínica Mental, pero vine aquí por mi propia voluntad, como una precaución, porque estaba asustado. Sólo un hombre conoce mi historia, el Director de la Clínica. Ahora voy a trasladarlo todo al papel, en realidad no sé por qué. Tal vez para ahuyentar la obsesión, que me acosa como una pesadilla espectral.

Sea como sea, éste es el relato:

Siempre he sido un hombre solitario, un soñador: de carácter tranquilo, fácil de contentar, sin albergar ningún resquemor contra el género humano y ninguna queja contra el Cielo. Siempre he vivido solo, a causa de una especie de malestar que la presencia de otras personas me produce. ¿Cómo podría explicarlo? Imposible. No es que aborrezca a la sociedad; disfruto con la conversación, y cenando con mis amigos, pero cuando tengo consciencia de que están cerca de mí, incluso los más íntimos, durante cierto tiempo, me siento cansado, agotado, y experimento un creciente y angustioso deseo de que se marchen, o de marcharme y estar solo.

Este deseo es algo más que un simple reconocimiento, es una imperiosa necesidad. Y si tuviera que permanecer en su compañía, si tuviera que seguir, no diré escuchando, sino simplemente oyendo su conversación, estoy convencido de que sucedería algo terrible. ¿Qué? ¿Quién sabe? Posiblemente, sí, probablemente me desmayaría.

Me gusta tanto estar solo, que ni siquiera puedo soportar la proximidad de otros seres humanos durmiendo bajo el mismo techo; no puedo vivir en París; la lucha es superior a mis fuerzas. Es una muerte espiritual: esa enorme y hormigueante multitud viviendo a mi alrededor, incluso en su sueño, me produce una tortura física y nerviosa. En realidad, el sueño de las otras personas me resulta más penoso incluso que su conversación. Y no puedo descansar cuando sé o siento que hay seres humanos, al otro lado de la pared, padeciendo esa suspensión nocturna de la conciencia.

¿Por qué experimento esta sensación? ¿Quién sabe? Tal vez el motivo sea de lo más vulgar: me canso rápidamente de cualquiera que no sea yo mismo. Y existen muchas personas como yo.

Hay dos clases de seres humanos. Los que necesitan a los demás, que se distraen y se divierten con la compañía, en tanto que la soledad, lo mismo que el ascender a un glaciar inaccesible o el cruzar un desierto, les fastidia, les agota, acaba con sus fuerzas; y aquellos otros, por el contrario, que se sienten aburridos, irritados, torturados por la compañía de sus semejantes, en tanto que la soledad les procura paz y descanso en el desenfrenado mundo de su fantasía.

Se trata, en realidad, de un fenómeno psicológico reconocido. Los primeros están equipados para la extraversión, los últimos para la introversión. En mi propio caso, mi capacidad para concentrarme en las cosas ajenas a mí mismo es muy limitada y se agota rápidamente, y en cuanto alcanzo ese límite experimento un insoportable malestar físico y mental. Como resultado, estoy, o mejor dicho, estaba muy apegado a los objetos inanimados, los cuales tenían para mí la importancia de seres humanos, y mi hogar se ha, o mejor dicho, se había convertido en un mundo en el cual yo vivía una existencia solitaria pero llena de significado, rodeado por objetos, muebles y adornos a los que conocía y amaba como amigos. Había llenado y adornado poco a poco mi casa con ellos, y en medio de ellos me sentía en paz, dichoso, completamente feliz como entre los brazos de una amante esposa cuyo tierno y familiar contacto ha llegado a convertirse en una consoladora necesidad.

Había hecho construir la casa en medio de un hermoso jardín, apartada de la carretera, no lejos de una ciudad, en la cual podía encontrar las distracciones sociales que de cuando en cuando me apetecían. Todos mis criados dormían en un pabellón que se alzaba en el extremo más alejado del vallado jardín. En el silencio de mi hogar, oculto a todas las miradas por el follaje de unos árboles imponentes, la envolvente oscuridad de las noches resultaba tan tranquilizadora y tan bien recibida, que invariablemente demoraba el acostarme durante varias horas para prolongar mi disfrute de ella.

Aquella noche habían representado Sigurd en el teatro local. Era la primera vez que oía esa hermosa comedia musical, y confieso que gocé enormemente con ella.

Regresaba a casa de muy buen humor, tarareando algunas frases musicales y rememorando algunas de las escenas más emotivas de la obra. La oscuridad era casi absoluta, y al decir esto me refiero a que el camino era apenas visible y a que en más de una ocasión estuve a punto de dar de bruces en el barro. Desde la barrera de peaje hasta mi casa hay poco más de media milla, unos veinte minutos de paseo. Era la una de la mañana, la una o la una y media; súbitamente, el cielo se iluminó levemente delante de mí y apareció la luna, el melancólico cuarto menguante de la luna. En su cuarto creciente, cuando se levanta a las cuatro o las cinco de la tarde, la luna es brillante, alegre, plateada; pero en su cuarto menguante, cuando se levanta después de medianoche, tiene un color cobrizo, lúgubre y ominoso, una verdadera luna de Aquelarre. Cualquiera que haya andado mucho de noche lo habrá observado. El primer cuarto creciente, incluso cuando es tan delgado como un hilo, despide un brillo leve pero alegre, que reanima el corazón, y proyecta sombras definidas claramente sobre el suelo; el último cuarto menguante despide una débil claridad, tan débil que casi no proyecta ninguna sombra.

El oscuro contorno de mi jardín surgió delante de mí, y por algún motivo desconocido me inspiró una sensación de disgusto, como si me repeliera. Mis pasos se hicieron más lentos. La noche era muy apacible. La gran masa de árboles parecía una tumba, dentro de la cual yacía enterrada mi casa.

Abrí la verja del jardín y avancé por el largo camino bordeado de sicomoros que se extendía hasta la casa, con las ramas de los árboles entrelazadas en lo alto; se abría delante de mí como un túnel a través de la negra masa de los árboles y por encima del césped, sobre el cual los lechos de flores aparecían en la oscuridad como manchas ovaladas de ningún color particular.

A medida que me acercaba a la casa, me sentí invadido por una extraña inquietud. Me detuve. No se percibía ningún sonido, ni un soplo de aire agitando las hojas. «¿Qué es lo que me pasa?», pensé. Por espacio de diez años había llegado a horas parecidas sin experimentar el menor nerviosismo. No tenía miedo. Nunca me ha asustado la oscuridad. El ver a un hombre, un ladrón o un vagabundo, me habría enfurecido, simplemente, y no habría vacilado en enfrentarme con él. Además, estaba armado: llevaba mi revólver. Pero no acerqué mi mano a él, ya que deseaba resistir aquella sensación de temor que se había apoderado de mí.

¿Qué podía ser? ¿Un presentimiento? ¿El inexplicable presentimiento que invade la mente de un hombre ante la proximidad de lo sobrenatural? Quizás. ¿Quién sabe?

A medida que avanzaba, noté que un escalofrío recorría mi espina dorsal, y cuando estuve cerca de la pared con sus ventanas cegadas por espesas persianas, tuve que pararme unos momentos antes de abrir la puerta y entrar. Luego me senté en un banco del jardín debajo de las ventanas de mi salón. Permanecí allí, con el corazón palpitante, apoyando mi cabeza contra la pared, mirando fijamente hacia la negrura del follaje. Al principio no noté nada anormal. Tenía consciencia de una especie de rumor en mis oídos, pero eso es algo que me ocurre a menudo. A veces me parece oír trenes que pasan, campanas que repican, o el arrastrar de pies de una multitud.

Pero el rumor no tardó en hacerse más preciso, más definido, más inconfundible. Me había equivocado. La causa de aquel zumbido en mis oídos no era el latido normal de mis arterias, sino un ruido más concreto, aunque confuso, un ruido que, sin duda alguna, procedía del interior de mi casa. Podía oírlo a través de la pared, un ruido continuo, un susurro más bien que un ruido, un leve crujir, como el de muchos objetos cambiados de lugar, como si alguien cambiara mis muebles de sitio manejándolos con el mayor cuidado.

Naturalmente, al principio me negué a dar crédito a mis oídos. Pero después de pegar mi mejilla a la persiana para percibir con más claridad los extraños ruidos, quedé absolutamente convencido de que algo anormal e inexplicable estaba ocurriendo en el interior de la casa. No estaba asustado, sino —¿cómo podría expresarlo?— desconcertado por lo sorprendente del hecho. Ni siquiera acerqué la mano a mi revólver, extrañamente convencido de que no me serviría de nada.

Esperé largo rato, incapaz de llegar a una decisión, con mi mente absolutamente clara aunque profundamente desconcertada. Esperé inmóvil, escuchando el creciente ruido, que en ocasiones subía de tono, convirtiéndose en un rumor impaciente y furioso, como si de un momento a otro fuera a resolverse en un violento estallido.

Luego, súbitamente, avergonzado de mi cobardía, saqué mi manojo de llaves, escogí la adecuada, la introduje en la cerradura, la hice girar dos veces y empujé la puerta con todas mis fuerzas, haciéndola chocar violentamente contra la pared interior.

El golpe resonó como un cañonazo, e inmediatamente el estrépito fue contestado por un terrible alboroto desde la bodega hasta el desván. Fue algo tan repentino, tan horrible, tan ensordecedor, que retrocedí unos pasos y, a pesar de que me daba cuenta de la inutilidad de mi gesto, extraje mi revólver de su funda.

Esperé de nuevo, pero no mucho tiempo. Ahora podía percibir un extraordinario discurrir de pasos por las escaleras, el suelo de madera y las alfombras… No, no eran pasos humanos, exactamente. No era el sonido de pies o de suelas de zapatos, sino de muletas, de madera y de hierro, que repiqueteaban con la metálica insistencia de unos címbalos. Y luego, súbitamente, en el dintel de la puerta principal, vi un sillón de brazos, mi gran sillón de lectura, que lo cruzaba a saltitos para adentrarse en el camino que conducía a la verja. Le siguieron otros del salón, luego los sofás, deslizándose por el suelo sobre sus recias patas como cocodrilos, después el resto de mis sillas, brincando como cabras, y las pequeñas banquetas galopando como conejos.

No ha de resultar difícil imaginar lo que sentía en aquel momento. Me deslicé hacia un macizo de arbustos y me agaché detrás de ellos, con los ojos pegados a la procesión de mis muebles, ya que todos iban saliendo de la casa, uno tras otro, rápida o lentamente, según su forma y peso. Mi gran piano de cola salió galopando como un caballo desbocado, con un leve sonido discordante de alambres en su interior; los objetos más pequeños, cepillos, copas de plata y de cristal tallado, se deslizaban sobre la grava como hormigas, brillando como luciérnagas a la luz de la luna. Las alfombras y cortinajes se alejaban a rastras, esparciendo una finísima nube de polvo. Vi aparecer mi escritorio, una rara pieza de coleccionista del siglo XVIII, conteniendo todas mis cartas, todo el archivo de una tormentosa pasión desvanecida hace mucho tiempo. Y en él estaban también mis fotografías.

Súbitamente, todos mis temores se disiparon; me lancé sobre el escritorio y me aferré a él, como uno se aferra a un ladrón que trata de escapar, pero siguió marchando irresistiblemente y, a pesar de mis furiosos esfuerzos, ni siquiera logré ralentizar su marcha. Mientras luchaba como un demente contra aquella terrible fuerza, caí al suelo. Entonces, el escritorio me arrastró por la grava, y los muebles que le seguían empezaron a pisotearme, lastimándose las piernas; y cuando solté el escritorio y me incorporé, los otros muebles me embistieron, como una carga de caballería contra un soldado a pie.

Por fin, loco de terror, logré apartarme del camino y ocultarme de nuevo entre los árboles, contemplando la desaparición de los objetos más pequeños, más diminutos, más humildes que había poseído, y cuya existencia había llegado a olvidar.

Luego oí, a lo lejos, dentro de la casa, que estaba llena de ecos como un edificio vacío, un aterrador estampido de puertas que se cerraban. Resonaron desde el desván hasta la bodega, para culminar en la puerta principal, que yo mismo había abierto estúpidamente para permitir el éxodo y que ahora se cerró de golpe.

Entonces hui y eché a correr hacia la ciudad, y no me sentí tranquilo hasta que pisé sus calles y me crucé con la gente que regresaba tarde a casa. Me dirigí a un hotel en el que era conocido. Después de sacudir con mis manos el polvo que se había pegado a mis ropas, inventé la historia de que había perdido mis llaves, entre ellas la del pabellón donde dormían mis criados, detrás del muro del jardín que protegía de los ladrones mis frutas y verduras.

Me acosté en la cama que me prepararon y me cubrí con la sábana hasta los ojos; pero no pude dormir, y esperé a que amaneciera, escuchando los violentos latidos de mi corazón. Había dado órdenes para que avisaran a mis criados en cuanto se hiciera de día, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a las siete de la mañana: su rostro revelaba lo trastornado que estaba.

—Ha ocurrido algo espantoso durante la noche, señor —me anunció de buenas a primeras.

—¿Qué ha pasado?

—Todos sus muebles han sido robados, señor, absolutamente todos, incluso los objetos más pequeños.

Al oír aquellas palabras experimenté cierto alivio. ¿Por qué? Lo ignoro. Tenía un completo dominio de mí mismo; sabía que podría ocultar mis sentimientos, no decirle a nadie lo que había visto, esconderlo, enterrarlo en mi pecho como un espantoso secreto.

Repliqué:

—Entonces, se trata de las mismas personas que robaron mis llaves. Hay que avisar inmediatamente a la policía. Voy a levantarme, y me reuniré contigo dentro de unos minutos en la comisaría.

La investigación duró cinco meses. No puso nada en claro. No se encontró ni el más insignificante de mis objetos, ni el más leve rastro de los ladrones. ¡Dios mío! Si yo les hubiese dicho lo que sabía… Si se los hubiese dicho, habrían encerrado… no a los ladrones, sino a mí, el hombre que era capaz de ver una cosa semejante.

Desde luego, sé mantener la boca cerrada. Pero no volví a amueblar mi casa. ¿Para qué? La cosa se hubiera repetido.

No quería volver a ella nunca más. Y no volví. Me instalé en un hotel de París y consulté a varios médicos sobre el estado de mis nervios, que me mantenían sumido en una gran ansiedad desde aquella espantosa noche.

Me aconsejaron que viajara, y yo seguí su consejo


II

Empecé con un viaje a Italia. El sol me sentó muy bien. Durante seis meses fui de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Luego me trasladé a Sicilia, una región muy atractiva, desde el punto de vista del paisaje y de los monumentos, restos dejados por los griegos y los normandos. Pasé a África, y viajé sin prisa a través del apacible desierto, por el que vagabundean camellos, gacelas y árabes nómadas, y cuyo aire claro y seco no deja persistir ninguna obsesión, ni de día ni de noche.

Regresé a Francia vía Marsella y, a pesar de la alegría provenzal, la disminuida intensidad de la luz solar me deprimió. A mi regreso a Europa experimenté la extraña sensación de un paciente que cree estar curado, pero que repentinamente es advertido, por un sordo dolor, de que la raíz del mal continúa siendo activa.

Me dirigí a París. Al cabo de un mes me sentí soberanamente aburrido. Era otoño, y decidí realizar un viaje, antes del invierno, a través de Normandía, una región nueva para mí.

Empecé con Rúan, desde luego, y durante una semana vagué de un lado a otro, intrigado, maravillado, asombrado por aquella ciudad medieval, museo de raros ejemplares del arte Gótico.

Una tarde, alrededor de las cuatro, al entrar en una calle que parecía demasiado buena para ser verdad, a lo largo de la cual discurre un arroyo negro como la tinta llamado el Eau de Robec, mi atención, hasta entonces prendida en el aspecto poco corriente y anticuado de las casas, quedó súbitamente atraída por cierto número de tiendas dedicadas a la venta de muebles de segunda mano, una junto a otra.

En realidad, los comerciantes en cuestión habían escogido bien el lugar, en aquella calle fantástica con su siniestro arroyo, bajo los puntiagudos tejados de ladrillo o de pizarra, sobre los cuales seguían girando las veletas de una edad pretérita.

Amontonados en las profundidades de las cavernosas tiendas podían verse bustos labrados, porcelanas de Rúan, Nevers y Moustiers, estatuas, algunas pintadas, otras de madera sin desbastar, crucifijos, Vírgenes, Santos, ornamentos sagrados, casullas, patenas, incluso cálices, y un antiguo tabernáculo de madera dorada. ¡Qué asombrosas cavernas había en aquellas casas altas y esbeltas, llenas desde la bodega hasta el desván de objetos de todas clases, cuya utilidad parecía periclitada, y que habían sobrevivido a sus propietarios naturales, a su siglo, a su período, a su moda, para ser comprados como curiosidades por las generaciones posteriores!

Mi pasión por las cosas antiguas se reavivó en aquel paraíso del coleccionista. Fui de tienda en tienda, cruzando de dos zancadas los puentes hechos con cuatro tablas podridas encima de la pestilente Eau de Robec. Y, de pronto… ¡Madre de Dios! Por un instante, mi corazón dejó de latir: al fondo de una cúpula atestada de muebles, que parecía la entrada a las catacumbas de algún cementerio de objetos antiguos, acababa de ver la más hermosa de las vitrinas. Avancé hacia ella temblando de pies a cabeza, temblando hasta el extremo de que no me atrevía a tocarla. Extendí la mano… vacilé… Era mía, sin duda alguna, una vitrina Luis XIII única, inconfundible para cualquiera que la hubiese visto. Súbitamente, forzando más la vista en las oscuras profundidades de aquella galería, percibí tres de mis sillones tapizados de brocado petit point, y luego dos de mis mesas Enrique II, las cuales eran tan raras que la gente venia especialmente de París para verlas.

¡Imaginen lo que sentí!

Entonces avancé, temblando de excitación, pero avancé, ya que no soy cobarde, avancé como un caballero de los siglos de la superstición y de la ignorancia penetrando en la cueva de una bruja. Mientras avanzaba, descubrí todas mis pertenencias, mis candelabros, mis libros, mis cuadros, mis annas, todo, salvo el escritorio que contenía mis cartas, el cual no logré encontrar en ninguna parte.

Avancé, descendiendo escaleras, a lo largo de oscuros pasillos, y luego subí otra vez a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé, pero no obtuve ninguna respuesta. Estaba completamente solo; en aquel enorme laberinto no había nadie, por lo visto.

Anocheció, y tuve que sentarme en uno de mis propios sillones, ya que no pensaba marcharme. A intervalos gritaba:

—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

Llevaba allí, estoy seguro, más de una hora, cuando oí el sonido de unos pasos, ligeros y lentos: no podía saber de dónde procedían. Estuve a punto de echar a correr, pero, revistiéndome de valor, llamé otra vez y vi una luz en la habitación contigua.

—¿Quién está ahí? —inquirió una voz.

Contesté:

—Un cliente.

Llegó la respuesta:

—Es muy tarde, ya hemos cerrado.

Repliqué:

—Hace una hora que le espero.

—Será mejor que vuelva mañana.

—Mañana me habré marchado de Rúan.

Yo no me atrevía a moverme, y él no se atrevía a acercarse. Durante todo el tiempo estuve viendo el reflejo de la luz brillando sobre un tapiz, en el cual dos ángeles volaban sobre los muertos en un campo de batalla. También aquel tapiz me pertenecía.

Dije:

—Bueno, ¿va usted a venir?

Él replicó:

—Le estoy esperando.

De modo que me puse en pie y avancé hacia él.

En el centro de una amplia habitación se encontraba un hombre muy bajo y muy gordo, como uno de esos gordos que salen en las comedias. Llevaba una barba enmarañada, de color amarillo sucio, y no tenía un solo cabello en la cabeza. Cuando levantó su vela, alargando el brazo, para iluminar mi cara, la cúpula de su calva cabeza semejó una luna en miniatura en aquella enorme habitación atestada de muebles antiguos. Tenía el rostro lleno de arrugas y sus ojos eran dos simples rendijas.

Tras regatear un poco compré tres sillas que en realidad eran mías, y pagué una enorme suma al contado, dejando el número de mi habitación en el hotel. Tenían que ser entregadas a la mañana siguiente, antes de las nueve. Entonces abandoné la tienda. El hombre me acompañó hasta la puerta con la mayor cortesía. Me dirigí directamente a la Jefatura de Policía, donde conté la historia del robo de mis muebles y el descubrimiento que acababa de hacer.

Inmediatamente, el Inspector telegrafió a la Oficina del Fiscal que se había encargado de la primera investigación, rogándome que esperase la respuesta. Una hora más tarde se recibió, confirmando mi relato en todos sus extremos.

—Haré detener e interrogar a ese hombre en seguida —me dijo el Inspector—, ya que podría entrar en sospechas y trasladar de sitio sus pertenencias. Le sugiero que vaya a cenar y vuelva dentro de un par de horas. Entonces le someteré a otro interrogatorio delante de usted.

—¡Excelente, Inspector! Le estoy muy agradecido.

Cené en mi hotel, y mi apetito fue mucho mejor de lo que hubiese creído posible. Pero me sentía muy satisfecho. Le habían atrapado.

Dos horas más tarde me encontraba de nuevo en la Jefatura de Policía.

El oficial estaba esperándome.

—Lo lamento, señor —dijo, en cuanto me vio—, pero no hemos podido echarle el guante a su amigo. Mis hombres no le han encontrado.

—¿Quiere usted decir…?

Me sentí anonadado.

–Pero… ¿han localizado ustedes la casa? —inquirí.

—¡Oh, sí! Y estará vigilada hasta que ese individuo regrese. Pero ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Sí, desaparecido. Habitualmente pasa la noche en casa de su vecina, una vieja viuda llamada Mrs. Bidoin, que también se dedica a la venta de muebles de segunda mano. Dice que esta noche no le ha visto y que no puede dar ninguna información acerca de él. De modo que tendremos que esperar hasta mañana.

Salí de la Jefatura. Las calles de Rúan tenían ahora un aspecto siniestro, espectral.

No pude dormir, y en los escasos momentos en que me quedé amodorrado mi sueño se pobló de pesadillas.

No quería parecer excesivamente ansioso, ni que pudieran creer que tenía demasiada prisa, de modo que a la mañana siguiente esperé hasta las diez antes de volver a la Jefatura de Policía.

El comerciante no había regresado: su tienda estaba cerrada.

El Inspector me dijo:

—He hecho todas las gestiones necesarias. He informado del caso al Ministerio Fiscal, y tengo la autorización necesaria para abrir la tienda en ausencia de su dueño. Me acompañará usted allí y podrá mostrarme los muebles y objetos que le pertenecen.

Nos dirigimos hacia la tienda. Había unos agentes de guardia, con un cerrajero, delante de la puerta, que ya había sido abierta.

Cuando entré, no vi mi vitrina, ni mis sillones, ni mis mesas, ni un solo objeto de los que desaparecieron de mi casa, a pesar de que la noche anterior no podía dar un paso sin tropezar con algo de mi propiedad.

El Inspector, sorprendido, me miró con aire suspicaz.

—Bueno, debo decir, Inspector, que la desaparición de mis muebles coincide extrañamente con la del comerciante —dije.

El Inspector sonrió:

—¡Tiene usted razón! Ayer cometió usted un error al comprar y pagar aquellas sillas. Eso hizo entrar en sospechas al comerciante.

Repliqué:

—Lo que no acierto a comprender es el hecho de que todo el espacio ocupado por mis muebles está lleno ahora de otras piezas.

—¡Oh! —exclamó el Inspector—. Ese individuo ha podido disponer de toda una noche, y no cabe duda de que tiene cómplices. Seguramente, esta tienda se comunica con las tiendas del otro lado de la calle… Pero, no se preocupe, señor, lo pondremos todo patas arriba. El ladrón no tardará en caer en nuestras manos, ahora que conocemos su escondrijo.

Mi corazón latía con tanta violencia, que por un instante pensé que iba a estallar.

***

Permanecí en Rúan un par de semanas. El hombre no regresó. Dios sabe que nadie podría tenderle una trampa a un hombre como aquél.

Luego, a la mañana siguiente, recibí esta extraña carta de mi jardinero, que había quedado al cuidado de mi casa, deshabitada desde el robo:

Estimado señor:

Debo informarle de algo que ocurrió anoche y que no puedo explicarme, lo mismo que la Policía. Todos los muebles han sido devueltos, absolutamente todos, incluso los objetos más pequeños. La casa se encuentra ahora tal como estaba la tarde anterior al robo. La cosa es como para volver loco a cualquiera. Todo ocurrió en la noche del viernes al sábado. Por el estado del camino, diríase que lo arrastraron todo desde la verja del jardín hasta la entrada principal. Igual que el día que desapareció.

En espera de su regreso le saludo respetuosamente,

Philip Raudin

¡No! ¡No! ¡No! ¡No! !No volveré allí!

Le llevé la carta al Inspector de Rúan.

—Es una restitución con todas las de la ley —dijo—. Simularemos que le damos carpetazo al caso, y el día menos pensado atraparemos al individuo.

***

Pero no le han atrapado. ¡No! Ni le atraparán nunca, y ahora tengo miedo de él, como si un animal salvaje siguiera mi rastro.

¡No podrán encontrarle! No encontrarán nunca a aquel monstruo de la cabeza calva como una luna llena. Nunca le atraparán. Nunca regresará a su tienda. ¿Por qué tendría que hacerlo? El único que podría encontrarle soy yo, y no lo haré. ¡No lo haré! ¡No lo haré! ¡No lo haré!

Y si regresa, si vuelve a su tienda, ¿quién podrá demostrar que mis muebles estuvieron allí alguna vez? Sólo existe mi evidencia, y tengo la sensación de que se está convirtiendo en sospechosa.

¡No! Mi vida se estaba haciendo imposible. Y no podía guardar el secreto de lo que había visto. No podía seguir viviendo como todo el mundo, con el temor de que la historia pudiera repetirse en cualquier momento.

De modo que acudí a la consulta del médico que dirige esta Clínica Mental y le conté toda la historia.

Después de someterme a un minucioso reconocimiento, me dijo:

—Mi querido señor, ¿le importaría quedarse aquí una temporada?

—Me gustaría mucho poder hacerlo.

—¿Dispone usted de mucho dinero?

—Sí, doctor.

—Bien. ¿Le agradaría vivir solo en un bungalow?

—Es lo único que pido.

—¿Le gustaría que vinieran sus amigos a visitarle?

—No, doctor, ninguno. El hombre de Rúan podría aventurarse a seguirme hasta aquí para acabar conmigo.

***

Y aquí estoy desde hace tres meses, completamente solo. No tengo, prácticamente, ninguna preocupación. Sólo temo una cosa… Supongamos que el comerciante en muebles de segunda mano enloqueciera… y supongamos que le trajeran a esta Clínica… Ni siquiera las prisiones son absolutamente seguras…

Guy de Maupassant - Quién sabe
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: ¿Quién sabe?
  • Título Original: Qui sait?
  • Aparece en: L’Écho de Paris, 6 de abril de 1890
  • Traducción: Sin datos

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