Guy de Maupassant: Soledad

Guy de Maupassant - Soledad

Sinopsis: «Soledad» (Solitude) es un cuento de Guy de Maupassant, publicado el 31 de marzo de 1884 en el periódico Le Gaulois. Ambientado durante un paseo nocturno por los Campos Elíseos, el relato reproduce el diálogo íntimo entre dos viejos amigos que caminan bajo el cielo estrellado de París. En medio del silencio y la penumbra, uno de ellos expresa la angustia existencial que le provoca la convicción de que todos los seres humanos estamos irremediablemente solos. A través de una conversación intensa y melancólica, se despliega una visión sombría sobre la incomunicabilidad y el deseo imposible de verdadera conexión.

Guy de Maupassant - Soledad

Soledad

Guy de Maupassant
(Cuento completo)

Ocurrió después de una cena de antiguos camaradas. Habíamos estado muy animados. Uno de ellos, un viejo amigo, me dijo:

—¿Quieres subir andando por los Champs-Élysées?

Y allí nos fuimos, siguiendo lentamente el largo paseo bajo los árboles, aún apenas cubiertos de hojas. No se oía ningún ruido, salvo el murmullo confuso y continuo de París. Una brisa fresca nos acariciaba el rostro y la legión de estrellas esparcía sobre el cielo negro un polvo dorado.

Mi compañero me dijo:

—No sé por qué, pero aquí, por la noche, respiro mejor que en cualquier otro sitio. Me parece que mis pensamientos se amplían. A veces tengo una especie de destellos en la mente que me hacen creer, por un momento, que voy a descubrir el secreto divino de las cosas. Pero luego se cierra la ventana. Y se acaba.

De vez en cuando, veíamos dos sombras deslizarse a lo largo de los macizos; pasábamos delante de un banco donde dos seres, sentados uno al lado del otro, no eran más que una negra mancha.

Mi vecino murmuró:

—¡Pobres! No me producen repugnancia, sino una inmensa lástima. Entre todos los misterios de la vida humana, hay uno que he desentrañado: nuestro gran tormento en la existencia proviene de que estamos eternamente solos y todos nuestros esfuerzos y actos solo tienden a huir de esa soledad. Esos amantes de los bancos al aire libre buscan, como nosotros y como todas las criaturas, poner fin a su aislamiento, aunque solo sea por un minuto; pero siguen estando, seguirán estando siempre solos, y nosotros también.

Lo percibimos más o menos, eso es todo.

Desde hace algún tiempo soporto ese abominable suplicio de haber comprendido, de haber descubierto la horrible soledad en la que vivo, y sé que nada puede acabar con ella, nada, ¿me oyes? Hagamos lo que hagamos, sean cuales fueren los impulsos de nuestros corazones, la llamada de nuestros labios y la pasión de nuestros abrazos, siempre estamos solos.

Te he arrastrado esta noche a dar este paseo para no volver a casa, porque ahora sufro horriblemente por la soledad de mi vivienda. ¿De qué me sirve? Te hablo, tú me escuchas y estamos solos los dos, uno al lado del otro, pero solos. ¿Me entiendes?

Bienaventurados los simples de espíritu, dice la Escritura. Tienen la ilusión de la felicidad. Ellos no sienten nuestra soledad miserable, no deambulan como yo por la vida sin mayor contacto, sin otra alegría que la satisfacción egoísta de comprender, de ver, de adivinar y de padecer infinitamente por el conocimiento de nuestro eterno aislamiento.

Tal vez te parezca que estoy un poco loco, ¿verdad?

Escúchame. Desde que sentí la soledad de mi ser, me parece que cada día me hundo más en un subterráneo oscuro, cuyos límites no alcanzo a ver, cuyo final ignoro y que quizá no tiene término. Voy solo, sin nadie a mi alrededor, sin nadie vivo que recorra este mismo camino tenebroso. La vida es este subterráneo. A veces oigo ruidos, voces, gritos… Avanzamos a tientas hacia esos rumores confusos. Pero nunca sé exactamente de dónde provienen; nunca encuentro a nadie, nunca encuentro otra mano en la oscuridad que me rodea. ¿Me entiendes?

Algunos hombres han adivinado a veces este sufrimiento atroz.

Musset exclamó:

¿Quién viene? ¿Quién me llama? Nadie.
Estoy solo. —Da la una,
¡oh, soledad! —¡Oh, pobreza!

Pero, en su caso, solo se trataba de una duda pasajera, y no de una certeza definitiva como en el mío. Era poeta; poblaba la vida de fantasmas y sueños. Nunca estaba realmente solo. —¡Yo estoy solo!

Gustave Flaubert, uno de los grandes desgraciados de este mundo, ya que era uno de los grandes lúcidos, ¿no escribió esta frase desesperada a una amiga: «Todos estamos en un desierto. Nadie entiende a nadie»?

Nadie entiende a nadie, pensemos lo que pensemos, digamos lo que digamos, intentemos lo que intentemos. ¿Sabe la Tierra lo que ocurre en esas estrellas que se ven, arrojadas como semillas de fuego a través del espacio, tan lejos que solo percibimos el brillo de algunas, mientras que el innumerable ejército de las demás se pierde en el infinito, tan cercanas que tal vez formen un todo, como las moléculas de un cuerpo?

Pues bien, el ser humano no sabe más de lo que ocurre en otro ser humano. Estamos más aislados unos de otros que esos astros, sobre todo porque el pensamiento es insondable.

¿Sabes algo más terrible que este constante roce con seres que no podemos conocer? Nos amamos unos a otros como si estuviéramos encadenados, muy cerca, con los brazos extendidos, sin poder alcanzarnos. Nos atormenta una necesidad torturadora de unión, pero todos nuestros esfuerzos son estériles, inútiles nuestras entregas, infructuosas nuestras confidencias, impotentes nuestros abrazos, vanas nuestras caricias. Cuando queremos fundirnos, nuestros impulsos de uno hacia otro solo nos hacen chocar entre nosotros.

Nunca me siento más solo que cuando entrego mi corazón a algún amigo, porque entonces es cuando mejor comprendo la infranqueable barrera. Ahí está ese hombre; veo sus ojos claros fijos en mí, pero su alma, detrás de ellos, me es desconocida. Me escucha. ¿Qué piensa? Sí, ¿qué piensa? ¿No entiendes este tormento? ¿Quizás me odia? ¿O me desprecia? ¿O se burla de mí? Reflexiona sobre lo que digo, me juzga, se mofa, me condena, me considera mediocre o un tonto. ¿Cómo saber lo que piensa? ¿Cómo saber si me ama como yo lo amo? ¿Y qué se agita en esa cabecita redonda? ¡Qué misterio son los desconocidos pensamientos de un ser, los pensamientos ocultos y libres que no podemos conocer, ni dirigir, ni dominar, ni vencer!

Y yo, por mucho que quiera entregarme por completo, abrir todas las puertas de mi alma, no consigo hacerlo. Guardo en mi interior, en lo más profundo, ese lugar secreto del «yo» donde nadie puede penetrar. Nadie puede descubrirlo, entrar en él, porque nadie se parece a mí, porque nadie comprende a nadie.

¿Me comprendes tú, al menos, en este momento? No, ¡tú me juzgas loco! ¡Me examinas, te mantienes alejado de mí! Te preguntas: «¿Qué le pasa esta noche?». Pero, si algún día logras comprender y adivinar mi horrible y sutil sufrimiento, ven y dime simplemente: «¡Te he comprendido!», y me harás feliz, aunque solo sea por un segundo.

Son las mujeres las que mejor me hacen ver mi soledad.

¡Miseria! ¡Miseria! ¡Cuánto he sufrido por ellas, porque a menudo me han dado, más que los hombres, la ilusión de no estar solo!

Cuando uno se enamora, parece que se ensancha. ¡Te invade una felicidad sobrehumana! ¿Sabes por qué? ¿Sabes de dónde viene esa sensación de inmensa felicidad? Es únicamente porque uno se imagina que ya no está solo. El aislamiento y el abandono parecen desaparecer. ¡Qué error!

Aún más atormentada que nosotros por esa eterna necesidad de amor que corroe nuestro corazón solitario, la mujer es la gran mentira del Sueño.

Conoces esas horas deliciosas que pasamos frente a frente con ese ser de cabello largo, rasgos encantadores y mirada que nos vuelve locos. ¡Qué delirio nos confunde la mente! ¡Qué ilusión nos lleva!

Ella y yo, ¿no parece que vamos a ser uno solo dentro de un momento? Pero ese momento nunca llega y, tras semanas de espera, de esperanza y de alegría engañosa, de pronto un día me encuentro más solo que nunca.

Tras cada beso, tras cada abrazo, el aislamiento se hace más grande, ¡y qué triste, qué espantoso es!

¿No escribió un poeta, Sully Prudhomme:

Las caricias no son más que inquietos arrebatos,
intentos infructuosos del pobre amor que intenta
la imposible unión de las almas a través de los cuerpos…

Y luego, adiós. Se acabó. Apenas reconocemos a esa mujer que lo fue todo para nosotros durante un momento de nuestra vida y de la que nunca llegamos a conocer los pensamientos íntimos, sin duda banales.

En los momentos en que parecía que, en un misterioso acuerdo entre los seres, en un completo entrelazamiento de deseos y aspiraciones, habíamos descendido hasta lo más profundo de su alma, una palabra, una sola palabra, a veces, nos revelaba nuestro error, nos mostraba, como un relámpago en la noche, el oscuro abismo que había entre nosotros.

Y, sin embargo, lo mejor del mundo es pasar una velada con una mujer a la que se ama, sin hablar, casi completamente feliz con la sola sensación de su presencia. No pidamos más, pues dos seres nunca se mezclan.

En cuanto a mí, ahora he cerrado mi alma. Ya no le digo a nadie lo que creo, lo que pienso ni lo que amo. Sabiendo que estoy condenado a la horrible soledad, miro las cosas sin expresar nunca mi parecer. ¡Qué me importan las opiniones, las disputas, los placeres, las creencias! Al no poder compartir nada con nadie, he perdido todo interés por todo. Mis pensamientos, invisibles, permanecen inexplorados. Tengo frases banales para responder a las preguntas cotidianas y una sonrisa que dice «sí» cuando ni siquiera quiero tomarme la molestia de hablar. ¿Me entiendes?

Habíamos subido la larga avenida hasta el Arc de Triomphe de l’Étoile y luego habíamos bajado hasta la plaza de la Concorde, porque él había dicho todo eso lentamente, añadiendo muchas otras cosas que ya no recuerdo.

Se detuvo y, de repente, extendiendo el brazo hacia el obelisco de granito, de pie sobre el adoquinado de París y que perdía, en medio de las estrellas, su largo perfil egipcio, monumento exiliado, con la historia de su país escrita en signos extraños en su costado, mi amigo exclamó:

— Mira, todos somos como esta piedra.

Luego se marchó sin añadir una palabra.

¿Estaba borracho? ¿Estaba loco? ¿Era sabio? Todavía no lo sé. A veces me parece que tenía razón; otras veces, que había perdido la cabeza.

FIN

Guy de Maupassant - Soledad
  • Autor: Guy de Maupassant
  • Título: Soledad
  • Título Original: Solitude
  • Publicado en: Le Gaulois, 31 de marzo de 1884
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: