Hanns Heinz Ewers: La araña

Hanns Heinz Ewers - La araña

«La araña», inquietante relato de terror psicológico de Hanns Heinz Ewers, narra la historia de Richard Bracquemont, un estudiante de medicina que se ofrece a investigar una serie de misteriosos suicidios ocurridos en la habitación número 7 de un pequeño hotel parisino. A medida que pasan los días, Richard desarrolla una extraña obsesión con una enigmática mujer que observa hilando en la ventana del edificio de enfrente. Entre ambos se establece un hipnótico juego que se torna progresivamente más intenso y perturbador.

Hanns Heinz Ewers - La araña

La araña

Hanns Heinz Ewers
(Cuento completo)

Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió venir a ocupar la habitación n.º 7 del pequeño hotel Stevens, en el número 6 de la calle Alfred-Stevens, en esta misma estancia, en tres viernes consecutivos, tres personas se habían colgado del crucero de la ventana. La primera fue un viajante de comercio suizo. No se descubrió su cadáver hasta el sábado por la tarde. El médico comprobó que su muerte había ocurrido el viernes, entre las cinco y las seis de la tarde. El cuerpo estaba suspendido de un grueso gancho clavado en la parte superior del crucero. La ventana estaba cerrada. El inquilino había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana no era muy alta, las piernas se arrastraban sobre el parqué. El suicidado debía de haber poseído unas energías notables para poner en ejecución su proyecto. Se supo, por otra parte, que estaba casado y era padre de cuatro hijos, que se ganaba con holgura su sustento y que su carácter había sido siempre afable. No se encontró ninguna nota manuscrita que se refiriese al suicidio, ni testamento alguno.

El segundo caso fue más o menos idéntico. El artista Karl Krausse, contratado como equilibrista en el circo Medrano, que se hallaba muy cercano, llegó para ocupar la habitación n.º 7 dos días después del primer suicidio. Al viernes siguiente, no apareció por el circo a la hora de la representación. El director envió al chico de los recados al hotel. Éste encontró al artista en su habitación, que no estaba cerrada, colgado del crucero de la misma manera que el inquilino anterior. Este nuevo suicidio quedó envuelto en el mismo misterio que el anterior.


Para la señora Dubonnet, la propietaria del pequeño hotel, cuya clientela se componía principalmente de los artistas de los music-halls de Montmartre, esta segunda muerte misteriosa en la misma habitación tuvo consecuencias enojosas. Una parte de sus huéspedes se marchó, y los clientes que tenían la costumbre de acudir a su casa evitaron el establecimiento. Pidió la ayuda del comisario de policía de su barrio, al que conocía personalmente. Éste le prometió hacer todo lo que estuviese en su mano para aclarar las causas de los dos misteriosos suicidios. No sólo inició una investigación detallada, sino que además puso a su disposición a un agente que vino a vivir a la habitación misteriosa.

El agente se llamaba Charles-Marie Chaumié. Había solicitado él mismo esta misión de confianza. Cada mañana y cada tarde, Chaumié pasaba por el puesto de policía para hacer su informe. Los primeros días se limitó a declarar que no había notado nada de particular. Por el contrario, el miércoles por la tarde dijo que creía estar tras una pista interesante. Rogado de que aclarara sus palabras, se refugió tras la necesidad de conservar provisionalmente el silencio, porque aún no sabía con certeza si lo que creía haber descubierto tenía alguna relación con la muerte de los dos individuos. Tenía miedo, y lo demostraba en su precipitación, de cubrirse de ridículo. El jueves demostró menos seguridad, pero su expresión era grave. No comunicó nada. El viernes por la mañana parecía nervioso, y pretendió que aquella ventana ejercía, en cualquier caso, una influencia extraña. Añadió que aquello no tenía relación alguna con los suicidios, y que se reirían de él si hablaba más. Aquella tarde no fue al puesto de la policía. Lo encontraron colgado del crucero como los demás.

Este tercer suicidio en la habitación n.º 7 tuvo como consecuencia que aquel mismo día partiesen todos los huéspedes, a excepción de un profesor alemán que habitaba en el n.º 16, y que se aprovechó de la circunstancia para obtener una reducción de un tercio en su alquiler.

Con las elecciones, Marruecos, Persia, un crack de un banco en Nueva York, y tres conflictos políticos, no había ciertamente lugar para aquel suceso en los diarios. El asunto de la calle Alfred-Stevens no tuvo el eco que se hubiera merecido. Algunas líneas concisas consignaron sin comentarios los informes de la policía. Esto fue todo.


Estos comunicados representaban todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont conocía del asunto. Hasta ignoraba un pequeño detalle, de apariencia tan anodina que ni el comisario ni ninguno de los testigos habían pensado en comentárselo a los periodistas. El recuerdo no fue evocado sino hasta más tarde, después de la aventura que le ocurrió al estudiante. Cuando los agentes descolgaron del crucero el cadáver de su colega Charles-Marie Chaumié, una gruesa araña negra surgió de la boca del muerto. El criado del hotel trató de aplastarla de un papirotazo gritando, con aire de disgusto:

—¡Ah! ¡Otra vez uno de estos asquerosos bichos!

Cuando se le interrogó, durante la investigación posterior al asunto de Bracquemont, declaró que, en el momento en que se había descolgado el cuerpo del viajante suizo, había visto cómo una araña exactamente igual corría por el hombro del suicida. Richard Bracquemont no sabía nada de esto. Se instaló en la habitación dos semanas después del último suicidio. Era un domingo. Y todo lo que le sucedió en la habitación n.º 7 lo escribió cuidadosamente, día a día.


Diario del estudiante de medicina Richard Bracquemont

Lunes, 28 de febrero.
Llegué aquí ayer por la tarde. Vacié mis dos maletas, me instalé, y me eché en la cama. He dormido muy bien. Sonaban las nueve cuando me despertaron unos golpes en la puerta. Era la propietaria que me traía, ella misma, el desayuno.

Así que aquí estoy. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que estoy capacitado para desenredar el misterio.

Por otra parte, no he sido el único en tener esta idea. Veintisiete personas se han esforzado, sea por intermedio de la policía; sea dirigiéndose directamente a la propietaria, en obtener esta habitación.

No obstante, es a mí a quien se ha dado la preferencia. ¿Por qué? Porque sin duda fui el único que se preocupó en exponer una idea o algo que se le parecía. Naturalmente, era un farol. Estos informes cotidianos que escribo están dirigidos a la policía. Y siento un cierto placer al confesar desde el principio a esos señores que les he gastado una buena broma.

Empecé por ir a casa de la señora Dubonnet, que me envió al puesto de policía. Me presenté allí durante toda una semana, sin dejarme descorazonar por las negativas. Cada día me decían que ya se vería, y me rogaban pasar al día siguiente.

El comisario me recibió, y enseguida puso el pretexto de una falta de tiempo que le impedía ocuparse él mismo de este asunto, pero me di cuenta de inmediato que había ganado terreno cuando me preguntó si al menos podía darle algunos informes generales. Es lo que hice. Le conté una verdadera locura que me inventé de cabo a rabo, sin darme siquiera cuenta de dónde me venía la inspiración. Le dije que de todas las horas de la semana había una que ejercía una influencia misteriosa, aquélla en que Cristo había desaparecido de su tumba para descender a los Infiernos, la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Debía recordar que había sido precisamente a esta hora cuando habían tenido lugar los tres suicidios. No podía decirle nada más, pero me permitía llamar su atención hacia la revelación de San Juan.

El comisario puso inmediatamente la cara de una persona que lo ha comprendido todo, y me rogó volver aquella misma tarde. Asistí a la hora exacta. Vi sobre su escritorio el Nuevo Testamento. Mientras tanto, había efectuado las mismas investigaciones que él. Había leído el Apocalipsis y no había comprendido nada. Sin duda, el comisario era más inteligente que yo. Se mostró muy educado, hasta deferente, me confesó que creía haber adivinado mis intenciones a pesar de que mis informes habían sido muy vagos. Se declaró dispuesto a cumplir con mi deseo y a ayudarme en todo lo que pudiera.

Reconozco que, en efecto, me ha sido verdaderamente útil. Es él quien ha arreglado el asunto con la propietaria y quien ha aceptado pagar todos los gastos de mi estancia en el hotel. Me dio un revólver de reglamento y un silbato. Los agentes de servicio han recibido la orden de pasar lo más a menudo posible por la calle de Alfred-Stevens y de subir a mi habitación a la menor señal. Pero lo más importante es que ha hecho instalar en mi cuarto un aparato telefónico en comunicación directa con el puesto de policía, situado a una distancia de apenas cinco minutos. Así puedo tener una ayuda inmediata en cualquier momento. En estas condiciones, no sé de qué podría tener miedo.


Martes, 1 de marzo.
No ha pasado nada. Ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído una nueva cuerda para la cortina, tomada de otra habitación. Hay muchas vacías ahora. Además, aprovecha cada ocasión que le es posible para visitarme. A todo momento me trae algo.


Jueves, 3 de marzo.
Nada aún. El comisario me llama por teléfono dos o tres veces al día. Le digo que estoy muy bien. Este informe no parece satisfacerle completamente. He sacado mis libros de medicina y estudio. Así, mi encierro voluntario servirá para algo.


Viernes, 4 de marzo, a las dos de la tarde.
He comido muy bien. La propietaria me ha traído media botella de champagne. Ya casi me considera fallecido. Antes de abandonarme, me ha suplicado llorando que saliese de la habitación. Sin duda teme que yo también me ahorque «para jugarle una mala pasada». He examinado largo rato el nuevo cordón de la cortina. ¿Es con esto con lo que me he de ahorcar? No tengo los menores deseos de hacerlo. Y, además, el cordón es tieso, rugoso y se presta muy poco para hacer un nudo corredizo. Sería precisa una verdadera dosis de energía para imitar el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado ante mi mesa. A la izquierda tengo el teléfono, a la derecha el revólver. No tengo miedo. Tan sólo curiosidad.


A las seis de la tarde.
No ha pasado nada. He estado a punto de añadir: por desgracia. Ha llegado la hora fatal, y luego se ha ido, similar a todas las otras. Ciertamente, no ocultaré que sentía a veces deseos de ir hacia la ventana, pero por una razón muy distinta a la que se podría imaginar. La señora Dubonnet está muy contenta. Alguien ha podido pasar toda una semana en el n.º 7 sin ahorcarse. ¡Es fabuloso!


Lunes, 7 de marzo.
Tengo ahora la convicción de que no descubriré nada. Comienzo hasta a estar persuadido de que los suicidios de mis predecesores se deben tan sólo a una extraña coincidencia. He pedido al comisario que realice investigaciones adicionales en los tres casos. En cuanto a mí, espero permanecer tanto tiempo como me sea posible aquí. Si no conquisto París, al menos estoy bien alimentado y no me cuesta nada. Por otra parte, estudio con ardor. Me doy cuenta de que avanzo sensiblemente. Y, además, hay aún otra razón que me retiene aquí.


Miércoles, 9 de marzo.
¡Bien!, hoy he dado un paso más. Clarimonde…

Pero, de hecho, aún no he dicho nada de Clarimonde. Ella es la tercera razón que me retiene aquí. Y es igualmente a causa de ella por lo que hubiera ido de buena gana a la hora fatal hacia la ventana, pero en ningún caso para ahorcarme. Clarimonde… ¿por qué este nombre? No sé en absoluto cómo se llama, y sin embargo me parece que no podría llamarla por otro nombre. Hasta apostaría que ése es el suyo verdadero. Me fijé en Clarimonde desde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle: su ventana se halla justamente en frente de la mía. Está siempre sentada tras los visillos. Debo indicar, además, que ella se había fijado en mí mucho antes de que yo lo hiciese en ella, y que me testimonió desde el principio un visible interés. No hay nada extraño en esto. Toda la calle conoce la razón de mi presencia aquí. Al principio, no se me había ocurrido la idea de establecer el más mínimo lazo, la más mínima relación con mi vecina. Tan sólo me había dicho: como yo estoy aquí para observar y, con la mejor voluntad del mundo, no puedo hallar nada que examinar, puedo dedicarme a contemplar a mi vecina. Comprobé entonces que Clarimonde habita en todo un piso. Tiene tres ventanas, pero siempre está sentada en la misma, frente a la mía. Está sentada y teje sirviéndose de un pequeño huso antiguo y pasado de moda. Los hilos que teje parecen ser de una extrema delgadez. Trabaja todo el día, sin descanso, tras sus visillos. Sólo termina al caer la noche. Y la noche llega pronto en esta época de neblinas y en esta calle tan estrecha. A las cinco, Clarimonde abandona su sitio. Nunca he visto luz en su habitación.

¿Cómo es ella? No lo sé con exactitud. Su cabello negro es ondulado y su rostro es bastante pálido. La nariz es pequeña, delgada; sus ventanas palpitan dulcemente. Sus labios son casi blancos y, cuando sonríe, veo sus dientes finos y puntiagudos. Tiene unas largas pestañas que sombrean sus mejillas, pero cuando alza los párpados sus grandes ojos sombríos brillan intensamente. Más que verlo, imagino todo esto. Es difícil distinguir exactamente algo tras esos visillos.

Un detalle más: siempre viste de negro, con bordados violetas. Y sus manos están siempre cubiertas por guantes negros, sin duda para protegerlas en el trabajo. Es extraño ver los delgados dedos negros entrelazarse en un rápido movimiento perpetuo, asir los tenues hilos, estirarlos, soltarlos, volverlos a tomar. Se diría que son las patitas de un insecto, activas e infatigables.

¿Nuestras relaciones recíprocas? ¡Oh!, son muy superficiales. Sin embargo, tengo la sensación de que son mucho más profundas. Todo comenzó con una mirada rápida que me echó a través de la ventana. Yo la miré también. A continuación, me observó durante más rato, yo hice lo mismo. Debí gustarle porque un día, mirándome, arriesgó una sonrisa a la que, naturalmente, correspondí. Este juego duró algún tiempo. Intercambiábamos sonrisas, y nada más. A cada instante tomaba la resolución de saludarla. No sé qué me retenía.

Al fin, esta tarde me he arriesgado. Clarimonde me ha respondido. Su gesto fue casi imperceptible, pero sé muy bien que inclinó la cabeza.


Jueves, 10 de marzo.
Ayer pasé largo rato con la cabeza en mis libros. Sin embargo, no puedo pretender haber estudiado demasiado. He construido castillos en el aire y pensado en Clarimonde. Mi sueño fue agitado.

Esta mañana, cuando me he acercado a la ventana, Clarimonde ya estaba allí. La he saludado y ella me ha respondido con una ligera inclinación de la cabeza. Me ha sonreído y contemplado durante largo tiempo.

He querido trabajar, pero no he encontrado la paz de espíritu necesaria. He ido a sentarme al lado de la ventana, y he fijado mi vista en Clarimonde. He tirado del cordón de la cortina para verla mejor. Casi al mismo tiempo, Clarimonde ha hecho lo mismo. Nos hemos sonreído. Creo que hemos pasado al menos una hora contemplándonos.

Luego, ella ha vuelto a ponerse a hilar.


Sábado, 12 de marzo.
Ayer por la tarde, hacia las seis, me puse nervioso. Había caído pronto el crepúsculo y sentí una angustia sorda. Una fuerza casi irresistible me empujaba hacia la ventana. Ciertamente que no era para ahorcarme, sino para ver a Clarimonde. Me aposté tras la cortina. Me pareció que jamás la había visto tan nítidamente, aunque ya estuviera algo oscuro. Hilaba, pero sus ojos estaban vueltos hacia mí. Un extraño sentimiento de bienestar penetró en mi ser, al mismo tiempo que una ligera sensación de miedo.


Domingo, 13 de marzo.
Desde que he encendido mi lámpara, ya no he visto a mi vecina. He espiado durante todo el tiempo para ver si salía, pero jamás la he sorprendido. No debe salir nunca fuera. Hay en mi habitación un butacón muy cómodo. Una tulipa verde recubre mi lámpara y me envuelve con un cálido reflejo. El comisario me ha traído un enorme paquete de tabaco, el mejor que jamás haya fumado. Sin embargo, no puedo trabajar. Recorro dos o tres páginas y me doy cuenta de que no he asimilado ni una palabra. Mi vista capta las palabras, pero mi cerebro rehúsa aceptarlas. ¡Es extraño! Se diría que mi espíritu ha colocado ante él un cartel: ¡Prohibida la entrada! Prohibida a todo otro pensamiento que no sea Clarimonde.

Esta mañana he asistido a un pequeño drama. Me paseaba por el corredor mientras el criado limpiaba mi habitación. Ante la estrecha mirilla que da al patio había una tela de araña y, en su centro, una gruesa araña. La señora Dubonnet no quiere que las aplasten. Dice que las arañas traen suerte, y que ya ha tenido bastante desgracia. Vi cómo una araña más pequeña corría alrededor de la tela. Era un macho. Con mil precauciones se introdujo en ella, dirigiéndose prudentemente hacia el centro. Al mínimo gesto de la hembra, se batía precipitadamente en retirada, esperaba, y luego reiniciaba sus maniobras de acercamiento. Al fin, la gruesa araña hembra, acurrucada en el centro de la tela, pareció animarlo. Permaneció totalmente inmóvil. El macho sacudió, débilmente al principio, más fuerte después, uno de los hilos de la tela, que se puso a temblar. Su bienamada no se movía. Se aproximó a ella rápidamente, pero no sin demostrar una gran prudencia. La hembra se abandonó a la unión. Después, el macho retiró poco a poco su abrazo, una pata tras otra. Se habría dicho que quería retirarse sin un ruido intempestivo para no turbar el dulce sueño de su compañera. De pronto, se soltó del todo y huyó tan deprisa como pudo, de la tela. Pero la hembra se había despertado al mismo momento. Persiguió al fugitivo en una carrera salvaje. El macho se dejó deslizar a lo largo de un hilo, su amante hizo lo mismo. Los dos cayeron sobre el reborde de la diminuta ventana. Reuniendo sus energías, el macho trató de escapar. Demasiado tarde. La araña hembra lo había aferrado y lo llevó a la tela, al centro mismo. Aquel mismo lugar que había servido de cámara nupcial se transformó en escenario para otro espectáculo, totalmente distinto. En vano el amante agitaba sus frágiles patas, buscando un punto de apoyo para huir. La bienamada no aflojaba su presa. En un abrir y cerrar de ojos lo ató tan fuertemente que no pudo mover un solo miembro. Entonces, le clavó en el cuerpo sus fuertes pinzas y sorbió ávidamente la sangre de su compañero. Pude ver como, una vez ahíta, desataba el miserable paquetito, ahora irreconocible: patas, piel y sudario, para echarlo con desprecio fuera de la tela. Éste es el amor entre estas bestias. Me alegra no ser una araña macho.


Lunes, 14 de marzo
Ya ni siquiera abro mis libros. Me paso la vida junto a la ventana. Permanezco allí hasta cuando ya está oscuro. Ella ya no está allí entonces, pero cierro los ojos y continúo viéndola…

Este diario se ha convertido en algo muy diferente de lo que yo me imaginaba. Hablo en él de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde, pero ni una palabra de los descubrimientos que quería hacer.


Martes, 15 de marzo
Hemos inventado un juego extraño, Clarimonde y yo. Hemos jugado a él durante todo el día: la saludo y ella me responde. Entonces, tamborileo con los dedos sobre el cristal. Ella repite inmediatamente el gesto. Agito los labios como si quisiera hablarle; ella agita los suyos. Me llevo la mano a la frente para echarme atrás los cabellos. Su mano realiza el mismo movimiento. Es un verdadero juego de niños, nos reímos los dos. A decir verdad, ella no se ríe, más bien tiene una sonrisa silenciosa, contenida. Yo debo sonreír de la misma manera.

Todo esto no es tan insubstancial y simple como se podría estar tentado a creer. No se trata de una imitación vulgar que acabaría por cansarnos, sino de una transmisión del pensamiento. En efecto, Clarimonde repite mis gestos con menos de un segundo de intervalo. No ha tenido apenas tiempo de verlos y ya los está repitiendo. A veces hasta me parece que actúa simultáneamente. Además, me he puesto en ocasiones a intentar movimientos imprevistos, combinaciones nuevas que ella ejecuta con una rapidez desconcertante. A veces, trato de sorprenderla. Ejecuto tan rápidamente como puedo una serie complicada de gestos. Los repito varias veces seguidas, después, cambio la sucesión, omito uno o intercalo otro. Como los niños jugando. Cosa curiosa, Clarimonde jamás se ha equivocado ni una vez. Así paso los días. Nunca tengo la impresión de perder el tiempo; por el contrario, me parece haber realizado un trabajo extremadamente importante.


Miércoles, 16 de marzo
¡Qué raro que es esto! Nunca se me ocurre la idea de dar a mis relaciones con Clarimonde una base algo más seria que estos juegos perpetuos. Lo he pensado la noche pasada. Podría coger mi sombrero, mi abrigo, descender dos pisos, atravesar la calle, y subir dos pisos. En la puerta hay una pequeña placa: «Clarimonde»… ¿Pero estoy bien seguro? Sí, en la puerta está escrito «Clarimonde». Llamo, y entonces… Hasta ese momento, me imagino cada uno de mis gestos y acciones. Hasta me veo muy bien a mí mismo. Se abre la puerta, y eso es todo. No voy más lejos. Permanezco en pie y trato en vano de perforar las tinieblas. Ella no viene, nada viene. No hay cosa alguna aparte de ese velo negro impenetrable. A veces me parece que no existe otra Clarimonde que aquella que veo en la ventana y que juega conmigo. No puedo representarme a esta mujer con un sombrero, o con otro vestido que no sea el vestido negro adornado de violeta, o sin sus guantes negros. La idea de encontrármela por la calle, en un restaurante, comiendo, bebiendo, charlando, me parece absurda.

A veces me pregunto si la amo. Me es imposible responder porque jamás he amado. Si el sentimiento que siento por Clarimonde es verdaderamente amor, no se parece en nada a lo que he observado en mis amigos o leído en las novelas. Por otra parte, me es difícil precisar mis impresiones. En general, me es muy difícil pensar en cualquier cosa que no se refiera directamente a Clarimonde, o más bien a nuestro juego. Porque, no hay duda, en el fondo de todo es este juego lo que me absorbe totalmente, y nada más. Y es precisamente esto lo que no acabo de comprender.

Sin duda me siento atraído hacia Clarimonde, pero a esta atracción se mezcla otro sentimiento. Se diría que hasta es de miedo. ¿Miedo? No, sería decir demasiado: es una aprensión vaga, indefinida, ante lo desconocido. Y esta angustia sorda tiene algo de extraño, de impresionante, de voluptuoso, que a la vez me aleja y me atrae hacia ella. Tengo la impresión de describir círculos concéntricos a su alrededor, acercarme un poco, retirarme en seguida, avanzar por otro lugar, y huir de nuevo hasta el momento —llegará, estoy seguro—, en que iré a reunirme con ella. Clarimonde está sentada en su ventana e hila. Hila hebras tenues, impalpables, sin fin. Forma un tejido extraño, no sé con qué intención, y me extraño de que no se le rompa, de que no se le enreden sus delicados dedos. Es un verdadero trabajo de hada. Sobre la ligera trama se inscriben bestias extrañas.

¿Qué es lo que acabo de escribir? En verdad, no puedo ver nada. Ignoro lo que teje, no lo diviso a esta distancia. No obstante, tengo la convicción profunda de que su trabajo es verdaderamente cual lo describo: una tela ligera, aérea, sobre la cual se dibujan bestias fabulosas y máscaras extrañas.


Jueves, 17 de marzo
Me hallo en un curioso estado de excitación. Ya no hablo con nadie. Ni siquiera le doy los buenos días a la señora Dubonnet y al criado del hotel. Apenas si tomo el tiempo necesario para comer. Mi único deseo es sentarme a la ventana y jugar con ella. Este juego es apasionante, verdaderamente apasionante. Tengo la idea de que algo sucederá mañana.


Viernes, 18 de marzo
Sí, sí, algo va a pasar hoy. Me lo repito a mí mismo —hablo en voz alta para oírme—, que estoy aquí precisamente para ello. Pero lo malo es que tengo miedo. Miedo de que me ocurra en esta habitación lo mismo que a mis predecesores, y a este miedo se añade otro, de Clarimonde. Apenas puedo definirlos, separarlos el uno del otro.

Tengo miedo, querría gritar.


A las seis de la tarde
Rápido, algunas palabras: estoy con el abrigo y el sombrero puestos, a punto de salir. Cuando sonaron las cinco, estaba al límite de mis fuerzas. Ahora sé muy bien que existe una correlación indudable entre todo este asunto y la sexta hora del antepenúltimo día de la semana. Y sin embargo, no tengo ganas de reírme de mi farol ante el comisario. Estaba sentado en mi sillón utilizando toda mi fuerza de voluntad, pero la ventana me atraía irresistiblemente. Me era preciso ir a jugar con Clarimonde, y no obstante sentía un miedo terrible a aquella ventana. Veía los tres ahorcados. Los veía uno tras otro, después los tres juntos, colgados del mismo gancho, con la boca abierta y la lengua pendiente. Y me veía entre ellos. ¡Oh!, ¡esta angustia indecible! Notaba que era provocada tanto por el crucero, como por el horrible gancho, como por Clarimonde.

A decir verdad, ni por un solo instante he sentido deseos de colgarme. Ni tampoco tenía miedo de sentir deseos de hacerlo. No, tan sólo tenía miedo de la ventana, y también de Clarimonde, miedo de algo horripilante, incierto. Y, a pesar de todo, sentía una necesidad irreprimible de levantarme. Tuve que ceder a esta tentación. En aquel momento preciso, sonó el teléfono. Tomé el receptor y sin esperar grité por el aparato:

—¡Vengan en seguida!

El sonido agudo de mi voz disipó las tinieblas de mi espíritu. Recuperé toda mi sangre fría. Enjuagué mi frente y bebí un vaso de agua. A continuación, reflexioné sobre lo que iba a decirle al comisario, luego me aproximé a la ventana, saludé y sonreí.

Clarimonde saludó y sonrió a su vez. Cinco minutos más tarde, el comisario llegaba a mi habitación. Le dije que comenzaba a desenmarañar el misterio, y le rogué que aún no me hiciera preguntas. Dentro de poco, estaría en disposición de revelarle cosas extrañas. Lo más curioso es que, mintiéndole de aquella manera, tenía la convicción de decirle la verdad. Y estoy tentado de creerlo aun ahora, casi en contra de mi voluntad.

El comisario debió darse cuenta de mi turbación, sobre todo cuando quise excusar mi llamada por teléfono sin lograr hallar una explicación plausible. Me invitó a salir aquella tarde con él para distraerme. La soledad perpetua no me hacía ningún bien, indicó. Acepté, pero en el fondo no deseo salir de esta habitación.


Sábado, 19 de marzo
Hemos ido a la Gaîte-Rochechouart, a la Cigale y a la Lune-Rousse. El comisario tenía razón: esta salida me ha ido bien. Tenía necesidad de cambiar de aire.

Esta mañana, en la ventana, he creído leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Tal vez haya sido mi imaginación. ¿Cómo podría saber que he salido por la noche?


Lunes, 21 de marzo
Hemos jugado todo el día.


Martes, 22 de marzo
También hoy hemos jugado. A veces, me pregunto por qué. ¿Dónde nos llevará esto? No sé qué responder. Tan sólo hay una cosa cierta: no deseo otra cosa que este juego. Pase lo que me pase, tan sólo me absorbe este juego. Los últimos días nos hemos hablado, en una conversación sin palabras. Hemos agitado los labios mirándonos. Nos hemos comprendido muy bien.

Tenía razón. Clarimonde me reprochaba el haber salido el viernes pasado. Le he pedido perdón, le he dicho que había hecho mal y que era estúpido de mi parte. Me ha perdonado y le he prometido no abandonar jamás esta ventana. A continuación nos hemos besado, apoyando largamente nuestros labios sobre los cristales.


Miércoles, 23 de marzo
Sé ya que la amo. Me ha calado hasta la médula de los huesos. Tal vez el amor de otros hombres sea diferente. Pero, ¿existe una cabeza, una oreja, una mano exactamente iguales a cualquiera de los centenares de millones de otras? ¿Por qué, si siempre hay una diferencia, no iba a haberla en el amor? El mío es singular, lo sé, pero no por ello es menos hermoso, y además, gracias a este amor, soy casi dichoso.

¡Si tan solo no sintiese esta angustia! A veces se adormece, y la olvido por algunos minutos, pero luego se despierta y ya no me abandona.


Jueves, 24 de marzo
Acabo de hacer un descubrimiento. No juego con Clarimonde. Es ella quien juega conmigo. He aquí como me he apercibido: ayer por la tarde pensaba —como siempre— en nuestro juego. He anotado cinco nuevas series de gestos muy complicados con los que quería sorprenderla al día siguiente. Le he dado un número a cada uno de los gestos y me he ejercitado para ejecutarlos lo más deprisa posible, primero en el orden normal, luego al revés, a continuación no tomando más que los pares y luego los impares, y por fin solamente los primeros y últimos movimientos de las cinco series. Fue muy difícil, pero experimenté mucho placer. Me parecía estar aún más cerca de Clarimonde, aunque no la viese. Repetí todos los gestos durante horas, hasta ser experto en su ejecución.

Esta mañana fui a la ventana. Nos saludamos, y comenzó el juego. Pude constatar en seguida con qué desconcertante rapidez me comprendía, y cómo reproducía todo lo que yo hacía, casi al mismo tiempo.

Llamaron a mi puerta. Era el criado que me traía los zapatos. Abandoné la ventana para recogerlos. Cuando quise volver a mi sitio, mi mirada cayó por azar sobre la hoja de papel en la que había anotado mis series de gestos. Entonces me di cuenta de que no había ejecutado ninguno de los movimientos previstos.

La sorpresa me hizo tambalear; me apoyé en la mesa, y me dejé caer en el sillón. No podía creer a mis ojos. Leí y releí el papel… y era verdad: había ejecutado en la ventana varias series de gestos, pero ni una de las mías.

Me vi de nuevo ante su puerta que se abre de par en par. Atisbo con la mirada las tinieblas, no hay nada, nada más que aquel agujero oscuro. Noté que, si salía de la duda, estaría a salvo, y sentí también que ahora podía irme. Sin embargo, me quedé.

Ahora, a duras penas logro pensar. No siento más que mi amor y su dulce regusto de extraña angustia.

Sin embargo, tuve la energía suficiente como para volver a leer una vez más mi primera serie de movimientos y grabármela en la mente antes de volver a la ventana. Entonces, me fijé mucho en los gestos que ejecutaba: no había ni uno solo que emanase de mi voluntad.

Me propuse frotarme la nariz con el índice, pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre la ventana, pero pasé la mano por mis cabellos. No era pues Clarimonde quien repetía mis movimientos, sino yo quien reproducía los suyos, y en una forma tan instantánea que me imaginaba tener la iniciativa.

Yo, que me sentía orgulloso de transmitirle mis pensamientos, estoy por el contrario bajo su influencia. Sí, ¡pero esta influencia es tan ligera, tan voluptuosa! Intenté otra experiencia: oculté mis dos manos en los bolsillos con la firme intención de no moverlas. La vi levantar la mano, sonreírme y amenazarme con el dedo. Permanecí inmóvil. Noté como mi mano derecha quería salir del bolsillo. Aferré los dedos al forro. Pero mis dedos se soltaron lentamente, en contra de mi voluntad, mi mano salió del bolsillo, y mi brazo se alzó. Yo también la amenacé con el dedo y sonreí. Me parecía que no era yo quien obraba así, era un extraño que me observaba, precisamente ese extraño que hacía un momento había estado tan seguro de sí mismo y quería hacer un gran descubrimiento. En todo caso, no era yo.


Viernes, 25 de marzo
He cortado el hilo del teléfono. No tengo deseos de ser molestado por el comisario en el momento exacto en que llega la hora extraña.

Dios mío, ¿por qué he escrito esto? No hay ni una sola palabra de verdad. Se diría que alguien dirige mi pluma. Quiero… quiero… quiero escribir lo que ha pasado. Tengo necesidad de todas mis energías. Sufro. Pero quiero, una vez más, una sola vez, hacer… lo que quiero.

He cortado el teléfono —¡ah, Dios mío!— porque no podía hacer otra cosa. Al fin he escrito lo que quería.

Esta mañana, estábamos en la ventana y jugábamos. Nuestro juego ha cambiado desde ayer. Ella ejecuta un gesto cualquiera. Yo me defiendo tanto tiempo como puedo, hasta que debo ceder y repetir ese gesto. Este sentimiento de ser vencido, este abandono último a su voluntad, constituye un placer maravilloso.

Por tanto, jugábamos. De repente, retrocedió al interior de su habitación, ya no la veía, la sombra la había absorbido. Pero reapareció pronto. Tenía entre sus manos un teléfono exactamente igual al mío. Lo depositó sobre la ventana, tomó un cuchillo, cortó los hilos y se lo llevó al fondo de la habitación.

He luchado durante casi un cuarto de hora. Mi terror era mayor que antes, y la sensación de la lenta derrota aún más voluptuosa. Al final de mi resistencia, traje mi aparato, le corté los hilos y lo volví a poner en su lugar.

He aquí lo que ha pasado.

Estoy sentado ante mi mesa, he bebido té. El criado acaba de traerme ropa limpia. Le he preguntado la hora, pues mi reloj se ha parado. Son las cinco y cuarto.

Sé que, si miro al otro lado de la calle, Clarimonde hará cualquier cosa que yo deberé hacer también.

Y no obstante me levanto. Está allí, sonríe. ¡Ah!, si tan sólo pudiese apartar la mirada. Corre la cortina, toma el cordón. Es rojo como el de mi ventana. Hace un nudo corredizo. Lo suspende del gancho del crucero. Se vuelve a sentar y sonríe.

No, ya no es angustia lo que siento ahora. Es un temor enloquecedor, un terror que me paraliza y que, sin embargo, no querría cambiar por nada del mundo. Es una posesión irresistible, tan extraña, tan atrayente a pesar de su profunda crueldad.

Podría correr a la ventana, hacer inmediatamente lo que quiere. Pero espero, lucho, me defiendo. Siento como la atracción crece en lo profundo de mi interior, más fuerte a cada minuto…

Estoy sentado de nuevo. He corrido hacia la ventana, he obedecido. He tomado el cordón, he preparado el nudo corredizo, lo he colgado del gancho… ahora ya no quiero mirar más. Voy a fijar mi vista sobre el papel en que escribo, sin alzar los ojos, por ningún precio. Porque sé lo que va a hacer si la miro otra vez; a la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si dirijo tan sólo mi mirada hacia ella, deberé obedecer su voluntad. Debo…

No, no quiero mirarla.

Río en voz alta, o mejor dicho, no río yo mismo, alguna cosa ríe en mí. Sé por qué: es causa de ese pobre «no quiero». No quiero y, sin embargo, sé que no puedo hacer otra cosa. Es preciso que la mire: es preciso que la mire y haga… el resto. Espero únicamente para prolongar el suplicio. Es eso. Esta tortura es, al mismo tiempo, la más grande de las voluptuosidades. Escribo rápido, muy rápido, para permanecer más tiempo sentado aquí, para saborear de manera infinita el dolor de mi amor…

¡Aún más tiempo…!

Aún esta angustia, ¡aún! Sé que la miraré, que me alzaré, y que iré a colgarme. No es esto de lo que tengo miedo. ¡Oh, no! Es tan bueno, tan dulce.

De lo que tengo miedo es de lo que viene después. Lo ignoro. No obstante, el placer que siento al sufrir es demasiado grande; tiene que seguirle algo aterrador, lo sé bien.

No quiero pensar en ello…

Escribo cualquier cosa, escribo rápidamente, al azar, para no reflexionar…

Mi nombre, por ejemplo… Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, Richard —¡oh!, no puedo continuar más— Richard Bracquemont —ahora es preciso que la mire— Richard Bracquemont —es preciso, es preciso, es preciso… no, no quiero detenerme— Richard… Richard Bracquemont, Bracque…


El comisario del distrito noveno, que no había recibido respuesta a sus reiteradas llamadas telefónicas, penetró en el hotel Stevens a las seis y cinco. Encontró en la habitación n.º 7 el cadáver del estudiante Richard Bracquemont colgado del crucero, exactamente en la misma postura que sus tres predecesores.

Sin embargo, su rostro tenía otra expresión: reflejaba un miedo horrible. Los ojos, muy abiertos, estaban casi salidos de sus órbitas. Los labios estaban abiertos en un espeluznante rictus; las mandíbulas, apretadas una contra otra de manera convulsiva.

Entre ellas se encontrada aplastada, machacada, una gruesa araña negra, cuyo cuerpo estaba punteado de manchas violetas.

Sobre la mesa yacía abierto el diario del estudiante. El comisario lo leyó. Se dirigió de inmediato hacia la casa de enfrente. Constató que el segundo piso estaba vacío, deshabitado desde hacía varios meses.

Hanns Heinz Ewers - La araña
  • Autor: Hanns Heinz Ewers
  • Título: La araña
  • Título Original: Die Spinne
  • Publicado en: Die Besessenen: Seltsame Geschichten (1908)
  • Traducción: Sebastián Castro

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