Sinopsis: «Confesiones de un mono de Shinagawa» (Shinagawa Saru no Kokuhaku) es un cuento de Haruki Murakami, publicado en febrero de 2020 en la revista Bungakukai y luego incluido en el libro Ichininshō Tansū (2020). Durante un viaje solitario por la prefectura de Gunma, un hombre se aloja en un modesto hostal de aguas termales. Allí, mientras toma un baño, aparece un insólito compañero: un viejo mono que trabaja en el lugar y habla como un humano. Sorprendido, el hombre inicia una conversación con el extraño personaje, que poco a poco comienza a revelar su singular historia.

Confesiones de un mono de Shinagawa
Haruki Murakami
(Cuento completo)
Ocurrió hace poco menos de cinco años, entre los ajados y destartalados muros de un viejo albergue ubicado en un pueblucho de aguas termales perdido, donde, por eventualidades de la vida, hice un alto en el camino para pasar la noche, en el transcurso de un viaje por lo ancho y largo de la prefectura de Gunma. En aquel vetusto hospedaje sucedió el inaudito encuentro. Allí conocí al mono de Shinagawa.
Aquel viaje fue una experiencia solitaria y en completa libertad, iba y venía de un lugar a otro a mis anchas, improvisando rutas y destinos, pernoctando aquí o allá donde mis cansados huesos dieran a parar al caer la noche. Aquella tarde de finales de otoño, cuando me apeé del tren en la estación de aquella pequeña localidad conocida por sus balnearios, el sol se había hundido ya tras el contorno de las altas montañas, abandonando el paisaje del valle a la densa penumbra azulada propia de las hondonadas. Eran las siete de la tarde pasadas y el manto de penumbra fue tornándose en una fría oscuridad mientras caminaba por las callejuelas en busca de alojamiento, los huesos se me helaron por la gélida y punzante brisa nocturna que se deslizaba implacable ladera abajo hasta el pueblo, arrastrando consigo hojas que crujían al arremolinarse, grandes como manos secas en tonos ocres.
Después de deambular en vano durante un buen rato, doblando esquinas y dejando atrás callejuelas, y de que me dieran con la puerta en las narices en cinco o seis hostales donde, a esas horas, no quedaba una sola habitación libre, me encaminé hacia las afueras, en busca de lugares menos accesibles, y me interné en lo que parecía un yermo y sombrío arrabal, albergando la esperanza de que me acogieran en alguno de los últimos hostales que por allí quedaban desperdigados. Al final tuve suerte, y no tardé en toparme con un viejo edificio de estilo tradicional cuyo letrero rezaba: HOSTAL. En cuanto atravesé el umbral de la puerta y puse los pies en el vestíbulo, una humedad rancia de habitáculo mal ventilado colmó mis fosas nasales, y observé una decrepitud ubicua allá donde posara la mirada. La desusada expresión de vieja posada, pese a los arcaicos efluvios que emanan de ella, se me antoja más adecuada para referirme a aquel lugar que las comunes denominaciones de albergue u hostal. Pero que el lector no se lleve a engaños. Nada romántico ni de añeja solemnidad había en el edificio. La suya era una antigüedad exenta de solera, sin dignidad vetusta ni aroma a historia, sin asidero al que el gusto por lo tradicional del visitante refinado pudiera agarrarse. Todo era ramplonamente viejo, estaba vulgarmente destartalado: las puertas encajaban mal y la estructura se mantenía en pie gracias a precarios arreglos, parches y remiendos heterogéneos, carentes de criterio estético que les permitiera mimetizarse con el conjunto. Las vigas y las paredes parecían tan endebles que dudo que hubiesen podido resistir el siguiente terremoto. Recuerdo, de hecho, haber rezado por que no me sorprendiera ninguno bajo su techo aquella noche.
No muy lejos de la entrada, había un austero y diminuto mostrador de recepción tras el cual un anciano se mantenía a la espera de que yo me acercara, para atenderme. Lo primero que hizo fue solicitarme el pago de la estancia por adelantado. Pese a no ofrecer almuerzos ni cenas, el lugar disponía de instalaciones para el disfrute de las aguas termales, punto fuerte de aquellas tierras. El montante total por noche, desayuno incluido, era tan bajo que resultaba casi irrisorio. Más aún que el bajo precio, me llamó la atención el curioso aspecto del anciano, en particular su completa alopecia, sin rastro de vello ni pelo en las cejas. Accedí con buena disposición a sus deseos de pagar por adelantado mientras apreciaba el brillo intenso de sus grandes ojos al mirarme, efecto subrayado, tal vez, por la ausencia de cejas. Reparé también en un enorme gato pardo que dormitaba profunda y plácidamente, recostado sobre un mullido cojín, a escasa distancia del anciano recepcionista. Tan senil como este, respiraba con sonora y pesada aspereza, causada tal vez por alguna obstrucción nasal, que agitaba y enturbiaba de vez en cuando la repetitiva cadencia de inhalación y exhalación. No cabía duda: vetustez y decrepitud estaban firmemente instaladas en aquel lugar. Todo allí, pensé, participaba de ellas.
La estera extendida sobre el suelo de la angosta habitación en penumbra adonde fui conducido crujió quejumbrosa. Aquella estancia no era precisamente suntuosa, pero no vi en ello motivo de queja. Debía sentirme, por el contrario, agradecido de haber encontrado un lugar donde pasar la noche a cobijo de la inhóspita oscuridad y frialdad exterior.
Pese a mi alegría por el hecho de disponer de habitación, desestimé de inmediato la posibilidad de tomarme unos minutos de descanso en un cubículo tan estrecho y apretado, y, sin pensármelo dos veces, dejé en el suelo la voluminosa mochila que me acompañaba como único equipaje y salí a la calle. Encontré un humilde restaurante de cocina japonesa tradicional, único lugar abierto a aquellas horas donde poder saciar mi apetito, y engullí una cena ligera y bien caliente, regada con cerveza. Los fideos no eran los mejores que había probado y el caldo de pescado estaba aguado e insípido, pero llené el estómago lo suficiente para sentirme reconfortado y agradecido. Después paseé sin rumbo fijo, tratando de hallar un supermercado donde poder comprar una botellita de whisky y algo para picar, pero ya eran más de las ocho de la tarde y comprendí que aquella búsqueda estaba condenada al fracaso, por lo que desistí y, resignado, volví a la habitación del hostal con las manos vacías. Aprovechando que me encontraba en tierra de balnearios, decidí compensar la falta de whisky con un buen baño caliente y reconstituyente. Me enfundé un yukata, bajé con presteza las escaleras hasta la planta baja y me adentré en las instalaciones de las aguas termales.
Comparadas con la precariedad añeja del resto del hostal, las aguas termales eran un oasis luminoso, puro e inmaculado, de intensos y efervescentes hedores sulfurosos, y aguas de tonos esmeralda dispuestas a servir a mi cuerpo, acariciándolo, masajeándolo, haciéndolo entrar en calor hasta el tuétano a medida que me hundía en ellas. Reparé en que no había nadie más que yo. Tal vez no había otros huéspedes alojados allí aquella noche. Eso me permitió explayarme a mis anchas y disfrutar plenamente del baño caliente. Tras un rato sumergido hasta el cuello, se fue apoderando de mí cierta sensación de mareo, leve al principio. Salí del agua para refrescarme y, tras unos instantes, volví a sumergirme. Qué feliz casualidad haber ido a parar a aquel hostal sobre el que tan bajas expectativas había albergado al principio. Podría disfrutar, sin duda, de una tranquilidad impensable en otro tipo de alojamiento más adecentado y de mayor boato, pero repleto de ruidosos grupos de viajantes.
Tras mi tercera inmersión en el agua, se abrió la puerta corredera con un traqueteo y entró el mono en el recinto. «Con su permiso», pronunció con voz grave. Me llevó un buen rato asimilar que aquella imagen simiesca, inmóvil tras la cortina de humeante vaho que se interponía entre ambos, era, en efecto, un mono. Aparte de lo abotagado que empezaba a sentirme, ¿en qué cabeza cabía que un mono fuera a plantarse allí delante después de solicitar permiso para entrar? Lo contemplé entre absorto y ofuscado.
El mono cerró la puerta corredera y se puso a recoger cubos y cubetas de agua abandonados donde no les correspondía, hecho lo cual introdujo primorosamente un gran termómetro en el agua. Después de unos segundos, al mirar la temperatura que marcaba, entornó los ojos como habría hecho un biólogo que trata de identificar una nueva cepa de gérmenes patógenos.
—¿Qué le parece el agua? —preguntó el mono, dirigiéndose a mí.
—Muy buena. Perfecta —repliqué. Mi voz resonó blanda en medio de aquella espesura blanca de vapor y se propagó colmada de esencias y ecos mitológicos, arcaica, ajena a mí, procedente de tiempos inmemoriales y bosques remotos. Aquellos ecos que mi voz portaba… Un momento, basta. ¿Qué rayos estaba pasando? ¿Qué hacía allí un mono hablándome?
—Si lo desea, puedo frotarle la espalda —propuso, la entonación discreta y la grave tesitura de aquella voz con lustre, bien pulida, de barítono de doo wop, exenta de deje o inflexión extraña, no se distinguía de la forma de hablar de un ser humano.
—Con mucho gusto. Gracias —contesté.
En verdad, no me apetecía que nadie me frotara la espalda. Prefería estar solo. Pero temí que una negativa por mi parte lo indujera a pensar algo así como: «Lo entiendo, me rechaza por mi condición de mono», y eso era algo que deseaba evitar. Parecía genuinamente amable, y no deseaba herir su buena disposición. Salí de nuevo del agua, sin prisa, y tomé asiento en uno de los pequeños taburetes de madera, dándole la espalda al mono.
El mono estaba desnudo, lo cual no deja de ser normal en un mono, de manera que no me sentí incómodo por ello. Me fijé en los pelos blancos que le asomaban aquí y allá, por todo el pelaje, como un manto de canas, y me figuré que sería un individuo bien entrado en años. Agarró una toalla y cubrió una pastilla de jabón con ella. Procedió a frotarme la espalda. Lo hizo con la maestría y pericia de la costumbre.
—Cómo ha empeorado el tiempo estos días, ¿no le parece? —comentó.
—Cierto.
—Ya verá usted lo poco que va a tardar en caer una buena nevada. Lo malo es que, luego, retirar la nieve amontonada supone un gran trastorno.
Se hizo el silencio y me apresuré a decir algo:
—¿Puedes hablar como un humano? —pregunté con torpeza.
—Sí —contestó él, con animada resolución.
Supuse que le habrían hecho muchas veces semejante pregunta.
—Me crie entre humanos —prosiguió— y aprendí por imitación. Viví durante mucho tiempo en Shinagawa, el distrito de Tokio.
—¿Ah, sí? ¿Dónde exactamente?
—En el barrio de Gotenyama.
—Un lugar magnífico.
—Sí, como usted ya sabe, es un buen vecindario para vivir. Allí mismo, se encuentra el parque Gotenyama, gracias al cual pude familiarizarme con la naturaleza.
La conversación se interrumpió de nuevo, y en medio de aquel silencio solo se oía el frotar enérgico (a la par que agradable) de la toalla sobre la piel de mi espalda mientras yo trataba de organizar las ideas en mi cabeza. ¿Un mono criado en el distrito de Shinagawa? ¿Asiduo visitante del parque Gotenyama? ¿Y que hablaba de manera tan fluida…? Raro sí que era, y, sin embargo, a juzgar por su constitución, no podía ser nada más que un mono.
—Yo vivo en el distrito de Minato —apunté, sin que viniera al caso.
—Ah, entonces vive usted muy cerca de Shinagawa —observó jovialmente el mono.
—¿Y dices que te criaste con humanos? —pregunté.
—Eso es. Viví en la casa de un profesor universitario, doctor en ciencias físicas —explicó.
—Por tanto, estabas rodeado de un ambiente intelectual —comenté.
—Sí. Era una persona de vasto gusto musical. Tenía una gran predilección por Bruckner y por Richard Strauss. Y, como consecuencia de escuchar aquella música desde bien pequeño, yo también les cogí una gran afición. Soy lo que se dice alguien que ha aprendido por ósmosis del entorno.
—¿Bruckner, dices?
—Sí. Sobre todo, su Sinfonía n.º 7, y, en especial, el tercer movimiento, que siempre me inspira una gran dosis de valentía al escucharlo.
—Yo, por mi parte, tiendo a escuchar la Sinfonía n.º 9 —informé, sin que tampoco ello viniera demasiado al caso.
—Ah, sí. La Novena es ciertamente hermosa también —convino él.
—¿De modo que aquel profesor universitario fue quien te enseñó a hablar?
—En efecto. Como no tenía hijos, se volcó en mi educación. Era una persona de infinita paciencia, muy organizada y constante. Siempre decía que tan solo la repetición de hábitos serios podía conducirnos a la sabiduría. Su mujer no hablaba mucho, pero se portó muy bien conmigo. Era un matrimonio muy bien avenido, y, si me permite decirlo, aunque casi no nos conocemos usted y yo, muy activo en horas nocturnas, ya entiende a lo que me refiero.
—Comprendo —repliqué.
El mono dio por finalizada la friega de mi espalda y dijo en tono amable:
—Ya está.
Entonces hizo una respetuosa inclinación de cabeza.
—Te lo agradezco sinceramente —dije—. Me has dejado como nuevo. Por cierto, ¿trabajas en este establecimiento?
—Sí. En otros negocios de hostelería, con un mayor volumen de huéspedes y de categoría más alta, eran reacios a contratarme, pero lo cierto es que aquí me ofrecieron empleo sin ponerme demasiadas trabas. En un lugar tan apartado y viejo como este, suelen andar escasos de personal y, con tal de que sepa hacer algo, no les importa si el empleado es un mono o lo que sea, siempre y cuando desarrolle mis funciones de manera discreta, sin exponerme demasiado a la vista de los clientes. Ven en mí, eso sí, la ventaja añadida de ahorrarse una buena porción de sueldo. Me pagan poco. Así pues, me encargo del acondicionamiento del área de baños, de la limpieza u otras tareas por el estilo. No sirvo el té para evitarles sustos a los clientes, ni trabajo en la cocina para no infringir las normas de higiene.
—¿Llevas mucho tiempo empleado aquí?
—Unos tres años, así como quien no quiere la cosa.
—Pero supongo que antes de venir a parar aquí habrás vivido una gran cantidad de vicisitudes —comenté.
—Así es —replicó el mono, asintiendo enfáticamente con la cabeza.
Dudé durante unos instantes acerca de si sería pertinente pedirle al mono un relato más detallado sobre su vida (al fin y al cabo, nos habíamos conocido apenas unos minutos antes), pero me decidí al fin:
—Disculpa si te parece inapropiado lo que voy a pedirte, pero estaría encantado de que me contaras algo sobre ti, sobre tu vida.
El mono reflexionó antes de darme una respuesta.
—Está bien —aceptó—. Pero le advierto que es posible que lo que pueda contarle defraude sus expectativas. Termino la jornada a las diez. Si le parece bien, puedo subir a su habitación a partir de esa hora para continuar charlando. ¿Qué me dice?
—Me parece perfecto —repliqué—. De paso, te agradecería muchísimo que pudieras traer unas cervezas para acompañar la conversación, si es posible.
—Por supuesto. Traeré unas cervezas bien frías. ¿La Sapporo le parece bien?
—Sí, cómo no. Asumo, por tanto, que tú también bebes cerveza.
—Por suerte, no me sienta mal.
—Bien. Que sean dos botellas grandes de cerveza Sapporo.
—Tomo nota. Usted se aloja en la habitación Costa Rocosa y Tempestuosa, ¿verdad?, que está en la primera planta.
—Sí.
—Vaya ironía de nombre, tratándose de un lugar relativamente alejado del mar y en plena montaña, ja, ja, ja —se rio, dándole cierto toque de excentricidad a las palabras que acababa de decir. Nunca imaginé que algún día vería a un mono reír de manera jocosa ante un chiste ingenuo.
Caí en la cuenta de que, si un mono era capaz de reír, también lo sería de llorar. En fin, si podía hablar, era lógico que pudiera sentir todo tipo de emociones.
—Por cierto, una última cosa, ¿tienes nombre?
—Se sorprenderá usted, pero no. No tengo —aseguró—. Sin embargo, todos me conocen como el mono de Shinagawa.
A continuación, abrió la puerta corredera de cristal y salió de la zona de baños. Antes de cerrar, se volvió e hizo una cortés reverencia.
Algo pasadas las diez de la noche, el mono se presentó ante la puerta de mi endeble y precaria habitación (aquel nombre de Costa Rocosa y Tempestuosa resultaba, más que curioso, ridículo) con una bandeja en la que había dos botellas de cerveza Sapporo, dos vasos, un abrebotellas, una bolsa de tiras de calamar seco y otra de aperitivos de arroz y cacahuete. Había que reconocer que de buena disposición no carecía el mono.
Venía vestido, a diferencia de antes. Se había puesto una gruesa camisa de manga larga con el motivo I ♥ NY inscrito en la pechera y un pantalón gris de chándal; prendas, ambas, que debían de haber pertenecido a un niño.
No había nada en la habitación semejante a una mesa y unas sillas, de modo que nos arrellanamos sobre unos finos cojines colocados sobre el suelo, uno al lado del otro, las espaldas apoyadas en la pared y la bandeja ante nosotros. El mono se mostró ágil en el manejo del abrebotellas; llenó ambos vasos y entonces brindamos.
—¡Salud! —dijo el mono, y se lanzó a probar el frío y dorado líquido.
Tenía un aspecto delicioso. Sin mayor demora, lo imité dando un prolongado trago y con la idea rondándome por la cabeza de que aquello de beber cerveza en compañía de un mono no acababa de parecerme del todo natural. Supuse, no obstante, que la extrañeza debía de deberse a una cuestión de falta de costumbre.
—No hay nada como una buena cerveza después de una larga jornada de trabajo —exclamó el mono de Shinagawa mientras se pasaba el dorso de la mano por los labios para secárselos después de beber—. El problema es que, en mi condición de mono, no se puede decir que me encuentre con demasiadas ocasiones para beber en compañía.
—¿Vives en el mismo hostal? —le pregunté.
—Así es. Me dejan usar la buhardilla. Allí extiendo un futón y paso la noche. A veces me sorprende la visita de algún que otro ratón, cosa que me impide dormir a pierna suelta, pero no me quejo. Me dan tres comidas al día y tengo donde dormir. ¿Qué más puedo pedir? No es que sea el colmo de la comodidad, pero, en fin…
Vació su segundo vaso y me apresuré a llenárselo.
—Ah, gracias —dijo con impecable amabilidad.
—¿Has vivido con otras personas o, mejor dicho, con otros congéneres tuyos?
Era solo una de las muchas preguntas que deseaba hacerle.
—En más de una ocasión —contestó, y su rostro se nubló levemente. Las arrugas del rabillo de los ojos se le marcaron más. Tras un breve instante, prosiguió—: Debido a cierta circunstancia, me vi obligado a abandonar Shinagawa y fui trasladado al zoo de Takasakiyama junto a otros de mi especie. Parecía que allí podría llevar una vida tranquila, pero no fue así. Me había criado entre humanos, con un profesor universitario y su esposa, para más señas, y encontrarme en un ambiente tan ajeno a mí no tardó en hacérseme difícil de sobrellevar. Sí, son mis congéneres, lo sé, y en ese sentido les guardo y les guardaré un profundo aprecio, pero aquello no era para mí. La comunicación entre nosotros no era fluida. No teníamos temas comunes de conversación. Me reprochaban no pronunciar correctamente muchos de los sonidos propios de nuestra especie; me tomaban el pelo o se reían de mí y me hostigaban a diario. Veían en mí un sinfín de rasgos humanos, mis ademanes y gestos, por ejemplo, que encontraban irritantes y merecedoras de burla. La vida se me fue haciendo más difícil de soportar y llegó un momento en que tuve claro que debía irme de allí y afrontar mis días en soledad.
—Todo aquello debió de ser muy duro.
—Lo fue. Nadie se preocupó de mí y tuve que arreglármelas para conseguir comida por mí mismo y sobrevivir como fuese. Pero lo más doloroso de todo fue la falta de comunicación. No me entendía ni con los de mi especie ni con los humanos. La soledad es un infierno. Resulta irónico, porque pese a la gran cantidad de visitantes que recibía el zoo de Takasakiyama, no me era posible iniciar una conversación. Imagínese el follón si, de pronto, un mono como yo se hubiera puesto a hablar tranquilamente. Me di cuenta de que nunca sería un miembro de pleno derecho en el mundo de los humanos y, al mismo tiempo, sabía que tenía vetado el retorno al mundo de los simios. Horrible. Me quedé atrapado entre dos mundos sin pertenecer ni a uno ni a otro, y condenado de manera irremediable, día tras día, a la más completa soledad.
—Adiós a Bruckner —indiqué.
—Cierto. Escuchar a Bruckner se había convertido en un lujo fuera de mi alcance —reconoció él, y sorbió cerveza.
Lo miré con atención. El color rosado de la piel de su rostro no adquirió matices más intensos pese a la profusa ingesta de alcohol. Una de dos: o tenía buen aguante con la bebida, o formaba parte de la naturaleza de los simios no mostrar en el rostro sus eufóricos efectos.
—Pero lo más doloroso de todo fue el amor no correspondido de una mujer —confesó el mono, inesperadamente.
—No me digas —repliqué sorprendido—. ¿Has tenido algún tipo de relación con una mujer?
—No va a resultarme fácil explicarlo, pero, para simplificar, le diré que no siento ningún tipo de impulso sexual hacia mis féminas congéneres. Le hablaré con claridad. Ellas se me ofrecieron en numerosas ocasiones, brindándome la oportunidad de poner a prueba mi virilidad, pero no encontré en ellas nada que despertase mi libido.
—¿Quieres decir que las hembras de tu especie no estimulan tu apetito sexual?
—Tal cual. Y, entonces, permítame que le diga, me percaté de que eran las hembras de su especie, la humana, las que sí lo estimulan.
Guardé silencio y me concentré en terminar la cerveza que aún quedaba en mi vaso. Abrí la bolsa de aperitivos de arroz y cacahuete, cogí un puñado y me lo llevé a la boca.
—Sin duda, ello puede convertirse en una verdadera fuente de problemas —consideré.
—Es un gran problema —ratificó el mono—. Míreme. Con este porte, ¿cómo puedo albergar la más mínima esperanza de ser correspondido por una mujer? Entre ellas y yo se interpone toda una barrera genética.
No repliqué. Esperé a que él continuara. El mono se rascó detrás de la oreja antes de añadir:
—Así pues, me vi obligado a concebir ciertos recursos para apagar mi ansia sexual, siempre insatisfecha. Tal vez le cueste a usted creerme, pero hubo una ocasión en que robé el nombre de una mujer de la que estaba muy enamorado.
—Esto último no sé si lo he entendido. ¿Dices que robaste su nombre?
—Como lo oye usted. No me pregunte de dónde me viene el talento para hacer algo así. Supongo que de nacimiento. Sea como fuere, sé que, si me lo propongo, me basta con pensar intensamente en el nombre de alguien para arrebatárselo y apoderarme de él. Como suena.
Una sensación de aturdimiento me sobrecogió.
—A ver si lo he entendido —intervine—. ¿Quieres decir que puedes usurparle el nombre a quien te propongas y que, una vez perpetrado el robo, la víctima queda despojada y desprovista de él a partir de ese momento?
—No del todo. La persona no llega a perderlo por completo. Aquello que yo le arrebato no es más que una parte. Un pedazo de nombre propio, por decirlo así. Lo que sucede entonces es que el nombre pierde parte de su densidad, se vuelve más fino y ligero. ¿Se ha fijado usted en su propia sombra cuando el sol se oculta tras una nube? Pierde nitidez, solidez, ¿verdad? Se vuelve liviana y traslúcida. Quien experimenta tal cosa ni se da cuenta en la mayoría de los casos. A lo sumo, sentirá una leve confusión pasajera.
—La mayoría de los casos, dices. ¿Cabe suponer, por tanto, que hay quien sí capta de algún modo que su nombre propio ha perdido consistencia?
—Me temo que sí. Ciertas personas son conscientes de que algo extraño les ha ocurrido y, en determinadas ocasiones, no consiguen recordar su nombre ni pueden, por tanto, pronunciarlo. Como podrá suponer, cuando eso ocurre, uno se ve atrapado en una situación enormemente incómoda y desconcertante. ¿Olvidarse de algo así? ¿Cómo es posible? En otras ocasiones, no reconocen su propio nombre aunque lo oigan. Una experiencia de tal magnitud puede resultar terrible y arrastrar a algunas personas al borde de una crisis de identidad. Admito mi responsabilidad y culpa; reconozco que es consecuencia de mi hurto, y no me siento satisfecho de ello. Me remuerde la conciencia y siento un peso en mi corazón. Sé que no debo continuar haciéndolo, pero no puedo evitarlo. Es la dopamina. No quisiera acudir a semejante excusa ni esgrimirla para proclamar mi inocencia, pero es la dopamina, al fin y al cabo, la que me empuja a hacerlo. Además, no transgredo ninguna ley. ¿Acaso hay alguna que hable del hurto del nombre propio?
Con los brazos cruzados, lo observé durante unos instantes. ¿Hablaba de dopamina?
—A ver si me aclaro —dije, por fin—. Solo robas nombres de mujeres de las que te has enamorado o con las que te gustaría acostarte, ¿es así?
—En efecto. Le aseguro que no voy por ahí molestando a la gente de forma caprichosa y robándole el nombre al primero que se cruce conmigo.
—Lo celebro. Y, hasta el momento, ¿a cuántas mujeres les has birlado el nombre?
El mono se miró los dedos de la mano con expresión solemne y empezó a doblarlos mientras sus labios susurraban palabras inaudibles. Alzó la mirada.
—Siete —dijo—. Siete en total.
¿Eso eran muchas o no? Carecía de toda referencia para poder formarme una opinión al respecto.
—¿Y bien? ¿Cuál es tu forma de actuar? —pregunté—. Supongo que será necesario aplicar algún método. No te importa que te lo pregunte, ¿verdad?
—Claro que no. Es una cuestión de fuerza mental, poder de concentración y energía psíquica, ¿qué le parece? Pero falta un pequeño detalle. Es vital agenciarse algún documento o papel donde aparezca escrito el nombre de la persona. Si se puede, el carné de identidad es el mejor. Pero también son válidos el permiso de conducir, el carné de estudiante de la universidad, el de afiliación a una compañía de seguros y el pasaporte; incluso, una placa identificativa, de esas que llevan los empleados en algunos lugares. Se trata, en cualquier caso, de un requisito sin el cual no funciona la sustracción del nombre. Normalmente, lo consigo. No queda más remedio. Como soy un mono, colarme en casa de mi víctima cuando está ausente no me resulta demasiado complicado. Busco alguno de los documentos mencionados y me esfumo igual que llegué.
—Bien. Entonces, una vez que tienes el nombre escrito, entra en juego tu poder mental, ¿no?
—Cierto. No necesito nada más. Pongo ante mí el documento con su nombre y lo miro con fijeza durante largo rato. Focalizo toda mi atención en el nombre y voy integrándolo en mi conciencia, absorbiéndolo. Haciéndolo mío. Poco a poco. El proceso puede ser larguísimo y uno acaba agotado, tanto física como mentalmente. Una vez realizado, una pequeña parte de ella, de su nombre, pasa a ser una pequeña parte de mí. Así satisfago ese amor que siento por ella, por la mujer en cuestión, y que, de otro modo, está condenado a la insatisfacción.
—Pero ¿dónde queda el trato carnal con la dama de tus pensamientos?
—Simplemente, no lo hay. Nada de sexo. Recuerde mi condición de mono, pero tenga en cuenta que, por muy mono que sea, no tolero las conductas inapropiadas y deshonrosas. Me conformo, he de conformarme, con poseer ese trocito de nombre. Por supuesto, reconozco que lo que hago es en gran medida censurable, pero al menos todo queda en un plano de amor platónico. Guardo con el mayor mimo esa fracción de su nombre aquí dentro, en mi corazón, y me convierto en devoto adorador de ella. No necesito nada más para notar el suave cosquilleo de una cálida brisa que me acaricia como una pradera verde y blanda.
—Vaya —repliqué, henchido de repentina admiración por mi curioso y simiesco compañero—. Por lo que dices, a eso que sientes le queda poco para ser amor verdadero, si es que no lo es a título pleno.
—Sí, es amor genuino. Pero también es soledad profunda. Son las dos caras de una misma moneda, ¿comprende usted?, inseparables la una de la otra.
La conversación alcanzó un punto muerto y bebimos en silencio.
—¿Y bien? —rompí el hielo, masticando una tira de calamar seco—. ¿Le has robado últimamente el nombre a alguna afortunada?
Negó con un movimiento de cabeza y, a continuación, agarró con sus dedos el pelo recio que le crecía en los brazos, como si pretendiera asegurarse de ser un mono auténtico.
—Desde que llegué a esta apartada localidad, he tratado de no hacerlo —dijo—. Es, de hecho, una decisión tomada con firmeza y determinación. No quiero volver a las andadas. No estaba bien. Ahora, por fin, mi espíritu ha encontrado la paz en el aislamiento de este pueblo. Me conformo ya con la vida tranquila que llevo aquí y con seguir apreciando y adorando los siete nombres de mujer que todavía guardo en mi corazón.
—Me alegro —asentí, honestamente satisfecho de escuchar aquello.
—¿Me permite usted que le diga lo que pienso del amor? No es más que la humilde y torpe opinión de un servidor.
—¿Cómo no? —lo animé—. Adelante.
El mono parpadeó con fuerza varias veces, haciendo aletear sus largas pestañas como hojas de palma mecidas por el viento. Inspiró lenta y profundamente, como un saltador de longitud antes de iniciar la carrera.
—El amor es el combustible que necesitamos para seguir viviendo. Existe la posibilidad de que se agote y también de que no dé sus frutos. Pero nadie podrá arrebatarnos el recuerdo de haber amado o de haber estado enamorados alguna vez en la vida, incluso en el caso de que dicho amor acabe disolviéndose y desapareciendo. Eso es lo importante, ¿se da cuenta? El amor es nuestra fuente de energía vital más valiosa, la fuente de calor de nuestro ser. Algo sin lo cual el espíritu, tanto del hombre como del mono, acaba convertido en un páramo umbrío, frío y yermo. Y por ello atesoro con sumo cuidado y devoción aquí dentro —se llevó la peluda mano al pecho— los nombres de aquellas siete hermosas mujeres que amé en el pasado, y que para mí tienen mucho valor. A ellos me aferro durante las frías y crudas noches invernales, con el objetivo de caldear mi exigua alma y ayudarme a mantenerla a flote para continuar navegando por las aguas de la vida que aún me queda por vivir. —Dejó escapar una risa sofocada y agitó la cabeza varias veces—. Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo —dijo y rio de nuevo, contenidamente.
El reloj marcaba las once y media de la noche en el momento en que apuramos la última gota de nuestras respectivas botellas de cerveza.
—En fin, va siendo hora de que me vaya —declaró—. Permítame agradecerle tan agradable y constructiva charla. Espero no haberlo molestado.
—Por supuesto que no. Ha resultado muy instructiva e interesante.
Me pregunté si los adjetivos «instructiva» e «interesante» servían para describir la conversación, porque el hecho mismo de mantener un diálogo intercalado con tragos de cerveza con un mono ya era de por sí tan extraño que emborronaba mi capacidad para emitir un juicio ecuánime sobre el contenido de la charla. Un mono apasionado por la música de Bruckner y por las mujeres, y cuya lascivia insatisfecha (o el más puro amor, quizás) le impelía a convertirse en ladrón de los nombres de sus amadas. Aquello, más que instructivo e interesante, era fantástico y desmesurado. Pero supongo que me decanté por aquellos comedidos adjetivos debido, sobre todo, a mi deseo de no exaltar su ánimo más de la cuenta, ni apremiar ni incentivar su discurso más allá de donde había llegado.
En el momento de despedirnos, le entregué un billete de mil yenes a modo de propina.
—No es mucho, pero, por favor, tómate con ello algo a nuestra salud.
El mono lo rechazó, pero insistí y al fin lo aceptó de buen grado, creo yo. Lo dobló con cuidado y lo metió en el bolsillo de sus pantalones de chándal.
—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo—. Ha sido usted enormemente paciente y amable conmigo al escuchar mis historias, anodinas sin duda, y compartir una buena cerveza. Quedo muy agradecido.
Colocó las botellas y los vasos vacíos sobre la bandeja y salió de la habitación.
A la mañana siguiente, abandoné el hostal y puse rumbo a Tokio. Ni al salir de la habitación ni al pasar por recepción me topé con el mono. Tampoco me encontré tras el mostrador de recepción a aquel viejo encargado de aspecto sepulcral, alopécico y sin cejas, ni al viejo y voluminoso gato que respiraba con dificultad. Ocupaba el puesto de ambos una gruesa mujer de mediana edad y ademanes hoscos a la que pedí que me cobrara la cerveza de la noche anterior. Se negó a ello, arguyendo que nadie le había dejado nota alguna al respecto y que, de hecho, aparte de la cerveza en lata que podía adquirirse en la máquina expendedora del vestíbulo, allí no había otro servicio de bebidas, menos aún de cerveza embotellada.
Volví a experimentar la misma sensación de aturdimiento de la noche anterior, como si realidad y fantasía se cruzaran en algún punto sin posibilidad de discernir una de otra. Pero ¡qué disparate! Estaba seguro de haber tomado cerveza Sapporo fría en compañía de un mono, la noche anterior, en mi habitación, mientras escuchaba los fragmentos de la historia de su vida que me fue contando.
Aunque sentí el apremio de mencionarle la presencia del mono a aquella mujer, decidí no hacerlo. Empecé a dudar de que existiera. Tal vez no había sido más que resultado de mi imaginación, una aparición espectral producto caprichoso de una cabeza, la mía, embotada por los vapores de los baños termales. O quizás fue todo fruto de un sueño que tomé equivocadamente por real. Me quedé con las ganas de hacerle a la mujer algún comentario tipo: «Por cierto, tengo entendido que uno de los empleados del hostal es un mono de avanzada edad que sabe hablar, ¿es eso cierto?». Con semejante osadía, sin embargo, solo habría conseguido de ella que me mirase con extrañeza o, peor aún, que me tomara por genuinamente loco. Incluso si fuera verdad que tenían un mono empleado allí, era más que probable que no les conviniera que se corriese mucho la voz, para evitarse problemas de seguros e impuestos.
En el tren de vuelta a Tokio repasé mentalmente la conversación con el mono y me dispuse a tomar notas en mi cuaderno de apuntes de todo lo que pudiese recordar, con la intención de que me sirvieran de base para escribir un texto detallado sobre tan inusitada historia.
Sin embargo, no acertaba a valorar qué había de verdad en aquel relato que me había contado y qué de invención, suponiendo que aquel mono disfrutara de una existencia real en el mundo y no fuera una exacerbada elaboración de mi descarriada imaginación (aunque he de insistir en que, para mí, su existencia fue palpable y manifiesta). ¿Era cierto que les había robado un pedazo de nombre a siete mujeres y lo había convertido en algo propio? ¿Se trataba de algo que tan solo él era capaz de hacer? ¿O acaso solo era un mono aficionado a los embustes? Nunca había oído hablar de un mono con talento para la mentira, pero si finalmente fuese cierto que existían monos que hablaban, no habría de extrañarme que, entre estos, pudiera haber también un buen número de ellos que se deleitara en la burla zafia y el engaño ruin.
Muchos años de actividad periodística me han proporcionado un sexto sentido para discernir entre verdad y mentira en la maraña de declaraciones y manifestaciones con que hay que lidiar a diario en el ejercicio de la profesión. Aparte de la actitud y disposición generales del que habla, también pueden pescarse, aquí y allá, diseminadas a lo largo de un discurso, determinadas señales delatoras, puntuales y concretas. Pues bien, la conversación con el mono de Shinagawa no activó ninguno de los resortes de sospecha con que mi cerebro está equipado: la mirada limpia, la expresión natural, el razonamiento no impostado, la coherencia en el tiempo de las pausas, la falta de afectación en el gesto de las manos y del rostro, la humilde selección de las palabras. Nada de lo sucedido durante aquella tranquila velada en la habitación del hostal despertó en mí ningún tipo de recelo. Su confesión me pareció tan honesta, dolorosa y transparente que deseaba, cuando menos, reconocerle tan loable virtud.
El viaje hasta Tokio fue agradable. La gran metrópolis no tardó en engullirme de nuevo en su convulso y palpitante frenesí diario, y acabé desatendiendo y dejando a un lado la historia del mono de Shinagawa: ni escribí el pretendido texto ni, por supuesto, le hablé a nadie de él. Cuantos más años cumplía, más se aceleraba el paso del tiempo y más ocupado me parecía estar, aunque no se me asignaran nuevas responsabilidades laborales. De todos modos, nadie creería unos hechos tan inverosímiles. «Un mono que habla, claro, claro. La historia se te ha ido un poco de las manos, ¿no crees?», dirían. Por otro lado, el hecho mismo de no encontrar el tono adecuado para poner negro sobre blanco semejante experiencia me producía tal desaliento que me impedía empezar siquiera. La cuestión era dar con un pequeño detalle, una prueba irrefutable, que otorgara al relato la verosimilitud suficiente, que le diera el grado de credibilidad indispensable a la existencia del viejo mono. Si no, me tomarían por loco. Otra alternativa razonable era escribir una obra de ficción basada en aquellos hechos que yo había vivido, pero para semejante cometido me faltaban dos aspectos muy importantes en la ficción: tanto el núcleo de la historia como su conclusión. Podía imaginar con nitidez la expresión de circunstancias en el rostro de mi editor tras terminar de leer el manuscrito que yo le hubiera entregado: «Perdona que te lo pregunte, pero ¿adónde lleva esta historia? ¿Cuál es el tema del relato?».
¿Tema? Esa era la cuestión. El tema no lo veía yo por ningún sitio. Un mono entrado en años trabajaba en el hostal de una pequeña localidad de la prefectura de Gunma. Yo me alojé en aquel hostal por casualidad y, mientras tomaba un baño en sus instalaciones de aguas termales, el susodicho mono, que tenía la capacidad de hablar, se ofreció para frotarme la espalda. Después, ambos compartimos cerveza y buena conversación en mi habitación del hostal, y me contó que, cuando se enamoraba, a falta de cópula, se apoderaba de un trozo del nombre de la dama que le tenía robado el corazón para incorporárselo a él mismo. Bien, ¿cuál era el tema de dicha historia? ¿Qué deseaba expresar con ella? ¿Qué idea, incluso moraleja, podía extraer el lector de ella?
Seguí dándole vueltas a aquello durante días y más días, hasta que poco a poco la idea fue disolviéndose en mi cabeza y perdiendo consistencia hasta desaparecer. Un recuerdo, por nítido y claro que sea, nunca logrará imponerse al intransigente avance del tiempo, que todo lo borra.
Han pasado cinco años desde aquella enigmática experiencia en el hostal aquella noche, y hace apenas unos días he vuelto a abrir el cuaderno donde, mientras volvía a Tokio en tren, tomé notas acerca de lo vivido. De hecho, el relato que acaba de leer el lector no es sino fruto de haberme encontrado con aquellas anotaciones. Pero permítaseme ir más allá, porque lo que motivó que me acordase de aquello y recuperase el cuaderno, después de cinco años abandonado y olvidado en algún rincón de casa, fue algo extraño que viví hace unos días.
Por cuestiones relacionadas con el trabajo, me había reunido con la editora de una revista de viajes en la cafetería de un hotel del distrito de Akasaka. Debía de rondar los treinta años. Tenía rasgos hermosos y el cuerpo menudo; llevaba el pelo largo y lucía una piel bella y sana. Sus ojos eran grandes y cautivadores, y era, por lo visto, muy competente en el desempeño de su profesión. Estaba soltera. Habíamos trabajado juntos en algunas ocasiones y entre nosotros había nacido cierta familiaridad.
Terminadas nuestras obligaciones laborales, estábamos bebiendo café relajadamente mientras charlábamos de cosas intrascendentes cuando sonó su teléfono móvil. Me miró azorada y yo respondí con un gesto de aprobación. Ella comprendió que no me importaba que respondiera a la llamada y, después de echar un vistazo al número entrante, pulsó el icono verde. Pude adivinar que quien llamaba solo trataba de confirmar algún tipo de reserva que ella había realizado con anterioridad. Bien podía ser tanto la de una mesa en un restaurante, como la de una habitación de hotel o el asiento en un vuelo. No lo supe. Ella hojeaba su agenda y leía las anotaciones mientras escuchaba a su interlocutor y le confirmaba los datos. En cierto momento, pareció quedarse en blanco y me miró con angustiosa intensidad.
—Perdona —se dirigió a mí, tapando el auricular con la palma de la mano y bajando el tono de voz—. Es raro que tenga que preguntarte esto, pero ¿cómo me llamo?
Me quedé sin respiración durante un breve instante. Enseguida me recompuse y, con aire de naturalidad, le dije su nombre. Ella asintió con la cabeza y repitió el nombre a la persona al otro lado del teléfono. En cuanto colgó, me dijo:
—¡Disculpa! ¿Qué me ha pasado? Tenía mi nombre en la punta de la lengua, pero no había manera de acordarme de él. Madre mía, ¡qué apuro he pasado!
—No te preocupes. Pero ¿te ha ocurrido alguna vez antes?
Pareció dudar antes de asentir con la cabeza.
—Lo cierto es que unas cuantas. Me quedo completamente en blanco y no me sale mi nombre. ¿Te lo puedes creer?
—¿Te ha ocurrido en circunstancias semejantes, por ejemplo, con la fecha de tu cumpleaños o tu número de teléfono o la clave de la tarjeta?
Negó con la cabeza, esta vez sin dudar.
—Siempre he tenido buena memoria. Podría decirte la fecha de los cumpleaños de mis amigas, y sus nombres, por supuesto. Y, sin embargo, a veces me olvido de mi propio nombre. Tan solo de mi nombre. ¿Le ves algún sentido? Entonces tardo unos dos o tres minutos en recordarlo y, después, ya todo vuelve a la normalidad. Pero esos tres minutos de amnesia son angustiosos. Aparte del problema que ello puede acarrearme según la situación, también siento un miedo terrible a la posibilidad de ir perdiendo poco a poco mi identidad.
Guardé silencio y asentí cauto con la cabeza.
—¿Crees que —continuó ella— podría ser un síntoma precoz de alzhéimer?
—Buf —resoplé—. No sé nada de medicina. Pero, dime, ¿cuándo te ocurrió por primera vez?
Entornó los ojos y meditó la respuesta durante unos segundos antes de contestar.
—Creo que hace como medio año, coincidió con la floración de los cerezos.
—¿Y recuerdas si perdiste algún objeto o documento que pudiera identificarte, algo así como el carné de identidad, por ejemplo, o el permiso de conducir, el pasaporte o la tarjeta de la compañía de seguros? Disculpa. Sé que es una pregunta algo rara, pero, por favor, intenta recordarlo.
Se mordió los finos labios y sometió a una profunda consideración la posibilidad de que algo así hubiera sucedido.
—Efectivamente —contestó, por fin—, perdí el permiso de conducir. Durante el descanso para comer, me senté en un banco del parque y deposité el bolso junto a mí. En cuestión de segundos me desapareció mientras me retocaba el carmín. Fui a echar mano de él para guardar el pintalabios y ya no estaba, cosa incomprensible, porque hacía un instante que lo había dejado allí. Además, no noté nada, ni siquiera las pisadas de quien pudiera haberse acercado, si es que se acercó alguien. Me volví de inmediato, pero no había rastro de nadie por ningún lugar a mi alrededor. El parque estaba muy tranquilo, y si alguien se hubiese aproximado para robarme el bolso, estoy segura de que me habría dado cuenta.
No hice ningún comentario. Esperé en silencio a que ella prosiguiera.
—Eso no fue lo único extraño —continuó—. Por la tarde, aquel mismo día, la policía me llamó para informarme de que habían encontrado un bolso que me pertenecía. Alguien lo había dejado abandonado en el suelo, frente a la entrada de la comisaría más cercana al parque, y su contenido parecía intacto: dinero en metálico, tarjetas de crédito y débito, el teléfono móvil, etcétera. Todo seguía allí. Todo menos el permiso de conducir. Lo habían sacado de la cartera que llevaba en el bolso y se lo habían llevado. Los agentes de policía estaban visiblemente sorprendidos ante semejante hurto: quien lo hubiese perpetrado no solo no parecía haberlo hecho movido por el dinero, sino que, además, se había tomado la molestia de acudir a una comisaría para depositar el bolso frente a la puerta.
Volví a resoplar con calma, pero eludí, como había hecho hasta ese momento, comentar nada al respecto.
—Estoy segura de que sucedió a finales de marzo, porque acudí sin tiempo que perder al centro de tramitación de permisos de conducir de Samezu y me expidieron uno nuevo por esas fechas. Y ahí quedó todo. No supuso un gran trastorno porque las oficinas de Samezu están cerca de mi trabajo y, por suerte, no hubo que lamentar nada peor; pero sigo sin encontrarle explicación.
—Samezu pertenece a Shinagawa, ¿verdad? —pregunté.
—Así es. En el área de Higashioi. Y mi trabajo está en Takanawa, a unos minutos en taxi.
Acto seguido, pareció caer en la cuenta de algo y a su rostro afloró una expresión de enorme perplejidad y me miró de frente.
—¿Acaso sospechas que el robo de mi permiso de conducir pueda tener alguna relación con mis episodios puntuales de amnesia? —cuestionó.
Me apremié a negar con la cabeza.
—Claro que no. ¿Qué relación podría haber? —Sacar el tema del mono de Shinagawa se me antojó del todo improcedente. Ella insistiría en que yo le diera la dirección del hostal y se presentaría allí con la determinación de dar con el mono e interrogarle implacablemente acerca de todos los detalles del asunto—. Se me ha pasado la idea por la cabeza y la he soltado tal cual, pese a lo absurda que es. Por lo del nombre…
Pero ella parecía sospechar de algo más que de una simple asociación de ideas y asumí que hacerle una pregunta más implicaría cierto riesgo. No obstante, la hice.
—¿Puedo preguntarte si has visto algún mono durante estos últimos seis meses?
—¿Un mono? —replicó con cierto pasmo—. ¿Un mono, tipo macaco o así?
—Sí, tal cual. Un mono auténtico.
Negó expeditivamente con la cabeza.
—No. Ni siquiera en los últimos años he visto uno de verdad. Ni en el zoo, puesto que no he ido, ni fuera de él.
Yo me preguntaba si el mono de Shinagawa habría vuelto a las andadas, pese a sus firmes propósitos de redención, o si el ladrón había sido otro simio con similares dotes. Tal vez, ni una cosa ni la otra.
A lo largo de su confesión, el mono de Shinagawa se había mostrado tan francamente resuelto a poner fin a sus actividades de apropiación del nombre ajeno, que yo no podía menos que desear con todas mis fuerzas que se hubiera mantenido firme en sus propósitos y no hubiera reincidido en sus dudosos menesteres. Había asegurado con vehemencia que los nombres de siete mujeres eran un botín más que suficiente para los ávidos requerimientos amorosos de su corazón y que aspiraba a dar paso a una nueva vida en paz, de sosiego y contemplación, en el hostal de aquel pueblo de Gunma, gracias a su empleo allí. Creo que hablaba con honestidad. Asimismo, era posible que la sensatez y razón de sus propósitos no tuvieran capacidad de contención suficiente para frenar sus impulsos, tal vez patológicos, culpa quizás del exceso de dopamina, que lo incitaba, lo empujaba y lo arrastraba a cometer aquellos actos, hasta el punto de haberle impulsado a regresar a Shinagawa con el fin de reemprenderlos. Quién sabe.
Yo mismo me planteo la posibilidad de intentarlo algún día (en las noches de insomnio, mi pensamiento vaga entre semejantes incoherencias), de hacerme con el carné de identidad de la dama de mis amores o con su placa de empresa y concentrar toda mi energía mental en su nombre, hasta lograr que un fragmento de este pase a formar parte de mí mismo. ¿Qué sentirá uno entonces? Pero qué cosas se me ocurren: algo así es por completo imposible. Y, de todos modos, soy muy torpe con las manos y todo intento de robar cualquier cosa estaría condenado al fracaso. Además, esa cualquier cosa a la que me estoy refiriendo, que en el presente contexto es un nombre propio femenino, no ostenta una forma física definida ni concreta, y ello supone, desde luego, una complicación añadida (por mucho que sustraerlo no contravenga ninguna ley conocida).
Siempre que escucho la Sinfonía n.º 7 de Bruckner, me viene al pensamiento —último amor, última soledad— el mono de Shinagawa y su curiosa vida. Me lo imagino viejo y cansado, durmiendo en su futón, arriba, en la minúscula buhardilla de aquel mísero hostal a las afueras de una localidad conocida por sus aguas termales. Rememoro también aquella noche de cerveza y conversación, sentados uno al lado del otro, con la espalda apoyada en la pared.
Tampoco he vuelto a coincidir con la bella editora de la revista de viajes y, por tanto, nunca he sabido si aquellos episodios puntuales de amnesia ligada a su nombre continuaron o remitieron por completo. Deseé que se encontrara bien y que un percance tan desazonador no hubiera interferido demasiado en su vida, puesto que ella no había hecho nada para merecérselo. Sin embargo, le hubiese ocurrido lo que le hubiese ocurrido, y aunque parezca injusto, sé que nunca le hablaría del mono de Shinagawa, aunque volviera a encontrármela.
FIN

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