Sinopsis: «El triple diablo» (Triple Devil) es un cuento de Isaac Asimov, publicado en agosto de 1985 en la revista Ellery Queen’s Mystery Magazine. La historia comienza en una cena del club de los Viudos Negros, donde el invitado de honor, Benjamin Manfred, relata su ascenso desde la pobreza hasta convertirse en un exitoso librero. A través de una conversación sobre los hombres que se han hecho a sí mismos, Manfred despierta la curiosidad del grupo con una historia de su pasado que involucra a un misterioso benefactor, una biblioteca repleta de volúmenes valiosos y una pista enigmática relacionada con un libro oculto.

El triple diablo
Isaac Asimov
(Cuento completo)
No era sorprendente que en este particular banquete de los Viudos Negros la conversación derivara hacia el tema de los hombres que se han hecho a sí mismos.
Después de todo, Mario Gonzalo, anfitrión de la noche, había traído como invitado al propietario retirado, muy conocido, de una cadena de librerías, Benjamin Manfred. Era también muy sabido que Manfred había vendido periódicos cuando era muchacho, hacía más de medio siglo, y era hijo de padres pobres, pero honrados… Muy honrados, y muy, muy pobres.
Y ahora él estaba aquí, no como un Getty o un Onassis; pero muy bien situado. Y con cuatro hijos y muchos nietos, todos ocupados en algún aspecto de la cadena. Él era el fundador de la dinastía, nada menos.
Manfred había telefoneado para decir, con muchas excusas, que se retrasaría un poco, pero que seguro que estaría allí antes de que el banquete hubiera comenzado. Eso significaba que el aperitivo tenía lugar sin su presencia, y la conversación se desarrollaba con toda libertad, sin la inhibición lógica que se produce cuando está delante quien es tema de la conversación.
Tampoco sorprendió que fuera Emmanuel Rubin el que pontificara más alto.
—Ya no quedan personas que se hayan hecho a sí mismas, ni hombres ni mujeres —dijo, con pasión.
Y cuando Rubin hablaba con pasión no había más remedio que escuchar. Si su metro sesenta de altura le hacía ser el más bajo de los Viudos Negros, su voz era, sin lugar a dudas, la más fuerte. Añadamos a eso la hirsutez de su barba gris y escasa y el brillo de sus ojos a través de sus espesas gafas, que servían para magnificarlos de modo casi amenazador, y resultaba imposible ignorarlo.
—Ben Manfred es un self-made man —dijo Gonzalo a la defensiva.
—Quizá lo sea —aceptó Rubin, reacio a hacer excepciones a cualquier generalización que hubiera lanzado—. Pero él se hizo a sí mismo en los años veinte y treinta. Estoy hablando de ahora, de la Norteamérica de después de la Segunda Guerra Mundial, que es próspera y con la mentalidad del bienestar. Uno siempre puede encontrar ayuda abriéndose camino a través de la escuela, apoyándose en la protección del desempleo, consiguiendo beneficios de algún tipo para poder empezar. Seguro que, si quieres, lo haces; pero no por ti mismo, nunca por ti mismo. Existe todo un aparato gubernamental que te respalda.
—Puede que tenga algo de razón en lo que dice, Manny —admitió Geoffrey Avalon.
Bajó la vista con aire de diversión algo distante. Su estatura de metro ochenta y cinco hacía de él el más alto de los Viudos Negros.
—Sin embargo —continuó—, ¿usted no se consideraría un self-made man? Nunca oí que usted heredase o se casara con una mujer de fortuna y no le veo a usted, de ningún modo, aceptando ayudas del Gobierno.
—Bien, yo no he conseguido nada con facilidad —manifestó Rubin—. Pero uno no puede ser un self-made man hasta que sus logros no sean totales. Aunque no tuve un padre rico ni tengo una esposa rica, tampoco soy yo mismo rico, lo que se dice rico. Puedo permitirme algunas de las cosas bonitas de la vida, pero rico no soy. Lo que tenemos que hacer es definir al hombre autorrealizado. No es suficiente que no se esté muriendo de hambre. No es suficiente que se halle en mejor posición de lo que acostumbraba a estar. Un self-made man es alguien que comienza siendo pobre, sin ningún dinero por encima de su nivel de subsistencia. Luego, sin que le vengan grandes tajadas de dinero del exterior, él se las arregla, por medio de un duro trabajo y de una aguda perspicacia para los negocios, o con un enorme talento para convertirse en millonario.
—¿Y dónde deja la suerte? —gruñó Thomas Trumbull—. Supongamos que apuesta en las carreras y gana un millón de dólares, o que está continuamente al lado de los ganadores en una pista de carreras.
—Ustedes saben que eso no cuenta —respondió Rubin—. En ese caso, se es una persona de suerte y nada más. Eso ocurre si uno saca a un anciano de debajo de un coche de caballos y él invoca la bendición del cielo sobre ti y te da un millón de dólares. Y tampoco tengo en cuenta a aquellas personas que se hacen ricas por medio de una actividad ilegal. Al Capone, partiendo de una base de cero, estaba haciendo sesenta millones al año antes de haber cumplido los treinta años, en el tiempo en que el dólar valía un dólar y no veintidós centavos. Por otra parte, tampoco pagaba impuestos. Ustedes pueden llamarle self-made man; pero, según mi definición, no lo era.
—El problema que hay con usted, Manny —observó Roger Halsted—, es que quiere restringir el término a la gente que usted aprueba moralmente. Andrew Carnegie era un self-made man y fue un gran filántropo, después de que hubiera hecho sus millones, y, por lo que sé, nunca le metieron en la cárcel. Sin embargo, en su camino hacia arriba, apostaría a que se metió en actividades empresariales cuestionables y que se las arregló para explotar a los pobres todo lo que pudo.
Rubin aclaró:
—Estar dentro de la ley es todo lo que pido. No espero que nadie sea un santo.
Gonzalo preguntó con un aire de inocencia nada convincente:
—¿Y qué pasa con su amigo, Isaac Asimov, Mannie…?
Naturalmente, Rubin picó el anzuelo en seguida.
—¿Mi amigo? Sólo porque le presto unos pocos dólares de cuando en cuando para ayudarle a pagar el alquiler, dinero que no espero volver a ver, él va diciendo por ahí que es mi amigo.
—Vamos, Manny. Nadie va a creerse esa calumnia. Él está en buena posición. Y, según su autobiografía, comenzó sin nada. Trabajaba en la confitería de su padre y también repartió periódicos. Es un self-made man.
—¿Es verdad eso? —inquirió Rubin—. Bien, en tal caso, todo lo que puedo decir es que él adora a su creador.
Rubin hubiera seguido improvisando, de forma interminable, variaciones sobre el tema; pero en ese momento llegó Benjamin Manfred y la conversación se detuvo en seguida, mientras Gonzalo hacía las presentaciones.
Manfred era de estatura media, muy delgado, con la cara arrugada pero agradable. Tenía el cabello escaso y blanco; y vestía de una manera pulcra, pero pasada de moda. Por ejemplo, llevaba un chaleco, y uno se sorprendía de que no llevara también una cadena de reloj que cruzara de un lado al otro. En lugar de esto, llevaba un reloj de pulsera, pero estaba tan anticuado que había que darle cuerda.
Recibió las presentaciones con una agradable sonrisa y, cuando Rubin y él se dieron la mano, dijo:
—Estoy muy complacido de conocerle, Mr. Rubin. Leo con gran placer sus narraciones de misterio.
—Gracias, señor —contestó Rubin, esforzándose por ser modesto.
—En mis librerías siempre puedo contar con buenas ventas de sus libros. Casi iguala a Asimov.
Se fue hacia otro lado para saludar a James Drake, mientras Rubin, lentamente, se volvía de un furioso color magenta y los otros cuatro Viudos Negros pasaban grandes apuros en sus esfuerzos desesperados para no reír.
Henry, el camarero perpetuo de los Viudos Negros, después de cerciorarse de que le habían servido al anciano un generoso Martini seco, anunció que la cena estaba servida.
Drake apagó el cigarrillo y miró con placer el pequeño montículo de caviar que había en su plato. Se sirvió él mismo de los condimentos que iba pasando Henry. Dudó con la cebolla picada y luego, con decisión, tomó dos porciones.
Después, susurró a Gonzalo:
—¿Cómo puede permitirse tomar caviar, Mario?
Mario le susurró a su vez:
—El viejo Manfred me paga muy bien por un retrato para el que está posando. Por eso lo conozco y puedo, al mismo tiempo, proporcionarle un buen rato con su dinero.
—Es bonito conocer a gente que todavía quiera que pinten retratos suyos.
—Algunas personas todavía tienen buen gusto —contestó Gonzalo.
Drake sonrió.
—¿Le importaría repetir eso en voz lo bastante alta como para que Manny lo oyese?
—No, gracias —repuso Gonzalo—. Yo soy el anfitrión y tengo la responsabilidad del decoro de la mesa.
La mesa, tal como estaba, no podía ser más decorosa. Rubin parecía dominado y dejó pasar una docena de oportunidades de decirle a Manfred lo que iba mal en el negocio de la venta de libros y cómo esto contribuía al empobrecimiento de autores jóvenes de valor.
Aunque los Viudos Negros estaban más sosegados al abstenerse Rubin de discutir, se sentían lo suficientemente felices y, conforme pasaban los platos, iban expresando en voz alta sus alabanzas: la sopa de tortuga, el pato asado con hojuelas de patatas y lombarda, el alaska cocido al horno… Quizá les faltó un poco de tacto al manifestar su sorpresa porque la cena dirigida por Gonzalo tuviera tales refinamientos.
Gonzalo lo aceptó con buen humor y, cuando llegó la hora de hacer sonar melodiosamente su vaso de agua con la cuchara, realizó incluso un noble intento de apaciguar a Rubin.
—Manny, usted es la persona que tiene idea de libros aquí, y todos estamos de acuerdo en que es el mejor de la clase sin discusión. ¿Querría, por favor, hacernos el honor de interrogar a Mr. Manfred?
Rubin resopló con fuerza, y afirmó, sin aumentar su habitual caudal de malhumor:
—Puedo, desde luego. Dudo de que haya ningún otro entre ustedes que sea lo bastante instruido para ello.
Se volvió hacia Manfred y preguntó:
—Mr. Manfred, ¿a qué se dedica usted?
Manfred no pareció sorprendido por la pregunta y contestó:
—Si existe una persona que no deba tener ninguna dificultad en explicar lo que hace, es alguien cuyo negocio consista en ser proveedor de libros. Los libros, caballeros, contienen toda la sabiduría reunida de la Humanidad, el conocimiento recogido de los pensadores del mundo, la diversión y la ilusión construida por las imaginaciones de gente brillante. Los libros encierran humor, belleza, ingenio, emoción, pensamiento y, en verdad, todo lo relativo a la vida. La vida sin libros está vacía.
Halsted murmuró:
—En los tiempos actuales existen el Cine y la Televisión.
Manfred escuchó y dijo con una sonrisa:
—Miro la televisión, también a veces deseo ver una película. Porque aprecie una comida como la que acabamos de hacer, no significa que no pueda comer un perrito caliente alguna vez que otra. Pero no confundo las dos cosas. Por muy espléndidas que puedan parecer las películas y la televisión, son basura para la mente, diversión para los analfabetos, un poco de entretenimiento para aquellos que, de momento, no están de humor para nada más.
—Por desgracia —observó Avalon con aire solemne—, Hollywood es el lugar donde está el dinero.
—Naturalmente —convino Manfred—; pero, ¿qué es lo que eso significa? Sin duda, una cadena de hamburgueserías harán más dinero que un restaurante de cuatro estrellas; sin embargo, eso no convierte a la hamburguesa en pato de Pekín.
—No obstante —intervino Rubin—, y puesto que estamos discutiendo sobre dinero, ¿puedo preguntarle si usted se considera un self-made man?
Manfred levantó las cejas.
—Es una frase anticuada, ¿no?
—Cierto —reconoció Rubin con un gesto de entusiasmo—. Yo mantuve exactamente eso mismo durante el aperitivo. Mi opinión es que, en el día de hoy, es imposible que nadie sea un auténtico self-made man. Existe demasiada ayuda rutinaria por parte del Gobierno.
Manfred se movió con una risa silenciosa.
—Antes del New Deal no ocurría así. El Gobierno en aquellos días era un árbitro neutral y muy moral. Si una gran sociedad tenía una discusión con un pequeño empleado, el trabajo del Gobierno consistía en asegurarse de que las dos partes tuviesen sólo la ayuda que pudieran permitirse. ¿Se puede ser más justo? Naturalmente, los ricos siempre ganaban; pero eso era sólo una coincidencia, y si el pobre no lo veía así, el Gobierno enviaba a la Guardia Nacional para explicarle las cosas. Aquéllos eran días grandes.
—Sin embargo, el caso es que usted era pobre de joven, ¿no?
—Muy pobre. Mis padres llegaron a los Estados Unidos desde Alemania en mil novecientos siete, y me trajeron con ellos. Tenía tres años en aquel momento. Mi padre estaba empleado en una sastrería y, para empezar, ganaba cinco dólares a la semana. Yo era entonces el único hijo; pero pueden imaginar cómo mejoró su posición económica cuando más tarde tuvo tres hijas, una detrás de la otra. Él era socialista y elocuente, y tan pronto como adquirió la ciudadanía, votó por Eugene V. Debs. Esto hizo que algunas personas, cuyas opiniones sobre la libertad de expresión estaban estrictamente limitadas a la libertad de su expresión, creyeran que él debía ser deportado.
»Mi madre ayudaba con un trabajo a tiempo parcial entre hijo e hijo. Desde la edad de nueve años, yo repartía periódicos por la mañana antes del colegio y tenía trabajos sueltos después de las clases. De algún modo, mi padre consiguió ahorrar lo suficiente para comprar al contado una pequeña sastrería y yo trabajaba con él después de la escuela. Cuando tuve dieciséis años, ya no tuve que permanecer en la escuela, así que la abandoné en seguida para trabajar en la tienda todo el tiempo. Nunca terminé el bachillerato.
Rubin comentó:
—Usted no parece una persona sin instrucción.
—Depende de cómo defina usted la instrucción. Si está dispuesto a estimar la clase de instrucción que uno pesca por sí mismo en los libros, entonces yo soy instruido, gracias al viejo Mr. Lineweaver.
—¿Ese Mr. Lineweaver le dio libros a usted?
—En realidad, sólo uno. Pero hizo que me interesara por los libros. De hecho, yo le debo casi todo. Sin él, no habría conseguido despegar; así que quizá no sea un self-made man; sin embargo, no es que me diera nada. Tuve que hacérmelo todo por mí mismo, así que acaso soy en realidad un self-made man. Bueno…, no estoy seguro.
Drake intervino:
—Usted hace que me sienta confundido, Mr. Manfred. ¿Lo que ocurrió es que tuvo que trabajar por sí mismo? ¿Un enigma de alguna clase?
—En cierto modo.
—¿Existe algún episodio de su vida que sea bien sabido?
—Hubo alguna mención en los periódicos de la época —repuso Manfred—, pero fue hace mucho tiempo y ya está olvidado. A veces, sin embargo, me sorprendo de lo bonito que fue todo. ¿Le saqué provecho? Yo fui acusado de influencia indebida y de Dios sabe qué. Pero gané.
Rubin añadió:
—Me temo, Mr. Manfred, que debo pedirle que nos cuente la historia con detalle. Cualquier cosa que usted diga será considerada confidencial, y nadie la comentará fuera de aquí.
Manfred comentó:
—Así me lo explicó Mr. Gonzalo, señor, y lo acepto.
Por un momento, los ojos de Manfred se posaron en Henry, el cual permanecía en el mostrador con su aire acostumbrado de atención respetuosa.
Trumbull captó la mirada y aclaró:
—Nuestro camarero, que se llama Henry, es miembro del club.
—En ese caso —continuó Manfred—, les relataré la historia y, si ustedes la encuentran pesada, no tienen más que quejarse.
—Espere —interrumpió Gonzalo con cierta autoridad—. Si hay en ello cualquier enigma o misterio, me imagino que usted lo resolvió. ¿Es verdad?
—Oh, sí. No hay ningún misterio que espere ser esclarecido. —Hizo un gesto con las manos como de borrar—. No existe ningún enigma.
—En ese caso —pidió Gonzalo—, cuando hable de la historia de Mr. Lineweaver, no nos cuente la solución del enigma. Deje que la adivinemos.
Manfred se rio.
—Ustedes no la adivinarán. Al menos de forma correcta.
—Bien —dijo Rubin—; por favor, continúe con el relato e intentaremos no interrumpir.
Manfred explicó:
—La narración comienza cuando yo aún no tenía quince años, justo después del final de la guerra…, la Primera Guerra Mundial. Era sábado, no había escuela; pero todavía tenía periódicos que repartir y la última parada de la ruta era una vieja mansión. Yo dejaba el periódico en un pequeño gancho que estaba al lado de la puerta y, una vez a la semana, tocaba el timbre, salía un sirviente, pagaba los periódicos y me daba un cuarto de dólar como propina. El pago normal era diez centavos, así que me sentía siempre agradecido a ese lugar singular.
»El sábado era el día de cobro, así que pulsé el timbre, y en esta ocasión, por primera vez que recordase, salió el viejo Mr. Lineweaver. Quizás ocurrió simplemente que él estaba cerca de la puerta cuando toqué el timbre. Tenía unos setenta años y me creí que era otro sirviente… Ya he dicho que yo nunca lo había visto hasta entonces.
»Era un día de enero intensamente frío. Estábamos en 1919. Yo iba vestido de un modo inadecuado. Llevaba el único abrigo que tenía, y era bastante fino. Mis manos y mi cara estaban de color azul, y temblaba. Yo no sentía una particular pena por mí, dado que había repartido periódicos en muchos días de frío y la cosas iba como iba, eso era todo. ¿Qué podía hacérsele?
»Mr. Lineweaver, sin embargo, parecía alterado y me dijo:
»—Entra, muchacho. Te pagaré en un lugar que esté caliente.
»Su aire autoritario hizo que me diera cuenta de que él era el propietario de la casa, y eso me asustó.
»Luego, cuando me pagó, me dio un dólar como propina. Nunca había oído hablar de una propina de un dólar. A continuación, me llevó a su biblioteca…, una gran habitación con estantes desde el suelo hasta el techo en todas las paredes y una galería con libros adicionales. Hizo que un sirviente me trajera un chocolate caliente y me tuvo allí durante casi una hora, haciéndome preguntas.
»Yo intenté ser muy educado, pero, finalmente, le dije que tenía que irme a casa porque mis padres pensarían que me había ocurrido algo. No podía llamarles para tranquilizarlos; porque, en 1919, muy poca gente tenía teléfono.
»Cuando llegué a mi casa mis padres estaban muy impresionados, en especial con la propina de un dólar, que mi padre cogió y se llevó. No fue crueldad por su parte; era simplemente que había un cofre común para las ganancias de toda la familia y ninguno de nosotros podía sacar nada de él para sí mismo. Mi sueldo de la semana era exactamente cero.
»Al sábado siguiente, el viejo Mr. Lineweaver me estaba esperando. No hacía tanto frío como la semana anterior; pero volvió a invitarme a un chocolate caliente. Cuando me ofreció otro dólar, yo seguí las instrucciones de mi padre y le dije que era demasiado y que un cuarto de dólar era suficiente. Mi padre, me temo, había aprendido de la vida a desconfiar de la generosidad inexplicable. Mr. Lineweaver se rio y dijo que no tenía nada más pequeño y que debía tomarlo.
»Sospecho que él se dio cuenta de las miradas curiosas que estaba dirigiendo a los libros, porque preguntó si yo tenía libros en casa. Le respondí que mi padre tenía un par de ellos, pero que estaban en alemán. Me preguntó si iba a la escuela y, naturalmente, le dije que sí; pero que, en cuanto tuviera dieciséis años, tendría que dejarla. Quiso saber si iba a la biblioteca pública y yo le contesté que a veces, pero que, con el reparto de periódicos y la sastrería, la verdad era que, no tenía demasiadas oportunidades para hacerlo.
»—¿Te gustaría echar una mirada a estos libros?, preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia las paredes.
»—Podría ensuciarlos, Mr. Lineweaver, respondí, con timidez, mirándome las manos que estaban negras de la tinta de los periódicos.
»Él replicó:
»—Te explicaré lo que hay que hacer. Los domingos, cuando no tengas colegio y la sastrería esté cerrada, vienes aquí después de que hayas repartido los diarios y puedes lavarte las manos y quedarte en la biblioteca todo el tiempo que quieras y leer algunos libros. ¿Te gustaría eso?
»—Oh, sí —respondí.
»—Bien —continuó—, entonces explica a tus padres que estarás pasando el tiempo aquí.
»Yo lo hice y, durante diez años, estuve allí fielmente todos los domingos, excepto cuando me hallaba enfermo o él se encontraba ausente. Cuando me hice mayor, yo iba los sábados por la tarde e incluso alguna que otra noche entre semana.
»Él tenía una variedad de libros maravillosamente amplia para poder escoger y una gran proporción de novela inglesa. Leí a Thackeray y a Trollope y pensé mucho sobre Tristram Shandy. Recuerdo haberme sentido fascinado por Ten Thousand a Year de Warren. Era una mezcla de humor y política reaccionaria increíble. El antihéroe era Tittlebat Titmouse y había un villano muy efectivo llamado Oily Gammon. Gracias a mis lecturas, acabé aprendiendo que gammon era un término slang equivalente a nuestro término slang actual de boloney (tontería).
»Leí a Pope, Byron, Shelley, Keats, Tennyson, Coleridge… Por alguna razón, no me gustaba Wordsworth ni Browning. Había muchas obras de Shakespeare, como es natural. No me atraía mucho lo que no fuera narrativa; pero recuerdo haber intentado leer el Origen de las especies de Darwin y no haber llegado demasiado lejos. Había un libro reciente, Perfil de la Historia de H. G. Wells, que me fascinaba. Leí también a algunos escritores norteamericanos. Mark Twain y Hawthorne; pero no pude estarme mucho con Moby Dick. Leí algo de Walter Scott. Todo esto se fue desarrollando a costa de algunos años, desde luego.
Trumbull se movió en su silla y comentó:
—Mr. Manfred, supongo que este Lineweaver era un hombre rico.
—Estaba en muy buena posición, sí.
—¿Tenía hijos?
—Dos hijos ya mayores. Una hija, también mayor.
—¿Nietos?
—Varios.
—¿Por qué, entonces, le convirtió a usted en un substituto de su hijo?
Manfred meditó un momento.
—No lo sé. La casa estaba vacía con excepción de los sirvientes. Él era viudo. Sus hijos y nietos rara vez iban a visitarle. Estaba solo, supongo, y le gustaba tener a un joven en la casa, de cuando en cuando. Tengo la impresión de que él pensaba que yo era brillante, y se veía que disfrutaba con mi afición por los libros. En algunas ocasiones, se sentaba y hablaba conmigo acerca de ellos, me preguntaba lo que pensaba de éste o de aquél, y me sugería algunos que podía leer.
—¿Alguna vez le dio algo de dinero? —preguntó Trumbull.
—Solamente aquel dólar a la semana que me entregaba sin falta cada sábado. Finalmente, abandoné la ruta de los periódicos; pero él no lo supo. Yo seguí llevándole el diario cada día. Yo mismo lo compraba y lo entregaba.
—¿Le daba de comer?
—El chocolate caliente. Cuando me quedaba a la hora de la comida, un sirviente me traía un bocadillo de jamón y leche o algo así.
—¿Le dio libros?
Manfred meneó la cabeza lentamente.
—Mientras vivió, no. Nunca. No me dio ninguno ni me prestó ninguno. Yo podía leer lo que quisiera; pero sólo mientras permaneciera en la biblioteca. Tenía que lavarme las manos antes de entrar en ella, y debía volver a colocar cada libro en el estante en el lugar de donde lo había sacado, antes de tomar otro.
Avalon intervino:
—Me imagino que los hijos de Mr. Lineweaver estarían disgustados con usted.
—Creo que lo estaban —reconoció Manfred—. Pero nunca los vi en vida del anciano. Una vez, él me dijo con una risita: «Uno de mis hijos ha dicho que debo vigilarte o te llevarás algunos de mis libros.» Debí parecer horrorizado ante el insulto a mis padres. ¿Sería ésa la clase de hijo que ellos educaron? Él se rio, me revolvió el cabello y concluyó: «Yo le he dicho que no sabía de qué estaba hablando.»
Rubin preguntó:
—¿Eran valiosos esos libros?
—En aquel tiempo, nunca se me ocurrió que pudieran serlo. No tenía idea de lo que costaban los libros, o de que algunos pudieran tener más valor que otros. Aunque, al final lo averigüé. Él estaba orgulloso de ellos, ya ven. Me contó que cada uno de aquellos volúmenes lo había comprado él mismo. Le comenté que algunos de ellos parecían tan viejos que debía haberlos comprado cuando era un muchachito.
»Se rio y observó:
»—No, he comprado muchos de ellos en librerías de segunda mano. Eran viejos cuando los compré, ya ves. Si haces eso, a veces puedes pescar algunos libros valiosos por casi nada. Un triple diablo; dijo. Un triple diablo.
»Yo pensé que se estaba refiriendo a sí mismo y a lo listo que era para encontrar esos libros valiosos. Naturalmente, yo no sabía distinguir cuáles podían ser los libros de valor.
»A medida que pasaron los años, desarrollé una ambición. Lo que yo quería era poseer una librería algún día. Quería estar rodeado de libros y venderlos hasta que hubiera ganado el suficiente dinero para formar una biblioteca propia, una colección de libros que no tuviera que vender y que pudiera leer para contento de mi corazón.
»Se lo expliqué una vez a Mr. Lineweaver, cuando él me preguntó. Le dije que iba a trabajar en la sastrería y a ahorrar cada centavo hasta que tuviera suficiente para comprar una librería o quizás un almacén vacío y luego adquirir los libros.
»Lineweaver meneó la cabeza:
»—Necesitarás mucho tiempo para eso, Bennie. El problema es que tengo hijos propios, aunque son muy egoístas. Sin embargo, no hay ninguna razón para que no pueda ayudarte de alguna manera solapada en la cual ellos no puedan hacer nada. Simplemente, recuerda que tengo un libro muy valioso.
»Yo le dije:
»—Espero que esté escondido, Mr. Lineweaver.
»—En el mejor lugar del mundo —contestó—. ¿Recuerdas tu Chesterton? ¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?
»Yo reí. Las historias del Padre Brown eran nuevas entonces y me gustaban mucho.
»—En la playa —respondí—; y el mejor sitio para esconder una hoja es el bosque.
»—Exactamente —convino Mr. Lineweaver—; y mi libro está escondido en la biblioteca.
»Yo miré alrededor con curiosidad.
»—¿Cuál es? —pregunté, e inmediatamente lo sentí, porque él podía haber pensado que quería cogerlo.
»Mr. Lineweaver meneó la cabeza:
»—No te lo diré.
»¡El triple diablo! De nuevo creí que se estaba refiriendo a su propia astucia para no revelar el secreto.
»A principios de 1929, casi diez años después del día que yo lo había visto por primera vez, él murió y yo recibí una llamada de los abogados para asistir a la lectura del testamento. Eso me sorprendió; pero mi madre estaba en el séptimo cielo. Ella creyó que yo heredaría mucho dinero. Mi padre frunció el ceño y se preocupó porque el dinero pertenecía a la familia y yo podía ser un ladrón al quedarme con lo que era de ellos. Él era de esa clase de personas.
»Asistí, vestido con mi mejor traje, y me sentí increíblemente incómodo y fuera de lugar. Estaba rodeado por la familia, los hijos y los nietos. Nunca los había visto hasta ese día, y las miradas que me dirigieron eran todo lo contrario de amables. Creo que ellos también pensaban que yo recibiría mucho dinero.
»Pero no tuvieron que preocuparse. Me dejó un libro, uno, de su biblioteca. Un libro cualquiera que desease yo. Tenía que ser a mi libre elección. Sabía que él quería que yo tuviera el valioso, pero nunca me dijo cuál era.
»El legado no satisfizo a la familia. Ustedes pensarán que ellos podían prescindir de un libro de entre quizá diez mil; pero, al parecer, les disgustaba el hecho de que yo fuera mencionado en el testamento. El abogado me dijo que podía hacer mi elección tan pronto como fuera oficial el testamento.
»Yo pregunté si podía ir a la biblioteca y estudiar los libros con objeto de hacer esa elección. El abogado pareció pensar que era razonable, pero fue objetado en seguida por la familia, quienes señalaron que el testamento no decía nada acerca de que yo fuera a la biblioteca.
»—Tú has estado allí con la frecuencia y el tiempo suficientes —dijo el mayor—. Simplemente haz tu elección y puedes tenerlo cuando sea oficial el testamento.
»El abogado no se sintió demasiado complacido por ello y afirmó que precintaría la biblioteca hasta la ejecución del testamento y que nadie podía entrar. Eso me hizo sentir mejor, porque yo pensaba que quizá la familia sabía qué libro era el valioso y lo sacarían ellos mismos.
»Requería tiempo el que el testamento se hiciera oficial; así que rehusé la elección de inmediato. La familia gruñó ante eso; pero el abogado triunfó con su opinión. Estuve pensando mucho. ¿Me había dicho el anciano Mr. Lineweaver alguna cosa especial que pudiera haber tenido como intención dar una pista? Yo no podía pensar en nada sino en el «triple diablo» que él acostumbraba a llamarse a sí mismo cuando quería alabar su propia astucia… Pero él solamente decía eso cuando hablaba del libro valioso. ¿Podía la frase referirse al libro y no a sí mismo?
»Yo tenía ya veinticuatro años y estaba lejos de ser el niño inocente de diez años antes. Poseía una amplia variedad de información en las puntas de los dedos, gracias a la lectura y, cuando llegó el momento de hacer mi elección, no tuve que entrar en la biblioteca. Di el nombre del libro que quería y expliqué con toda exactitud en qué estante y lugar estaba, porque lo había leído, naturalmente, aunque nunca sospeché que fuera valioso.
»El mismo abogado entró y lo cogió para dármelo, y fue el adecuado. Como comerciante de libros, sé ahora por qué era valioso; pero eso no importa. El asunto es que yo hice que el abogado, un buen hombre, se ocupara de valorarlo y luego venderlo en subasta pública. El libro consiguió setenta mil dólares, una verdadera fortuna en aquellos días. Si fuera ofrecido ahora en subasta, conseguiría un cuarto de millón; pero yo necesitaba el dinero entonces.
»La familia se puso furiosa, naturalmente, pero no pudieron hacer nada. Apelaron; pero el hecho de que no me hubieran dejado entrar en la biblioteca y estudiar los libros les hizo perder muchas simpatías. El caso es que, después de que se terminara la batalla legal, compré una librería, logré pagarla gracias a la Depresión, cuando los libros eran una forma de diversión relativamente barata, y puse las cosas en el lugar que están ahora… Así que…, ¿puede decirse que soy un self-made man?
Rubin manifestó:
—En mi opinión, eso no entra en el concepto de suerte. Usted tenía que pescar un libro de entre diez mil sobre la base de una pista pequeña y oscura, y lo hizo. Eso es ingenio y, por tanto, usted se ganó el dinero. Simplemente, por curiosidad, ¿cuál era el libro?
—¡Eh! —advirtió Gonzalo con enfado.
Manfred recordó:
—Mr. Gonzalo me pidió que no les diera la solución. Dijo que ustedes podían querer averiguarla por sí mismos.
El humo del cigarrillo de Drake dio vueltas hacia el techo. Con su voz ligeramente ronca, dijo:
—Uno de entre diez mil sobre la base del «triple diablo». Nosotros nunca vimos la biblioteca y usted sí la vio. Usted sabía qué libros había allí y nosotros no. No es una prueba equitativa.
—Lo admito —contestó Manfred—; así que se lo diré si lo desean.
—No —se opuso Gonzalo—. Hemos de disponer de una oportunidad. El libro debía tener la palabra «diablo» en el título. Podía haber sido El diablo y Daniel Webster, por ejemplo.
—Eso es un relato corto de Stephen Vincent Benét —explicó Manfred—. Y no fue publicado hasta mil novecientos treinta y siete.
Halsted intervino:
—La imagen usual del diablo, con cuernos, pezuñas y rabo está sacada, en realidad, del dios griego de la Naturaleza, Pan. ¿Se trataba de un libro de Pan o con la palabra «Pan» en el título?
—En realidad —contestó Manfred—, no puedo pensar en ninguno.
Avalon continuó:
—La diosa ocultista Hécate es considerada a menudo como triple: virgen, matrona y vieja arrugada, porque también era una diosa de la Luna, y ésas eran las fases: cuarto creciente, llena, y cuarto menguante. Como diosa bruja, podía ser considerada un triple diablo. Las Memorias del Condado de Hécate fueron publicadas demasiado tarde para ser la solución; pero…, ¿hay algo anterior con Hécate en el título?
—No, que yo sepa —contestó Manfred.
Hubo un silencio en la mesa y Rubin dijo:
—No tenemos suficiente información. Creo que el relato ha sido interesante en sí mismo y que Mr. Manfred puede explicarnos ahora la solución.
Gonzalo objetó:
—Henry no ha tenido su oportunidad. Henry…, ¿tiene alguna idea de cuál puede ser el libro?
El camarero sonrió.
—Tengo una pequeña noción.
Manfred sonrió también.
—No creo que sea correcta.
Henry añadió:
—Quizá no. En cualquier caso, la gente a menudo siente temor de mencionar al diablo por su nombre por miedo de evocarlo al hacerlo, así que usan numerosos apodos o eufemismos para él. Es muy frecuente que usen el diminutivo de algún nombre corriente masculino, como una especie de gesto amistoso que pudiera servir para aplacarle. Me viene a la mente «Old Nick».
Manfred medio se levantó del asiento; pero Henry no le prestó atención.
—Una vez se cae en eso, es sencillo pasar a pensar en Nicholas Nickleby; el cual, por decirlo de alguna manera, es el «Old Nick» dos veces y por tanto el «doble diablo».
—Pero nosotros queremos el «triple diablo», Henry —apuntó Gonzalo.
—El diminutivo de Richard nos da «dickens», un eufemismo muy conocido para el diablo como en What the dickens! (¡qué demonios!) y el autor de Nicholas Nickleby es, naturalmente, Charles Dickens, y aquí tenemos el «triple diablo». ¿Tengo razón, Mr. Manfred?
Manfred asintió.
—Tiene toda la razón, Henry. Me temo que yo no fui tan ingenioso como he creído durante cincuenta y cinco años. Usted lo ha hecho en mucho menos tiempo que yo y sin siquiera ver la biblioteca.
Henry replicó:
—No, Mr. Manfred. Yo tengo mucho menos mérito que usted. Ya ve, usted dio la solución al relatar los acontecimientos.
—¿Cuándo? —preguntó Manfred frunciendo el ceño—. He tenido cuidado de no decir nada en absoluto que pudiera darles a ustedes un indicio.
—Exactamente, señor. Usted mencionó muchos autores y ni siquiera una vez nombró el novelista preeminente del siglo XIX y probablemente de cualquier otro siglo, quizás incluso de cualquier lengua. El hecho de que dejara de mencionarlo me hizo pensar en seguida que había una significación particular en el nombre de Charles Dickens y el «triple diablo». Entonces, no representó ningún misterio para mí.
FIN
