Isaac Asimov: La trompeta del Juicio Final

Isaac Asimov - La trompeta del Juicio Final

En «La trompeta del Juicio Final» de Isaac Asimov, el arcángel Gabriel se prepara para tocar la trompeta que anunciará el Día de la Resurrección, marcando el fin de la creación. Etheriel, un joven serafín que está a cargo de lo que sucede en la Tierra intenta detenerlo, sin éxito. En paralelo, en la Tierra, las personas enfrentan el hecho con una mezcla de asombro y apatía, mientras los muertos vuelven de sus tumbas provocando el caos en la ciudad.

Isaac Asimov - La trompeta del Juicio Final

La trompeta del Juicio Final

Isaac Asimov
(Cuento completo)

El arcángel Gabriel se mostró despreocupado con respecto a aquella cuestión. Dejó indolente que la punta de una de sus alas rozara el planeta Marte, el cual, al estar compuesto de simple materia, no se vio afectado por el contacto.

—Asunto zanjado, Etheriel —dijo—. Ya no hay nada que hacer. El Día de la Resurrección está fijado.

Etheriel, un serafín muy joven, creado apenas mil años atrás, según el modo de contar el tiempo de los hombres, se estremeció de tal modo que se formaron en el continuum vórtices bien definidos. Desde su creación, había permanecido siempre al cuidado inmediato de la Tierra y sus aledaños. Como trabajo, suponía una sinecura, un lugar cómodo, un punto muerto. Sin embargo, a través de los siglos, había llegado a sentirse petulantemente orgulloso de su mundo.

—¿Vas a destruir mi mundo sin previo aviso? —protestó.

—En absoluto. Nada de eso. Hay ciertos pasajes en el Libro de Daniel y en el Apocalipsis de San Juan que resultan bastante explícitos.

—¿Lo son de verdad? ¿Después de haber sido copiados por escriba tras escriba? Me pregunto si quedarán sin cambiar dos palabras de una frase.

—Hay sugerencias en el Rig-Veda, en las Analectas confucianas…

—… que son propiedad de grupos culturales aislados, tan reducidos como una aristocracia.

—La Crónica de Gilgamesh habla de manera muy explicita.

—Gran parte de esa Crónica fue destruida con la Biblioteca de Asurbanipal hace mil seiscientos años según el cómputo terrestre, antes de mi creación.

—Hay ciertas características de la Gran Pirámide, y un motivo en las joyas taraceadas del Taj Mahal…

—… tan sutiles que ser humano alguno los ha interpretado jamás debidamente.

Gabriel dijo, cansado ya:

—Si vas a poner objeciones a todo, no cabe discusión alguna sobre el tema. De todos modos, tú deberías estar bien enterado. En los asuntos relativos a la Tierra, eres omnisciente.

—Sí, fui elegido para eso. Y te confieso que, entre las muchas preocupaciones que me causa, no se me ocurrió investigar las posibilidades de la resurrección.

—Pues tendrías que haberlo hecho. Todos los documentos implicados se encuentran en los archivos del Consejo de Ascendientes. Podrías haberlos consultado en cualquier momento.

—Pero el caso es que todo mi tiempo era necesario allí. No tienes la menor idea de la mortal eficiencia del Adversario en ese planeta. Requería todo mi esfuerzo doblegarlo. Y aun así…

—Sí, en efecto. —Gabriel acarició un cometa a su paso—. Parece que ha obtenido sus pequeñas victorias. Al fluir a través de mí la pauta factual entrelazada de ese miserable pequeño mundo, me he dado cuenta de que se trata de una de esas estructuras con equivalencia de materia-energía.

—Así es —convino Etheriel.

—Y que están jugando con ella.

—Me temo que sí.

—Entonces, ¿qué mejor momento para acabar con el asunto?

—Soy capaz de manejarlo, te lo aseguro. Sus bombas nucleares no los destruirán.

—Lo dudo. Bien, supongo que ahora me dejarás continuar, Etheriel. Se aproxima el momento señalado.

—Me gustaría ver los documentos pertinentes —repuso tercamente el serafín.

—Si insistes…

Y al instante, sobre la profunda negrura del firmamento sin aire, apareció en signos el texto de un Acta de Ascendencia.

Etheriel leyó en voz alta:

—«Por orden del Consejo Superior, se dispone por la presente que el arcángel Gabriel, número de serie; etcétera, etcétera (bueno, ese eres tú), se aproximará al planeta de clase A, número 6 753 990, posteriormente conocido con el nombre de Tierra, el 1 de enero de 1957, a las 12.01 del día, según el horario local…».

Terminó la lectura en melancólico silencio.

—¿Satisfecho?

—No, pero no tengo más remedio que aceptarlo.

Gabriel sonrió. Una trompeta apareció en el espacio. Su forma era semejante a las terrestres, pero su áureo pulido se extendía de la Tierra al Sol, con la boquilla dirigida hacia los bellos y brillantes labios de Gabriel.

—¿No puedes darme un poco de tiempo para defender mi causa ante el Consejo? —preguntó desesperado Etheriel.

—¿De qué te serviría? El acta está firmada por el Jefe, y ya sabes que un acta firmada por Él es totalmente irrevocable. Y ahora, si no te importa, ya casi ha llegado el segundo convenido. Quiero terminar con esto de una vez, pues tengo otros asuntos de mucha mayor importancia en que pensar. ¿Me haces el favor de apartarte un poco? Gracias.

Gabriel sopló, y todo el universo, hasta la más lejana estrella, se colmó con el tenue sonido, de tono perfecto y la más cristalina delicadeza. Al sonar, hubo un leve momento estático, tan leve como la línea que separa el pasado del futuro. Y en el acto, la estructura de los mundos se derrumbó sobre sí misma, y la materia se acumuló de nuevo en el caos primitivo del cual surgiera una vez al conjuro del Verbo. Las estrellas y las nebulosas desaparecieron, y el polvo cósmico, el Sol, los planetas y la Luna. Todo, excepto la Tierra, la cual quedó donde estaba, suspendida en el universo, ahora vacío por completo.

La trompeta del Juicio Final había sonado.


A. R. I. Mann (todos cuantos le trataban le llamaban simplemente por sus iniciales, A. R. I.) entró en las oficinas de la Billikan Bitsies Factory y se quedó mirando sombrío al hombre de elevada estatura (flaco, pero con cierta ajada elegancia, intensificada por su pulcro bigote gris) que se hallaba encorvado sobre un montón de papeles que había en su mesa.

A. R. I. consultó su reloj de pulsera, que marcaba aún las 7.01, por haberse parado en esa hora. Naturalmente, se trataba de la hora de Oriente, que correspondía a las 12.01 del mediodía según el meridiano de Greenwich. Sus oscuros ojos pardos, que miraban penetrantes sobre un par de pronunciados pómulos, se posaron en los del otro con fijeza.

Durante unos instantes, el hombre de elevada estatura le miró a su vez inexpresivo. Luego dijo:

—¿Puedo servirle en algo?

—¿Horatio J. Billikan, supongo? ¿El propietario de esta fábrica?

—Sí.

—Yo soy A. R. I. Mann, y no pude por menos de detenerme al ver a alguien trabajando. ¿No sabe usted qué día es hoy?

—¿Hoy?

—Es el Día de la Resurrección.

—¡Ah, ya sé! Oí el toque. Destinado a despertar a los muertos… Qué historia tan buena, ¿no cree? —Rio entre dientes unos instantes y prosiguió—: Me desperté a las siete de la mañana. Di un codazo a mi mujer, que dormía como un tronco, según su costumbre. «Es la trompeta del Juicio Final, querida», le dije. Hortensia, así se llama mi mujer, me contestó: «Muy bien», y siguió durmiendo. Me bañé, me afeité, me vestí y vine al trabajo.

—¿Pero por qué?

—¿Y por qué no?

—Ninguno de sus empleados se ha presentado hoy.

—No, pobre gente. Se han tomado el día libre. Era de esperar. Después de todo, no se acaba el mundo todos los días. Con franqueza, me alegro. Me proporciona una oportunidad para poner en orden mi correspondencia personal sin interrupciones. El teléfono no ha sonado hasta ahora ni una sola vez… —Se levantó, dirigiéndose a la ventana—. Supone una gran mejoría… Nada de sol cegador, y la nieve ha desaparecido. Una luz agradable y un grato calor. Muy buen arreglo… Ahora, si no le importa, estoy bastante ocupado, así que me dispensará.

Un ronco vozarrón le interrumpió diciendo: «Un minuto, Horatio». Y un caballero que se parecía en grado notable a Billikan, aunque de facciones más marcadas, introdujo su prominente nariz en el despacho, asumiendo una actitud de dignidad ofendida, apenas disminuida por el hecho de hallarse desnudo.

—¿Puedo preguntarte por qué has cerrado la fábrica?

Billikan pareció a punto de desmayarse.

—¡Cielo Santo! —balbuceó—. ¡Es mi padre! ¿De dónde sales?

—Del cementerio —respondió el recién llegado—. ¿De dónde diablos quieres que salga? Están saliendo de allí a docenas. Todos desnudos. También las mujeres.

Billikan hijo carraspeó:

—Te daré algo de ropa, padre. Iré a buscártela a casa.

—No tiene importancia. El negocio primero, el negocio primero.

A. R. I. salió de su ensimismamiento para decir:

—¿Está todo el mundo abandonando sus tumbas al mismo tiempo, señor?

Mientras hablaba miraba con curiosidad a Billikan padre. El viejo parecía hallarse en la fuerza de la edad. Sus mejillas, aunque surcadas de arrugas, resplandecían de salud. Su edad, decidió A. R. I., era la misma que tenía en el momento de su muerte, pero su cuerpo había retrocedido a la época de su vida en que se hallaba en su plenitud.

Billikan padre contestó:

—No, no. Los de las tumbas más recientes salen los primeros. Tottersby murió cinco años antes que yo y salió unos cinco minutos después de mí. Fue el verle lo que me decidió a marcharme de allí. Ya tuve bastante con él cuando… —Dio un puñetazo sobre la mesa, con un sólido puño—. No hay taxis ni autobuses. No funcionan los teléfonos. He tenido que venir a pie. Treinta y cinco kilómetros a pie.

—¿Así? —preguntó su hijo con espantada voz.

Billikan padre bajó la mirada para contemplar su piel al descubierto con despreocupada aprobación.

—Hace calor. Y la mayoría van desnudos… De todos modos, hijo, no he venido aquí para charlar de fruslerías. ¿Por qué está cerrada la fábrica?

—No está cerrada. Es una ocasión especial.

—¡Qué ocasión especial ni qué porras! Llama al sindicato y diles que el Día de la Resurrección no figura en el contrato de trabajo. Se les deducirá a todos del salario. Cada minuto que permanezcan ausentes de su labor.

La rasurada cara de Billikan hijo tomó un aire de obstinada decisión, mientras escudriñaba a su padre.

—No —dijo—. No lo haré. No olvides que no eres tú quien está al cargo de esta factoría, sino yo.

—¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho?

—Por tu voluntad expresada en tu testamento.

—Muy bien. Pues ahora que estoy de regreso, anulo mi testamento.

—No puedes, padre. Estás muerto. Tal vez no lo parezcas, pero tengo testigos. Guardo el certificado médico. He pagado las facturas del empresario de pompas fúnebres. Si lo necesito, obtendré el testimonio de los portadores del féretro.

Billikan padre miró con fijeza a su hijo, se sentó, colocó una mano sobre el respaldo de su butaca y cruzó las piernas.

—Si vamos a eso —dijo—, todos estamos muertos, ¿no es así? El mundo se ha acabado, ¿no?

—Pero tú has sido declarado legalmente muerto y yo no.

—¡Bah! Ya cambiaremos eso. Va a haber más de los nuestros que de los vuestros, hijo. Y los votos cuentan.

Billikan hijo dio una firme palmada sobre su mesa. Enrojeció ligeramente.

—Padre, no desearía abordar este punto particular, pero ya que me obligas a ello… He de recordarte que en estos momentos madre debe estar ya esperándote en casa y que sin duda alguna se habrá visto también obligada a caminar por las calles… desnuda. No creo que se sienta de muy buen humor.

Billikan padre se puso ridículamente pálido.

—¡Cielo santo! —exclamó.

—Y ya sabes que siempre deseó que te retirases.

Billikan padre adoptó una decisión rápida.

—No pienso ir a casa. ¡Vaya, esto es una pesadilla! ¿No hay límite alguno para esta histeria de la resurrección? Es…, es…, pura anarquía. No hay que extremar tanto las cosas. No, he dicho que no iré a casa y no voy.

En aquel punto, un caballero un tanto rotundo, de rostro terso, suave y sonrosado y blancas patillas a lo Francisco José, entró en el despacho y saludó fríamente:

—Buenos días.

—¡Padre! —dijo el Billikan desnudo.

—¡Abuelo! —dijo el Billikan vestido.

El abuelo Billikan miró a su nieto con aire de desaprobación:

—Si eres mi nieto, parece que has envejecido mucho. El cambio no te ha mejorado.

Billikan nieto sonrió con dispéptica debilidad y no respondió. Tampoco el abuelo Billikan parecía esperar respuesta alguna. Continuó:

—Bien, si me ponéis al corriente de cómo va el negocio en la actualidad, reasumiré mis funciones de director.

Hubo dos respuestas simultáneas, y el encendido de las mejillas del abuelo se intensificó hasta un grado peligroso, en tanto golpeaba perentorio el suelo con un bastón imaginario y ladraba una réplica.

A. R. I. decidió intervenir.

—Caballeros —dijo. Alzó un poco la voz—. ¡Caballeros! —Y acabó por gritar a pleno pulmón—: ¡CABALLEROS!

La conversación cesó de repente, y todos se volvieron hacia él. El rostro anguloso de A. R. I., sus ojos singularmente atractivos y su sardónica boca parecieron dominar de pronto la reunión.

—No comprendo esta discusión —dijo—. ¿Qué es lo que fabrican ustedes?

—Copos —respondió Billikan nieto.

—O sea, si no me equivoco, un desayuno empaquetado, a base de cereales…

—Lleno de energía en cada uno de sus áureos trocitos… —proclamó Billikan nieto.

—Recubiertos de cristalino azúcar, dulce como la miel. Elaboración y alimento que… —rezongó Billikan padre.

—Tienta al más inapetente… —rugió Billikan abuelo.

—A eso iba —interrumpió A. R. I.—. ¿Qué clase de inapetencia?

Todos le miraron con aire estólido.

—¿Perdón? —dijo Billikan nieto, creyendo no haber entendido bien.

—Sí, ¿alguno de ustedes tiene apetito? —volvió a preguntar A. R. I.—. Yo no.

—¿Qué es lo que farfulla este estúpido? —barbotó Billikan abuelo.

Su invisible bastón habría medido las costillas de A. R. I. de haber existido (el bastón, no las costillas, claro). A. R. I. prosiguió:

—Estoy tratando de poner en su conocimiento que nadie querrá volver a comer. Nos hallamos en el después, y el alimento resulta innecesario.

Las expresiones que se dibujaron en los rostros de los Billikan no necesitaban interpretación alguna. Se hizo evidente que habían intentado comprobar sus propios apetitos y los habían hallado nulos.

Billikan nieto exclamó con el rostro ceniciento:

—¡Arruinados!

Billikan abuelo aporreó enérgica y ruidosamente con la contera de su imaginario bastón.

—Esto es una confiscación de la propiedad sin el debido procedimiento legal. Entablaremos pleito, litigaremos…

—Totalmente anticonstitucional —le apoyó Billikan padre.

—Si encuentran a alguien para que presente la demanda, les deseo buena suerte —manifestó A. R. I. en tono afable—: Y ahora, si me lo permiten, creo que voy a darme una vuelta por el cementerio.

Y encasquetándose el sombrero, se dirigió a la puerta y salió.


Etheriel, con sus vértices estremecidos, se vio ante la gloria de un querubín de seis alas.

—Si te he entendido bien —dijo este—, tu universo particular ha sido desmantelado.

—Exacto.

—Bueno, supongo que no esperarás que yo lo ajuste de nuevo…

—No espero que hagas nada, excepto conseguirme una entrevista con el Jefe.

Al oír este nombre, el querubín se apresuró a exponer su respeto. Las puntas de dos de sus alas le cubrieron los pies, otras dos los ojos y las dos últimas la boca. Volviendo a su estado normal, repuso:

—El Jefe está muy ocupado. Tiene una miríada de asuntos que resolver.

—¿Y quién lo niega? Me limito a señalar que, si las cosas continúan como hasta ahora, tendrá un universo en el cual Satán logrará la victoria final.

—¿Satán?

—Es el nombre hebreo del Adversario —explicó impaciente Etheriel—. Podría llamarle también Ahrimán, que es la palabra persa. En cualquier caso, me refiero al Adversario.

—¿Y a qué te conducirá una entrevista con el Jefe? —dijo el querubín—. Firmó el documento que autorizaba tocar la trompeta del Juicio Final, y ya sabes que su firma es irrevocable. El Jefe no contradiría nunca su propia omnipotencia revocando una palabra pronunciada en su facultad oficial.

—¿Es tu última decisión? ¿No quieres concertarme una entrevista?

—No puedo.

—En ese caso —decidió Etheriel— acudiré al Jefe sin que me sea concedida audiencia. Invadiré el Móvil Primero. Y si ello significa mi destrucción, que así sea.

E hizo acopio de todas sus energías…

—¡Sacrilegio! —murmuró horrorizado el querubín.

Se oyó como un trueno cuando Etheriel salió disparado hacia las alturas.


A. R. I. Mann recorrió las atestadas calles, acostumbrándose poco a poco a la visión de toda aquella gente aturdida, incrédula, apática, vestida sucintamente o, con mayor frecuencia, sin nada encima.

Una chiquilla que aparentaba unos doce años, colgada de una puerta de hierro, con un pie posado sobre un barrote y balanceándose adelante y atrás, le saludó al pasar:

—¡Hola!

—¡Hola! —correspondió A. R. I.

La niña estaba vestida. No era uno de los…, retornados.

—Tenemos un nuevo bebé en casa. Es una hermanita. Mamá no hace más que quejarse y me ha mandado aquí.

—Me parece muy bien —dijo A. R. I.

Cruzó la verja y se dirigió a la casa, de modesto aspecto. Tocó el timbre y, al no obtener respuesta, abrió la puerta y penetró en el interior. Siguiendo el sonido de los sollozos, llamó con los nudillos a una segunda puerta. Un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, de escaso pelo, gruesas mejillas y prominente mandíbula, abrió y le dirigió una mirada, mezcla de asombro y enfado.

—¿Quién es usted?

A. R. I. se quitó el sombrero.

—Pensé que podría servir de alguna ayuda. Su pequeña, que está fuera…

Una mujer, sentada en una silla junto a una cama de matrimonio, alzó la vista hacia él con aire desvalido. Su cabello comenzaba a encanecer. Tenía el rostro abotargado por el llanto, y las venas de las manos amoratadas e hinchadas. Una criatura se hallaba sobre la cama, gordezuela y desnuda, agitando lánguidamente los pies y dirigiendo acá y allá sus ojos sin vista aún.

—Es mi pequeña —dijo la mujer—. Nació hace veintitrés años, en esta casa, y murió a los diez días, también aquí. ¡Deseé tanto que volviera!

—Bueno, pues ya la tiene —la animó A. R. I.

—¡Pero es demasiado tarde! —clamó la mujer, en una especie de vehemente sollozo—. Tuve otros tres hijos. Mi hija mayor está casada, mi hijo cumpliendo el servicio militar. Y ya soy demasiado vieja para criar a otro. Si por lo menos…, si por lo menos…

Sus facciones se contrajeron en un esfuerzo por reprimir las lágrimas. No lo consiguió.

Su marido intervino, diciendo con voz átona:

—No es una criatura real. No llora. No se ensucia. Ni quiere tomar leche. ¿Qué vamos a hacer con ella? Jamás crecerá. Siempre seguirá siendo un bebé.

A. R. I. meneó la cabeza.

—No lo sé. Siento no poder hacer nada para ayudarles.

Y se marchó sosegadamente. Pensó sin perder la calma en los hospitales y las clínicas. Miles de criaturas debían de estar apareciendo en ellos.

«Que las cuelguen en perchas —pensó sardónico—. Que las hacinen como leños, en atados. No necesitan cuidados. Sus cuerpecillos no son más que el recipiente de una indestructible chispa vital».

Pasó ante dos chiquillos al parecer de la misma edad, tal vez unos diez años. Sus voces eran agudas. El cuerpo de uno de ellos brillaba bajo la luz no solar, de manera que se trataba de un retornado. El otro no. A. R. I. se detuvo a escucharles.

—Tuve la escarlatina —decía el desnudo.

—¡Atiza! —exclamó el vestido, con una chispa de envidia en la voz.

—Por eso morí.

—¿Ah, sí? ¿Qué te dieron, penicilina o aureomicina?

—¿De qué hablas?

—Son medicinas.

—Nunca oí hablar de ellas.

—Chico, pues no has oído hablar de mucho.

—Sé tanto como tú.

—Conque sí, ¿eh?

—A ver, ¿quién es el presidente de Estados Unidos?

—Warren Harding.

—Estás chiflado. Es Eisenhower.

—¿Quién es ese?

—¿No lo has visto nunca en la televisión?

—¿Qué es la televisión?

El chico vestido gritó como para romperle los tímpanos a cualquiera:

—Algo que, moviendo un botón, se ven artistas, películas, vaqueros, lanzamientos de cohetes y todo lo que se quiera.

—A ver, enséñamelo.

—No funciona en este momento —confesó tras una pausa el niño del presente.

El otro manifestó su enojo, gritando a su vez:

—Lo que pasa es que no ha funcionado nunca. Eres un trolero.

A. R. I. se encogió de hombros y siguió adelante.

Los grupos escaseaban al acercarse al cementerio. Todos se encaminaban a la ciudad, desnudos.

Un hombre le detuvo. De aspecto jovial, con la piel sonrosada y el cabello blanco, se le veían las marcas de los lentes a ambos lados del puente de la nariz, aunque no los llevaba.

—Se le saluda, amigo —dijo.

—¡Hola! —respondió A. R. I.

—Usted es el primer hombre vestido que veo. Supongo que estaba vivo cuando sonó la trompeta.

—En efecto.

—Bien, ¿no le parece grande todo esto? ¿No lo encuentra maravilloso y extraordinario? Venga, regocíjese conmigo.

—Le gusta a usted esto, ¿verdad?

—¿Gustar? Una alegría pura y radiante me colma. Estamos rodeados por la luz del primer día, la luz que resplandecía suave y serenamente antes que fueran creados el Sol, la Luna y las estrellas. Usted debe de conocer el Génesis, claro. Hay el dulce calor que debió de ser uno de los deleites mayores del Edén, no el enervante de un sol implacable, ni el asalto del frío en su ausencia. Hombres y mujeres andan por las calles sin ropa alguna y no se avergüenzan. Todo está bien, amigo, todo está bien.

—Desde luego, es un hecho que no me ha impresionado el despliegue femenino.

—Pues claro que no —corroboró el otro—. El deseo y el pecado, tal como lo recordamos de nuestra existencia terrenal, ya no existen. Permítame que me presente, amigo, tal como fui en otros tiempos. Mi nombre en la Tierra fue Winthrop Hester. Nací en 1812 y morí en 1884, tal como entonces contábamos el tiempo. A lo largo de los últimos cuarenta años de mi vida, laboré para conducir mi pequeño rebaño hasta el Reino. Ahora podré contar los que gané para él.

A. R. I. contempló con solemnidad al ministro de la Iglesia.

—Lo más probable es que no haya habido ningún Juicio todavía.

—¿Por qué no? El Señor ve en el interior de cada hombre, y en el mismo instante en que todas las cosas del mundo cesaron, todos fueron juzgados. Nosotros somos los salvos.

—Pues deben de haberse salvado muchos.

—Por el contrario, hijo mío, los salvos no son sino un resto.

—Un resto muy nutrido… Por lo que puedo colegir, todo el mundo vuelve a la vida. Y he visto en la ciudad a unos personajes muy desagradables tan vivos como usted.

—Un arrepentimiento de último momento…

—Yo nunca me he arrepentido.

—¿De qué, hijo mío?

—Del hecho de no haber asistido nunca a la iglesia.

Winthrop Hester se echó atrás presuroso.

—¿Fue usted bautizado alguna vez?

—No, que yo sepa.

Winthrop Hester tembló.

—Pero seguro que creyó en Dios.

—Bueno. Creí una serie de cosas sobre Él que probablemente le espantarían si se las dijera.

Winthrop Hester se dio la vuelta y se marchó presa de gran agitación.

En lo que quedaba de camino hasta el cementerio —A. R. I. no tenía medios de calcular el tiempo ni se le ocurrió intentarlo—, nadie más le detuvo. Halló el cementerio casi vacío, sin árboles ni hierba. Pensó que no quedaba ya verdor en el mundo; el mismo suelo presentaba un gris duro e informe, sin granulación; el firmamento, una blancura luminosa. Sin embargo, las lápidas subsistían.

Sobre una de ellas se hallaba sentado un hombre flaco y con arrugas, de largo cabello negro y una mata de pelo, más corto, aunque más impresionante, en el pecho y la parte superior de los brazos. Le llamó con profunda voz:

—¡Eh, usted!

—Hola —dijo A. R. I., sentándose en otra lápida vecina.

El del pelo negro dijo:

—Su indumentaria tiene un aspecto muy raro. ¿En qué año ha sucedido esto?

—En 1957.

—Yo morí en 1807. ¡Curioso! Esperaba que a estas alturas me habría convertido en un buen churrasco, con las llamas eternas brotando de mis entrañas.

—¿No piensa venir a la ciudad?

—Me llamo Zeb —dijo el otro—. Abreviatura de Zebulon, pero con Zeb basta. ¿Qué tal la ciudad? ¿Habrá cambiado un poco, supongo?

—Ha llegado a los cien mil habitantes.

La boca de Zeb dibujó algo semejante a un bostezo.

—¡Vaya! ¿Más que Filadelfia…? Usted bromea.

—Filadelfia tiene… —A. R. I. se detuvo. Exponer la cifra no serviría de nada. En vez de ello, dijo—: Ha crecido lo normal en una ciudad durante ciento cincuenta años…

—¿El país también?

—Ahora tenemos cuarenta y ocho estados. Lo ocupamos todo hasta el Pacífico.

—¡No me diga! —Zeb se dio una fuerte palmada de contento en el muslo y respingó ante la ausencia de tela que hubiera atenuado el golpe—. Me iría al Oeste si no se me necesitara aquí. Sí, señor. —Su cara se ensombreció, y sus delgados labios tomaron un rictus de definida inflexibilidad—. Sí, me quedaré aquí, donde soy necesario.

—¿Por qué es necesario?

La explicación surgió con breve y duro laconismo.

—¡Indios!

—¿Indios?

—Millones de ellos. Primero las tribus que combatimos y liquidamos, y encima las que nunca vieron a un hombre blanco. Todos ellos están volviendo a la vida. Necesitaré a mis viejos camaradas. Ustedes, los tipos de la ciudad, no valen para eso… ¿Ha visto alguna vez a un indio?

—Últimamente no.

Zeb esbozó un gesto de desprecio e intentó escupir a un lado, pero no encontró saliva para ello.

—Más vale que regrese a la ciudad —dijo—. Dentro de poco, no habrá la menor seguridad por estos parajes. Desearía tener mi mosquetón.

A. R. I. se puso en pie, meditó un momento, se encogió de hombros y se dirigió a la ciudad. La lápida sobre la que había estado sentado se desplomó al levantarse, conviniéndose en polvo de piedra gris, que se amalgamó con la tierra informe. Miró en derredor. La mayoría de las lápidas habían desaparecido. El resto no tardaría en hacerlo. Sólo la que estaba bajo Zeb parecía aún firme y fuerte.

A. R. I. echó a andar. Zeb ni siquiera se volvió para mirarle. Seguía inmóvil y en calma, en espera… de los indios.


Etheriel se zambulló a través de los cielos con temeraria celeridad. Los ojos de los Ascendientes se hallaban posados sobre él, lo sabía. Desde el serafín creado en último lugar, pasando por los querubines y los ángeles, hasta el más elevado de los arcángeles, todos debían de estar contemplándole.

Había llegado ya más arriba que ningún Ascendiente estuviera nunca sin ser invitado, y esperaba el palpitar del Verbo que reduciría sus vértices a la nada.

Mas no vaciló. A través del no-espacio y el no-tiempo se precipitó hacia la unión con el Móvil Primero, la sede que circundaba todo lo que Es, Fue, Será, Había Sido, Podía Ser y Debía Ser.

Y al pensarlo, irrumpió y se fundió con él, expandiéndose su ser de manera que, por un instante, formó parte del Todo. Sin embargo, de un modo misericordioso, sus sentidos se velaron, y el Jefe se convirtió en una queda voz en su interior, tenue pero tanto más impresionante en su infinita plenitud.

—Hijo mío —dijo la voz—, ya sé por qué has venido.

—Entonces ayúdame, si tal es tu voluntad.

—Por mi propia voluntad, un acto mío es irrevocable. Todo tu género humano, hijo mío, anhelaba vivir. Todos temían la muerte. Todos albergaban y desarrollaban pensamientos y sueños de vida ilimitada. No dos grupos de hombres, no dos hombres aislados. Todos desarrollaban la misma idea de la vida futura, todos deseaban vivir. Se pedía que fuese el común denominador de todos esos deseos… de vida eterna. Y accedí.

—Ningún servidor tuyo presentó la solicitud.

—La presentó el Adversario, hijo mío.

La débil gloria de Etheriel desfalleció. Murmuró en voz baja:

—Soy polvo a tu vista y no merecedor de estar en tu presencia, pero he de hacerte una pregunta. ¿También el Adversario es tu servidor?

—Sin él, no podría tener ningún otro —repuso el Jefe—. ¿Pues qué es el Bien sino la lucha eterna contra el Mal?

«Y en esa lucha —pensó Etheriel—, yo he perdido».


A. R. I. se detuvo a la vista de la ciudad. Los edificios se estaban derrumbando. Los de madera eran ya montones de astillas. Se dirigió al más próximo de tales hacinamientos y halló las astillas polvorientas y secas.

Penetró más profundamente en la ciudad y vio que las casas de ladrillo se mantenían aún en pie, si bien los ladrillos presentaban una siniestra redondez en los bordes, un amenazador descascarillamiento.

—No durarán mucho —dijo una voz profunda—, pero hasta cierto punto supone un consuelo saber que al derrumbarse no matarán a nadie.

A. R. I. alzó la vista sorprendido y se halló cara a cara con un cadavérico Don Quijote de deprimidas mandíbulas y hundidas mejillas. Sus ojos eran tristes; su cabello, castaño y lacio. La ropa le colgaba flojamente, y la piel asomaba a través de varios desgarrones.

—Mi nombre es Richard Levine —dijo el individuo—. Era profesor de historia…, antes de que esto ocurriera.

—Va usted vestido —observó A. R. I.—. Así que no es uno de los resucitados.

—No, pero esa señal diferenciadora va desapareciendo. La ropa se cae a jirones.

A. R. I. observó a la muchedumbre que pasaba, moviéndose lentamente y sin meta, como polillas bajo un rayo de sol. En efecto, pocos llevaban ropa. Se miró la suya y por primera vez reparó en que se había desprendido ya la costura lateral de las perneras de sus pantalones. Tomó entre pulgar e índice la tela de su chaqueta, y la lana se desmenuzó con facilidad.

—Me parece que tiene usted razón —dijo a Levine.

—Y si se fija, verá también que Mellon’s Hill está quedando raso —prosiguió el profesor de historia.

A. R. I. dirigió la mirada al norte, donde las mansiones de la aristocracia —toda la aristocracia que había en la ciudad— festoneaban las laderas de Mellon’s Hill, y halló casi liso el horizonte.

—Al final —anunció Levine—, todo se reducirá a una planicie, sin ningún rasgo característico. La nada… y nosotros.

—Y los indios —añadió A. R. I.—. Hay un hombre al exterior de la ciudad que los espera. No hace más que clamar por un mosquetón.

—Imagino que los indios no nos causarán ninguna desazón. No hay placer alguno en combatir a un enemigo al que no se puede matar o herir. Y aunque se pudiera, el anhelo de batalla habría desaparecido, como todos los anhelos.

—¿Está usted seguro?

—Segurísimo. Aunque no se lo imagine al mirarme, antes de que todo esto aconteciera, me causaba un gran e inofensivo placer la contemplación de una figura femenina. Ahora, pese a las oportunidades sin par a mi disposición, me siento irritantemente falto de interés. No, no es cierto… Ni siquiera me causa irritación mi desinterés.

A. R. I. lanzó una breve ojeada a los transeúntes.

—Ya sé lo que quiere decir.

—La venida de los indios aquí no significa nada comparada con lo que debe de ser la situación en el Viejo Mundo —prosiguió Levine—. Ya en las primeras horas de la Resurrección, sin duda volvieron a la vida Hitler y su Wehrmacht. Ahora debe hallarse en compañía y mezcolanza con Stalin y el Ejército en todo el camino que va desde Berlín a Stalingrado. Para complicar la situación, llegarán los káiseres y los zares. Los hombres de Verdún y el Somme volverán a los antiguos campos de batalla. Napoleón y sus mariscales se desparramarán por la Europa occidental. Y Mahoma habrá vuelto para ver lo que épocas posteriores han hecho del Islam, mientras que los Santos y los apóstoles estudiarán las sendas de la cristiandad. Y hasta los mongoles, pobrecillos, los Kanes de Temujin a Aurangzeb, recorrerán desamparados las estepas, en anhelante búsqueda de caballos.

—Como profesor de historia, lo lógico es que anhele también estar allí para observar.

—¿Cómo podría estar allí? La posición de todo hombre en la Tierra queda limitada ahora a la distancia que puede recorrer caminando. No hay máquinas de ninguna especie y, como he mencionado ya, tampoco caballos ni cabalgadura alguna. Y al fin y al cabo, ¿qué cree que encontraría en Europa de todos modos? Apatía, igual que aquí.

El sordo ruido de una caída hizo que A. R. I. girase en redondo. El ala de un edificio de ladrillo próximo a ellos se había derrumbado. A ambos lados, entre el polvo, había cascotes. Sin duda alguno de ellos le había golpeado sin que se diera cuenta.

—Encontré a un hombre que pensaba que todos habíamos sido ya juzgados y estábamos en el cielo —dijo.

—¿Juzgados? Sí, me imagino que lo estamos. Nos enfrentamos ahora a la eternidad. No nos queda ningún universo, ni fenómenos exteriores, ni emociones, ni pasiones. Nada, sino nosotros mismos y el pensamiento. Nos enfrentamos a una eternidad de introspección, cuando nunca, a lo largo de la historia, hemos sabido qué hacer de nosotros mismos en un domingo lluvioso.

—Parece como si la situación le molestara.

—Mucho más que eso. Las concepciones dantescas del infierno eran pueriles e indignas de la imaginación divina. Fuego y tortura… El hastío es mucho más sutil. La tortura interior de una mente incapaz de escapar de sí misma en modo alguno, condenada a pudrirse en la exudación de su propio pus mental por toda la eternidad resulta mucho más refinada. Sí, amigo mío, hemos sido juzgados… y condenados. Y esto no es el cielo, sino el infierno.

Levine se levantó, con los hombros abrumados por el decaimiento, y se marchó.

A. R. I. miró pensativo en derredor y asintió con la cabeza. Estaba convencido.


El reconocimiento del propio fracaso duró sólo un instante en Etheriel. De pronto, alzó su ser tan brillante y elevadamente como osó en presencia del Jefe, y su gloria fue una pequeña mota de luz en el infinito Móvil Primero.

—Si ha de cumplirse tu voluntad —dijo—, no pido que renuncies a ella, sino que la colmes.

—¿De qué modo, hijo mío?

—El documento aprobado por el Consejo de Ascendientes y firmado por Ti señala el Día de la Resurrección para una hora específica de un día determinado del año 1957, según el cómputo del tiempo de los terrestres.

—Así es.

—Pero la fijación de la fecha es impropia. En efecto, ¿qué significa 1957? Para la cultura dominante en la Tierra, significa que transcurrieron mil novecientos cincuenta y siete años después del nacimiento de Jesucristo, cosa muy cierta. Sin embargo, desde el instante en que insuflaste la existencia a la Tierra y al universo, han pasado 5960 años. Y basándose en la evidencia interna de tu creación dentro de este universo, han pasado cerca de cuatro billones de años. ¿Cuál es por lo tanto el año impropio, el 1957, el 5960 o el 4 000 000 000 000? Y no es eso todo. El año 1957 después de Jesucristo coincide con el 7474 de la era bizantina y con el 5716 según el calendario judío. Igualmente, corresponde al año 2708 desde la fundación de Roma, caso de que adoptemos el calendario romano, y al 1375 en el calendario mahometano, y al 180 de la independencia de Estados Unidos… Así que te pregunto humildemente: ¿no te parece que un año mencionado como 1957, sin especificar más, resulta impropio y sin significado alguno?

La voz profunda, sosegada y tenue, a la par que intensa, del Jefe repuso:

—Siempre supe eso, hijo mío. Eras tú quien tenía que aprenderlo.

—Entonces —rogó Etheriel, con un luminoso temblor de alegría—, haz que se cumpla tu designio al pie de la letra y, en consecuencia, que el Día de la Resurrección recaiga, en efecto, en el 1957 prescrito, pero sólo cuando todos los habitantes de la Tierra acuerden por unanimidad que un año determinado, y ningún otro, corresponde a 1957.

—Así sea —asintió el Jefe.

Y su Verbo recreó la Tierra y todo cuanto contenía, junto con el Sol, la Luna y todos los demás huéspedes del cielo.


Eran las siete de la mañana del 1 de enero de 1957 cuando A. R. I. Mann se despertó sobresaltado. El comienzo de la melodiosa nota que debía de haber llenado el universo había sonado y sin embargo no había sonado.

Por un instante, enderezó la cabeza, como si quisiera hacer penetrar en ella la comprensión. Luego, cruzó por su rostro un leve gesto de rabia, que se desvaneció muy pronto. No había sido más que otra batalla.

Se sentó ante su escritorio para componer el siguiente plan de acción. La gente hablaba ya de la reforma del calendario y había que apoyarla. Una nueva era debía comenzar el 2 de diciembre de 1944. Algún día llegaría el nuevo año 1957. El 1957 de la era atómica, reconocido como tal por todo el mundo.

Una extraña luz fulguró en su cerebro, mientras los pensamientos se sucedían en su mente más que humana. Y dos pequeños cuernos, uno en cada sien, parecieron dibujarse en la sombra de Ahrimán proyectada en la pared.

Isaac Asimov - La trompeta del Juicio Final
  • Autor: Isaac Asimov
  • Título: La trompeta del Juicio Final
  • Título Original: «he Last Trump
  • Publicado en: Fantastic Universe, junio de 1955
  • Aparece en: Earth Is Room Enough (1955)
  • Traducción: Carlos Gardini

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