«Robbie», cuento de Isaac Asimov publicado en 1950, narra la historia de Gloria, una niña de ocho años, y su robot Robbie, diseñado para ser su compañero y niñera. Gloria y Robbie tienen una relación muy cercana, siempre jugando y compartiendo aventuras. Sin embargo, la madre de Gloria, preocupada por la influencia del robot y la opinión de los vecinos, decide deshacerse de Robbie, creyendo que una máquina no puede ser una compañía adecuada para una niña.
Robbie
Isaac Asimov
(Cuento completo)
—Noventa y ocho…, noventa y nueve…, ¡cien! —Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto no es leal —se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro «clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese encontrado! —Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol en primer lugar.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.
—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años—. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! —cantaban las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego…, con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendidos azotando el aire.
—¡Robbie…, estate quieto! —gritaba. Y su risa salía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:
—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te encontrase.
Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto cuello flexible— y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tictac.
—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número —le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció a sí mismo que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.
—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adaptando una gentil actitud de halago.
—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó su cuello con sus rosáceos brazos y estrechó su presa. Después cambiando repentinamente de humor, se apartó de él—. Si no me das un paseo, voy a llorar. —Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última carta.
—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te contaré más historias. ¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba mayor encanto a la situación.
—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza aéreo de plata. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza aéreo!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que recogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.
—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!… —gritaba—. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.
—¡Oh, qué bueno!…
Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
—¡Ah, ya sé!… Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
—¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.
—¿Otra vez? —protestó la chiquilla—. Te he explicado La Cenicienta un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó:
—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y…
Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se convertían…»; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.
—¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.
—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos —hoy, por ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo de alejarse de su presencia. La señora Weston los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le estaba contando La Cenicienta y he olvidado que era hora de comer.
—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.
—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle La Cenicienta. Le he prometido contarle La Cenicienta, y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra…; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.
—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.
La chiquilla bajó los ojos.
—Bueno…, pero La Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado… ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se encontraba a gusto… Tenía la inveterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y suave chaise longue para tumbarse; un número del Times; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa… ¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto?
No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.
La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.
—George…
—¿Ejem?
—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.
—¿Qué ocurre, querida?
—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa terrible máquina.
—¿Qué terrible máquina?
—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber… Y en todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.
—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser cuidada por una cosa de metal.
—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó el señor Weston frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no lo sé… Los vecinos…
—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que puede decirse de los humanos.
—Pero puede ocurrir algo. Puede…, puede —la señora Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro se estropease y…
No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.
—Tonterías… —negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de que algo se estropee en Robbie, a que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad…, supongo.
—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.
—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.
—¿Que lo has preguntado…? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.
Dos días después, la señora Weston encontró a su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.
—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.
La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:
—Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—La cosa se ha ido formando y formando… He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.
—Nosotros le confiamos nuestra hija.
—La gente no razona, ante estas cosas.
—¡Pues que se vayan al diablo!
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.
—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campañas. La conozco. Pero la respuesta es la misma. ¡No! ¡Seguiremos teniendo a Robbie!
Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer.
Diez veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar: «¡Robbie se queda…, y se acabó!»; y cada vez lo decía con menos fuerza, y acompañado de un gruñido más plañidero.
Llegó finalmente el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.
—¿Puede venir Robbie?
—No, querida —dijo él estremeciéndose al sonido de su voz—, no admiten robots en el visivoz, pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. —Dijo las últimas palabras balbuceando y miró a lo lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un espectáculo magnífico. Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo:
—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. —Se rio de nuevo—. Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?
—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es sólo fantasía.
No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.
—¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.
—¡Oh, qué perro más bonito! —dijo Gloria subiendo los escalones del porche y acariciándolo cautelosamente—. ¿Es para mí, papá?
—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que acababa de aparecer junto a ellos—. Es muy bonito, y muy bueno… Le gustan las niñas.
—¿Y sabe jugar?
—¡Claro! Sabe hacer muchos trucos. ¿Quieres ver algunos?
—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también. ¡Robbie!… —Se detuvo, vacilante, y frunció el ceño—. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la vista.
Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba:
—¡Robbie…, ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había regresado asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de Gloria estaba preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.
—No te preocupes, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.
—¿Marchado?… ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?
—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no lo encontramos.
—¿Quieres decir que no va a volver nunca más? —Sus ojos se redondeaban por el horror.
—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama «Relámpago» y sabe…
Pero Gloria tenía los párpados bañados en lágrimas.
—¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que me encuentres a Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso llanto.
La señora Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él seguía balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su hija.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una máquina fea… No tenía vida.
—¡No era una máquina! —gritó Gloria con fuego—. Era una persona como tú y como yo y además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva…!
La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.
—Déjala que llore a su gusto —le dijo a su marido—; el dolor de los chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel espantoso robot haya existido.
Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido demasiado optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero dejó de sonreír y cada día se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su actitud de pasiva infelicidad fue minando a la señora Weston y lo único que la retenía de ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por encima del periódico.
—¿Qué te pasa, Grace?
—Es esta chiquilla, George. He tenido que devolver el perro hoy. Gloria me dijo que no podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.
Weston dejó el periódico a un lado y un destello de esperanza apareció en sus ojos.
—Quizá…, quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible, sabes… Puedo hablar con…
—¡No! —respondió ella secamente—. No quiero oír hablar de él. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque necesite años para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico con aire decepcionado.
—Un año así y tendré el cabello prematuramente gris.
—No eres de gran ayuda, George —fue la glacial contestación—. Lo que Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde luego, ¿cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca se lo recuerda? Es realmente la situación más tonta de la que he oído hablar. ¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!
—Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente que planeas?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa Nueva York en agosto? ¡Es insoportable!
—Hay millones que lo soportan.
—No tienen un sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no se quedarían.
—Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en seguida, en cuanto hayamos hecho los preparativos. En Nueva York, Gloria encontrará suficientes distracciones y suficientes amigos para hacerle olvidar esta máquina.
—¡Oh, Dios mío!… —gruñó el infeliz marido—. ¡Aquellos pavimentos abrasadores!
—Tenemos que ir —fue la implacable respuesta—. Gloria ha perdido dos kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante para mí que tu comodidad.
—Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu hijita antes de privarla de su querido robot —murmuró él…, para sí mismo.
Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con su precedente apetito.
La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico marido.
—¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje como un angelito y charla como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Es lo que te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.
—¡Ejem!… —respondió el marido, escéptico—. Esperemos que así sea.
Los preliminares se hicieron rápidamente. Se tomaron las disposiciones para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio quedó encargado del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día de la marcha, Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión de Robbie pasó por sus labios.
Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto (Weston hubiera preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no había sitio para el equipaje) y entraron en el avión que esperaba para salir.
—Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la ventana para que veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su nariz contra el grueso vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar a rugir los motores. Era demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra empezó a alejarse a sus pies y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando la tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó rascándose la nariz helada y observando cómo se desvanecía la mancha opaca que su aliento había dejado en la ventana.
—Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás contenta porque vayamos? —añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz—. ¿No vas a ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y…
—Sí, mamá —fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto absorbida en la contemplación de aquella masa que tenía a sus pies. Después volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su madre con un súbito aire misterioso de secreto.
—Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Sí, hija mía? —dijo la señora Weston intrigada—. ¿Y por qué?
—No me lo has dicho porque querías darme una sorpresa, pero lo sé. —Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se echó a reír alegremente—. Vamos a Nueva York porque allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.
La suposición pilló a George Weston en el momento de beber un vaso de agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo hubo terminado, ofreció el aspecto de una persona profundamente contrariada, tenía el rostro colorado y estaba mojado de pies a cabeza.
La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo repetido su pregunta con el ansia redoblada en la voz, su mal humor triunfó.
—Quizá —repitió secamente—. Y ahora siéntate y estate quieta, por el amor de Dios.
Nueva York, en 1998, era para el visitante un paraíso superior a lo que había sido siempre. Los padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el mejor partido posible.
Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones necesarias para que sus negocios marchasen solos por algún tiempo, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba «salvar a Gloria del borde del abismo». Como era costumbre en Weston, lo hizo de aquella forma precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes que hubiese transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.
Gloria fue llevada al último piso del edificio Roosevelt, que medía casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del abigarrado panorama de los edificios que se extendían hasta los campos de Long Island y las tierras llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardines zoológicos, donde Gloria contempló con emocionado temor un «verdadero león vivo» (con la consiguiente decepción de ver que los guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió con insistencia y de manera perentoria ver «la ballena».
Los diversos museos contribuyeron también a llamar su atención, así como parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo ponerse de color púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes transparentes le hizo visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde y tembloroso, y los monstruos marinos acercarse a ella y huir después atemorizados.
En un terreno más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber hecho cuanto era humanamente posible para quitarle de la cabeza al desaparecido Robbie, pero no estaban muy seguros de haberlo conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a Gloria, desplegaba el más vivo interés por todos los robots que se le ponían delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo a que asistía, por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente en cualquier parte donde viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y de Industria. El Museo había anunciado un «programa infantil» especial donde tenían que hacerse demostraciones de magia científica reducidas a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el espectáculo en la lista de «indispensables».
Los Weston estaban completamente absorbidos por los experimentos de un potente electroimán cuando la señora Weston se dio súbitamente cuenta que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se convirtió en metódica decisión y con la ayuda de tres empleados se comenzó una minuciosa búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente decidida, saturada de idiosincrasia maternal, a este respecto. En el tercer piso había visto un gran cartel con una flecha y la indicación «Al Robot Parlante», y después de haberlo deletreado sola y observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella dirección, hizo lo que consideró indicado. Esperando un momento de distracción paterna, dio media vuelta y siguió la flecha.
El Robot Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un artefacto totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y hacía preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros. Las que el ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del robot, le eran transmitidas.
Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 28º centígrados, que la presión del aire acusa 750 mm. de mercurio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de alambres y espirales que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los que regresaban por una segunda exhibición, pero una chiquilla de unos diez años estaba tranquilamente sentada en un banco esperando la tercera. Era la única persona que había en la sala cuando Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser humano era un ejemplar completamente despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de ruedas dentadas. De momento, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots que ella había visto. Cautelosamente, vacilando, levantó su débil voz.
—Por favor, señor Robot, perdone, ¿es usted el Robot Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba merecía toda clase de consideraciones.
(Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una mirada de intensa concentración. Sacó una libreta de notas del bolsillo y comenzó a escribir rápidamente).
Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados y una voz metálica lanzó unas palabras que carecían de acento y entonación.
—Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro. No había rostro al cual hablar.
—¿Puede usted ayudarme, señor Robot? —dijo.
El Robot Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo las preguntas que se podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo, respondió:
—Puedo-ayudarle.
—Gracias, señor Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?
—¿Quién-es-Robbie?
—Un robot, señor Robot, señor —se puso de puntillas—. Es así de alto, pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe… Bueno, usted no tiene, pero él sí.
—¿Un robot?… —preguntó el Robot Parlante un poco perplejo.
—Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe hablar y que…, parece una persona de veras.
—¿Un-robot-como-yo?
—Sí, señor Robot.
A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y un sonido incoherente. Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales de alarma.
(En aquel momento la muchacha de diez años se marchó. Tenía bastante para su primer artículo sobre «Aspectos Prácticos del Robotismo». Era el primero de los varios que tenía que escribir Susan Calvin sobre este tema).
Gloria permanecía de pie con mal disimulada impaciencia, esperando la respuesta del robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
—¡Allí está! —Y en el acto reconoció la voz de su madre—. ¿Qué estás haciendo aquí, mala muchacha? —exclamó, su ansiedad transformándose en el acto en cólera—. ¿No sabes el miedo que has hecho pasar a papá y mamá? ¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del robot había aparecido también, mesándose los cabellos y preguntando quién diablos había estropeado la máquina.
—¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen derecho a estar aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
—He venido sólo a ver el Robot Parlante, mamá. Pensé que quizá sabría dónde estaba Robbie, puesto que los dos son robots. —Y al aparecer en su mente el recuerdo de Robbie, estalló en una tempestad de lágrimas—. ¡Tengo que encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
—¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy capaz de soportar! —exclamó la señora Weston ahogando un grito—. ¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó durante algunas horas y a la mañana siguiente se acercó a su mujer en una actitud sospechosamente complaciente.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Sobre qué? —preguntó ella con soberana indiferencia.
—Sobre Gloria.
—¿No vas a proponer devolverle el robot?
—No, desde luego que no.
—Entonces, sigue. No tengo inconveniente en escucharte. Nada de lo que hemos hecho parece haber servido de nada.
—Muy bien. He aquí lo que he estado pensando. El gran mal de Gloria es que piensa en Robbie como persona y no como máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos convencer a Gloria del hecho que su Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en forma de planchas y que el jugo de su vida no era más que hilos y electricidad, ¿cuánto tiempo duraría su anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si entiendes lo que quiero decir.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo?
—Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche? He persuadido a Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», que nos permita realizar mañana una visita completa de sus talleres. Iremos los tres y una vez que hayamos terminado la visita, Gloria se habrá convencido que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston habían ido agrandándose progresivamente, delatando una súbita y profunda admiración.
—¡Pero…, George…, esto es una excelente idea!
Los botones de la chaqueta de George Weston tiraron con fuerza.
—Es de las que tengo yo… —dijo.
El señor Struthers era un director general concienzudo y naturalmente inclinado a ser un poco locuaz. Esta combinación dio por resultado una visita que fue totalmente, quizá con exceso, explicada en todas sus fases. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. Al contrario, más de una vez se detuvo e insistió en que explicase detalladamente algo en un lenguaje suficientemente claro para que Gloria lo entendiese. Bajo la influencia de esta apreciación de sus facultades narrativas, el señor Struthers se sintió comunicativo y se extendió con mayor genialidad todavía, si es posible.
Incluso George Weston demostraba una creciente impaciencia.
—Perdóneme, Struthers —dijo, interrumpiendo una conferencia sobre la célula fotoeléctrica—; ¿no tienen ustedes una sección donde sólo se emplee mano de obra robot?
—¡Oh, sí; sí, desde luego! —dijo sonriendo a la señora Weston—. Un círculo vicioso, en cierto modo; robots creando robots. Desde luego, no hacemos una práctica general de ello. En primer lugar, porque los sindicatos no nos lo permitirían. Pero conseguimos poder utilizar algunos robots como mano de obra robot, únicamente como una especie de experimento científico. Comprenda… —prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus lentes para dar peso a su argumentación—, lo que los sindicatos no comprenden (y lo dice un hombre que ha simpatizado siempre con la obra sindical en general) es que el advenimiento del robot, aun cuando aportando al empezar alguna dislocación en el trabajo, tendrá inevitablemente que…
—Sí, Struthers —dijo Weston—, pero esta sección de la que habla usted, ¿podemos verla? Debe ser muy interesante, estoy seguro.
—¡Sí, sí, desde luego! —El señor Struthers se puso los lentes con un movimiento convulsivo y soltó una tosecilla de desaliento—. Síganme, por favor.
Mientras siguieron un largo corredor y bajaron un tramo de escaleras, Struthers, precediendo a los demás, estuvo relativamente tranquilo. Después, una vez que entraron en una vasta habitación intensamente iluminada donde reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las compuertas y desbordó el chorro de sus explicaciones.
—Aquí lo tiene usted —dijo con el orgullo impreso en su voz—. ¡Sólo robots! Cinco hombres actúan como inspectores y no tienen siquiera que estar en esta habitación. En cinco años, es decir, desde que inauguramos este sistema, no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los robots aquí reunidos son relativamente sencillos, pero…
La voz del director general se había convertido hacía tiempo ya en un murmullo tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda aquella visita le parecía aburrida e inútil, a pesar que hubiese muchos robots a la vista. Ninguno de ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con manifiesto desdén.
Vio que en aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos se fijaron en seis o siete robots que trabajaban activamente en una mesa redonda en el centro de la sala, y se apartaron con una sorpresa de incredulidad. La sala era espaciosa. Gloria no podía verlo bien, pero uno de los robots parecía…, parecía…, ¡era!
—¡Robbie! —El grito rasgó el aire y uno de los robots se estremeció y dejó caer la herramienta que manejaba. Gloria estaba como loca de alegría. Introduciéndose por debajo de la barandilla antes que sus padres pudiesen impedirlo, saltó al suelo, situado algunos palmos más abajo y corrió hacia Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando.
Y en aquel momento, las tres personas mayores vieron horrorizadas, al tiempo que quedaban paralizadas de espanto, lo que la chiquilla no vio: un enorme tractor que avanzaba a ciegas, siguiendo el camino que tenía trazado.
Weston necesitó una fracción de segundo para volver en sí, pero aquella fracción de segundo lo representó todo porque Gloria ya no podía ser salvada, todo era claramente inútil. Struthers hizo una rápida seña a los inspectores para que detuviesen el tractor, pero los inspectores no eran más que seres humanos y necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con precisión.
Devorando con sus piernas de metal el espacio que lo separaba de su pequeña ama, se lanzó hacia ella viniendo de la dirección opuesta. Todo ocurrió en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie agarró a Gloria sin moderar su marcha en lo más mínimo y dejándola, por consiguiente, sin aire en los pulmones. Weston, sin comprender muy bien lo que ocurría, sintió, más que vio, a Robbie pasar por su lado como un alud y detenerse en seco. El tractor cortó el camino donde había estado Gloria, medio segundo después que Robbie la hubo arrastrado tres metros, y se detuvo con un chirrido metálico y prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue sometida a una serie de apasionados abrazos y caricias por parte de sus padres y se volvió emocionada hacia Robbie. Para ella no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.
Pero la expresión de la señora Weston había pasado de la franca alegría a la de una sombría suspicacia. Se volvió hacia su marido, y, pese a su descompuesto y alterado aspecto, consiguió adoptar una actitud formidable.
—¿Tú…, has preparado esto, verdad…?
George Weston se secaba la abrasada frente con un pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo conseguían esbozar una sonrisa sumamente tenue.
—Robbie no estaba construido para un trabajo de ingeniería o construcción —prosiguió la señora Weston siguiendo sus ideas—. No podía serles de ninguna utilidad. Lo has hecho colocar aquí a fin que Gloria pudiese encontrarlo. Ya lo sabes…
—Pues, sí… —dijo Weston,—. Pero, ¿cómo iba a saber yo que el encuentro tenía que ser tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida; esto tienes que reconocerlo. ¡No puedes volverlo a despedir!
Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y los contempló pensativa algún tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor del cuello del robot y hubiera asfixiado a cualquiera que no hubiese sido de metal, mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí casi histérico. Los brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un anillo una barra de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban cariñosamente a la chiquilla y sus ojos brillaban con un rojo intenso y profundo.
—Bien —dijo Grace Weston, finalmente—. ¡Por mí puede quedarse hasta que se oxide!