Isaac Asimov: Una estatua para papá

¿Es la primera vez? ¿De veras? Ah, pero, por supuesto, usted tenía noticias. Sí, estaba seguro de que lo había oído comentar.

Si el descubrimiento le interesa de verdad, créame, me encantará explicárselo. Es una historia que siempre me ha gustado contar, aunque pocas personas me dan ocasión. Hasta hubo quien me aconsejó que la mantuviera en secreto, porque contradice la leyenda que se está formando respecto a mi padre.

De todos modos, creo que la verdad es valiosa. Tiene una moraleja. Un hombre puede pasarse la vida dedicando sus energías a la satisfacción de su propia curiosidad, únicamente, y luego, por pura casualidad, sin proponerse nada parecido, acabar siendo un bienhechor de la humanidad.

Papá era solamente un físico teórico, dedicado a la investigación de los viajes por el tiempo. No creo que jamás se parase a pensar ni por un momento qué pudieran significar los viajes a través del tiempo para el Homo sapiens. Sencillamente, sentía curiosidad por las relaciones matemáticas que gobernaban el universo.

¿Hambriento? Tanto mejor. Imagino que se precisará cerca de media hora. Lo arreglarán perfectamente para un oficial como usted. Es cuestión de amor propio.

Para empezar, papá era tan pobre como sólo un profesor de Universidad puede serlo. Con el tiempo, sin embargo, se hizo rico. En los últimos años de su vida llegó a ser fabulosamente rico, y en cuanto a mí, y a mis hijos, y a mis nietos… bueno, usted mismo lo verá.

Oh, además, le dedicaron estatuas. La más antigua está aquí mismo, en el lugar donde realizó el descubrimiento. Puede verla mirando por la ventana. Si. ¿Distingue la inscripción? Bueno, es que miramos desde un ángulo desfavorable. No importa.

Por la época en que papá inició las investigaciones sobre viajes a través del tiempo, la mayoría de físicos habían abandonado este problema, considerándolo una tarea demasiado ardua. En cambio, había empezado como una marea tiempo atrás, la primera vez que montaron crono-túneles.

La verdad es que no hay mucho que ver. Las imágenes son completamente irracionales e incontrolables. Lo que se ve aparece ondulado y borroso, con poco más de medio metro de anchura en el mejor de los casos, y se desvanece rápidamente. Querer enfocar en el pasado es lo mismo que querer captar la imagen de una pluma arrastrada por un huracán enloquecido.

Probaron de sujetar el pasado con unas grapas, pero el procedimiento resultó igualmente imposible. A veces se sostenían bien unos segundos, siempre que un hombre empujara la grapa con fuerza; pero en otras ocasiones no se las podía hacer penetrar ni con un martinete. Del pasado no se pudo conseguir nada hasta que… Bien, ya llegaremos a ello.

Después de cincuenta años de no hacer progreso alguno, los físicos perdieron el interés. La técnica operativa parecía hallarse en un callejón sin salida. Cuando vuelvo la vista hacia aquellos tiempos, no puedo decir que se lo reproche. Algunos hasta trataron de demostrar que en realidad los túneles no mostraban el pasado; pero se habían divisado demasiados animales vivientes por aquellos túneles…, animales extinguidos en la actualidad.

Sea como fuere, cuando la gente se había olvidado casi de los viajes por el tiempo, entró en escena papá. Y convenció al Gobierno de que le concediera una subvención para montar un crono-túnel propio, y emprendió el asunto de nuevo, desde el principio.

Yo le ayudaba, por aquellas fechas. Había salido recientemente de la Universidad, donde obtuve el doctorado en Física.

No obstante, al cabo de un año, poco más o menos, nuestros esfuerzos tropezaron con un mar de penosos conflictos. A papá le costó mucho trabajo conseguir que le renovaran la subvención. Los industriales no manifestaban el menor interés, y la Universidad decidió que manchaba la reputación de tan distinguido centro al mostrarse tan obstinado en investigar en un campo sin ninguna posibilidad. El decano, que sólo entendía bien el aspecto monetario de la beca, empezó insinuándole que se pasara a campos más lucrativos, y acabó echándole.

Por supuesto, el buen señor —que sigue viviendo y seguía contando dólares de las subvenciones cuando papá falleció— se sentiría en ridículo, imagino, cuando papá legó a la Universidad, en su testamento, un millón de dólares libres de impuestos… pero con un codicilo anulando el legado porque el decano carecía de visión. Bien, esto fue, meramente, una venganza póstuma. Muchos años antes…

No quisiera ponerme en plan dictador, pero tened la bondad, no comáis más barritas de pan. La sopa clara, comida muy despacio para evitar un apetito demasiado vivo, bastará.

De todos modos, nos las arreglábamos. Papá conservó el equipo que habíamos comprado con el dinero de la subvención, lo sacamos de la Universidad y lo montamos aquí.

Aquellos primeros años de investigar por nuestra cuenta fueron brutales. Yo no me cansaba de insistir en que abandonásemos; pero él no quiso. Era indomable; siempre encontraba de dónde sacar mil dólares, cuando los necesitábamos.

La vida seguía; pero él no permitía que nada le apartase de sus investigaciones. Mi madre murió; papá la lloró, y volvió a sus investigaciones. Yo me casé; tuve un hijo, y luego una hija, y no pude estar siempre al lado de mi padre. Él continuaba sin mí. Se rompió la pierna, y estuvo mes y medio trabajando con la pierna escayolada.

De modo que le concedo todo el mérito a él. Yo colaboraba, naturalmente. Realizaba tareas marginales de consulta y cuidaba de las negociaciones con Washington. Pero la vida y el alma del proyecto era él.

A pesar de todo, no llegábamos a ninguna parte. Habría dado lo mismo si todo el dinero que lográbamos sacar a duras penas lo hubiésemos arrojado dentro de uno de aquellos crono-túneles… lo cual no quiere decir que hubiese podido cruzarlo.

Al fin y al cabo, no logramos nunca, ni una sola vez, hacer pasar una grapa por un túnel de aquéllos. Sólo en una ocasión estuvimos a punto de conseguirlo. Teníamos la grapa a unos cinco centímetros del otro extremo cuando el foco cambió. La imagen se fue de pronto, y hete ahí que en determinado momento de la Era Mesozoica aparece un pedazo de vara de acero fabricada por el hombre, oxidándose en una margen de río.

Luego, un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos… suceso que tenía menos de una entre un billón de probabilidades de ocurrir. ¡Señor, y qué agitación tan frenética nos dominaba mientras montábamos las cámaras! En la otra parte del túnel, tocándolo casi, veíamos criaturas vivas que se movían vigorosamente.

Luego, coronando la aventura, el crono-tubo se hizo permeable, hasta hubiéramos jurado que no había nada sino aire entre el pasado y nosotros. La notable permeabilidad debía de estar relacionada con la larga permanencia del enfoque, aunque jamás pudimos demostrar si había sido así realmente.

Naturalmente, no teníamos ninguna grapa a mano, ya se lo figurarán ustedes, sin duda. Pero la baja permeabilidad resultaba suficiente, puesto que algo cayó a través del tubo, o túnel, pasando del Entonces al Ahora. Como herido por el rayo, obrando sólo por el ciego instinto, estiré el brazo y lo cogí.

En aquel instante perdimos el enfoque; pero esta contrariedad ya no nos dejó amargados y desesperados. Ambos mirábamos fijamente, lleno el pensamiento de locas conjeturas; aquello que yo sujetaba. Era una masa de barro apelotonado y seco, completamente liso por las partes que habían rozado con el túnel del tiempo, y en aquella masa de barro había catorce huevos del tamaño, aproximadamente, de huevos de pato.

—¿Huevos de dinosaurio? —pregunté—. ¿Supones que lo son de verdad?

—Quizá —respondió mi padre—. No podemos asegurarlo.

—A menos que los incubemos —dije yo, con repentina y casi incontrolable animación. Y los deposité con la misma reverencia que si hubieran sido de platino. Estaban calientes, con el calor del sol de las eras primitivas—. Si los incubamos, papá —dije yo—, tendremos unos seres que se extinguieron hace más de cien millones de años. Será el primer caso en que se haya traído a la actualidad algo realmente perteneciente al pasado. Si lo publicamos…

Estaba pensando en las subvenciones que nos concederían, en la publicidad, en todo lo que aquel triunfo significaría para mi padre. Veía por adelantado la mirada de consternación en la cara del decano.

Pero papá contemplaba la situación desde otro ángulo. Así pues, dijo con firmeza:

—Ni una palabra, hijo. Si esto se divulga, tendremos veinte equipos de investigación sobre el rastro de los crono-tubos, cortando mis progresos. No. Pero apenas haya solucionado el acertijo de esos crono-tubos, podrás anunciar todo lo que quieras. Hasta entonces… guardaremos silencio. No pongas esa cara, hijo. Tendré la solución antes de un año. Estoy seguro.

Yo me sentía algo menos confiado; pero aquellos huevos, estaba convencido, nos proporcionarían todas las pruebas que necesitásemos. De modo que gradué una gran estufa a la temperatura de la sangre y la dispuse de modo que circulasen por ella el aire y el vapor de agua convenientes. Después monté un timbre de alarma que sonaría a los primeros asomos de movimiento en el interior de los huevos.

Éstos se abrieron a las tres de la madrugada, diecinueve días más tarde. Y allí estaban… catorce diminutos canguritos con escamas verdosas, garras en las patas traseras, muslitos rollizos en forma de fusta.

Al principio creía que se trataba de tiranosaurios; pero eran demasiado pequeños para pertenecer a esta variedad. Pasaron los meses, y pude ver que no sobrepasarían en corpulencia a unos perros de tamaño mediano.

Papá parecía desilusionado, pero yo seguí adelante, confiando que me dejaría utilizarlos para fines publicitarios. Uno de los animalitos murió antes de llegar a la madurez y otro falleció en una pelea. Pero los doce restantes sobrevivieron… cinco machos y siete hembras. Yo los alimentaba con zanahorias picadas, huevos duros y leche, y me aficioné mucho a ellos. Eran terriblemente estúpidos, y sin embargo muy dulces. Y, además, verdaderamente hermosos. Sus escamas…

Ah, sí, bueno, sería tontería describirlos. Aquellos primeros retratos de la publicidad han circulado por todas partes. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte… ¡Oh, ahora con ésas! Bueno, bien.

Pero hubo de pasar mucho tiempo para que los retratos impresionaran al público, y no hablemos ya de la vista de las criaturas auténticas. Papá continuaba intransigente. Pasó un año, pasaron dos, y finalmente tres. No teníamos suerte, ninguna, con los crono-tubos. Aquel afortunado azar anterior no se repetía; a pesar de lo cual papá se negaba a ceder.

Cuatro hembras pusieron huevos, y pronto tuve en mi poder más de cincuenta seres de aquella especie.

—¿Qué haremos con ellos? —pregunté.

—Mátalos —me dijo.

Claro, por supuesto, yo era incapaz de matarlos.

Henry, ¿está ya casi listo? Bien.

Cuando se produjo el milagro, habíamos agotado todos nuestros recursos. No sabíamos dónde conseguir más dinero. Yo había ensayado en todas partes, y en todas partes había cosechado continuas negativas. Y hasta me alegraba, pensando que ahora papá tendría que abandonar. Mas, con un mentón firme e indómitamente levantado, papá montó otro experimento, con toda tranquilidad.

Les juro a ustedes que si no hubiera ocurrido el accidente, la verdad nos habría esquivado ya por siempre. La humanidad se habría visto privada de una de sus mayores bendiciones.

A veces sucede así. Perkin descubre una mancha morada en su líquido y encuentra los colorantes de anilina. Ramsen se lleva a los labios un dedo contaminado y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mezcla en la estufa y encuentra el secreto de la vulcanización.

En nuestro caso, fue un dinosaurio a mitad de su crecimiento el que se internó por el laboratorio principal de investigaciones. Teníamos ya tantos que no podía seguirles la pista a todos.

El dinosaurio se metió exactamente entre dos puntos de contacto abiertos… en el lugar preciso en donde clavaron la lápida inmortalizando el hecho. Estoy convencido de que el suceso no volvería a producirse ni en mil años. Hubo un destello cegador, un corto circuito capaz de abrasarlo todo, y el crono-tubo recién montado desapareció en un arco iris de centellas.

La verdad es que en aquel momento preciso no supimos exactamente qué habíamos conseguido. Todo lo que sabíamos era que el animal había quemado, y acaso destruido definitivamente, doscientos mil dólares de equipo, y que estábamos completamente arruinados. Y todo lo que podíamos presentar como recuerdo era un dinosaurio asado de pies a cabeza. Hasta nosotros nos habíamos chamuscado un poco; pero el dinosaurio había recibido toda la concentración de energía del campo. Lo percibíamos por el olfato. El aire estaba saturado de su olor. Papá y yo nos mirábamos sorprendidos. Yo levanté el animalito cogiéndolo con unas tenazas. Estaba negro y socarrado por fuera, pero las quemadas escamas cayeron al contacto de las tenazas, arrastrando la piel consigo. Y bajo el socarrado apareció una carne blanca y firme, muy parecida a la de pollo.

No pude resistir la tentación de probarla, y encontré que su parecido con el pollo podía compararse al que existe entre Júpiter y un asteroide.

Pueden creerme o no, pero con nuestro trabajo científico convertido en ruinas a nuestro alrededor, nos sentamos los dos allí y nos pusimos a devorar dinosaurio. Hallábamos trozos quemados y trozos casi crudos. Y no lo habíamos condimentado. Pero no paramos hasta haber mondado bien los huesos.

—¡Papá —exclamé yo—, los hemos de criar, gloriosa y sistemáticamente, para alimento!

Papá hubo de dar su conformidad. Estábamos en la bancarrota más absoluta.

Conseguí un préstamo del Banco invitando al director a comer y dándole dinosaurio.

La treta no ha fallado nunca. Nadie que haya probado lo que ahora llamamos «dinopollo» queda contento con los platos corrientes. Una comida sin dinopollo es una comida en la que nos cuesta trabajo mantener el alma y el cuerpo juntos. Sólo el dinopollo es alimento de verdad.

Nuestra familia sigue siendo dueña del único rebaño de dinopollos que existe y somos los únicos proveedores de una cadena mundial de restaurantes —la primera y más antigua— que se ha formado y desarrollado gracias a esta especialidad.

¡Pobre papá! Nunca fue dichoso, salvo aquellos singulares momentos en que comía real y auténtico dinopollo. Continuó trabajando en los crono-tubos, como trabajan asimismo (tal como él había dicho que ocurriría) otros veinte equipos de investigadores que invadieron el campo. Sin embargo, hasta la fecha, nada salió de todos esos esfuerzos. Nada salvo el dinopollo.

¡Ah, Pierre, gracias! ¡Ha sido un trabajo superlativo! Buena, señor, si me permite que trinche. Nada de sal, ahora, y sólo un poquitín de salsa. Así está bien… ¡Ah, esa es la expresión que veo siempre en el rostro del hombre que cata por primera vez esa delicia!

Una humanidad agradecida aportó cincuenta mil dólares para erigir la estatua en la cima de la colina; pero ni este tributo fue suficiente para hacer feliz a papá.

Lo único que pudo ver fue la inscripción: «Al Hombre que dio Dinopollo al Mundo».

Vean ustedes, hasta el día de su muerte, papá sólo anheló una cosa: encontrar el secreto para viajar por el tiempo. Y a pesar de haber sido un bienhechor de la humanidad, murió sin haber podido satisfacer su curiosidad.

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Ficha bibliográfica

Autor: Isaac Asimov
Título: Una estatua para papá
Título original: A Statue for Father
Publicado en: Satellite Science Fiction, febrero de 1959
Traducción: Baldomero Porta

[Relato completo]

Isaac Asimov