El Leonardo perdido (The Lost Leonardo) es un relato de intriga y suspenso de J. G. Ballard publicado en 1964 en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Cuando la invaluable pintura «La Crucifixión» de Leonardo da Vinci desaparece misteriosamente del Louvre, el mundo del arte y el público en general quedan conmocionados. Charles, director de la prestigiosa casa de subastas Northeby, viaja a París para unirse a su colega Georg de Stael en la investigación del insólito robo. Juntos se adentran en un laberinto de pistas y enigmas que desafían la lógica y ponen a prueba sus conocimientos sobre el arte y la historia. Mientras exploran extrañas conexiones entre obras maestras y antiguos misterios, descubren que este caso es mucho más complejo de lo que parece.
El Leonardo perdido
J. G. Ballard
(Cuento completo)
LA DESAPARICIÓN o —para decirlo de modo menos eufemístico— el robo de la Crucifixión de Leonardo, del Louvre de París, descubierto en la mañana del 19 de abril de 1965, desencadenó un escándalo sin precedentes. Una década de importantes robos de arte, como el de El duque de Wellington de Goya, de la National Gallery, o el de cuadros impresionistas, de las casas de millonarios del Sur de Francia y California, como también los precios obviamente excesivos pagados en las salas de subastas de Bond Street y de la Rue de Rivoli, tendrían que haber acostumbrado al público en general a pérdidas semejantes, y sin embargo, la noticia de esta desaparición fue recibida en el mundo con una indignación y una congoja genuinas. De todas partes del globo llegaban diariamente miles de telegramas al Quai d’Orsay y al Louvre, en Bogotá y en Guatemala fueron apedreados los consulados franceses, y los agregados de prensa de todas las embajadas desde Buenos Aires a Bangkok tuvieron que recurrir a sus últimas reservas —bastante considerables— de panache y de finesse.
Llegué a París unas veinticuatro horas después de lo que se llamaba «el gran escándalo del Leonardo», y la atmósfera de indignación y desconcierto era allí evidente. A lo largo de todo el camino desde el aeropuerto de Orly los titulares de los periódicos proclamaban en los quioscos la misma historia. Como decía el Continental Daily Mail sucintamente:
ROBAN LA CRUCIFIXIÓN DE LEONARDO
OBRA MAESTRA DE CINCO MILLONES DE LIBRAS DESAPARECE DEL LOUVRE
El París oficial estaba realmente alterado. El infortunado director del Louvre había sido llamado desde Brasilia, donde asistía a una conferencia de la Unesco, y estaba ahora en el Palacio del Elíseo, informando personalmente al presidente. El Deuxiéme Bureau había sido puesto en estado de alerta, y por lo menos tres ministros sin cartera habían sido encargados del caso, de modo que el futuro político de estos hombres dependía ahora de la recuperación de la obra. Como el mismo presidente había subrayado en su conferencia de prensa de la tarde anterior, el robo de un Leonardo era un asunto que no sólo concernía a Francia sino al mundo entero, y en una arenga apasionada había solicitado la colaboración de todos. (A pesar de la atmósfera emocionalmente tensa, algunos cínicos observadores no dejaron de señalar que el Gran Hombre, por primera vez, no había rematado su perorata con un «Vive la France»).
Mis sentimientos, a pesar de mi relación profesional con las bellas artes —yo era, y soy, director de Northeby, la mundialmente famosa casa de subastas de Bond Street—, coincidían enteramente con los del público. Cuando el taxi pasó por el jardín de las Tullerías, vi en los periódicos las groseras reproducciones de la magnífica obra maestra de da Vinci, y recordé el inmenso esplendor de la tela, con esa composición única, ese tratamiento del chiaroscuro y esa técnica insuperable que habían señalado la iniciación del Alto Renacimiento mostrando un nuevo camino a los escultores, pintores y arquitectos del Barroco.
A pesar de los dos millones de reproducciones que se vendían anualmente —para no mencionar los innumerables pastiches y las imitaciones inferiores—, el cuadro conservaba aún toda su maravillosa sugestión. Terminado dos años después que La Virgen y Santa Ana, también en el Louvre, era no sólo uno de los pocos Leonardos que habían sobrevivido intactos a las mil manos ansiosas de los restauradores de cuatro siglos, sino también la única obra del maestro —salvo La última cena, ya apenas visible— que incluía un vasto paisaje y toda una galería de figuras.
Era tal vez esto último lo que daba al cuadro ese poder terrible y alucinante. La enigmática, casi ambigua expresión del Cristo moribundo, los velados y esquivos ojos de la Virgen y Magdalena, estos signos característicos del arte de Leonardo no parecían más que amaneramientos comparados con ese vasto cortejo que describiendo una espiral se confundía en un torbellino con el cielo distante, transformando la imagen misma de la crucifixión en una visión apocalíptica de la resurrección y el juicio de la humanidad. De este solo lienzo habían nacido los grandes frescos de la Capilla Sixtina, y las escuelas del Tintoretto y del Veronés. Que alguien se hubiera atrevido a robarlo era como un comentario trágico al respeto que tenía la humanidad por sus mayores monumentos.
Y sin embargo, me preguntaba yo mientras llegábamos a las oficinas de las Galeries Normande et Cié, en la Madeleine, ¿habrían robado realmente la pintura? Su tamaño —unos cuatro metros y medio por cinco y medio— y su peso considerable —lo habían trasladado del marco original a un panel de roble— descartaban la intervención de un fanático o un psicópata solitario, y ninguna banda de ladrones de obras de arte hubiera perdido el tiempo robando una pintura para la que luego no habría mercado. Acaso el gobierno francés esperaba distraer la atención pública de algún otro suceso inminente, aunque sólo la restauración de la monarquía y la coronación en Notre-Dame del último pretendiente Borbón hubieran podido justificar una cortina de humo tan complicada.
En la primera oportunidad le hablé de mis dudas a Georg de Stael, director de las Galeries Normande y mi anfitrión en París. Aparentemente yo había llegado para asistir esa tarde a una conferencia de directores de galerías y de marchands a quienes les habían robado también importantes obras de arte, pero cualquier observador ajeno al ambiente hubiese atribuido nuestra euforia y nuestro excelente estado de ánimo a otro motivo. Y esto, por supuesto, era la verdad. Cada vez que alguien arroja una piedra a las turbias aguas del arte internacional, hombres como yo y Georg de Stael tomamos en seguida nuestras posiciones en la orilla atentos a cualquier onda insólita o a alguna burbuja maloliente. El robo del Leonardo revelaría mucho más que la identidad de un simple ratero de ocasión. Muchos peces gordos nadaban ya frenéticamente tratando de esconderse. En el ambiente profesional el golpe tendría sin duda consecuencias saludables.
Evidentemente, eran esos sentimientos de venganza los que animaban a Georg de Stael cuando dejó su escritorio y se acercó a saludarme con paso ágil y vivaz, vestido con un traje de verano de seda azul, que se anticipaba a la estación y que era tan refulgente como la brillantina de su peinada cabeza. La sutil rapacidad del rostro se le deshizo en seguida en una sonrisa de encantada complicidad.
—Puedo asegurarte categóricamente, mi querido Charles, que el dichoso cuadro ha desaparecido de veras. —Georg adelantó los brazos, exhibiendo diez centímetros de los elegantes puños azules de su camisa, y juntó las palmas—. ¡Puf! Por una vez todos dicen la verdad. Y algo más asombroso: el cuadro era auténtico.
—No sé si eso me alegra o no —admití—. Pero es más de lo que puede decirse de muchas obras del Louvre… y de la National Gallery.
—Así es. —Georg se sentó en el escritorio, y sus zapatos de cuero charolado centellearon a la luz—. Yo había esperado que esta catástrofe indujera a las autoridades a confesar la verdad sobre algunos de sus supuestos tesoros, tratando de disipar así algo de la magia que envuelve al Leonardo. Pero están realmente confundidas.
Durante un momento nos detuvimos a imaginar las consecuencias de esas posibles confesiones en el mercado internacional del arte —los precios de cualquier obra remotamente auténtica se irían a las nubes— y en la imagen popular de la pintura del Renacimiento, que era para todos sacrosanta y única. Sin embargo, nada hubiese menoscabado el genio del robado Leonardo.
—Una pregunta, Georg —dije al fin—. ¿Quién la robó?
Presumí que él lo sabía.
Por primera vez en muchos años vi que Georg vacilaba buscando una respuesta. Al fin se encogió de hombros.
—Mi querido Charles, no lo sé exactamente. Es un misterio profundo. Todos estamos tan despistados como tú.
—Entonces el trabajo lo hizo gente de adentro.
—Definitivamente no. El personal actual del Louvre es irreprochable. —Georg golpeó el teléfono con la punta de los dedos—. Hablé esta mañana con dos de nuestros más dudosos contactos, Antweiler en Mesina, y Kolenskya en Beirut, y ambos parecían perplejos. En realidad, están convencidos de que todo el asunto es una maniobra fraudulenta del gobierno actual, o que el Kremlin mismo está implicado.
—¿El Kremlin? —repetí atónito.
La atmósfera se enrareció, y en la media hora siguiente hablamos en voz baja.
La conferencia de esa tarde, en el Palais de Chaillot, no reveló nada nuevo. El inspector Carnot, jefe de Investigaciones, hombre corpulento y sombrío que vestía un desteñido traje azul, se sentó flanqueado por dos agentes del Deuxiéme Bureau. Todos parecían cansados y deprimidos; estaban investigando ya una docena de pistas falsas por hora. Detrás, como un jurado hostil, los rostros serios, se instaló un grupo de investigadores de la Lloyds de Londres y de la Morgan Guaranty Trust de Nueva York. Al pie de la plataforma, los agentes daban en cambio un animado espectáculo, cambiando impresiones en doce idiomas y remontando decenas de especulativas cometas.
Al cabo de un conciso resumen, emitido en un tono de sepulcral resignación, el inspector Carnot presentó a un alemán fornido que tenía al lado, el superintendente Jurgens de las oficinas de la Interpol en La Haya, y luego llamó a M. Auguste Pecard, director asistente del Louvre. Pecard describió simplemente los dispositivos de seguridad del Louvre, que descartaban cualquier posibilidad de robo. Advertí que Pecard no estaba aún enteramente convencido de que se hubiesen llevado la tela.
—… nadie tocó los paneles móviles del suelo, al pie de la pintura, ni nadie cruzó tampoco los dos rayos infrarrojos del frente. Señores, puedo asegurarles que es imposible sacar la tela sin desmontar previamente el marco de bronce, un marco que pesa casi cuatrocientos kilos y está atornillado a la pared. Y nadie interrumpió el circuito de la alarma eléctrica que pasa por los tornillos…
Yo miraba en las pantallas, detrás del estrado, las dos fotografías de tamaño natural de la pintura, el frente y el reverso. La segunda mostraba la cara posterior del panel de roble, con sus seis varillas de aluminio, las conexiones de los circuitos eléctricos de la alarma, y los graffiti de tiza acumulados durante años en los laboratorios del museo. Las fotografías habían sido tomadas durante la última limpieza del cuadro, y tras una andanada de preguntas se supo que el robo había ocurrido dos días después de realizada esta operación.
Estas noticias cambiaron la atmósfera de la conferencia. Un centenar de conversaciones privadas se interrumpió; y los pañuelos de seda de color volvieron al bolsillo superior de las chaquetas. Le di un codazo a Georg.
—Ahí está la explicación. —La pintura había desaparecido obviamente en el laboratorio, donde los servicios de seguridad habían sido menos estrictos—. El cuadro no fue robado en la galería.
El alboroto estalló otra vez a nuestro alrededor. Doscientas narices se alzaron de nuevo olfateando el rastro. La pintura había sido robada, y estaba en algún lugar de la tierra. La recompensa a quien descubriera al ladrón —y que no era quizá la legión de honor o un título nobiliario, pero sí por lo menos una exención total de impuestos y de investigaciones en el mercado de moneda extranjera— flotó como un fantasma ante nosotros.
Sin embargo, mientras regresábamos, Georg miraba sombríamente por la ventanilla del taxi.
—El cuadro fue robado de la galería —me dijo, preocupado—. Yo mismo lo vi allí, exactamente doce horas antes de que desapareciese. —Me tomó del brazo y apretó con fuerza—. Pero Dios mío, ¡el ladrón no es de este mundo!
Así empezó la búsqueda del Leonardo perdido. Volví a Londres a la mañana siguiente, pero Georg y yo nos hablábamos regularmente por teléfono. Al principio, como todos los que siguen una pista, nos limitamos a escuchar, a poner el oído en el suelo en espera de una rara pisada. En las galerías y salas de subasta aguardábamos la palabra indiscreta, la clave reveladora. Los negocios, por supuesto, estaban en alza, y los museos y coleccionistas privados con un Rubens o un Rafael de tercera categoría habían ascendido un peldaño. Con un poco de suerte, la renovada actividad del mercado podía traer a la superficie a algún cómplice lejano del ladrón, o un sustituto del Leonardo —tal vez un pastiche de la Mona Lisa de algún discípulo del Verrocchio — sería arrojado como lastre por el ladrón y aparecería en un mercado lateral. Si en el mundo exterior la búsqueda del cuadro desaparecido se llevaba a cabo con tanto alboroto como al principio, en el círculo profesional todo era en cambio tranquilidad y expectativa.
Demasiada tranquilidad realmente. Lo lógico era que se hubiese materializado algo, que en los finos filtros de las galerías de arte y las salas de subasta hubiese aparecido alguna débil pista. Pero no se supo nada. Cuando la ola de actividad levantada por el Leonardo pasó y murió, y los negocios recuperaron su ritmo anterior, el cuadro no fue más que otro nombre en la lista de obras maestras perdidas.
Sólo Georg de Stael parecía capaz de conservar algún interés en la búsqueda. De cuando en cuando me llamaba por teléfono a Londres pidiéndome que le informase sobre un comprador anónimo de un Tiziano o un Rembrandt a fines del siglo XVIII, o sobre la historia de una copia deteriorada de algún discípulo de Rubens o Rafael. Parecían interesarle especialmente las obras que habían sido dañadas y restauradas luego, información que muchos dueños de cuadros, por supuesto, no desean compartir.
De modo que cuando vino a verme a Londres cuatro meses después de la desaparición del Leonardo, mi pregunta no fue sólo una broma:
—¿Y bien, Georg? ¿Ya sabes quién lo robó?
Georg abrió el amplio portafolio y me sonrió oscuramente.
—¿Te sorprendería que te contestase que sí? No lo sé realmente. Pero tengo una idea, una hipótesis podría decir. Pensé que te gustaría conocerla.
—Por supuesto, Georg. De modo que era eso en lo que andabas.
Georg levantó un índice delgado indicándome que callara. Bajo aquel barniz de fácil simpatía advertí una nueva seriedad, como un deseo de recortarle las puntas a la conversación.
—Ante todo, Charles, y antes que me eches de tu oficina, te adelanto que mi teoría es completamente fantástica e inaceptable, y sin embargo… —Georg se encogió de hombros—… parece ser la única posible. Para probarla necesito tu ayuda.
—Cuenta con ella. ¿Pero qué teoría es ésa? Me has intrigado.
Georg titubeó, como si no se decidiese a exponer su opinión, y luego empezó a vaciar el portafolio, sacando una serie de hojas sueltas de archivo que alineó sobre la mesa. Me pareció ver que en las hojas había reproducciones fotográficas de pinturas, señaladas en partes con círculos de tinta blanca. Algunas de las fotografías eran ampliaciones de detalles, el rostro alargado de un hombre de barba de chivo vestido con ropas medievales.
Georg dio vuelta seis de las fotografías mayores para que yo pudiera verlas.
—Los conoces por supuesto —dijo.
Asentí con un movimiento de cabeza. Excepto un cuadro, La Piedad de Rubens, en el Hermitage de Leningrado, en los últimos cinco años yo había visto los originales de todos ellos. Los demás eran la extraviada Crucifixión de Leonardo, las Crucifixiones del Veronés, Goya y Holbein, y un Poussin titulado Gólgota. Todos estaban en museos públicos —el Louvre, San Stefano de Venecia, el Prado, y el Ryks de Ámsterdam, y aparte del Poussin— todos eran conocidas y auténticas obras maestras, piezas mayores de importantes colecciones nacionales.
—Tranquiliza verlos de nuevo —dije—. Pienso que están en buenas manos. ¿O son las adquisiciones próximas del misterioso ladrón?
Georg meneó la cabeza.
—No, no creo que estos cuadros le interesen mucho. Aunque los vigila. —Otra vez noté en los modales de Georg un cambio notable, un humor reflexivo y privado—. ¿No adviertes nada más?
Yo comparé otra vez las fotografías.
—Son todas crucifixiones —dije en seguida—. Y auténticas, salvo quizás algunos detalles menores. Toda pintura de caballete. —Me encogí de hombros—. ¿Qué más?
—Todos en su momento fueron robados —dijo Georg, y se movió rápidamente de derecha a izquierda—. El Poussin, robado del Cháteau Loire en 1822; el Goya, del monasterio de Monte Cassino, en 1806, por Napoleón; el Veronés en 1891, del Museo del Prado; el Leonardo hace cuatro meses, como sabemos, y el Holbein en 1943, de la colección de Herman Goering.
—Muy interesante —comenté—. Pero no conozco muchas obras maestras que no hayan sido robadas alguna vez. Espero que éste no sea un punto clave en tu teoría.
—No, pero es significativo si se lo une a otro factor. Mira. —Georg me pasó la reproducción del Leonardo—. ¿Notas algo anormal? —Meneé la cabeza, y Georg me mostró otra fotografía de la extraviada pintura—. ¿Y en esta otra?
Las fotografías habían sido tomadas desde perspectivas un poco distintas, pero en lo demás parecían idénticas.
—Las dos son de la Crucifixión original —explicó Georg—. Fueron tomadas en el Louvre un mes antes de la desaparición.
—Me doy por vencido —dije—. Me parecen iguales. No… espera un momento. —Acerqué la lámpara y me incliné sobre las fotos, mientras Georg asentía—. Hay una leve diferencia. ¿Qué es?
Comparé rápidamente las fotografías, imagen por imagen, y al fin descubrí la minúscula disparidad. Las pinturas eran idénticas en casi todos sus detalles, pero una figura de la multitud había sido alterada. A la izquierda, donde el cortejo trepaba en espiral por la colina hacia las tres cruces, un rostro había sido totalmente repintado. En el centro del cuadro Cristo pendía aún de la cruz, horas después de la crucifixión; pero merced a una suerte de perspectiva espacio-temporal, recurso común en la pintura del Renacimiento para superar la naturaleza estática de la tela, el cortejo reproducía escenas del tiempo anterior, de modo que el espectador seguía así la invisible presencia de Cristo en su dolorosa ascensión.
La figura que había sido repintada era parte de la multitud al pie de la colina. El hombre alto, corpulento, de negra indumentaria, había sido pintado evidentemente con cuidado especial, y Leonardo le había dado ese aspecto magnífico y esa gracia velada que reservaba habitualmente para representar a los ángeles. Observando la fotografía que tenía yo en la mano izquierda —la versión original sin retoques— comprendí que Leonardo había querido pintar un ángel de la muerte, o mejor aún uno de esos agentes del inconsciente, pavorosos en su calma enigmática, en su reconcentrada ambivalencia, que parecen presidir en sus pinturas los más profundos temores y esperanzas del hombre, como esas estatuas de rostros grises que miran fijamente hacia abajo desde las cornisas y frontones de medianoche en la necrópolis de Pompeya.
Todo esto, tan característico de Leonardo y de su curiosa visión del mundo, parecía estar sintetizado en el rostro de aquella alta y angélica figura. Vuelto casi de perfil sobre el hombro izquierdo, el rostro miraba hacia la cruz, allá arriba, y una débil llama de piedad le animaba los rasgos grises y saturninos. La frente alta, ligeramente abombada en las sienes, se alzaba sobre una soberbia nariz semítica, y el rastro de una sonrisa de resignación y de comprensión compasiva era la única fuente de luz en la zona baja del rostro, parcialmente oscurecido por las sombras de un cielo de tormenta.
En la fotografía de mi mano derecha, en cambio, todo esto había sido modificado. Una concepción enteramente distinta había reemplazado a aquella angélica figura. El parecido superficial se mantenía, pero el rostro había perdido su expresión de compasión trágica. El último artista había invertido completamente la postura, y la cabeza, vuelta hacia el hombro derecho, ya no miraba la cruz sino a la antigua Jerusalén, cuyas torres espectrales se alzaban en el crepúsculo azul como una ciudad del infierno miltoniano. Mientras los otros circunstantes parecían seguir la ascensión de Cristo con una desesperanzada impotencia, el rostro del hombre vestido de negro era en cambio arrogante y crítico, y la tensión en los músculos del cuello indicaba que había vuelto bruscamente la cabeza, casi con disgusto, apartando los ojos del espectáculo de allá arriba.
—¿Qué es esto? —pregunté, y señalé la última fotografía—. ¿La copia perdida de algún discípulo? No entiendo por qué…
Georg se inclinó hacia adelante y golpeó la imagen con la punta de los dedos.
—Éste es el Leonardo original. ¿No comprendes, Charles? La versión de tu mano izquierda, y que admiraste durante varios minutos fue pintada por algún restaurador desconocido, pocos años después de la muerte de da Vinci. —Georg advirtió mi escepticismo y sonrió—. Créeme, es cierto. La figura es sólo una parte menor de la composición, y nadie la había examinado antes seriamente, ya que el resto de la pintura es notoriamente auténtico. El retoque se descubrió hace cinco meses, cuando retiraron el cuadro para limpiarlo. El examen infrarrojo reveló claramente el otro perfil.
Georg me alcanzó otras dos fotografías, dos ampliaciones de la cabeza donde el contraste de los dos caracteres era aún más evidente.
—Observa el sombreado. Los retoques fueron pintados con la mano derecha, y ya sabemos que da Vinci era zurdo.
—Bueno… —Me encogí de hombros—. Parece raro. Si lo que dices es cierto, ¿por qué diablos modificaron un detalle tan pequeño? La concepción misma del personaje es distinta…
—Una pregunta interesante —dijo Georg ambiguamente—. A propósito, la figura es Ahasuerus, el Judío Errante. —Señaló los pies del hombre—. En la representación convencional lleva siempre las sandalias de cintas cruzadas de los esenios, secta a la que perteneció quizá el mismo Jesús.
Tomé de nuevo las fotografías.
—El Judío Errante —repetí lentamente—. Curioso. El hombre que le dijo a Cristo que fuera más de prisa, y que fue condenado a vagar por la tierra hasta la Segunda Venida. Se diría que quien retocó el cuadro era un apologista de Ahasuerus y puso esta expresión de trágica piedad sobre el Leonardo original. He aquí una idea para ti, Georg. Muchos cortesanos y mercaderes ricos se reunían en los estudios de los pintores, y a veces eran incorporados informalmente a una tela… Ahasuerus, quién sabe, vagaba también por allí, posando para su propio personaje, movido por una suerte de culpable compulsión, y después robaba los cuadros y los retocaba. Es toda una teoría.
Miré de reojo a Georg, esperando su réplica. Georg asentía con lentos movimientos de cabeza, mirándome a los ojos, sin ninguna muestra de humor.
—¡Georg! —exclamé—. ¿En serio? Quieres decir…
Georg me interrumpió suavemente, pero con firmeza.
—Charles, concédeme unos minutos. Ya te advertí que mi teoría era fantástica. —Antes que yo pudiera protestar me alcanzó otra fotografía—. La Crucifixión del Veronés. ¿Reconoces a alguien? Ahí abajo, a la izquierda.
Alcé la fotografía a la luz.
—Tienes razón —dije—. El tratamiento veneciano es distinto, mucho más pagano, pero no hay ninguna duda. Georg, el parecido es extraordinario.
—De acuerdo. Pero no es sólo el parecido. Observa la pose y la caracterización.
Vestida aquí también de negro, con sandalias de cintas cruzadas, la figura de Ahasuerus asomaba en la muchedumbre. Pero lo más insólito no era tanto la actitud de Ahasuerus, que como en el Leonardo retocado miraba con profunda compasión a Cristo agonizante —interpretación realmente incomprensible—, sino el asombroso parecido entre los dos rostros. Parecía casi como si hubiesen sido pintados con el mismo modelo. La barba era aquí tal vez un poco más tupida, al estilo de Venecia, pero los planos de la cara, las sienes convexas, la hermosa rusticidad de la boca y la mandíbula, la resignada sabiduría de los ojos —ojos de médico trashumante, testigo de un acto de belleza e intensidad bárbaras—, todo era una réplica exacta de la figura del Leonardo. Hice un ademán de impotencia.
—La coincidencia es asombrosa.
Georg asintió.
—Hay algo más —dijo—. Como en el caso del Leonardo, la desaparición ocurrió poco después de que los expertos limpiaran la tela. Cuando reapareció en Florencia, dos años más tarde, estaba ligeramente dañada, y no se intentó restaurarla otra vez. —Georg hizo una pausa—. ¿Entiendes, Charles?
—No mucho. Sospechas, creo, que si hoy se limpiara el cuadro aparecería una versión muy diferente de Ahasuerus, la imagen original del Veronés.
—Exactamente. Al fin y al cabo, el tratamiento actual no tiene sentido. Si no estás convencido aún, mira estas otras.
Nos pusimos de pie y revisamos el resto de las fotografías. En todos los cuadros —el Poussin, el Holbein, el Goya y el Rubens— aparecía la misma figura, el mismo rostro oscuro y saturnino miraba la cruz con una expresión de comprensiva piedad. En vista de los estilos tan diferentes de los artistas, el grado de similitud era notable. En todos, asimismo, la actitud del personaje carecía de sentido, y la caracterización no tenía ninguna relación con la leyenda de Ahasuerus.
Yo sentía ya la intensidad de la convicción de Georg como algo físico. Georg golpeó rítmicamente el escritorio con la palma de la mano.
—En todos los casos, Charles, el robo ocurrió poco después que limpiaran la tela. El Holbein mismo fue robado por algún renegado de las S. S. luego de haber sido reparado en un campo de concentración. Como tú mismo dijiste, parecería que el ladrón no quisiera que el mundo viese la verdadera imagen de Ahasuerus, y pintara deliberadamente estas apologías.
—Pero, Georg, la presunción es bastante arriesgada. ¿Puedes probar que en todas estas pinturas hay una versión original debajo?
—No todavía. Las galerías, por supuesto, se resisten a confesar que sus obras no son totalmente auténticas. Sé que todo esto es una mera hipótesis, ¿pero qué otra explicación puede haber?
Sacudiendo la cabeza, fui hacia la ventana y dejé que el ruido y el movimiento de Bond Street interrumpieran las temerarias especulaciones de Georg.
—Entonces tú sugieres seriamente, Georg, que la oscura figura de Ahasuerus se pasea por ahí, por esas calles, y que a lo largo de los siglos ha estado robando y retocando cuadros donde aparece menospreciando a Jesús. ¡La idea es ridícula!
—No más ridícula que el robo del Leonardo. Todos sostienen que el ladrón no está sujeto a las leyes del universo físico.
Durante un rato nos miramos en silencio por encima del escritorio.
—Muy bien —asentí, pues no quería ofenderlo. La intensidad de su idee fixe me había alarmado—. ¿Pero no convendría quedarse tranquilo y esperar a que el Leonardo reaparezca?
—No necesariamente. La mayoría de las pinturas robadas desapareció durante diez o veinte años. Quizá el esfuerzo de trasponer los límites del espacio y el tiempo lo deja exhausto, o quizá estas pinturas originales lo aterrorizan… —Georg se interrumpió cuando vio que me adelantaba hacia él—. Sí, la idea es fantástica, pero hay alguna probabilidad de que sea cierta. Y es aquí, Charles, donde necesito tu ayuda. Este hombre ha de ser evidentemente un gran patrón de las artes, siempre detrás de quienes pintan crucifixiones, arrastrado por una irresistible compulsión, por un sentimiento de culpa que nada puede mitigar. Tenemos que vigilar las galerías y los salones de ventas. Esta cara, estos ojos negros y este perfil… tarde o temprano los encontraremos ante alguna Crucifixión o alguna Pietá. Piensa un poco, ¿no viste nunca esa cara?
Me incliné sobre la carpeta, y observé la imagen de aquel hombre errante de ojos negros. Ve más rápido, había dicho con sorna cuando Jesús pasó cargado con la cruz hacia el Gólgota, y Jesús había replicado: Sí, pero tú esperarás hasta que yo vuelva. Yo iba a decirle que no a Georg cuando algo me detuvo, alguna pausa refleja de reconocimiento que se me había abierto en la mente. Aquel hermoso perfil levantino, aquella figura… en un salón de ventas, acompañado por un agente… con otra indumentaria por supuesto, elegante traje de calle de rayas oscuras, bastón de empuñadura de oro, y polainas…
—¿Lo has visto? —Georg se me acercó—. Charles, creo que yo también lo he visto.
Lo aparté con un ademán.
—No estoy seguro, Georg, pero… quizás.
Curiosamente, el retrato retocado de Ahasuerus parecía más real, más semejante al rostro que yo estaba seguro de haber visto que el original de Leonardo. De pronto me volví hacia Georg.
—Diablos, Georg, ¿no entiendes que si esta absurda idea tuya fuera verdad ese hombre debe de haber hablado con Leonardo? ¿Y con Miguel Ángel, y el Tiziano y Rembrandt?
Georg asintió con un movimiento de cabeza.
—Y con alguien más.
Durante el mes siguiente, luego de que Georg regresara a París, no estuve mucho tiempo en mis oficinas. Me pasaba las horas en los salones de ventas, buscando ese rostro familiar que yo estaba seguro de haber visto antes. Si no hubiese sido por esa firme convicción habría rechazado la hipótesis de Georg como una fantasía obsesiva. Hice algunas investigaciones entre mis asistentes, y descubrí, inquieto, que recordaban también a un personaje semejante. A partir de entonces me fue imposible apartar de mi mente las fantasías de Georg. Del Leonardo desaparecido no hubo más noticias, y la completa ausencia de rastros terminó por desorientar a la policía tanto como al mundo artístico.
Sentí, pues, un nuevo alivio, y excitación también, cuando cinco semanas más tarde recibí el siguiente telegrama:
CHARLES. VEN INMEDIATAMENTE. LO HE VISTO. GEORG DE STAEL.
Esta vez, mientras el taxi me conducía del aeropuerto de Orly a la Madeleine, no fue ociosa distracción lo que me llevó a observar los jardines de las Tullerías, donde podía aparecer un hombre de elevada estatura, sombrero negro echado sobre los ojos, y una tela enrollada bajo el brazo. ¿Georg de Stael se habría vuelto loco al fin, o habría visto realmente al fantasma de Ahasuerus?
Cuando nos encontramos en las puertas de Normande et Cie, Georg me estrechó la mano con la misma firmeza de siempre, el rostro sereno y confiado. Ya en la oficina, se reclinó en el sillón y me miró enigmáticamente por encima de las puntas de los dedos, tan seguro de sí mismo en realidad que podía guardar silencio un rato.
—Está aquí, Charles —dijo al fin—. En París, parando en el Ritz. Ha estado asistiendo a las subastas de los maestros del siglo XIX y del XX. Con un poco de suerte lo verás esta tarde.
Durante un momento sentí que la incredulidad me dominaba otra vez, pero antes que yo pudiera balbucear mis objeciones, Georg me dijo:
—Es exactamente como esperábamos, Charles. Alto, corpulento, con cierta gracia estatuaria, ese tipo de hombre que se mueve con naturalidad entre los ricos y los nobles. Leonardo y Holbein lo representaron muy bien: una rara intensidad fantasmal en los ojos, el viento de los desiertos, las hondonadas profundas.
—¿Cuándo lo viste por primera vez?
—Ayer por la tarde. Casi habíamos completado las ventas del siglo XIX, cuando apareció un pequeño Van Gogh, una copia inferior de El buen Samaritano. Un cuadro de los últimos días de la locura del artista, con espirales turbulentas y figuras como bestias atormentadas. Por alguna razón el rostro del Samaritano me recordó el de Ahasuerus. En ese mismo momento levanté la vista y miré el salón atestado. —Georg se inclinó hacia adelante—. Sí, allí estaba, sentado en primera fila, mirándome fijamente a la cara. Yo apenas podía sacarle los ojos de encima. Tan pronto como comenzó la subasta, el hombre ofreció dos mil francos.
—¿Se llevó la pintura?
—No. Por fortuna, conseguí dominarme y no perdí la cabeza. Claro, tenía que estar seguro de que era él. Hasta entonces había aparecido sólo como Ahasuerus, pero pocos artistas pintan hoy crucifixiones en el viejo estilo bel canto, y quizá él ha tratado de equilibrar la culpa apareciendo también en otros papeles, el de Samaritano, por ejemplo. Lo dejaron solo cuando llegó a los quince mil francos —el valor de reserva era de diez mil—, así que hice retirar la tela. Yo estaba seguro de que volvería hoy si era en realidad Ahasuerus, y además necesitaba veinticuatro horas para llamarte y avisar a la policía. Dos hombres de Carnot vendrán también esta tarde. Les conté una historia muy vaga y no molestarán. Por supuesto, hubo un escándalo cuando retiramos el Van Gogh. Nuestro amigo moreno se incorporó de un salto y pidió una aclaración. Le dije que yo sospechaba de la autenticidad de la pintura, y que estaba protegiendo la reputación de la galería, pero que si el resultado del análisis era satisfactorio se pondría hoy a la venta.
—Fuiste muy hábil —comenté.
Georg inclinó la cabeza.
—Lo mismo pienso. Era una buena trampa. El hombre se lanzó a una apasionada defensa del cuadro. En circunstancias normales, cualquiera que tuviese como él una evidente experiencia en subastas, hubiera callado, prudentemente. Me dio toda clase de detalles sobre los pigmentos de tercera clase de Van Gogh, el revés de la tela y otras cosas. El revés de la tela, fíjate, algo que puede recordar muy bien un modelo. Le dije que yo no estaba del todo convencido, y prometió volver hoy. Dejó su dirección por si aparecía alguna dificultad. —Georg sacó una tarjeta del bolsillo y leyó en voz alta—: Conde Enrique Danilewicz, Villa d’Est, Cadaqués, Costa Brava.
Sobre la tarjeta se leía Ritz Hotel, París.
—Cadaqués —repetí—. Dalí vive cerca, en Port Lligat. Otra coincidencia.
—Quizá más que una coincidencia. ¿Sabes qué pinta ahora el maestro catalán? Exactamente una crucifixión. Nuestro amigo Ahasuerus está rondando otra vez.
Georg sacó una libreta encuadernada en cuero del cajón central del escritorio.
—Escucha ahora. He estado estudiando la identidad de los modelos de Ahasuerus, casi siempre mercaderes ricos. El de Leonardo es un misterio. Tenía una casa de puertas abiertas, y los pordioseros y las cabras se le paseaban por el estudio a voluntad. Cualquiera pudo haber entrado ahí y posado para Ahasuerus. Pero los demás modelos se seleccionaron cuidadosamente. El de Holbein fue Sir Henry Daniels, un famoso banquero, amigo de Enrique VIII. Para el Veronés posó un miembro del Consejo de los Diez, nada menos que Enri Danieli, el futuro Dux…, tú y yo estuvimos en un hotel de ese nombre en Venecia. Para Rubens posó el barón Henrik Nielson, embajador de Dinamarca en Ámsterdam, y el modelo de Goya fue un tal Enrico Da Nella, financiero y protector del Prado. El modelo de Poussin fue Henri, duque de Nille, el famoso diletante.
Georg cerró la libreta con un ostentoso floreo.
—Es realmente asombroso —dije.
—No exageras. Danilewicz, Daniels, Danieli, Da Nella, de Nille y Nielson. Alias Ahasuerus. ¿Sabes, Charles?, estoy un poco asustado, pero se me ocurre que el Leonardo perdido está a nuestro alcance.
Nada pues pudo decepcionarnos más esa tarde que la ausencia de nuestra presa.
Afortunadamente, y por haber sido transferido a las ventas de ese día, el Van Gogh tenía un número de lote bastante alto, después de tres docenas de pinturas del siglo XX. Cuando empezaron las ofertas por los cuadros de Kandinsky y Léger me senté en la plataforma detrás de Georg, de cara a la elegante concurrencia. En aquella asamblea internacional de connoisseurs americanos, magnates de la prensa inglesa, aristócratas italianos y franceses —coloreada por un generoso centelleo de damas de la vida galante—, una figura como la descrita por Georg hubiese podido pasar inadvertida. Sin embargo, a medida que avanzábamos por el catálogo, y los fogonazos de los fotógrafos se hacían más y más molestos, empecé a preguntarme si el hombre aparecería realmente. En la primera fila había un asiento vacío, reservado para él, y yo esperaba con impaciencia que este fugitivo del tiempo y del espacio se materializara e hiciera su magnífica aparición tan pronto como anunciasen el Van Gogh.
Llegó el momento y nadie reclamó ni el asiento ni el cuadro. El Van Gogh, retirado el día anterior por las dudas de Georg, no alcanzó el valor de reserva, y al completarse las últimas ventas Georg y yo nos quedamos solos en la plataforma, con nuestro anzuelo intacto.
—Ha olido gato encerrado —me susurró Georg cuando un empleado confirmó que el conde Danilewicz no se encontraba en ninguno de los salones.
Minutos después una llamada telefónica al Ritz nos informaba que el conde había dejado sus habitaciones y había partido hacia el Sur.
—Un experto en eludir trampas, indudablemente —comenté—. ¿Qué hacemos ahora?
—Cadaqués.
—¡Georg! ¿Estás loco?
—De ningún modo. Es sólo una posibilidad, pero hay que aprovecharla. El inspector Carnot nos conseguirá un aeroplano. Tendré que inventarle alguna historia. Vamos, Charles, verás que encontramos el Leonardo en su villa.
Llegamos a Barcelona, con el inspector Carnot detrás, y el superintendente Jurgens de la Interpol, que facilitó nuestro paso por la aduana, y tres horas después salíamos con una patrulla de coches policiales hacia Cadaqués. El veloz viaje a lo largo de esa costa fantástica, de rocas monstruosas como gigantescos y dormidos reptiles, y una luz de cristal sobre el mar embalsamado, que recordaba las playas intemporales de Dalí, fue adecuado preludio al capítulo final. Alrededor de nosotros el aire sangraba diamantes que centelleaban en las inmensas agujas de piedra, y los altos acantilados lunares se transformaban de pronto en plácidas bahías de agua luminosa.
La Villa d’Est se alzaba en un promontorio, a trescientos metros sobre la ciudad, y las altas paredes y las persianas de las ventanas moriscas brillaban a la luz del sol como cuarzo blanco. Las puertas grandes y negras, como las de una cripta, estaban cerradas, y aunque tocamos continuamente la campanilla nadie vino a atendernos. Mientras tanto, sobrevino una prolongada disputa entre la indecisa policía española, que no quería ofender a un importante dignatario local —el conde Danilewicz había otorgado una docena de becas a promisorios artistas de la región— y deseaba a la vez participar en el descubrimiento del Leonardo perdido.
Al fin, Georg y yo nos impacientamos y decidimos alquilar un automóvil e ir a Port Lligat, después de prometerle al inspector que regresaríamos a tiempo. El avión comercial de París aterrizaría en Barcelona dos horas más tarde, trayendo presumiblemente al conde Danilewicz en persona.
—Aunque quizás —susurró Georg mientras nos alejábamos— él viaje por otros medios.
No llegamos a decidir con qué excusa invadiríamos los dominios privados del conocido pintor español, aunque la posibilidad de dos exposiciones individuales simultáneas —en Northeby y en las Galeries Normande— hubieran podido apaciguarlo. Cuando nos acercábamos a la ya familiar hilera de casas blancas a orillas del agua, una enorme limusina vino hacia nosotros, trayendo de vuelta, pensamos, a un huésped reciente.
La carretera era en ese lugar algo más angosta, y durante un momento las pesadas carrocerías se sumergieron juntas en el polvo como dos quejosos mastodontes.
De pronto Georg me apretó el codo, señalando la ventanilla.
—¡Charles! ¡Ahí está!
Bajé en seguida la ventanilla mientras los dos conductores se maldecían mutuamente, y alcancé a ver el oscuro interior del otro coche. Sentada en el asiento trasero, con una cabeza que parecía alzarse por encima del ruido, había una enorme figura que me recordó a Rasputín, de traje negro espigado a rayas; los puños de la camisa blanca y el dorado alfiler de corbata brillaban en la sombra, y las manos enguantadas descansaban en un bastón de puño de marfil. Alcancé a vislumbrar, mientras pasábamos, la imponente cabeza saturnina, de vivas facciones, que repetían y corroboraban exactamente aquellas que habíamos visto reproducidas por tantas manos en tantas telas: los ojos relucían con un fulgor intenso, las cejas pobladas y oscuras se abrían como alas bajo la bóveda de la frente, y la curva cerrada de la barba prolongaba la forma de la mandíbula adelantándose en el aire como una espada.
Aunque elegantemente vestida, toda la figura irradiaba una energía tremenda e inagotable, un poderoso carisma que parecía extenderse más allá de los confines del automóvil. Nuestras miradas se cruzaron un instante, separados uno de otro por una distancia no mayor de un metro. Pero él, sin embargo, miraba más allá de mí, un punto remoto, la cima invisible de una colina recortada para siempre contra el cielo, y yo vi en esos ojos una expresión de remordimiento irredimible, una desesperación casi alucinatoria, desprovista de toda piedad hacia sí mismo, de esa concebible extenuación que uno imagina en los rostros de los condenados.
—¡Que no se vaya! —Georg gritó en ese momento en medio del ruido—. ¡Charles, llámalo!
Nuestro coche se apoyó un instante en la falda de la montaña, ya fuera del camino, y yo grité entre los gases del motor:
—¡Ahasuerus! ¡Ahasuerus!
Los ojos relucientes se volvieron hacia mí, y el hombre se incorporó en el asiento apoyando un brazo negro en el marco de la ventanilla, como un enorme ángel lisiado a punto de echarse a volar. Luego los dos coches se apartaron, y un torbellino de polvo que nos separó de la limusina flotó a nuestro alrededor durante diez minutos, en el aire plácido.
Cuando el polvo se aquietó al fin y conseguimos dar la vuelta, la gran limusina había desaparecido.
Encontraron el Leonardo en la Villa d’Est, apoyado en una pared del salón comedor, con un marco metálico. Todos se sorprendieron mucho al descubrir que la casa estaba completamente vacía, aunque dos servidores que habían tenido el día libre aseguraron que aquella mañana había estado tan lujosamente amueblada como siempre. Indudablemente, como había señalado Georg de Stael, el desaparecido inquilino tenía sus medios de transporte propios.
El cuadro no había sufrido daños, aunque se advertía en seguida que una mano hábil había estado trabajando en una parte de la tela. El rostro de la figura vestida de negro alzaba otra vez los ojos hacia la cruz, con una débil luz de esperanza, quizás aun de redención, en las melancólicas facciones. Las pinceladas ya se habían secado, pero Georg me informó que la fina capa de barniz estaba todavía fresca.
En nuestro festivo y triunfante regreso a París, Georg y yo recomendamos que dadas las vicisitudes que había sufrido el cuadro, no se intentaran más limpiezas ni restauraciones, y con un agradecido suspiro el director y los demás empleados del Louvre aseguraron el Leonardo al muro.
No hubo más noticias del conde Danilewicz, pero hace unos días Georg me dijo que un profesor llamado Henrico Daniella ha sido designado director del Museo de Arte Pan-Cristiano, en Santiago de Chile. Georg ha intentado en vano comunicarse con el profesor Daniella, pero ha sabido que el museo tiene especial interés en reunir una vasta colección de pinturas de la Cruz.