Jack London: El mexicano

Jack London - El mexicano

«El mexicano» (The Mexican), cuento de Jack London, publicado el 19 de agosto de 1911 en The Saturday Evening Post, narra la llegada de Felipe Rivera a una célula revolucionaria que lucha contra la dictadura de Porfirio Díaz en México. En un principio, Rivera, un joven enigmático, reservado y de mirada implacable, genera desconfianza entre los veteranos, quienes lo relegan a las tareas más humildes y degradantes. Sin embargo, su inquebrantable dedicación a la causa pronto queda en evidencia. Rivera, marcado por un pasado misterioso, parece dispuesto a cualquier sacrificio para contribuir al sueño revolucionario.

Jack London - El mexicano

El mexicano

Jack London
(Cuento completo)

I

NADIE CONOCÍA SU HISTORIA, y mucho menos los de la Junta. Era su «pequeño misterio», su «gran patriota» y a su manera trabajaba tanto por la futura Revolución Mexicana como cualquiera de ellos. Eso tardaron en reconocerlo porque ningún miembro de la Junta lo apreciaba. El día que entró por primera vez en sus atestadas y ajetreadas dependencias, todos sospecharon que era un espía, uno de los instrumentos sobornados por el servicio secreto de Díaz. Demasiados de sus camaradas se encontraban en las prisiones civiles y militares dispersas por Estados Unidos, y otros, encadenados, eran obligados a cruzar la frontera y llevados al paredón, donde los fusilaban.

La primera impresión que les dio el chico no fue favorable. Era joven, no tenía más de dieciocho años y no estaba muy crecido para su edad. Dijo que se llamaba Felipe Rivera y que deseaba trabajar a favor de la Revolución. Eso fue todo: ni una palabra innecesaria, ni más explicaciones. Se quedó de pie, esperando. Sus labios no sonreían ni había cordialidad en su mirada. Paulino Vera, grande e imponente, se estremeció por dentro. Presentía algo amenazador, terrible, inescrutable. En los ojos negros del chico había algo ponzoñoso, serpentino. Ardían con un fuego frío, con una amargura ingente y concentrada. Los desvió rápidamente de los rostros de los conspiradores a la máquina de escribir que la diminuta señora Sethby aporreaba afanosamente. Sus ojos se detuvieron sobre ella un instante —el mismo en que ella levantó la mirada— y la mujer también sintió ese algo indescriptible que la hizo detenerse. Tuvo que volver a leer lo escrito para recuperar el ritmo de la carta que estaba redactando.

Paulino Vera interrogó con la mirada a Arellano y Ramos, quienes lo observaron con la misma duda, para luego mirarse entre ellos. La indecisión los dominó. Ese chico delgado era lo desconocido y representaba toda la amenaza de lo desconocido. Resultaba irreconocible y estaba fuera del alcance de los revolucionarios corrientes y honrados, cuyo feroz odio hacia Díaz y su tiranía solo era el de los patriotas corrientes y honrados. Aquí había algo más, aunque no sabían de qué se trataba. Pero Vera, siempre el más impulsivo, el más rápido en actuar, llenó el vacío.

—Muy bien —dijo con frialdad—. Dices que quieres trabajar por la Revolución. Quítate el abrigo. Cuélgalo ahí. Ven conmigo, te enseñaré dónde están los cubos y los paños. El suelo está sucio. Empezarás por fregarlo y también fregarás los suelos de las otras habitaciones. Hay que limpiar las escupideras. Y luego, las ventanas.

—¿Por la Revolución? —preguntó el chico.

—Por la Revolución —contestó Vera.

Rivera les dedicó una mirada de fría sospecha y luego empezó a quitarse el abrigo.

—Muy bien —dijo.

Y nada más. Día tras día se ocupó de su trabajo: barrer, cepillar, limpiar. Vaciaba las cenizas de las estufas, subía el carbón y la leña menuda y encendía la lumbre antes de que el más trabajador de ellos ocupase su escritorio.

—¿Puedo dormir aquí? —preguntó en una ocasión.

¡Ajá! Así que era eso, ¡la mano de Díaz afloraba! Dormir en las habitaciones de la Junta implicaba tener acceso a sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de los camaradas en suelo mexicano. La petición fue denegada y Rivera no volvió a hablar del asunto. No sabían dónde dormía, ni tampoco dónde o cómo comía. Una vez Arellano le ofreció un par de dólares. Rivera rehusó el dinero con un gesto de cabeza. Cuando Vera intentó que lo aceptara, le dijo:

—Trabajo por la Revolución.

Para hacer una revolución moderna hace falta dinero y la Junta siempre iba mal de fondos. Sus miembros pasaban hambre, trabajaban arduamente y, por muy largas que fuesen las jornadas, nunca les parecía bastante; y aun así, a veces parecía que la Revolución iba a depender de unos pocos dólares. En una ocasión, cuando debían dos meses de alquiler y el casero amenazaba con echarlos, fue Felipe Rivera, el chico que fregaba y que vestía ropas baratas, de pobre, gastadas y deshilachadas, quien puso sesenta dólares en oro sobre el escritorio de May Sethby. Esa fue la primera vez, pero hubo otras. Trescientas cartas, tecleadas en las siempre ajetreadas máquinas de escribir (peticiones de ayuda, de aprobación de los sindicatos, solicitudes de un trato más justo a los directores de los periódicos, protestas por el trato despótico que los revolucionarios recibían de los tribunales estadounidenses), permanecían sin enviar, a la espera de ser selladas. El reloj de Vera había desaparecido; era un anticuado reloj de repetición de oro que había pertenecido a su padre. Tampoco May Sethby llevaba ya su alianza de oro en el dedo anular. La situación era desesperada. Ramos y Arellano se tiraban del bigote agobiados. Había que enviar las cartas y Correos no vendía sellos a crédito. Entonces Rivera se puso el sombrero y salió. Cuando regresó, depositó mil sellos de dos centavos sobre la mesa de May Sethby.

—Me pregunto si será el maldito oro de Díaz —dijo Vera a sus camaradas.

Alzaron las cejas, pero no se decidieron. Y Felipe Rivera, el criado de la Revolución, continuó, según se presentaban las ocasiones, aportando oro y plata para uso de la Junta.

Ellos seguían sin apreciarlo. No lo conocían. No era como ellos. No intercambiaba confidencias. Rechazaba cualquier tipo de pregunta. Por muy joven que fuese, nunca se atrevían a interrogarlo.

—Tal vez sea un alma solitaria y buena, no lo sé. No lo sé —dijo Arellano, impotente.

—No es humano —afirmó Ramos.

—Le han abrasado el alma —comentó May Sethby—. Lo han despojado a fuego de la risa y la luminosidad. Es como un muerto y a la vez está tremendamente vivo.

—Ha vivido un infierno —opinó Vera—. Nadie que no haya vivido un infierno puede ser como él. Y eso que no es más que un crío.

Pero seguían sin poder apreciarlo. Nunca hablaba, no preguntaba, no sugería. Permanecía en pie, escuchando, inexpresivo, como muerto, excepto por los ojos, que ardían con frialdad, mientras los demás hablaban de la Revolución exaltados y vehementes. Sus ojos pasaban de rostro en rostro, de un interlocutor a otro, taladrándolos como barrenas de hielo incandescente, desconcertantes y perturbadores.

—No es un espía —le confesó Vera a May Sethby—. Es un patriota, créeme, el mayor patriota de todos. Lo sé, lo siento aquí, lo siento en el corazón y en la cabeza. Aunque no lo conozco en absoluto.

—Tiene mal carácter —dijo May Sethby.

—Lo sé —contestó Vera, estremecido—. Me ha mirado con esos ojos que tiene. No aman, amenazan; son salvajes como los de un tigre. Si yo fuese infiel a la causa, sé que me mataría. No tiene corazón. Es implacable como el acero, penetrante y frío como la helada. Es como la luz de la luna en una noche de invierno durante la que un hombre muere congelado en la cima de una montaña solitaria. No temo a Díaz y a todos sus asesinos, pero este chico sí me da miedo. Te lo digo de verdad: me da miedo. Es el aliento de la muerte.

Sin embargo, fue Vera quien persuadió a los otros para que confiaran por primera vez en Rivera. La línea de comunicación entre Los Ángeles y Baja California estaba rota. Tres de los comandantes habían cavado sus propias tumbas antes de recibir un disparo y caer en su interior. Otros dos estaban en Los Ángeles, prisioneros de Estados Unidos. Juan Alvarado, el comandante federal, era un monstruo. Frustraba todos sus planes. Ya no podían ponerse en contacto con los revolucionarios activos, ni con los que esperaban para entrar en acción, que se encontraban en Baja California.

Dieron instrucciones al joven Rivera y lo enviaron al sur. Cuando regresó, la comunicación había sido restablecida y Juan Alvarado estaba muerto. Lo habían encontrado en la cama con un cuchillo clavado en el pecho. Eso excedía las instrucciones de Rivera, pero los de la Junta sabían por dónde se había movido y en qué momento. No le preguntaron. Él no dijo nada. Sin embargo, se miraron e hicieron conjeturas.

—Os lo dije —opinó Vera—. Díaz tiene más que temer de este joven que de cualquier hombre. Es implacable. Es la mano de Dios.

Su mal humor, comentado por May Sethby y presentido por todos, quedó demostrado con pruebas físicas. De vez en cuando aparecía con un labio partido, una mejilla amoratada o una oreja hinchada. Estaba claro que se peleaba en algún lugar de ese mundo exterior en el que comía, dormía, ganaba dinero y hacía cosas que ellos desconocían. Con el paso del tiempo, se ocupó de componer tipográficamente el pequeño periódico revolucionario que publicaban cada semana. Había ocasiones en las que era incapaz de hacerlo porque tenía los nudillos magullados y aporreados, porque tenía los dedos heridos e inservibles, porque tenía un brazo o el otro inmóvil y el rostro transmitía un dolor mudo.

—Un gandul —dijo Arellano.

—Que frecuenta lugares despreciables —dijo Ramos.

—Pero ¿de dónde saca el dinero? —preguntó Vera—. Hoy mismo, ahora mismo acabo de saber que ha pagado la factura del papel: ciento cuarenta dólares.

—Y sus ausencias —dijo May Sethby—. Nunca da explicaciones.

—Deberíamos ponerle un espía —propuso Ramos.

—Yo no tengo ningún interés en ir tras él para espiarlo —dijo Vera—. Temo que no volveríais a verme, excepto para enterrarme. Su ira es terrorífica. Él nunca permitiría que nadie, ni siquiera Dios, se interpusiese entre él y su forma de expresar esa ira.

—Yo, ante él, me siento como un niño —confesó Ramos.

—Para mí, es poder, es lo primitivo, el lobo salvaje, la serpiente que muerde, el ciempiés que pica —dijo Arellano.

—Es la Revolución encarnada —dijo Vera—. Es su llama y su espíritu, el grito insaciable de venganza que no grita, sino que mata en silencio. Es el ángel destructor que avanza entre el silencio de la vigilia nocturna.

A nosotros nos tolera porque somos el medio para lograr su deseo. Está solo… es un solitario.

Un sollozo entrecortó su voz y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo lloraría por él —dijo May Sethby—. No conoce a nadie. Odia a todo el mundo.

Lo que hacía Rivera y los horarios que seguía resultaban verdaderamente misteriosos. Había períodos en los que estaban una semana entera sin verlo. En una ocasión desapareció durante un mes. Esos ciclos siempre terminaban con su regreso, cuando, sin previo aviso y sin una sola palabra, depositaba monedas de oro sobre la mesa de May Sethby. Entonces volvía a pasar días y semanas con la Junta. Pero de nuevo, y en períodos irregulares, se esfumaba durante la mayor parte del día, desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde. En esas fases se presentaba allí muy temprano y muy tarde. Arellano se lo había encontrado a media noche, componiendo la tipografía con los nudillos recién hinchados o con el labio recién partido, sangrando aún.

II

EL MOMENTO CRÍTICO se acercaba. Que la Revolución saliera adelante o no dependía de la Junta y la Junta lo tenía difícil. La necesidad de dinero era mayor que nunca, pero el dinero resultaba más difícil de conseguir. Los patriotas habían dado hasta su última moneda y no tenían más que dar. Las cuadrillas de obreros —peones que habían huido de México— aportaban la mitad de sus escasos salarios. Pero necesitaban mucho más. El trabajo arduo y agotador de la conjura estaba a punto de dar sus frutos. Había llegado el momento. La Revolución pendía de un hilo. Un empujón más, un último esfuerzo heroico y llegaría la victoria. Sabían bien cómo era México y, una vez comenzada, la Revolución seguiría adelante por su cuenta. La maquinaria de Díaz se derrumbaría como un castillo de naipes. La frontera esperaba para alzarse. Un norteamericano del norte, con cien hombres de la IWW (Trabajadores Industriales del Mundo), aguardaban el aviso para cruzar la frontera y dar comienzo a la conquista de Baja California. Pero necesitaban armas. Y hasta el Atlántico —la Junta en contacto con todos ellos y todos ellos necesitados de armas— había simples aventureros, mercenarios, bandidos, sindicalistas norteamericanos descontentos, socialistas, anarquistas, matones, exiliados mexicanos, peones huidos de su cautiverio, mineros explotados de los calabozos de Coeur d’Alene y Colorado que deseaban luchar con afán de venganza: desechos del espíritu rebelde del complicado mundo moderno. Y la consigna eterna e incesante de todos ellos era armas y munición, munición y armas.

Con que esa masa heterogénea, arruinada y vengativa cruzase la frontera, la Revolución se pondría en marcha. La Aduana, los puertos de entrada del norte, serían capturados. Díaz no lograría resistir. No se atrevía a lanzar el peso de sus ejércitos contra ellos porque estaba obligado a defender el sur. Pero a pesar de eso, la llama se extendería por el sur. El pueblo se alzaría. Las defensas de una ciudad tras otra caerían. Los Estados se tambalearían hasta desplomarse. Y por fin, desde todas partes, los ejércitos victoriosos de la Revolución cercarían la ciudad de México, último bastión de Díaz.

Aunque faltaba dinero. Tenían hombres, impacientes e insistentes, para usar las armas. Conocían a los tratantes que les venderían y entregarían las armas. Pero difundir la Revolución hasta ese punto había agotado a la Junta. Habían gastado todo cuanto tenían y exprimido los recursos de todos los hambrientos patriotas, y la gran aventura continuaba pendiente de un hilo. ¡Armas y munición! Había que armar a los batallones de andrajosos. Pero ¿cómo? Ramos lamentaba la confiscación de sus propiedades. Arellano se dolía de haber sido tan manirroto en su juventud. May Sethby se preguntaba si las cosas habrían sido distintas en caso de que los de la Junta hubiesen economizado más en el pasado.

—¡Pensar que la libertad de México depende de unos miserables miles de dólares! —dijo Paulino Vera.

Estaban desesperados. José Amarillo, su última esperanza, converso reciente que prometió darles dinero, había sido detenido en su hacienda de Chihuahua y fusilado contra el muro de su propio establo. Acababan de recibir la noticia.

Rivera, que fregaba el suelo de rodillas, levantó la mirada con el cepillo en suspenso, mientras el agua sucia y jabonosa resbalaba por sus brazos.

—¿Bastarán cinco mil dólares? —preguntó.

Lo miraron asombrados. Vera asintió con la cabeza y tragó saliva. No podía hablar pero al instante se sintió invadido por una fe inmensa.

—Encarguen las armas —dijo Rivera y a continuación soltó la retahíla de palabras más larga que le habían oído jamás—. El tiempo apremia. En tres semanas traeré los cinco mil. Eso es bueno. Así el clima beneficiará a los que luchan. Además, no puedo hacer otra cosa.

Vera combatió su fe. Demasiadas esperanzas se habían visto truncadas desde que comenzara el juego de la Revolución. Él creía en ese andrajoso criado de la Revolución y, al mismo tiempo, no se atrevía a creer.

—Estás loco —dijo.

—Tres semanas —insistió Rivera—. Encarguen las armas.

Se levantó, se bajó las mangas de la camisa y se puso el abrigo.

—Encarguen las armas —dijo—. Me voy.

III

TRAS MUCHAS CARRERAS de un lado a otro, muchas llamadas telefónicas y muchas palabrotas, en la oficina de Kelly celebraron una reunión nocturna. Kelly estaba agobiado y tenía mala suerte. Había traído a Danny Ward desde Nueva York y organizado un combate contra Billy Carthey que se iba a celebrar al cabo de tres semanas. Pero ya hacía dos días que Carthey guardaba cama, malherido. Aunque habían logrado ocultar la noticia a los periodistas deportivos, no tenían a nadie que ocupase su lugar. Kelly había enviado telegramas a todos los posibles pesos ligeros del este, pero todos tenían otros compromisos y contratos firmados. Ahora recuperaba un poco las esperanzas.

—Tienes mucho valor —dijo Kelly a Rivera, tras echarle una ojeada, en cuanto se reunieron.

En los ojos de Rivera brilló un odio maligno, pero el rostro permaneció imperturbable.

—Puedo machacar a Ward —se limitó a decir.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto pelear?

Rivera negó con la cabeza.

—Acabará contigo con una sola mano y los ojos cerrados.

Rivera se encogió de hombros.

—¿No tienes nada que decir? —ladró el promotor del combate.

—Puedo machacarlo.

—¿Contra quién has peleado? —preguntó Michael Kelly. Michael era hermano del promotor y dirigía los billares Yellowstone, donde ganaba importantes sumas de dinero con las apuestas.

Rivera le dedicó una mirada penetrante y no contestó.

El secretario del promotor, un joven claramente deportista, se burló de forma audible.

—Bueno, ya conoces a Roberts —Kelly rompió el silencio hostil—. Debería estar aquí. Lo he avisado. Siéntate y espera, aunque por tu aspecto creo que no tienes ni la más mínima posibilidad. No puedo decepcionar al público con un mal combate. Las localidades junto al cuadrilátero se venden a quince dólares.

Cuando Roberts llegó, quedó claro que estaba ligeramente bebido. Era un individuo alto, delgado, tranquilo, que andaba arrastrando los pies y hablaba despacio, arrastrando también las palabras.

Kelly fue directo al grano.

—Mira, Roberts, has presumido de haber descubierto a este mexicanito. Sabes que Carthey se ha roto el brazo. Pues este cobarde tiene las agallas de aparecer hoy y decir que él ocupará el lugar de Carthey. ¿Qué opinas?

—Que está bien, Kelly —fue la lenta respuesta—. Sabe pelear.

—Supongo que ahora me dirás que puede machacar a Ward —ladró Kelly.

Robert meditó con calma.

—No, no lo diré. Ward es de primera, un campeón del cuadrilátero. Pero no puede moler a Rivera rápidamente. Conozco a Rivera. Es insensible. No he conseguido descubrir la forma de enfadarlo. Y es ambidiestro. Puede lanzar los puñetazos más peligrosos desde cualquier posición.

—Eso da igual. ¿Qué clase de espectáculo puede ofrecer? Llevas toda la vida preparando y entrenando boxeadores. Respeto tu opinión. ¿Puede lograr que el público se emocione?

—Eso sin duda y además preocupará a Ward de lo lindo. Tú no lo conoces. Yo sí. Yo lo descubrí. Es insensible, no se cabrea. Es un demonio. Un prodigio. Hará sentar a Ward con una demostración de talento local que hará poner en pie al resto. No diré que machacará a Ward, pero dará semejante espectáculo que todos sabréis que es la nueva promesa.

—De acuerdo —dijo Kelly y se dirigió a su secretario—: Llama a Ward por teléfono. Le dije que lo llamaría para que viniese si me parecía interesante. Está enfrente, en el Yellowstone, sacando pecho y haciéndose el simpático. —Kelly volvió a ocuparse del preparador—. ¿Una copa?

Roberts dio un sorbo a su bebida y se desahogó.

—Nunca te conté cómo descubrí al condenado. Hace un par de años se presentó en el local. Yo estaba preparando a Prayne para su pelea contra Delaney. Prayne es terrible. No sabe lo que es la compasión. Había golpeado a su colega de una forma inhumana y yo no encontraba ningún chaval dispuesto a trabajar con él. Me fijé en el mexicanito famélico. Yo estaba desesperado, así que lo agarré, le puse los guantes y lo metí en el ring. Era más duro que el cuero sin curtir, pero estaba débil. Y no tenía ni idea de lo que era boxear. Prayne lo hizo picadillo. Pero él aguantó durante dos asaltos repugnantes, hasta que se desmayó. De pura hambre, nada más. ¿Maltrecho? Era imposible reconocerlo. Le di medio dólar y una buena comida. Tenías que ver cómo engullía. Hacía dos días que no tomaba ni un solo bocado. Pensé que no lo vería más. Pero al día siguiente apareció, agarrotado y dolorido, dispuesto a ganarse otro medio dólar y otra buena comida. Con el paso del tiempo lo hizo mejor. Es un boxeador nato y duro como él solo. No tiene corazón. Es un bloque de hielo. Y, desde que lo conozco, no ha dicho más de diez palabras seguidas. Se limita a hacer su trabajo.

—Yo lo he visto —dijo el secretario—. Ha trabajado mucho para ti.

—Todos los grandes de su peso se han entrenado con él —respondió Roberts—. Y él ha aprendido de ellos. Incluso habría podido machacar a algunos. Pero lo hacía sin ganas. Creo que ni siquiera le gustaba. Actuaba de esa forma.

—En los últimos meses ha peleado en algunos clubes de barrio —dijo Kelly.

—Sí, pero no sé qué mosca le ha picado. De repente le entraron las ganas. Salió como un rayo y se llevó por delante a todos los pesos ligeros locales. Daba la impresión de que quería dinero, y ha ganado bastante, aunque no lo parezca por cómo va vestido. Es raro. Nadie sabe a qué se dedica. Nadie sabe cómo pasa el tiempo. Incluso cuando está entrenando, la mayoría de los días desaparece en cuanto termina el trabajo. A veces se esfuma durante varias semanas. Pero no escucha a nadie. El tipo que consiga el chollo de ser su mánager podrá ganar una fortuna, pero él ni se lo plantea. Ya verás cómo insiste hasta conseguir dinero en efectivo cuando negociéis las condiciones.

En ese momento llegó Danny Ward. Pero no venía solo, lo acompañaban su mánager y su entrenador. Entró despreocupado, como una ráfaga de cordialidad, buen carácter y triunfo. Repartió saludos, una broma, una contestación, una sonrisa o una carcajada entre los presentes. Siempre se portaba así, aunque no era del todo sincero. Pero era buen actor y había descubierto que la cordialidad constituía un activo muy valioso en el proceso de llevarse bien con el mundo. Aunque en el fondo era un hombre de negocios y un boxeador reflexivo y de sangre fría. El resto era una máscara. Quienes lo conocían o tenían tratos con él decían que cuando había que ir al grano actuaba en el acto. Siempre estaba presente en todas las reuniones de negocios y algunos opinaban que su mánager no era más que una tapadera con la única función de hacer de portavoz de Danny.

Rivera era muy distinto. Por sus venas corría sangre india, además de española, y se sentó en un rincón, en silencio, inmóvil: solo sus ojos negros pasaban de rostro en rostro y se fijaban en todo.

—Así que es este —dijo Danny, observando y evaluando al contrincante que le proponían—. ¿Qué tal, amigo?

Los ojos de Rivera ardieron, envenenados, pero no se dio por enterado. Los gringos no le gustaban, pero a ese gringo lo odió con una inmediatez que ni siquiera en él era normal.

—¡Hombre, no! —protestó Danny en tono de burla, dirigiéndose al promotor—. No pretenderás que pelee con un sordomudo. —Cuando las carcajadas remitieron, lo intentó otra vez—. Los Ángeles tiene que estar de capa caída si esto es lo mejor que podéis encontrar. ¿De qué guardería lo habéis sacado?

—Es un buen chaval, Danny, te lo digo yo —lo defendió Roberts—. No es tan fácil como parece.

—Y ya hemos vendido la mitad del aforo —alegó Kelly—. Tendrás que pelear con él, Danny. No tenemos a nadie más.

Danny le dedicó a Rivera otra mirada despreocupada y despreciativa, y suspiró.

—Supongo que tendré que tratarlo con cuidado. Espero que no desfallezca.

Roberts soltó un bufido.

—Ten cuidado, sí —advirtió el mánager de Danny—. No te arriesgues con un inútil que podría tener la suerte de dar en el clavo.

—Oh, tendré cuidado, sí, mucho cuidado. —Danny sonrió—. Lo machacaré al principio y luego lo mantendré por el bien de nuestro querido público. ¿Qué te parecen quince asaltos, Kelly, y después lo remato?

—Estaría bien —fue la respuesta—. Siempre y cuando parezca real.

—Pues hablemos de negocios. —Danny hizo una pausa y calculó—. Por supuesto, el sesenta y cinco por ciento de la entrada, igual que con Carthey. Pero lo repartiremos de otra forma. Me conformo con el ochenta —dijo y luego, a su mánager—. ¿Te parece bien?

El mánager asintió.

—Oye, tú, ¿lo has entendido? —preguntó Kelly a Rivera.

Rivera negó con la cabeza.

—Te lo explico —dijo Kelly—. La bolsa será el sesenta y cinco por ciento de la venta de entradas. Tú eres un inútil y un desconocido. Danny y tú os repartís la bolsa, el veinte por ciento para ti y el ochenta para Danny. Es lo justo, ¿no, Roberts?

—Muy justo, Rivera —convino Roberts—. Verás, aún no eres famoso.

—¿Cuánto es el sesenta y cinco por ciento de la entrada? —preguntó Rivera.

—Pues serán unos cinco mil, incluso puede que llegue a ocho mil —intervino Danny—. Algo por el estilo. Tu parte sumará unos mil o mil seiscientos dólares. No está mal por llevarse una paliza de un tipo tan famoso como yo. ¿Qué te parece?

Entonces Rivera los dejó atónitos.

—Todo para el ganador —dijo, muy decidido.

Se hizo un silencio absoluto.

—Sería como quitarle un caramelo a un niño —proclamó el mánager de Danny.

Danny negó con la cabeza.

—Llevo demasiado tiempo en esto —explicó—. No censuro al árbitro ni a ninguno de los presentes. No digo nada de los corredores de apuestas ni de las trampas que a veces se hacen. Lo que digo es que es mal negocio para un boxeador como yo. Yo voy a lo seguro. ¿Quién sabe? ¿Y si me rompo un brazo? ¿O alguien me droga? —Volvió a negar con la cabeza, muy solemne—. Gane o pierda, me llevo el ochenta por ciento. ¿Qué dices, mexicano?

Rivera dijo que no.

Danny estalló. Llegaba el momento de ir al grano.

—¡Condenado sudaca! Me dan ganas de arrancarte la cabeza de un puñetazo ahora mismo.

Roberts arrastró su cuerpo para interponerse y evitar una agresión.

—Todo para el ganador —repitió Rivera hoscamente.

—¿Por qué insistes de esa forma? —preguntó Danny.

—Puedo machacarte —fue la respuesta directa.

Danny hizo ademán de quitarse el abrigo. Pero, como su mánager sabía, no fue más que una representación. Danny no llegó a quitárselo y permitió que el grupo lo aplacara. Todos simpatizaban con él. Rivera estaba solo.

—Escucha, cretino —continuó discutiendo Kelly—. Tú no eres nadie. Sabemos a qué te has dedicado estos últimos meses: a pelear con boxeadores locales sin importancia. Pero Danny es pura clase. Su próximo combate después de este será por el título de campeón. Y a ti no te conoce nadie. Fuera de Los Ángeles nadie ha oído hablar de ti.

—Ya me conocerán después de este combate —respondió Rivera, encogiéndose di hombros.

—¿De verdad crees que puedes machacarme? —soltó Danny.

Rivera asintió.

—Por favor, sé razonable —rogó Kelly—. Piensa en la publicidad.

—Quiero el dinero —respondió Rivera.

—No podrás ganarme ni aunque lo intentes mil años —aseguró Danny.

—Entonces, ¿por qué te niegas? —contraatacó Rivera—. Si tan fácil es ganar ese dinero. ¿Por qué no lo intentas?

—Lo haré, ¡ya lo verás! —gritó Danny, repentinamente convencido—. Te mataré en el cuadrilátero, amigo, por tomarme el pelo de esta forma. Redacta el contrato, Kelly. Todo para el ganador. Y que salga en las páginas de deportes. Diles que será un ajuste de cuentas. Le voy a dar una lección a este caradura.

El secretario de Kelly había empezado a escribir cuando Danny lo interrumpió.

—¡Alto! —Se volvió hacia Rivera—. ¿Pesaje?

—Junto al cuadrilátero —fue la respuesta.

—Ni de broma, caradura. Si es todo para el ganador, nos pesamos a las diez de la mañana.

—¿Y todo para el ganador? —preguntó Rivera.

Danny asintió. Eso cambiaba las cosas. Subiría al ring recuperado y con toda su fuerza.

—Pesaje a las diez —dijo Rivera.

La pluma del secretario continuó garabateando.

—Recuperará más de dos kilos —se quejó Roberts a Rivera—. Le has dado demasiada ventaja. Le has regalado el combate. Danny estará fuerte como un toro. Eres un idiota. Te va a machacar. No tienes ni la más mínima posibilidad.

La respuesta de Rivera fue una mirada de odio deliberada. También despreciaba a ese gringo, que le parecía el gringo más blanco de todos.

IV

CUANDO RIVERA SUBIÓ al ring casi nadie le hizo caso. Lo recibieron con unos pocos aplausos desganados. El público no creía en él. Era el cordero que iba al matadero del gran Danny. Además, el público estaba decepcionado. Esperaba asistir a un combate encarnizado entre Danny Ward y Billy Carthey, pero tenía que conformarse con ese pobre principiante. Y había manifestado su disconformidad con el cambio apostando dos e incluso tres contra uno a favor de Danny. Y el corazón de una audiencia que apuesta está siempre donde está su dinero.

El mexicano se sentó en su esquina y esperó. Los minutos transcurrían muy despacio. Danny lo hacía esperar. Era un viejo truco que siempre funcionaba con los boxeadores jóvenes y novatos. Les asustaba permanecer allí sentados, enfrentándose a sus miedos y a un público cruel que no paraba de fumar. Pero en este caso, el truco no surtió efecto. Roberts tenía razón. Rivera no se enfadaba, era insensible. Él, cuya coordinación era más exquisita que la de ninguno de los presentes y sus nervios más flexibles y elásticos, no tenía nervios de ese tipo. El ambiente de derrota anunciada que dominaba su esquina no lo afectaba. Sus preparadores eran gringos y desconocidos. También lo eran sus asistentes, sucios despojos del mundo del boxeo, sin honor, sin eficiencia. Ellos también se mostraban fríos, convencidos de que su esquina era la del perdedor.

—Ten mucho cuidado —le advirtió Spider Hagerty. Spider era su entrenador—. Haz que dure tanto como puedas, esas son las instrucciones que me ha dado Kelly. Si no lo haces, los periódicos dirán que ha sido otra pelea falsa y en Los Ángeles echarán más pestes del boxeo.

Lo dicho no resultaba alentador. Pero Rivera no hizo caso. Despreciaba el boxeo. Era el juego odiado de los odiados gringos. Si había entrado en contacto con él, para soportar los golpes ajenos en los entrenamientos, fue solo porque se moría de hambre. El hecho de que estuviese maravillosamente formado para el boxeo no significaba nada para él. Lo odiaba. No luchó por dinero hasta que entró a formar parte de la Junta, y entonces le resultó fácil ganarlo. No era el primer hijo del hombre que tenía éxito en una profesión que le resultaba despreciable.

No analizaba la situación. Simplemente sabía que tenía que ganar el combate. El resultado no podía ser otro. Unas fuerzas tan profundas que ninguno de los que abarrotaban el local podía imaginar le templaban los nervios para que creyera en eso. Danny Ward luchaba por dinero y por las comodidades que facilita el dinero. Pero las cosas por las que luchaba Rivera estaban grabadas en su mente, eran imágenes violentas y espantosas que, con los ojos cerrados y sentado a solas en la esquina del cuadrilátero a la espera de su taimado contrincante, veía con tanta claridad como cuando las había vivido.

Veía la fábrica textil de paredes blancas, movida por energía hidráulica. Veía seis mil obreros famélicos y macilentos, y a los niños de siete y ocho años que realizaban turnos interminables por diez centavos al día. Veía los cadáveres andantes, las espantosas cabezas de los hombres que trabajaban en las salas de teñido. Recordaba que había oído a su padre decir que las salas de teñido eran hoyos para el suicidio, porque un año allí bastaba para morir. Veía el pequeño patio y a su madre cocinando y esforzándose con las tareas domésticas más rudimentarias, que no le impedían encontrar tiempo para acariciarlo y demostrarle su amor. Veía a su padre, grande, bigotudo y ancho de pecho, amable con todos, que amaba a todo el mundo y tenía tan buen corazón que aún le quedaba amor de sobra para la madre y el muchachito que jugaba en un rincón del patio. En aquellos tiempos no se llamaba Felipe Rivera. Se apellidaba Fernández, como sus padres y se llamaba Juan. El nombre se lo había cambiado él más adelante, al descubrir que los prefectos de policía, los jefes políticos y los rurales odiaban el apellido Fernández.

¡El fuerte y cordial Joaquín Fernández! Ocupaba mucho espacio en los recuerdos de Rivera. En su momento no lo había entendido, pero al echar la vista atrás lo comprendía. Lo veía ocuparse de la composición en la pequeña imprenta o garabateando frases interminables, apresurado y nervioso, sobre el atestado escritorio. Y veía las extrañas veladas en las que los obreros, que llegaban a oscuras y en secreto como quienes cometían fechorías, se reunían con su padre y hablaban durante muchas horas, en las que el muchacho no siempre se quedaba dormido en su rincón.

Oyó a Spider Hagerty, como si le hablase desde muy lejos, decirle:

—Nada de rendirse al principio. Esas son las instrucciones. Aguanta la paliza y gánate el pan.

Habían transcurrido diez minutos y él continuaba sentado en su esquina. No había ni rastro de Danny, quien evidentemente llevaba su truco hasta el límite.

Pero en la memoria de Rivera ardían más recuerdos. El de la huelga, o mejor dicho el cierre patronal, porque los obreros de Río Blanco habían ayudado a sus hermanos huelguistas de Puebla. El hambre, las salidas al monte en busca de bayas, raíces y hierbas que todos comían y que les provocaban dolores de estómago. Y luego, la pesadilla; el descampado ante el almacén de la compañía; los miles de obreros hambrientos; el general Rosalino Martínez y los soldados de Porfirio Díaz; los rifles que escupían muerte y que nunca dejaban de escupir, mientras las injusticias cometidas contra los obreros quedaban enjuagadas por su propia sangre. ¡Y esa noche! Veía los vagones de carga en los que se apilaban los cuerpos de los asesinados que iban a ser enviados a Veracruz para echarlos a los tiburones de la bahía. Volvió a verse arrastrándose entre los espeluznantes montones, buscando a su padre y a su madre, a los que encontró desnudos y mutilados. Recordaba en especial a su madre, de la que solo sobresalía el rostro, el cuerpo apisonado bajo el peso de decenas de cadáveres. Los rifles de los soldados de Porfirio Díaz volvieron a disparar y él se vio tirándose al suelo y huyendo como un coyote al que intentan dar caza.

A sus oídos llegó un potente rugido, como el del mar, y vio a Danny Ward encabezar su comitiva de entrenadores y asistentes por el pasillo central. El público alborotaba a favor del héroe popular que estaba obligado a salir victorioso. Todos lo proclamaban vencedor. Todos iban con él. Incluso los asistentes de Rivera dejaron entrever su alegría cuando Danny se agachó desenfadadamente para pasar entre las cuerdas y accedió al cuadrilátero. A su rostro asomaba una sucesión interminable de sonrisas y, cuando Danny sonreía, lo hacía con todos sus rasgos, desde las arrugas provocadas por la risa que rodeaban sus ojos hasta lo más profundo de su mirada. Nunca hubo boxeador más cordial. Su cara era un anuncio constante de buenas sensaciones, de camaradería. Conocía a todo el mundo. Bromeaba, se reía y saludaba a sus amigos sentados junto a las cuerdas. Los que se encontraban más lejos, incapaces de ocultar su admiración, gritaban: «¡Animo, Danny!». Fue una ovación de júbilo y afecto que duró cinco minutos enteros.

A Rivera nadie le hacía caso. Ni siquiera existía para el público. El rostro hinchado de Spider Hagerty se inclinó para acercarse a él.

—No te dejes llevar por el miedo —advirtió—. Y recuerda las instrucciones. Tienes que aguantar. Nada de rendirse. Si te rindes, tenemos instrucciones de masacrarte en los vestuarios, ¿entendido? Tienes que pelear.

El público empezó a aplaudir. Danny cruzaba el cuadrilátero en dirección a él. Danny se inclinó, cogió la mano de Rivera con sus dos manos y se la estrechó con efusividad. El rostro, todo sonrisas, de Danny se acercó al suyo. El público demostró a gritos su aprecio por la muestra de deportividad de Danny. Saludaba a su oponente con el cariño de un hermano. Los labios de Danny se movieron y los espectadores, interpretado las palabras que no oían como otra muestra de deportividad, volvieron a gritar Solo Rivera oyó lo que le dijo en voz baja.

—Rata mexicana —susurró entre sonrisas—, te voy a aniquilar.

Rivera no se movió. No se levantó. Se limitó a odiar con la mirada.

—¡Levántate, perro! —gritó un hombre desde atrás.

La multitud empezó a silbar y abuchear su conducta poco deportiva, pero él permaneció inmóvil. Danny recibió otra impresionante oleada de aplausos mientras regresaba a su esquina.

Cuando Danny se quitó la bata, se oyeron exclamaciones de emoción. Su cuerpo era perfecto, flexible, saludable y fuerte. Tenía la piel blanca y suave como la de una mujer. Bajo ella todo era elegancia, resistencia y vigor. Lo había demostrado en muchísimos combates. Todas las revistas de cultura física publicaban sus fotografías.

Se oyó un gemido cuando Spider Hagerty ayudó a Rivera a despojarse del jersey que llevaba puesto. Su cuerpo parecía más delgado debido al moreno de la piel. Tenía músculos, pero no se manifestaban como los de su oponente. Lo que el público no fue capaz de ver fue la anchura del pecho. Tampoco imaginó la dureza de su carne fibrosa, la inmediatez del estallido celular de los músculos, la precisión de los nervios que convertían todos sus miembros en un magnífico mecanismo para la lucha. Lo único que el público vio fue un chaval moreno de dieciocho años con lo que parecía el cuerpo de un niño. Lo de Danny era distinto. Danny era un hombre de veinticuatro años con un cuerpo de hombre. El contraste resultó incluso más sorprendente cuando se acercaron al centro del cuadrilátero para recibir las últimas instrucciones del árbitro.

Rivera se fijó en que Roberts se sentaba justo detrás de los periodistas. Estaba más bebido de lo normal y su forma de hablar era proporcionalmente más lenta.

—Ve con calma, Rivera —arrastró las palabras Roberts—. No puede matarte, no lo olvides. Se abalanzará sobre ti al empezar, pero no te pongas nervioso. Tú cúbrete, esquívalo y trábalo. No te hará mucho daño. Imagínate que te está aporreando en el local de entrenamiento.

Rivera no dio muestras de haberlo oído.

—Condenado antipático —murmuró Roberts al hombre que estaba a su lado—. Siempre ha sido así.

Pero Rivera olvidó mirarlo con odio. La imagen de un número incontable de rifles cegaba sus ojos. Todos los rostros de la audiencia, hasta donde alcanzaba la vista y hasta localidades del gallinero, se transformaron en rifles. Vio la larga frontera mexicana, árida y agostada por el sol, afligida y, en ella, vio los grupos de hombres andrajosos a los que solo retenía la ausencia de armas.

Regresó a su esquina y esperó de pie. Sus asistentes ya habían abandonado el cuadrilátero con el taburete de lona. Al otro lado, en diagonal, Danny lo observaba. Sonó la campana y dio comienzo el combate. El público aulló de contento. Nunca había presenciado un comienzo de combate tan convincente. Los periódicos tenían razón. Era un ajuste de cuentas. De un solo movimiento, Danny cubrió tres cuartas partes de la distancia que los separaba, con la clara intención de comerse vivo al mexicano. No lo agredió con un golpe, ni con dos ni con una docena. Se convirtió en un giroscopio de golpes, un remolino de destrucción. Rivera no estaba. Se vio arrollado, enterrado bajo la avalancha de puñetazos que caían sobre él desde todos los ángulos y posiciones, propinados por un maestro de aquel arte. Se vio dominado, presionado contra las cuerdas, apartado de ellas por el árbitro y empujado de nuevo contra las cuerdas.

No era un combate. Era una matanza, una masacre. Cualquier audiencia, excepto la del título de campeón, habría agotado sus emociones en ese primer minuto. Danny estaba demostrando lo que era capaz de hacer y la suya era una exhibición impresionante. Tal era la certeza del público, además de su entusiasmo y favoritismo, que no se fijó en que el mexicano seguía en pie. Se olvidó de Rivera. Casi no lo veía, tan oculto quedaba bajo el ataque implacable de Danny. Así transcurrió un minuto, y luego dos. Después, en un instante en que el mexicano logró separarse, los espectadores lo vieron con claridad: tenía el labio partido y sangraba por la nariz. Al girarse y tambalearse para trabar al otro, en su espalda se apreciaron los verdugones provocados por el contacto contra las cuerdas. Pero en lo que no se fijó el público fue en que su pecho no se movía al ritmo de una respiración agitada y sus ojos ardían tan fríamente como siempre. Demasiados aspirantes a campeón, en el cruel revoltijo de los locales de adiestramiento, habían practicado contra él aquel ataque demoledor. Había aprendido a sobrevivir a cambio de medio dólar por entrenamiento y, de esa manera, había llegado a reunir quince dólares a la semana. Era la forma más dura de aprender y él, el que más resistía.

Entonces sucedió algo extraordinario. La confusión tumultuosa y casi imposible de seguir se detuvo de repente. Solo Rivera permanecía en pie. Danny el temible yacía boca arriba. Su cuerpo se estremeció mientras intentaba recuperar la consciencia. No se había tambaleado antes de derrumbarse, ni se había desplomado de repente. El gancho de derecha de Rivera lo derribó en el aire con la brusquedad de la muerte. El árbitro apartó a Rivera con una mano y permaneció junto al gladiador caído mientras contaba los segundos. El público que asistía a un combate con premio tenía por costumbre jalear cuando un púgil tumbaba al otro de forma tan limpia. Pero aquel público no jaleó nada. Había resultado demasiado inesperado. Observó el conteo de los segundos en medio de un silencio tenso, en el que se oyó la voz exultante de Roberts decir:

—¡Ya os dije que sabía pegar con las dos manos!

Al quinto segundo, Danny se había girado y estaba boca abajo y al séptimo descansaba sobre una rodilla, dispuesto a levantarse después de que el árbitro contase nueve y antes de que llegase a diez. Si la rodilla tocaba el suelo a los diez segundos, lo considerarían caído y perdería. En el instante en que su rodilla se apartase del suelo, se le consideraría en pie y, en ese mismo instante, Rivera tenía derecho a intentar volver a derribarlo. Rivera no quería jugársela. Volvería a golpear tan pronto la rodilla se despegase del suelo. Se movía en círculos alrededor de Danny, pero el árbitro también se movía en círculos, interponiéndose entre los dos y Rivera supo que los segundos que contaba eran más lentos de lo normal. Todos los gringos estaban en su contra, incluso el árbitro.

Al contar nueve, el árbitro empujó hacia atrás a Rivera. No era justo, pero así permitió que Danny se levantase con la sonrisa en los labios. En parte inclinado hacia delante, protegiendo rostro y abdomen con los brazos, trastabilló astutamente hasta forzar un trabado. Según las reglas, el árbitro tendría que haberlos separado, pero no lo hizo y Danny se agarró a Rivera como una lapa ante el embate de las olas y se fue recuperando segundo a segundo. El último minuto del asalto transcurría veloz. Si sobrevivía hasta que acabase, podría descansar en su esquina y recuperar fuerzas. Y sobrevivió, sin dejar de sonreír a pesar de su situación extrema y desesperante.

—¡La sonrisa que nunca se borra! —gritó alguien y el público se rio aliviado.

—Ese sudaca tiene unos puños tremendos —jadeó Danny en su esquina al oído de su preparador, mientras los cuidadores trabajaban frenéticamente para ayudarlo a recuperarse.

El segundo y tercer asaltos fueron más tranquilos. Danny, un astuto y consumado general del cuadrilátero, esquivó, bloqueó y aguantó, decidido a recuperarse del golpe que lo había aturdido en el primer asalto. Aunque lo dejó tembloroso y afectado, su buen estado de forma le permitió recuperar fuerzas. Pero no volvió a intentar la misma táctica. El mexicano había demostrado que era una fiera, por eso Danny decidió recurrir a su habilidad. En el uso de trucos, destreza y experiencia era muy superior y, aunque no podía arrearle golpes vitales, se dedicó a agotar a su oponente. Propinaba tres golpes por cada uno de Rivera, pero solo eran golpes de castigo, no letales. Lo que resultaba letal era la suma de muchos. Respetaba a aquel novato ambidiestro capaz de asestar unos puñetazos portentosos con ambas manos.

En defensa, Rivera sacó un desconcertante directo de izquierda. Una y otra vez, ataque tras ataque, se apartaba de él con ese directo de izquierda que acumulaba daños en la boca y la nariz de Danny. Pero Danny era proteico. Por eso se iba a convertir en el próximo campeón. Podía cambiar de un estilo de lucha a otro según su voluntad. Decidió centrarse en la lucha cuerpo a cuerpo. La dominaba y le permitía evitar el directo de izquierda del otro. Así logró enfervorizar al público y remató la jugada con una maravillosa ruptura del bloqueo convertida en un gancho al mentón que lanzó al mexicano por aires y lo tumbó sobre la lona. Rivera descansó sobre una rodilla, aprovechando al máximo el conteo, y se dio cuenta de que el árbitro contaba a mayor velocidad cuando los segundos eran para él.

En el séptimo asalto, Danny volvió a realizar su diabólico gancho al mentón. Solo logró que Rivera se tambalease pero, en los instantes siguientes de indefensión, lo machacó con otro golpe que lo lanzó por encima de las cuerdas. El cuerpo de Rivera rebotó sobre las cabezas de los periodistas que estaban abajo, quienes lo impulsaron de vuelta al borde de la plataforma, por fuera de las cuerdas. Allí descansó sobre una rodilla, mientras el árbitro contaba los segundos a toda velocidad. Danny lo esperaba pegado a las cuerdas, entre las que debía pasar agachado. El árbitro no intervino para separar a Danny.

El público estaba fuera de sí de contento.

—¡Mátalo, Danny, mátalo! —se oyó gritar.

Otras voces se unieron, hasta que pareció el grito de guerra de una manada de lobos.

Danny hizo lo que pudo, pero Rivera, a los ocho segundos, en lugar de esperar a nueve, cruzó las cuerdas inesperadamente y consiguió trabarlo. Entonces sí que actuó el árbitro, separándolo para que pudiera recibir más golpes, dando a Danny todas las ventajas que puede dar un árbitro injusto.

Pero Rivera se recuperó de su aturdimiento. Eran todos iguales. Eran los odiados gringos, todos injustos. Las imágenes volvieron a surgir y relampaguear en su cabeza. Largos tramos de vías ferroviarias que hervían a fuego lento en el desierto; rurales y policías norteamericanos; prisiones y calabozos; vagabundos en los depósitos de agua: el sórdido y doloroso panorama de su odisea tras Río Blanco y la huelga. Luego, resplandeciente y gloriosa, vio la gran Revolución roja extenderse por su tierra. Tenía las armas frente a él. Cada rostro odiado era un rifle. Peleaba por las armas. Él era las armas. Era la Revolución. Luchaba por México.

El público empezó a encolerizarse con Rivera. ¿Por qué no recibía la paliza que le correspondía? Claro que iba a acabar machacado, pero ¿por qué se mostraba tan obstinado? Muy pocos se interesaban por él y esos constituían el porcentaje seguro de una multitud jugadora que apuesta por lo improbable. Aunque creían que Danny iba a ganar, también habían apostado cuatro a diez y uno a tres por el mexicano. Mucho se jugaba dependiendo de cuántos asaltos pudiese aguantar Rivera. En los asientos de primera fila habían apostado grandes cantidades a favor de que no duraría siete asaltos, ni siquiera seis. Los que habían ganado esa apuesta, con su dinero bien seguro, ahora jaleaban sin descanso al favorito.

Rivera se negaba a permitir que lo machacasen. Su oponente se esforzó en vano, durante el octavo asalto, por repetir su gancho al mentón. En el noveno, Rivera volvió a dejar de piedra al público. En medio de un trabado, rompió el bloqueo con un movimiento rápido y ágil, y en el poco espacio que quedaba entre los cuerpos de los dos, alzó la derecha desde la cadera. Tumbó a Danny, quien aprovechó el conteo. La multitud se quedó horrorizada. Lo estaban superando en su propia estrategia. Su famoso uppercut de derecha había sido utilizado en su contra. Rivera no intentó sorprenderlo al llegar a nueve. El árbitro se lo impedía con descaro, aunque no hacía lo mismo cuando la situación era la contraria y Rivera quien deseaba ponerse en pie.

En el décimo asalto, Rivera ejecutó dos veces el gancho al mentón de derecha, desde la cadera hasta el mentón de su oponente. Danny se desesperaba. No perdió la sonrisa, pero recuperó el ataque frenético del principio. Por mucho que se lanzara contra él como un torbellino, no lograba perjudicar a Rivera; mientras que Rivera, entre los giros y la confusión que creaba el otro, lo lanzó a la lona tres veces seguidas. Danny ya no se recuperaba con tanta rapidez y en el décimo primer asalto su situación era preocupante. Pero desde ese momento hasta el décimo cuarto asalto realizó la exhibición más valiente de toda su carrera. Esquivó, bloqueó, luchó parcamente y se esforzó por recuperar fuerzas. Además, echó mano de todo el juego sucio que un púgil de éxito sabe utilizar. Usó todos los trucos y estratagemas posibles: arreó cabezazos durante los trabados dando la impresión de que ocurrían por accidente, inmovilizó el guante de Rivera entre su brazo y su cuerpo, oprimió su guante contra la boca de Rivera para impedirle respirar. A menudo, en los trabados, sus labios sonrientes ladraban atroces insultos al oído de Rivera. Todos, desde el árbitro al público, iban con Danny y lo ayudaban. Sabían lo que tenía en mente. Superado por aquel novato que era una caja de sorpresas, lo fiaba todo a un único puñetazo. Se dejaba castigar, buscaba, fintaba y pegaba, en busca de ese hueco que le permitiría lanzar un golpe con toda su fuerza que volviese las tornas. Quería hacer lo que otro púgil más grande que él había hecho antes: un golpe de derecha y otro de izquierda, al plexo solar y a la mandíbula. Podía conseguirlo porque sus brazos conservarían su fuerza de pegada, siempre y cuando se mantuviese en pie.

Los asistentes de Rivera no se ocupaban de él como deberían en los intervalos entre asaltos. Sacaban las toallas, pero no ayudaban a que entrase más aire en sus pulmones, que respiraban entrecortadamente. Spider Hagerty le daba consejos, pero él sabía que eran malos consejos. Todos estaban en su contra. Lo rodeaba la traición. En el décimo cuarto asalto volvió a tumbar a Danny y él permaneció en pie descansando, con las manos caídas a los costados, mientras el árbitro contaba. Rivera había percibido unos murmullos sospechosos procedentes de la otra esquina. Vio a Michael Kelly acercarse a Roberts, inclinarse hacia él y susurrarle algo. Rivera tenía el oído de un gato, adiestrado en el desierto, y pudo oír fragmentos de lo que decían. Como quería oír más, cuando su oponente se levantó, llevó la pelea a un trabado contra las cuerdas.

—Tiene que ser así —oyó decir a Michael, mientras Roberts asentía—. Danny tiene que ganar. Podría perder un dineral. He cubierto un montón de pasta con mi propio dinero. Si aguanta más allá del décimo quinto, estoy acabado. El chico a ti te hará caso. Dile algo.

Después de eso, Rivera ya no recuperó imágenes del pasado. Pretendían jugársela. Tumbó a Danny de nuevo y aguardó descansando, con las manos a los costados. Roberts se levantó.

—Ya está bien —le dijo—. Vete a tu esquina.

Habló con autoridad, como solía hablarle a Rivera en el local de entrenamiento. Pero Rivera lo miró con odio y esperó a que Danny se levantara. Durante el minuto de descanso en su esquina, Kelly, el promotor, se acercó para hablar con Rivera.

—Déjalo ya, medita sea —dijo en voz baja y áspera—. Tienes que caer, Rivera. Seguirás conmigo y me ocuparé de tu futuro. Permitiré que machaques a Danny la próxima vez. Pero hoy tienes que dejarlo ya.

Con la mirada, Rivera dio muestras de haberlo oído, pero ni asintió ni disintió.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Kelly, enfadado.

—Perderás de todos modos —añadió Spider Hagerty—. El árbitro te lo arrebatará. Hazle caso a Kelly y déjate tumbar.

—Déjate tumbar, chico —rogó Kelly—, y te ayudaré a pelear por el título.

Rivera no respondió.

—Lo haré, así que ayúdame tú a mí, chaval.

Cuando sonó la campana Rivera presintió que algo se avecinaba. No así el público. Fuera lo que fuese, estaba dentro del cuadrilátero con él, muy cerca. Danny parecía haber recuperado la seguridad del principio. Parecía tan confiado en su ventaja que Rivera se asustó. Estaban a punto de hacer alguna trampa. Danny se lanzó a atacar, pero Rivera evitó el encuentro. Se hizo a un lado para defenderse. Lo que el otro buscaba era agarrarlo en un trabado. Lo necesitaba para llevar a cabo su trampa. Rivera retrocedió y se alejó describiendo un círculo, aunque sabía que tarde o temprano el otro lograría trabarlo y realizar su artimaña. Desesperado, decidió desenmascararlo. Hizo como que efectuaba el trabado en el siguiente ataque de Danny. Pero, en el último instante, justo cuando sus cuerpos tenían que juntarse, Rivera retrocedió con agilidad. En ese mismo momento, desde la esquina de Danny gritaron pidiendo falta. Rivera los había engañado. El árbitro se detuvo sin saber qué hacer. La decisión que tembló en sus labios no llegó a ser expresada porque una voz joven y estridente gritó desde la galería:

—¡De falta, nada! ¡No es justo!

Danny maldijo a Rivera claramente e intentó forzarlo, mientras Rivera se alejaba con su juego de pies. Además, Rivera decidió no lanzar más golpes al cuerpo. De esa forma perdía la mitad de sus posibilidades de ganar, pero sabía que si quería vencer tendría que hacerlo con los recursos que le dejaban porque, a la mínima posibilidad, le cantarían falta. Danny se olvidó de actuar con precaución. Durante dos asaltos persiguió y machacó al chaval que no quería combatir cuerpo a cuerpo. Rivera recibió un golpe tras otro, decenas de ellos, para evitar el peligroso trabado. Durante la recuperación y suprema de Danny, los espectadores se pusieron en pie y se volvieron locos. No entendían nada. Solo veían que su favorito iba a ganar.

—¿Por qué no peleas? —preguntaba con ira a Rivera—. ¡Eres un cobarde! ¡Gallina! ¡Pelea, granuja! ¡Mátalo, Danny! ¡Mátalo! ¡Tienes que matarlo!

En todo el recinto, Rivera era el único que conservaba la calma. Era quien tenía el temperamento más apasionado de todos los presentes, pero había vivido momentos de arrebato y de presión tan superiores que esa pasión colectiva de diez mil gargantas, elevada en oleadas cada vez mayores, no era para su cerebro más que calma aterciopelada de un crepúsculo estival.

En el décimo séptimo asalto Danny continuó atacando. Al recibir un golpe muy fuerte, Rivera se encorvó y cedió un poco. Bajó las manos, indefenso, mientras retrocedía tambaleándose. Danny pensó que era su oportunidad. Tenía al chico a su merced. Así fue como Rivera fintó, lo pilló con la guardia baja y le lanzó un directo a la boca. Danny acabó en la lona. Cuando se levantó, Rivera lo derribó con un volado de derecha sobre el cuello y la mandíbula. Lo hizo tres veces. Era imposible que un árbitro pitase falta contra esos golpes.

—¡Oh, Bill, Bill! —rogaba Kelly al árbitro.

—No puedo —se lamentó este—. No me da la más mínima oportunidad.

Danny, maltrecho y heroico, continuaba poniéndose en pie. Kelly y otros que estaban junto al cuadrilátero empezaron a pedir a gritos que la policía detuviese el combate, aunque en la esquina de Danny se negaban a tirar la toalla. Rivera vio que el gordo capitán de policía intentaba, torpemente, subir al cuadrilátero y colarse entre las cuerdas, y no estaba seguro de lo que eso significaba. Había tantas formas de hacer trampas en ese juego de los gringos. Danny, de pie, se tambaleaba aturdido e indefenso frente a él. El árbitro y el capitán se movían en dirección a Rivera cuando este lanzó su último golpe. No hubo necesidad de detener el combate porque Danny ya no se levantó.

—¡Cuente! —gritó Rivera con la voz ronca al árbitro.

Cuando terminó el conteo, los asistentes de Danny lo levantaron del suelo y se lo llevaron a su esquina.

—¿Quién gana? —preguntó Rivera.

De mala gana, el árbitro cogió su mano enguantada y la alzó.

Nadie felicitó a Rivera. Sin ayuda, caminó hacia su esquina, donde sus asistentes ni siquiera habían puesto el taburete. Se apoyó de espaldas contra las cuerdas y posó sobre ellos su mirada repleta de odio, para luego barrer con ella toda la sala, hasta incluir a los diez mil gringos que la abarrotaban. Le temblaban las rodillas y sollozaba de agotamiento. Ante sus ojos, los odiados rostros se movían, alejándose y acercándose debido al mareo que provoca la náusea. Entonces recordó que eran los rifles. Había conseguido las armas. La Revolución podía seguir adelante.

FIN

[1911]

Jack London - El mexicano
  • Autor: Jack London
  • Título: El mexicano
  • Título Original: The Mexican
  • Publicado en: The Saturday Evening Post, 19 de agosto de 1911
  • Traducción: Susana Carral Martínez

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