Sinopsis: «El ídolo de las moscas» (The Idol of the Flies) es un cuento de Jane Rice publicado en junio de 1942 en la revista Unknown Worlds. Narra la historia de Pruitt, un niño huérfano, cruel y manipulador que vive bajo la tutela de su tía y disfruta atormentando con perverso deleite a quienes lo rodean. Mientras su institutriz y los sirvientes intentan sobrellevar sus caprichos, Pruitt se entrega a juegos sádicos y a inquietantes rituales en los que las moscas desempeñan un papel central.

El ídolo de las moscas
Jane Rice
(Cuento completo)
PRUITT vio una mosca encima de la mesa. Se quedó muy quieto, contemplándola. La mosca se limpiaba las alas con movimientos repetidos de sus patas. Parecía, pensó Pruitt, el Lisiado Harry…, el marido de la cocinera. Pruitt odiaba a Lisiado Harry. Le odiaba casi tanto como a tía Mona. Pero a la que más odiaba era a miss Bittner.
Volvió la cabeza y sacó la lengua a espaldas de miss Bittner. Odiaba su modo de pasar el borrador por la pizarra, formando grandes y lentos círculos. Odiaba sus prominentes paletillas. Odiaba el modo que tenía de peinarse, con dos grandes rodetes encima de las orejas, para ocultar el pequeño botón que llevaba metido en un oído. El botón y el delgado hilo negro que descendía hacia la espalda de su vestido por debajo del almidonado cuello.
A Pruitt le gustaban el botón y el cordón. Le gustaban, porque miss Bittner los odiaba. Fingía que no le importaba ser sorda. Pero le importaba. Y fingía que simpatizaba con Pruitt. Pero no simpatizaba con él.
Pruitt la ponía nerviosa. Era muy fácil. Lo único que tenía que hacer era abrir mucho los ojos y mirarla fijamente, sin pestañear. Era deliciosamente sencillo. Demasiado sencillo. Ya no resultaba divertido. Pruitt se alegraba de haber descubierto lo de las moscas.
Miss Bittner soltó el borrador, sacudió la tiza de sus manos y se volvió hacia Pruitt. Pruitt abrió los ojos de par en par y miró fijamente a miss Bittner, sin pestañear.
Miss Bittner carraspeó nerviosamente.
—Esto es todo, Pruitt. Mañana empezaremos con los derivados.
—Sí, miss Bittner —dijo Pruitt en voz alta, formando meticulosamente las palabras con sus labios.
Miss Bittner enrojeció. Estiró el cuello de su vestido.
—Tu tía ha dicho que podías nadar un rato.
—Sí, miss Bittner.
—Buenas tardes, Pruitt. Tomaremos el té a las cinco.
—Sí, miss Bittner. Buenas tardes, miss Bittner.
Pruitt inclinó su mirada hasta un punto situado a tres pulgadas más abajo de las rodillas de miss Bittner. Dejó que una leve expresión de dominada sorpresa arrugara su frente.
Involuntariamente, miss Bittner miró hacia abajo. Rápido como una centella, Pruitt barrió la mesa con la mano y atrapó la mosca. Cuando miss Bittner volvió a levantar la cabeza, Pruitt la estaba mirando amablemente.
Pruitt se puso en pie.
—Encima de la nevera del porche de atrás hay limonada. ¿Cojo un poco?
—Puedo coger un poco, Pruitt.
—¿Puedo coger un poco?
—Sí, Pruitt, puedes tomarla.
Pruitt cruzó la habitación en dirección a la puerta.
—Pruitt…
Pruitt se detuvo, giró lentamente sobre sus talones y miró sin pestañear a su institutriz.
—¿Sí, miss Bittner?
—Permíteme recordarte que no debes dar portazos. Ya sabes que a tu tía le molesta mucho.
Miss Bittner retorció sus pálidos labios en una mueca que quería ser, sin conseguirlo, la sonrisa de un amistoso conspirador.
Pruitt la miró fijamente.
—Sí, miss Bittner.
—Muy bien —dijo Clara Bittner con falsa jovialidad.
—¿Nada más, miss Bittner?
—Nada más, Pruitt.
Pruitt, sin dejar de mirar fijamente a su desdichada institutriz, contó hasta doce antes de dar media vuelta y salir de la habitación.
Clara Bittner contempló el vacío umbral durante un largo rato y luego se estremeció. Si le hubieran preguntado por los motivos de aquel estremecimiento, no hubiera podido dar una respuesta satisfactoria. Probablemente hubiera dicho, con un vago gesto conciliatorio: «No lo sé. Tal vez por lo difícil que resulta que un niño se encariñe con su profesora». Y, sin duda, hubiera añadido en tono animado: «La psicología de la cosa, ya saben».
Miss Bittner era una apasionada partidaria de la psicología. Había asistido a un cursillo de verano —hacía diez años—, en el cual había alcanzado, como le gustaba repetir, las notas más altas. Nunca se le ocurrió pensar que aquello se debió a su capacidad para recordar de memoria párrafos enteros, sin haber digerido las ideas contenidas en ellos.
Miss Bittner desanudó uno de sus zapatos Oxford y suspiró, aliviada. A continuación se sentó, muy erguida, se llevó una mano a la espalda y palpó con la punta de los dedos el oculto cordón negro que descendía desde su nuca. Miss Bittner volvió a suspirar. Un zumbido procedente de una de las ventanas reclamó su atención.
Se dirigió a un armarito en el cual había una pala matamoscas de alambre. Empuñándola belicosamente, se acercó a la ventana, levantó el brazo, cerró los ojos y golpeó. La mosca, mortalmente herida, cayó sobre el antepecho de la ventana, tendida sobre sus alas, retorcidas las patas…
Miss Bittner abrió la ventana y con la punta de la pala empujó delicadamente el cadáver al exterior.
«¡Uf!», dijo miss Bittner. Si le hubiesen pedido una explicación de aquel «¡Uf!», no hubiera podido encontrar una respuesta satisfactoria. Las moscas le producían una rara impresión. La afectaban como podía haberla afectado una serpiente de cascabel. No era porque portasen microbios, ni porque sus ojos fueran de un color anaranjado rojizo y, según había oído decir, reflejaran todas las cosas a modo de prismas; no era por su asquerosa costumbre de regurgitar una gotita de su último alimento antes de empezar con uno nuevo; no era por sus peludas patas ni por su escudriñadora trompetilla. Era…, bueno, era por los animales en sí. Posiblemente, miss Bittner hubiera dicho, sonriendo afectadamente para poner de manifiesto que en realidad no quería decir aquello: «Tengo moscofobia».
Lo cierto era que la tenía. Las moscas le inspiraban miedo. Un miedo mortal. Del mismo modo que otras personas temen los espacios cerrados, o la altura, miss Bittner temía a las moscas. Absurdamente, infantilmente, pero las temía.
Devolvió la pala de alambre al armarito y fue a lavarse escrupulosamente las manos. Resultaba muy raro, pensó, la gran cantidad de moscas que había encontrado últimamente. Casi parecía como si alguien se divirtiera colocando un canal de moscas en su camino. Sonrió para sí misma ante aquella absurda idea y se secó las manos. Ahora tomaría un poco de aquella limonada. Se alegraba de que Pruitt la hubiera mencionado. Si no lo hubiera hecho, ella no hubiese sabido que estaba allí. Y a miss Bittner le gustaba mucho la limonada.
Pruitt se detuvo en el rellano de la escalera. Movió las mandíbulas convulsivamente, frunció la boca, se inclinó por encima de la bruñida barandilla y escupió. El globo de saliva se alargó en forma de pera y se aplastó contra el suelo con un húmedo chasquido.
Pruitt bajó la escalera. Podía oír a la mosca agitándose furiosamente en su cálida y húmeda prisión. Pruitt acercó la cerrada mano a su boca y sopló en el túnel formado por su pulgar y su índice. La mosca se pegó a la palma de su mano.
Cuando llegó abajo, Pruitt se detuvo el tiempo suficiente para estrujar las diminutas bolas verdes de los extremos del helecho plantado en una artística maceta de bronce.
Luego cruzó el vestíbulo en dirección a la cocina.
—Dame un vaso de agua —le dijo a la mujer de amplio seno que estaba sentada en un taburete cascando nueces y colocándolas en un tarro de cristal.
La mujer se puso pesadamente en pie.
—No te haría daño pedirlo «por favor» —dijo.
—A ti no tengo que pedirte las cosas por favor. Eres una criada.
La cocinera se llevó las manos a las caderas.
—Lo que tú necesitas es una tunda —dijo—. Una buena tunda.
Por toda respuesta, Pruitt cogió la bolsa de papel en la cual la mujer introducía las cáscaras de las nueces, y la vació deliberadamente en el tarro que contenía las nueces mondadas.
La mujer alargó inútilmente la mano hacia él, intentando cogerlo. Su rostro enrojeció. Luego levantó el brazo en un gesto amenazador.
Pruitt se plantó descaradamente delante de ella y dijo, en voz baja:
—Si me tocas, gritaré. Y ya sabes lo que hará mi tía.
La mujer mantuvo la mano levantada unos segundos, y luego la dejó caer contra su costado.
—¡Eres un desvergonzado! —siseó—. ¡Un mocoso repugnante y desvergonzado!
—Dame un vaso.
La mujer se acercó al armario de la cocina, sacó un vaso y se lo entregó al muchacho, con evidente mala gana.
—No quiero ése —dijo Pruitt—. Quiero aquél.
Señaló un vaso, idéntico, que estaba en el más alto de los estantes.
En silencio, la mujer acercó una silla al armario. En silencio, se subió a ella. En silencio, bajó el vaso señalado.
Pruitt lo aceptó.
—Voy a decirle a tía Mona que te quitas los zapatos.
La mujer se bajó de la silla, la apartó a un lado y regresó a sus nueces.
—Harry es un asqueroso —dijo Pruitt.
La mujer empezó a sacar las cáscaras de las nueces del tarro de cristal.
—Huele mal.
La mujer continuó sacando las cáscaras de las nueces del tarro de cristal.
—Lo mismo que tú.
La mujer continuó sacando las cáscaras de las nueces del tarro de cristal.
El muchacho cogió el vaso y se dirigió al porche trasero. Cuando no le replicaban, se fastidiaba la diversión. La cocinera era una estúpida. Pero no se quejaría. Tía Mona les dejaba vivir en la casa por lástima. Harry era un lisiado y no podía ganarse la vida. La cocinera no se atrevería a quejarse.
Pruitt cogió el jarro de limonada y llenó el vaso. Se bebió la mitad y dejó caer el resto al suelo. Cuando se secara, la tierra quedaría dulce y pegajosa. Montones de moscas.
Pruitt abrió cautelosamente su mano y atrapó diestramente a su cautiva con el pulgar y el índice de la otra mano. La mosca se agitó furiosamente. Pruitt arrancó una de sus alas y dejó caer al mutilado insecto en la limonada. La mosca se agitó inútilmente, se quedó quieta, volvió a agitarse y se quedó quieta…, a la deriva sobre la superficie del líquido, con su única ala levantada como una vela.
Pruitt la empujó hacia abajo con el dedo.
—Yo te bautizo con el nombre de miss Bittner —dijo.
Sacó el dedo del jarro y la mosca ascendió a la superficie…, con un trozo de pulpa de limón en la espalda. Volvió a agitarse, débilmente, y se quedó quieta.
Pruitt abrió la puerta del porche hasta que los muelles rechinaron en señal de protesta. Luego la soltó de golpe y echó a correr. La puerta se cerró ruidosamente detrás de él. Esto sería el final de la siesta de tía Mona.
Pruitt se agachó. La sombra de una nube flotaba sobre la hierba. Una mariposa se columpiaba, insegura, sobre una hoja cerosa. Una cigarra entonaba su monótono canto en lo alto de un árbol. Pruitt contempló las excitadas maniobras de los habitantes de un hormiguero.
Se oyó un arrastrar de pasos en una de las habitaciones del piso. Alguien abrió una persiana. Pruitt sonrió perversamente, con una sonrisa que abrió su boca de oreja a oreja. La cocinera subía dos tramos de escalera, resoplando, «porque era muy bondadosa», decía tía Mona. «Porque era una imbécil», decía Pruitt. ¿Por qué no dejaba que «miss Mona» llenara su propia bolsa de hielo? Bueno, ahora disponía de tiempo para ir a la cocina y volver a mezclar las cáscaras con las nueces mondadas… Pero, no, podía tropezarse con miss Bittner maldiciendo la limonada. Y, al verle, miss Bittner podía entrar en sospechas acerca de la mosca. Además, no podía entretenerse en minucias. Tenía asuntos que atender. Asuntos serios.
Se puso en pie, se desperezó, aplastó el hormiguero con el tacón y se alejó en dirección a la caseta de baños.
Se detuvo dos veces para tirarle una piedra a un pájaro, y en otra ocasión se quedó inmóvil como una estatua al percibir un movimiento en el sendero, delante de él. Sus ojos se posaron sobre un sapo agazapado en el polvo, sus abultados costados hinchándose y deshinchándose, hinchándose y deshinchándose, hinchándose y deshinchándose, como diminutos fuelles. Cautelosamente, Pruitt rompió una rama. Hinchándose y deshinchándose, hinchándose y deshinchándose. Los músculos de las patas tensos, mientras el sapo se disponía a dar otro salto. Pruitt saltó como una pantera, empuñando la rama. El sapo profirió un chillido de agonía.
Pruitt se incorporó y contempló al sapo con aire divertido. La rama se había clavado en el centro de su espalda. Los costados del animal seguían hinchándose y deshinchándose. Hinchándose… y deshinchándose, hinchándose… y deshinchándose. El animal trató de saltar, dejando un oscuro reguero detrás de él. Volvió a intentarlo. La rama continuó clavada a su espalda. El tercer salto fue más corto. Apenas su propia longitud. Pruitt lo refregó contra la hierba con su zapato. Hinchándose… y… deshinchándose, hinchándose… y deshinchándose, hinchándose… y… deshinchándose, hinchándose…
Pruitt continuó su camino.
El lisiado que remendaba sus redes de pescar junto al embarcadero oyó el sonido de los pasos que se acercaban. Con toda la prisa que le permitía su lesionada espina dorsal, el hombre se puso en pie.
Pruitt oyó a su vez aquel sonido y apresuró el paso.
—Hola —dijo en tono inocente.
El hombre sacudió la cabeza.
—Hola, Mr. Pruitt.
—¿Remendando sus redes?
—Sí, Mr. Pruitt.
El hombre se pasó la lengua por los labios y sus ojos giraron nerviosamente a derecha y a izquierda, como si buscara el modo de escapar.
—Está bien —dijo Pruitt—. Lo malo es que las redes dejan escamas de pescado en todas partes —añadió con una amable sonrisa—. Y a mí no me gustan las escamas.
La nuez de Adán del hombre subió y bajó mientras tragaba tres veces saliva en rápida sucesión. Se frotó las manos en los pantalones.
—He dicho que no me gustan las escamas de pescado.
—Sí, Mr. Pruitt. Yo…
—Creo que lo mejor será que me ocupe de que no haya más escamas de pescado.
—Mr. Pruitt, por favor, no… —empezó a suplicar el hombre, al ver que el muchacho cogía una punta de la red.
—No habrá más escamas de pescado. Nunca más —dijo Pruitt.
—No la rompa, por favor —suplicó el hombre.
—No voy a romperla —dijo Pruitt—. Ni pensarlo. —Sonrió—: Si la rompiera, volverías a remendarla y habría más escamas de pescado, y a mí no me gustan las escamas de pescado. —Arrastro la red hasta el borde del embarcadero—: De modo que voy a tirarla al agua, y así no habrá más escamas de pescado.
El lisiado abrió los ojos con una expresión de incredulidad.
—Mr. Pruitt… —empezó a decir.
—Así —dijo Pruitt.
La red se hundió lentamente en el agua.
Profiriendo un grito inarticulado, el lisiado se arrastró hacia el embarcadero en un vano intento de recuperar la red.
—Ahora no habrá más escamas de pescado —dijo Pruitt—. Nunca más.
Harry se incorporó trabajosamente sobre sus rodillas. Estaba muy pálido. Por unos instantes miró fijamente a su verdugo. Luego consiguió ponerse en pie y se alejó, cojeando, sin pronunciar una sola palabra.
Pruitt contempló al lisiado con la mirada de un experto.
—Harry es un jorobado. Harry es un jorobado.
El hombre continuó alejándose, cojeando, hasta que una depresión del terreno le ocultó a la vista.
Pruitt empujó la puerta de la caseta de baños y entró. Cerró la puerta detrás de él y echó el cerrojo. Esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, y entonces se acercó a un catre pegado a la pared, buscó debajo de él y sacó dos cajas. Se sentó en el catre y abrió las cajas.
De la primera sacó un trozo de añacal, cuatro estaquillas y seis velas medio consumidas. Colocó el añacal encima de las estaquillas y dispuso las velas en semicírculo. Examinó el resultado con aire de aprobación.
De la segunda caja sacó un grotesco objeto confeccionado con alquitrán de hulla. Era una especie de cuerpo alargado que se sostenía sobre unas patas delgadísimas, con dos trozos de celofán pegados a los costados y una manchita roja a cada lado de la cabeza.
Un observador casual hubiera visto en aquella escultura los esfuerzos de un chiquillo por reproducir las características de la mosca común. El observador casual —si se hubiera sentido inclinado a continuar en sus observaciones— hubiera visto también que Pruitt estaba «en trance». Incluso podría haber exclamado en voz alta: «Este chiquillo parece encontrarse en un estado febril, y no deberían permitirle jugar con cerillas».
Pero en aquel momento no había allí ningún observador casual. Únicamente Pruitt, absorto en su tarea de encender las velas. Había colocado la imagen de la mosca en el centro del añacal.
Se sentó con las piernas cruzadas, la barbilla inclinada, los brazos plegados. Se balanceó hacia adelante y hacia atrás. Empezó a cantar. A través de la nariz. Un sonsonete. De cuando en cuando hacía girar los ojos en sus cuencas, pero sólo de cuando en cuando. Había descubierto que si lo hacía con demasiada frecuencia se mareaba.
—¡Oh, ídolo de las Moscas! —entonó Pruitt—. Janimajnimo. —Se rascó pensativamente la cadera—: Janibimajnimo —mejoró la invocación—. Haz que la limonada se seque en el porche trasero y haz que miss Bittner encuentre la mosca después de haber bebido, y haz que la cocinera baje al sótano a buscar un tarro de mermelada y tropiece con la cuerda que he colocado entre los postes, y haz que mi tía se trague un trozo de cáscara de nuez y tosa como un demonio. —Pruitt meditó unos instantes—. Demonio —añadió—. ¡Demonio, demonio, demonio, demonio, DEMONIO!
Meditó un poco más.
—Creo que esto es todo —dijo finalmente—, excepto que tienes que llenar mi cazamoscas si tenemos pastel de grosella para el té. ¡Janibimajnimo, ídolo de las Moscas! ¡Eres libre para MARCHARTE!
Pruitt fijó su mirada en un punto indeterminado y la mantuvo allí largo rato. Inmóvil, sin apenas respirar, con los labios entreabiertos, parecía una pequeña esfinge en pantalón corto.
Aquello era lo que Pruitt llamaba «el-tiempo-sin-pensar». Sin que su voluntad participara en el proceso, se formaban en su mente unas extrañas ideas. Unas ideas huidizas, provistas de alas, que no se dejaban atrapar. Pero algún día cogería una antes de que se ocultara en la cámara secreta por la cual desaparecían, y entonces sabría. La atraparía en la red de su mente, del mismo modo que la red de Harry atrapaba los peces, sin que pudieran escaparse, de ella a pesar de todos sus esfuerzos. En cierta ocasión estuvo a punió de atrapar una. Había estado a punto de saber, pero en aquel momento se había presentado miss Bittner con unos emparedados y la idea había huido a su escondrijo, al lugar donde Ellas vivían.
Si miss Bittner no hubiera llegado… Pruitt había vomitado sobre sus medias. Ahora llegaba una de Ellas…, aprisa, llegaba muy aprisa, demasiado aprisa para que pudiera atraparla. Y cuando desapareció llegó otra, y otra, sin que ninguna de Ellas se introdujera en su red. La próxima no se escaparía. No se escaparía…
—¡Pruitt! ¡Pruitt!
Las ideas cesaron de revolotear a su alrededor.
—¡Pruitt! ¿Dónde estás? ¡Pruitt!
El muchacho parpadeó.
—¡Pruitt! ¡Pruitt!
Su boca se distorsionó como la de un animal rabioso. El pomo de la puerta giró.
—¡Pruitt! ¿Estás ahí?
—Sí, miss Bittner.
Las palabras eran espesas y carnosas en su boca. Podía morder una de ellas, pensó Pruitt, y partirla en dos, y masticarla y escupirla luego.
—Abre la puerta.
—Sí, miss Bittner.
Pruitt apagó las velas y escondió sus tesoros debajo del catre. Pensándolo mejor, volvió a meter la mano debajo del catre, sacó la imagen de la mosca y la ocultó debajo de su camisa.
—¿No me has oído, Pruitt? ¡Abre la puerta!
—Ya voy, ya voy —dijo Pruitt.
Se puso en pie, se dirigió hacia la puerta, descorrió el cerrojo y se quedó en pie, parpadeando a la brillante luz del día, delante de miss Bittner.
—¿Qué diablos estabas haciendo ahí dentro?
—Me había quedado dormido.
Miss Bittner miró hacia el interior de la caseta con aire inquisitivo. Olfateó el aire suspicazmente.
—Pruitt —dijo—, ¿has estado fumando?
—No, miss Bittner.
—No hay que mentir nunca, Pruitt. Es mejor decir la verdad y aceptar las consecuencias.
—No he estado fumando.
Pruitt notó una sensación de malestar en la boca del estómago. Se estaba mareando. Como la última vez. Miss Bittner se convirtió en una imagen borrosa. Su estómago dio una violenta sacudida. Pruitt miró las medias de miss Bittner. Estaban sucias. Espantosamente sucias. Miss Bittner las miró, también.
—Vete corriendo a casa, Pruitt —dijo amablemente—. Yo iré en seguida.
—Sí, miss Bittner.
—Date prisa.
Pruitt echó a andar lánguidamente por el sendero, consciente de que los ojos de miss Bittner le estaban taladrando. Cuando llegó a la revuelta, se detuvo y se deslizó cautelosamente entre los arbustos. Regresó a la caseta de baños, adoptando las precauciones de un piel roja para evitar que las ramas crujieran.
Miss Bittner estaba sentada en el peldaño de madera de la caseta, quitándose las medias. Luego se acercó al embarcadero, hundió las piernas en el agua y volvió a sacarlas, para secárselas con un pañuelo. Pruitt pudo ver un juanete ovalado en la parte exterior del pulgar. Miss Bittner introdujo sus huesudos pies en los zapatos semiortopédicos que calzaba —modelo patentado—, se levantó se sacudió el vestido y desapareció en el interior de la caseta.
Pruitt se acercó un poco más.
Miss Bittner se asomó al umbral y examinó algo que sostenía en sus manos. Parecía intrigada. Desde su escondrijo, Pruitt alcanzó a ver las cuatro velas.
«Te odio —susurró Pruitt malignamente—, te odio, te odio. —Con infinita ternura, sacó la imagen de alquitrán de debajo de su camisa. La apoyó contra su mejilla—: Rompe lo que lleva en la oreja —murmuró—. Rómpelo en pedazos para que se quede sorda. Rómpelo, rómpelo, janibimajnimo, rómpelo».
Retrocedió cautelosamente hasta el sendero.
Se encaminó hacia la casa, deteniéndose una sola vez para partir en dos una lagartija y colgarla de una zarza, donde el mutilado animal realizó una increíble serie de movimientos convulsivos con la mitad inferior de su cuerpo.
Mona Eagleston salió de su dormitorio y cerró suavemente la puerta detrás de ella. En Mona todo era suave, desde sus cabellos grises a las zapatillas que cubrían sus pies, ridículamente diminutos. Parecía una cierva. Una cierva envejecida de ojos líquidos que, a pesar de los años, no había perdido su expresión expectante.
Se adivinaba instintivamente que Mona Eagleston era un alma delicada y sensible. Si, de cuando en cuando, al mirar a su sobrino, una expresión de perplejidad ensombrecía su rostro, no era más que una nube pasajera. Los niños eran fundamentalmente buenos. Si a veces no lo parecían, era sencillamente porque los adultos no comprendían sus reacciones. Pruitt, por ejemplo, no hacía ciertas cosas a propósito. No podía saber… Bueno, el cerrar las puertas de golpe, por ejemplo: Pruitt no podía saber que aquel ruido estallaba como un barreno en una cabeza enferma de jaqueca. ¿Cómo podía saberlo, el pobre corderillo huérfano? El pobre y querido corderillo huérfano…
Si no tuviera que servirle el té, pensó Mona Eagleston. Si pudiera quedarse tendida en la cama, muy quieta, con una compresa fría en la cabeza y las persianas echadas… ¡Cuán egoísta era! Los niños adoraban la hora del té. Eran momentos destinados a grabarse en su memoria de un modo indeleble. Como lazos de seda de vivos colores embelleciendo el conjunto. Una madeja de dorados y brillantes momentos, con los rayos del sol poniente manchando las ventanas y reflejándose en la porcelana del servicio de té. El sabor del jamón, las oscuras migajas en la bandeja de las pastas, las tacitas —frágiles como cáscaras de huevo— con asas como anillos de boda. Detalles maravillosos para un chiquillo, que los absorbía del mismo modo que las esponjas absorben el agua, y que, del mismo modo que las esponjas, podían exprimir aquellos recuerdos cuando se convertían en adultos. Como hacía ella, a veces. ¡Cuán egoísta era al pretender regatear uno de aquellos deliciosos momentos a Pruitt, al querido Pruitt, al hijo de su hermano muerto!
Descendió la escalera, apoyándose en la barandilla con una mano pálida. Se dio cuenta de que el helecho se estaba muriendo. Siempre había tenido mucha suerte con los helechos, excepto últimamente. Lo mismo le ocurría con sus pececitos dorados. Habían muerto. Lo mismo que las tortugas de Pruitt. Las había comprado ella en el pueblo. Tan bonitas, con sus duros caparazones esmaltados… Habían muerto. Bueno, no tenía que pensar en la muerte. El médico le había dicho que era malo para ella.
Cruzó el vestíbulo principal y entró en el salón.
—¡Querido Pruitt! —le dijo al muchacho que hacía oscilar sus piernas desde el borde de una silla decorada con brocado.
Le besó. Había intentado besar su mejilla atezada por el sol pero el chiquillo se había movido repentinamente y su beso había encontrado una fría oreja. Los niños no se estaban nunca quietos…
—¿Has pasado un buen día?
—Sí, tía.
—¿Y usted, miss Bittner? ¿Ha pasado un buen día? ¿Cómo han ido las conjugaciones esta mañana? ¿Qué tal anda nuestro jovencito…? Pero, ¿qué le pasa, querida?
—Se le ha roto el cacharro de la oreja —dijo Pruitt—. ¿No es cierto, miss Bittner? —añadió, volviéndose hacia la institutriz y silabeando exageradamente las palabras.
Miss Bittner enrojeció. Habló en el tono anormalmente alto de los sordos.
—Se me cayó mi oído auxiliar —explicó—. En la caseta de baños. Hasta que me lo arreglen, tendrán que ser pacientes conmigo.
—Una verdadera lástima —dijo Mona Eagleston—. Pero, supongo que podrán arreglarlo en el pueblo. Harry lo llevará allí mañana.
Miss Bittner siguió los movimientos de los labios de Mona Eagleston casi desesperadamente.
—No —dijo—, no fue Harry. Fui yo. Se me cayó al suelo. Una torpeza mía, desde luego.
—Y se ha bebido una limonada que tenía una mosca dentro —dijo Pruitt—. ¿No es cierto, miss Bittner? Digo que se ha bebido una limonada que tenía una mosca dentro, ¿verdad?
Miss Bittner asintió cortésmente. Sus ojos estaban clavados en la boca de Pruitt.
—Sí, se ha partido la rosca del centro —dijo.
Mona Eagleston se dispuso a servir el té. Tenía que advertir a la cocinera, más tarde, que tapara la jarra de la limonada. Habiendo niños de por medio, había que tener mucho cuidado. Eran propensos a toda clase de enfermedades, y las moscas portaban muchos gérmenes. Si Pruitt caía enfermo a causa de su falta de previsión, no se lo perdonaría nunca. Nunca.
—¿Puedo comer un poco de mermelada? —preguntó Pruitt.
—Tenemos un pastel de grosella y nueces, querido. ¿Crees que necesitamos mermelada?
—La mermelada me gusta muchísimo, tía. Y a miss Bittner también. ¿No es cierto, miss Bittner?
Miss Bittner sonrió estoicamente y aceptó su taza con un murmullo ininteligible que esperó sirviera de adecuada respuesta a lo que Pruitt le estaba preguntando.
—Muy bien, querido.
Mona Eagleston hizo sonar una campanilla.
—Yo pasaré el pastel, tía.
—Gracias, Pruitt. Eres muy servicial.
El muchacho cogió la bandeja y se acercó a miss Bittner. Una expresión de agudo sufrimiento ensombreció el rostro de la institutriz: Pruitt acababa de pisarla.
—Sírvase un poco de pastel —dijo amablemente Pruitt.
—No ha sido nada —respondió miss Bittner, pensando que el muchacho se había disculpado por el pisotón y felicitándose a sí misma por el hecho de no haberse quejado en voz alta. Si Pruitt hubiera sabido que tenía un juanete, no habría escogido con más exactitud el lugar donde debía pisarla.
Miss Bittner miró el pastel de grosella. Después del episodio de la limonada, experimentó la sensación de que no iba a poder comer nunca más. Pero el pastel tenía un aspecto tentador… ¡Santo cielo! ¡Cómo le dolía el juanete!
La cocinera entró en el salón.
—¿Llamaba usted, miss Mona?
—Sí, Berta. ¿Quieres traerle un poco de mermelada a Pruitt, por favor?
Berta dirigió una venenosa mirada a Pruitt.
—No tenemos mermelada, miss Mona. Si quiere, puedo traer un poco de jamón.
El rostro de Pruitt adquirió un aire desolado.
—Me gusta tanto la mermelada, tía… —Y luego, como si acabara de recordarlo—: ¿No hay unos tarros en el sótano?
Mona Eagleston miró a la cocinera con expresión casi suplicante.
—¿Te molestaría mucho, Berta? Ya sabes, cómo son los chiquillos.
—Sí, miss Mona, sé cómo son los chiquillos —replicó la cocinera en tono inexpresivo.
—Gracias, Berta. Sube la de piña.
—Sí, miss Mona.
La cocinera se marchó.
—Hoy estaba andando descalza por la cocina —dijo Pruitt.
Su tía sacudió la cabeza tristemente.
—No sé qué hacer —le dijo a miss Bittner—. No me gusta mostrarme severa, pero desde que se clavó aquel cristal en el pie… —Miró rápidamente a su sobrino—: Sí, ya sé que no lo pusiste allí a propósito, querido, pero…, bueno, ¿un poco más de pastel, miss Bittner?
—Dice mi tía que si quiere usted un poco más de pastel, miss Bittner —repitió Pruitt, sonriendo.
Miss Bittner no pareció oírle, lo cual resultaba comprensible, dada su sordera, ni prestarle atención. Estaba sumida en una especie de trance y contemplaba su plato con una expresión de indecible horror. Se puso en pie.
—No…, no me encuentro bien —dijo—. Creo…, creo que será mejor que me tienda un rato…
Pruitt se levantó y cogió el plato de miss Bittner. Mona Eagleston murmuró, compungida:
—Si hay algo que yo pueda hacer…
Empezó a levantarse, pero miss Bittner agitó una mano.
—No es nada, gracias —dijo, en tono ronco—. Creo…, creo que el pastel no…, no me ha sentado bien. No se molesten por mí.
Se tapó la boca con la servilleta y salió apresuradamente del salón.
—Voy a ver lo que… —empezó a decir tía Mona, en tono preocupado.
—¡Oh! No echemos a perder la hora del té —la interrumpió Pruitt apresuradamente—. Mira. Tenemos pan de nueces. Parece muy bueno.
—Pero…
—¡Por favor, tía Mona!
—Muy bien, Pruitt. —Mona cogió una rebanada de pan de nueces—. ¿Tanto significa para ti la hora del té? Lo mismo me sucedía a mí cuando era niña.
—Sí, tía.
Contempló cómo su tía partía un trozo de pan, lo untaba de mantequilla y se lo ponía en la boca.
—Yo vivía para la hora del té. Era algo…
Mona Eagleston se llevó una mano a la garganta. Empezó a toser. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró desesperadamente a su alrededor en busca de agua. Trató de decir «agua», pero no consiguió pronunciar la palabra. Si Pruitt…, pero no era más que un chiquillo. ¿Cómo podía saber lo que había que hacer en caso de un ataque de tos? ¡Pobre Pruitt! Parecía tan…, tan excitado. Sólo se le ocurrió ofrecerle una taza de té hirviente. A falta de agua… Mona Eagleston bebió un gran sorbo del abrasador líquido. Su menudo cuerpo se convulsionó en un paroxismo de tos. ¡Santo cielo! Había puesto equivocadamente sal, en vez de azúcar, en el té.
—Una cáscara… de… nuez —consiguió articular, poniéndose en pie—. Vuelvo… en… seguida.
Tosiendo violentamente, se marchó también del salón.
Desde alguna parte debajo de los pies de Pruitt, en las entrañas de la casa, llegó un débil y lejano estrépito.
Pruitt recogió las moscas del pastel de miss Bittner. De las cinco que había puesto, ahora sólo había cuatro y media. Se las metió en el bolsillo. Podían servirle para otra ocasión.
Oyó unos gritos histéricos, muy apagados, pidiendo socorro. La cocinera, desde luego.
—¡Janibimajnimo! —invocó Pruitt—. ¡Oh ídolo de las Moscas! Me has servido fielmente, sí, sí, doble sí, cuarenta y cinco, treinta y dos.
Pruitt se obsequió a sí mismo con una cucharada grande de azúcar.
El cielo rosado estaba lleno de grajos. Volaban en bandadas, agitando sus alas negras y graznándose cosas al oído.
Si tuviera una escopeta de aire comprimido… Pediría una en su cumpleaños. Primero pediría un montón de cosas imposibles, y luego diría, con aire desolado: «Bueno, me conformo, pero, ¿no podría tener al menos una escopeta de aire comprimido?». Y su tía caería en la trampa. Era tan estúpida como había sido su madre. Más estúpida. Su madre había sido «sencillamente» estúpida, lo cual resultaba bastante desagradable: siempre con sus cuentos de hadas y su pegajoso interés por que se sentara en su regazo. Su tía, además de estúpida, estaba enferma, y esto empeoraba las cosas. Con su aire de…
Oyó pasos que se acercaban y compuso un gesto compungido.
Aquí llegaba Harry con el automóvil. Debía de ir en busca del médico. Pruitt se preguntó si la cocinera se habría roto realmente una pierna. La joroba de Harry le daba un aspecto raro, como si llevara una almohada detrás de la espalda.
—No debemos permitir que Pruitt se entere de lo de la cuerda —oyó que decía su tía—. Le impresionaría mucho enterarse de que ha sido la causa del accidente.
La cocinera replicó algo ininteligible.
—¿A propósito? —exclamó su tía, asombrada—. Vamos, Berta, estoy avergonzada de ti. No es más que un chiquillo.
Pruitt frunció los labios. Si la cocinera contaba lo de las cáscaras, se las vería con él. Pero la cocinera no habló de las cáscaras. Estaba demasiado ocupada apretando los dientes contra el insoportable dolor que sentía en la espalda.
Pruitt salió al vestíbulo.
—¿Puedo ayudar en algo? —inquirió, simulando una gran preocupación.
Tía Mona acarició su mejilla.
—Gracias, querido, no es necesario.
Miss Bittner le dirigió una amable sonrisa.
—Puedes cuidar de mí mientras estén fuera —dijo—. Cenaremos en el jardín. ¿No será divertido?
—Sí, miss Bittner. Asquerosamente divertido.
Contempló a las dos mujeres ayudando a su lastimada compañera a bajar los peldaños del porche, con la colaboración de Harry. Lanzó un beso con la punta de los dedos a su tía cuando el automóvil se puso en marcha, y luego se cogió del brazo de miss Bittner. La miró con expresión seráfica.
—Eres una puerca —le dijo, con una adorable sonrisa—. Te tengo atravesada, ¿sabes?
Miss Bittner sonrió, complacida. Pruitt no solía mostrarse tan cariñoso con ella.
—Lo siento, Pruitt, pero ya sabes que no puedo oír casi nada. ¿Quieres que te lea algo?
Pruitt sacudió la cabeza.
—Me voy a jugar —dijo en voz alta. Y luego, mascullando las palabras—: Eres una vieja hiena.
—¿A jugar! —inquirió miss Bittner.
Pruitt asintió.
—De acuerdo, querido. Pero no te alejes mucho. Pronto será la hora de cenar.
—Sí, miss Bittner. —Se alejó corriendo—: Adiós —gritó—, bruja asquerosa, adiós.
—Adiós —dijo miss Bittner, sonriendo.
Pruitt colocó el alcañal sobre las estaquillas, y las velas encima, en semicírculo. Una de ellas se negó a permanecer en posición vertical. Estaba partida por la mitad.
Pruitt la examinó furiosamente. ¡Vaya un modo de tratar lo que era de otro! ¡La muy imbécil! Pero, ya se ocuparía de ella… Rebuscó debajo de su camisa y sacó la imagen de alquitrán de hulla. La colocó en el centro del alcañal.
Se sentó en el suelo, y empezó a mecerse hacia adelante y hacia atrás. La luz de las velas extendía su sombra detrás de él como una capa negra.
—¡Janibimajnimo! ¡Oh Ídolo de las Moscas! Escúchame, escúchame, escúchame, acércate y escúchame. Miss Bittner ha roto una de tus velas. Envíame montones de moscas, montones y montones de moscas, millones, trillones, cuatrillones de moscas. Quintillones de moscas. Haz que no sean de ningún color, para que pueda mezclarlas en la sopa y en las cosas sin que se vean. Envíame moscas blancas que no zumben y tengan antenas. Escúchame, escúchame, escúchame. ¡Oh, Ídolo de las Moscas, acércate y escúchame!
Pruitt permaneció unos instantes en silencio, meditando. De pronto, su rostro se iluminó: acababa de ocurrírsele una brillante idea.
—Y haz que una de esas cosas que vuelan se quede quieta, a fin de que pueda cogerla y pueda saber. Creo que esto es todo. ¡Janibimajnimo, Ídolo de las Moscas, eres libre para MARCHARTE!
Tal como había hecho a primera hora de la tarde, Pruitt se quedó muy quieto, sumido en una especie de trance. Sus ojos estaban fijos en un punto indeterminado de la caseta.
No parecía estar excitado. Parecía un chiquillo entregado de lleno a un misterioso e innocuo juego infantil. Pero estaba excitado. La excitación corría a través de sus venas y zumbaba en sus oídos. Tenía las palmas de las manos tan húmedas como seco el interior de la boca.
Experimentaba la misma sensación que experimentó cuando supo que su padre y su madre iban a morir. Lo había sabido con una extraña lucidez…, de pie a la blanca luz del sol de las Bermudas, agitando la mano para despedirse de ellos. Había visto la pluma del sombrero de su madre, el vestido de organdí, el puntiagudo bigote de su padre y sus delgadas manos de artista empuñando las riendas. Había visto los relucientes arreos, el nervioso temblor de la cabeza del caballo, su impaciente pataleo. A su padre le gustaban los caballos con genio. Aquél se llamaba «Ginger». Había visto el parasol en la parte superior del carruaje, y el perno en una de las ruedas traseras: el perno que él había desenroscado con paciente perseverancia utilizando el destornillador de su caja de herramientas de juguete. Les había visto alejarse, cruzar las verjas de hierro. Se había preguntado si volcarían al doblar la curva, y qué clase de ruido harían. Habían volcado, pero él no oyó ningún ruido. En aquel momento estaba en el interior de la casa, comiéndose la capa de azúcar del pastel.
Pero había sabido que iban a morir. Del mismo modo que ahora sabía, tenía la certeza, de que iba a atrapar una de aquellas ideas con alas.
Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía con cada uno de los nervios en tensión de su cuerpo.
Ya llegaban. Revoloteando, como siempre. Nunca habían sido tantas. Deslizantes como anguilas, con ojos fosforescentes y embrionarios brazos. Contorsionándose. Revoloteando. Revoloteando. Sin dejarse atrapar. Susurrándole cosas. Cosas absurdas, que esponjaban su corazón y corrían como jugo a lo largo de las grietas de su cráneo.
Y, de pronto…
—Pruitt. Pruitt.
Las palabras eran gotas de miel.
—Pruitt. Pruitt.
Palabras como néctar exprimido de maravillosas flores. Una de las sombras voladoras esperaba. No había huido, asustada, como sus compañeras.
—Pruitt. Pruitt.
La voz procedía del exterior de sí mismo. Desde muy lejos, desde alguna increíble profundidad como el lugar de su mente donde Ellas tenían un nido. Una voz profunda. Cálida y profunda.
Con un enorme esfuerzo, Pruitt parpadeó.
—Mírame.
La voz era dulce y apremiante al mismo tiempo.
Pruitt volvió a parpadear, esta vez con inmenso asombro: delante de él había un hombre.
Un hombre alto, de rostro autoritario, envuelto de pies a cabeza en una capa negra. Una capa que a la parpadeante luz de las velas tenía la misma forma que la sombra de Pruitt. Encima de la capa, el rostro del hombre era una máscara sonriente, y a través de la boca, las fosas nasales y los ojos brillaba una luz rojiza y transparente.
—Pruitt. Mira, Pruitt.
Los pliegues de la capa se levantaron y cayeron como si un brazo invisible hubiera hecho un gesto. Pruitt siguió aquel gesto como hipnotizado. Su cuello giró en redondo, lentamente, lentamente, hasta que su mirada tropezó con una lluvia de insectos. Una cortina viviente de insectos. Una silenciosa cascada de moscas incoloras, de alas sedosas y cuerpos alargados.
—Moscas, Pruitt. Millones de moscas.
Pruitt volvió a girar el cuello hasta que su mirada se encontró de nuevo con el desconocido.
—¿Quién…, eres?
Las palabras eran espesas y dulces sobre la lengua de Pruitt, como otras palabras que recordaba vagamente haber pronunciado hacía millares de años en algún otro plano del universo.
—Me llamo Asmodeo, Pruitt. Asmodeo. Un nombre muy bello. ¿No es cierto?
—Sí.
—Dilo, Pruitt.
—Asmodeo.
—Otra vez.
—Asmodeo.
—Otra vez, Pruitt.
—Asmodeo.
—¿Qué es lo que ves en mi capa?
—Una idea fugaz.
—¿Y qué está haciendo?
—Me está susurrando algo.
—¿Por qué?
—Porque tu capa tiene el poder de la oscuridad y yo no puedo entrar hasta…
—¿Hasta qué, Pruitt?
—Hasta que mire en tus ojos y vea…
—¿Qué es lo que tienes que ver, Pruitt?
—Lo que hay escrito en ellos.
—¿Y qué es lo que hay escrito en ellos? Mira mis ojos, Pruitt. Míralos bien. ¿Qué hay escrito en ellos?
—Hay escrito lo que yo deseo saber. Hay escrito…
—¿Qué es lo que hay escrito, Pruitt?
—Hay escrito lo ilimitado, lo eterno, lo perdurable, lo que es y fue ordenado que debía ser, más allá del tiempo, para… para…
—¿Para quiénes, Pruitt?
El chiquillo apartó los ojos.
—No —dijo—. ¡No, no, no, no, no, no! —Se cubrió el rostro con las manos, presa de indescriptible terror—. ¡No, no, no, no, no, no, no, no, no, no!
—Sí, Pruitt. ¿Para quiénes?
El chiquillo se arrastró hasta la puerta de la caseta y se puso en pie. Echó a correr por el sendero, insensible a las moscas que llevaba pegadas a sus ropas y a sus cabellos, que rozaban su carne como dedos fantasmales y crujían bajo sus pies mientras corría…
—¡Miss Bittner! ¡Socorro! ¡Miss Bittner! ¡Tía! ¡Harry! ¡Socorro!
En la curva le esperaba la figura que había dejado atrás, en la caseta.
—¿Para quiénes, Pruitt?
—¡No, no, no!
—¿Para quiénes, Pruitt?
—¡No! ¡Oh, no!
—¿Para quiénes, Pruitt?
—¡Para los CONDENADOS! —gritó el chiquillo, y siguió corriendo, con las moscas pegadas a su piel.
Detrás de él, el hombre empezó a cantar. Un canto estridente, burlón, monótono. Y la tierra, y los árboles y el cielo se llenaron de moscas. Y en el agua, hasta donde alcanzaba la vista, había innumerables islotes de moscas, moscas…
De la garganta de Pruitt surgió una risa histérica, incontenible. Tan incontenible como el impulso que condujo a sus piernas hacia el embarcadero…
Un petirrojo —con una mosca en el pico— contempló las ondas en el agua, cada vez más amplias. Una lagartija se encaramó al cono de un hormiguero, en compañía de un sapo, en tanto que una tortuga se hundía en el agua para curiosear alrededor de un cuerpo atrapado en una red de pescar que descansaba en el arenoso fondo del embarcadero.
Miss Bittner hojeaba ociosamente un libro de texto. Una reliquia de tiempos pasados, de páginas amarillentas.
—Belcebú —leyó miss Bittner distraídamente—, deriva del hebreo. Bel significa ídolo; cebú significa moscas. Sinónimos menos conocidos: Apolión, Abadón, Asmodeo…
Miss Bittner cerró el libro, bostezó y se preguntó dónde estaría Pruitt.
Se acercó a la ventana pero inmediatamente retrocedió, espantada. Había una nube de moscas sobre el agua. Nunca había visto tantas moscas juntas, excepto, quizá…, sí, excepto el año anterior, cuando fue con los Braithwate a Michigan. Se había producido una invasión de moscas de tal magnitud, que hubo que sacarlas a paletadas de las calles. A paletadas. Miss Bittner había estado enferma tres días, a consecuencia de la impresión.
Confiaba en que Pruitt no se impresionaría demasiado. Con su propio pánico, miss Bittner se sentía incapaz de prestarle ayuda.
¡Querido Pruitt! Se había mostrado tan encantador con ella…
¡Querido Pruitt!
FIN
