John Steinbeck: Los crisantemos

La niebla alta como franela gris del invierno aislaba el valle Salinas del cielo y del resto del mundo. Se aposentaba como una tapa sobre las montañas de alrededor y convertía el gran valle en un tarro cerrado. El arado mordía hondo la superficie del terreno amplio y llano del fondo y dejaba la tierra negra brillante como el metal allí donde clavaba las rejas. En las fincas del otro lado del río Salinas, al pie de la colina, los campos de rastrojos amarillentos parecían bañados por el sol frío y pálido, pero en diciembre la luz del sol no llegaba al valle. Los espesos grupos de sauces del río ardían con hojas afiladas y amarillas.

Era una época de calma y espera. El aire era frío y tierno. Un viento ligero soplaba desde el suroeste, de manera que los granjeros confiaban vagamente en que no tardaría en llegar la lluvia; pero la niebla y la lluvia nunca van juntas.

Al otro lado del río, en el rancho de Henry Allen había poco trabajo por hacer; se había segado y almacenado el heno y los huertos estaban arados y listos para recibir la lluvia en sus entrañas cuando llegara. Al ganado de las laderas más altas le crecía la lana y se le espesaba el pelaje.

Elisa Allen, que estaba trabajando en su jardín de flores, miró al otro extremo del patio y vio a Henry, su marido, hablando con dos hombres con traje de negocios. Los tres estaban de pie junto al cobertizo del tractor, cada uno con un pie apoyado en el lateral del pequeño Fordson. Fumaban y contemplaban la máquina mientras charlaban.

Elisa los observó un momento y luego volvió a su trabajo. Tenía treinta y cinco años. El rostro enjuto y fuerte y los ojos claros como el agua. Su cuerpo parecía inmovilizado y pesado dentro de la ropa de trabajo, un sombrero negro de hombre encasquetado sobre los ojos, zapatones, un vestido estampado cubierto casi completamente por un gran delantal de pana con cuatro bolsillos enormes para las tijeras, el desplantador y el raspador, las semillas y el cuchillo con los que trabajaba. Usaba unos pesados guantes de cuero para protegerse las manos.

Estaba cortando los tallos de crisantemo viejos con un par de tijeras cortas y fuertes. De vez en cuando miraba a los hombres junto al cobertizo del tractor. La cara de Elisa era entusiasta, madura y guapa; incluso el trabajo con las tijeras rezumaba exceso de entusiasmo y fuerza. Los tallos de crisantemo parecían demasiado pequeños e inofensivos para tanta energía.

Se apartó una nube de pelo de los ojos con el dorso del guante y dejó una mancha de tierra en la mejilla. Detrás de Elisa se erguía la granja blanca y limpia, rodeada de geranios rojos hasta la altura de las ventanas. Era una casita con aspecto de muy barrida y ventanas con aspecto de muy frotadas, y un felpudo limpio para el barro en los escalones de la entrada.

Elisa lanzó otra mirada al cobertizo del tractor. Los desconocidos estaban metiéndose en su Ford cupé. Se quitó un guante y hundió sus fuertes dedos en el bosque verde de los brotes de crisantemo nuevos que estaban creciendo alrededor de la raíces viejas. Extendió las hojas y rebuscó entre el puñado de brotes apretados. Ni áfidos, ni cochinillas, ni caracoles, ni orugas. Sus dedos de terrier destrozaban tales pestes sin darles tiempo a empezar.

Elisa dio un respingo al oír la voz de su marido. Henry se había acercado en silencio y se inclinaba por encima de la alambrada que protegía el jardín de flores del ganado, los perros y las gallinas.

—Otra vez en marcha —dijo él—. Te viene una nueva cosecha.

Elisa enderezó la espalda y volvió a ponerse el guante de jardinera.

—Sí. Este año vienen fuertes. —Su tono y su rostro traslucían cierta petulancia.

—Tienes un don con las cosas —observó Henry—. Algunos de los crisantemos amarillos de este año hacían veinticinco centímetros. Ojalá trabajaras en el huerto y consiguieras manzanas de ese tamaño.

Elisa agudizó la mirada.

—Pues a lo mejor también podría hacerlo. Tengo un don para las cosas, es verdad. Mi madre también lo tenía. Podía clavar cualquier cosa en el suelo y hacerla crecer. Decía que había que tener manos de sembradora para saber hacerlo.

—Bueno, está claro que con las flores funciona.

—Henry, ¿quiénes eran esos hombres con los que hablabas?

—Vaya, pues claro, es lo que he venido a explicarte. Son de la Western Meat Company. Les he vendido las treinta cabezas de novillos de tres años. Y casi al precio que yo quería, además.

—Bien. Bien por ti.

—Y he pensado —continuó Henry—, he pensado que es sábado por la tarde y quizá podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y luego al cine… para celebrarlo.

—Bien —repitió ella—. Claro que sí. Estará muy bien.

Henry adoptó su tono de broma.

—Esta noche hay combate. ¿Qué tal ir a verlo?

—Uy, no —dijo ella jadeando—. No, no me gustaría ir al combate.

—Era broma, Elisa. Iremos al cine. Veamos. Ahora son las dos. Voy a por Scotty y bajaremos los novillos de la colina. Nos llevará unas dos horas. Llegaremos al pueblo hacia las cinco y cenaremos en el hotel Cominos. ¿Te apetece?

—Pues claro que me apetece. Está bien cenar fuera de casa.

—Muy bien. Voy a preparar un par de caballos.

—Así tendré tiempo de sobras para trasplantar algunos de estos bulbos, supongo.

Oyó a su marido llamando a Scotty junto al granero. Un poco después vio a los dos hombres cabalgando por la colina amarillo pálido arriba en busca de los novillos.

Había un pequeño cuadrado de arena para que arraigaran los crisantemos. Elisa removió la tierra con el desplantador una y otra vez, la alisó y la aplastó. Luego excavó diez zanjas paralelas para colocar los bulbos. De vuelta en el arriate de los crisantemos, arrancó las raíces crujientes, recortó las hojas de cada una con las tijeras y las apiló ordenadamente en un montoncito.

Se oyó un chirrido de ruedas y el avance de unos cascos por el camino. Elisa levantó la vista. El camino rural discurría a lo largo del denso banco de sauces y álamos de Virginia que bordeaba el río, y por allí se acercaba un curioso vehículo, con un curioso tiro. Era un coche de caballos con una cubierta redonda de lona como la de los carromatos de los primeros colonos. Tiraban de él un viejo caballo castaño y un burrito blanco y gris. Un hombretón con barba de tres días iba sentado entre los faldones de la lona y conducía al renqueante equipo. Bajo la carreta, entre las ruedas traseras, avanzaba con calma un perro mestizo larguirucho. En la lona se distinguía varias palabras pintadas con letras torpes y retorcidas. «Se arreglan ollas, sartenes, cuchillos, tijeras, cortacéspedes.» Dos líneas de artículos y el triunfalmente definitivo «Se arreglan». La pintura negra se había corrido formando goterones debajo de cada letra.

Elisa, en cuclillas en el suelo, esperó a ver pasar de largo el disparatado carromato. Pero no pasó. El vehículo giró hacia la entrada delantera de la granja entre los crujidos y chirridos de las ruedas viejas y encorvadas. El perro larguirucho salió disparado de entre las ruedas y se adelantó. Al instante los dos ovejeros de la casa corrieron a su encuentro. Luego los tres se pararon y agitando las colas erguidas, con las patas prietas y tensas y con dignidad diplomática, empezaron a girar lentamente, olisqueándose con delicadeza. La carreta avanzó hasta la alambrada de Elisa y se detuvo. Ahora el perro recién llegado, sintiéndose en inferioridad numérica, bajó la cola y se retiró bajo el vehículo con el pelo del lomo erizado y mostrando los dientes.

El hombre del carromato dijo en voz alta:

—Es un mal perro si llega a empezar la pelea.

Elisa se rió.

—Ya lo veo, ya. ¿Cuánto le cuesta empezarla por lo general?

El hombre se sumó a la risa de Elisa de buena gana.

—A veces le lleva semanas y semanas —dijo. Descendió muy rígido, por encima de las ruedas. El caballo y el burro se encorvaron como flores sin regar.

Elisa vio que era un hombre muy grande. A pesar de que el pelo y la barba empezaban a llenársele de canas, no parecía viejo. El traje negro y gastado que llevaba estaba arrugado y manchado de aceite. Las carcajadas habían abandonado su cara y sus ojos en el momento mismo en que la voz había dejado de reír. Tenía los ojos oscuros y llenos de esa mirada inquietante que se apodera de los ojos de los camioneros y los marineros. Las manos callosas que descansaban sobre la alambrada estaban agrietadas, cada grieta era una raya negra. Se quitó el sombrero estropeado.

—Me he desviado de mi ruta habitual, señora —dijo—. ¿Este camino polvoriento cruza el río hacia la carretera de Los Ángeles?

Elisa se levantó y guardó las gruesas tijeras en el bolsillo del delantal.

—Bueno, sí, pero primero da muchas vueltas y luego vadea el río. No creo que su equipo logre superar la arena.

—Le sorprendería saber lo que son capaces de superar esas bestias —contestó él con cierta aspereza.

—¿Cuando logran arrancar?

—Sí. —El hombre sonrió un segundo—. Cuando logran arrancar.

—Bueno. Creo que ahorraría tiempo si volviera al camino de Salinas y cogiera allí la carretera.

Él paseó un dedo enorme sobre la alambrada para las gallinas arrancándole unas notas al metal.

—No tengo prisa, señora. Voy de Seattle a San Diego y vuelta atrás todos los años. Así ocupo todo mi tiempo. Unos seis meses en cada sentido. Intento seguir al buen tiempo.

Elisa se quitó los guantes y los embutió en el bolsillo del delantal con las tijeras. Se tocó el borde inferior de su sombrero de hombre, en busca de pelos furtivos.

—Parece un modo bonito de vivir —dijo Elisa.

Él se inclinó confidencialmente sobre la alambrada.

—A lo mejor se ha fijado en el anuncio del carromato. Arreglo ollas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Necesita que le haga algo?

—Uy, no —contestó rápidamente Elisa—. Para nada. —La resistencia endureció su mirada.

—Las tijeras son lo peor —explicó él—. La mayoría de la gente simplemente las estropea cuando intenta afilarlas, pero yo sé hacerlo. Tengo una herramienta especial. Es bastante peculiar, está patentada. Pero no hay duda de que funciona.

—No. Tengo todas las tijeras afiladas.

—Está bien. Por ejemplo, una olla —continuó él con seriedad—, una olla combada o con un agujero. Puedo dejársela como nueva y así no tendrá que comprar ollas nuevas. Es un ahorro.

—No —dijo ella secamente—. Le digo que no necesito que me arregle nada.

El rostro del hombre dibujó una tristeza exagerada. La voz adoptó un tono bajo y quejumbroso.

—Hoy no he hecho nada. A lo mejor me quedo sin cenar. Verá, estoy fuera de mi ruta habitual. En la carretera de Seattle a San Diego conozco a gente. Me guardan sus cosas para que se las afile porque saben que lo hago tan bien que les ahorro dinero.

—Lo siento —dijo Elisa, irritada—. No necesito que me arregle nada.

Los ojos del hombre abandonaron la cara de Elisa y bajaron a rebuscar por el suelo. Vagaron hasta que encontraron el arriate de crisantemos en el que había estado trabajando.

—¿Qué plantas son ésas, señora?

La irritación y la resistencia desaparecieron del rostro de Elisa.

—Oh, son crisantemos, blancos gigantes y amarillos. Los cultivo cada año, los más grandes de por aquí.

—¿Es una flor de tallo largo? ¿Que parece un soplo de humo coloreado?

—Esa misma. Qué modo tan bonito de describirla.

—Tienen un olor un poco desagradable hasta que te acostumbras.

—Tienen un olor amargo, pero huelen bien —replicó ella—, no es nada desagradable.

Él cambió rápidamente de tono.

—A mí me gusta.

—Este año he conseguido flores de veinticinco centímetros.

El hombre se asomó aún más sobre la alambrada.

—Mire. Conozco a una señora un poco más allá que tiene el jardín más bonito que haya visto. Tiene casi todos los tipos de flores menos crisantemos. La última vez que estuve arreglándole una tina con el fondo de cobre (un trabajo duro, pero se me da bien) me dijo: «Si alguna vez encuentra unos crisantemos bonitos, tráigame algunas semillas». Eso me dijo.

Los ojos de Elisa se llenaron de desconfianza e impaciencia.

—Pues no debía de saber gran cosa sobre crisantemos. Puedes cultivarlos con semillas pero resulta mucho más sencillo plantar esos pequeños brotes que ve usted aquí.

—Ah. Supongo que no puedo coger uno, ¿no?

—Pues claro que puede. Le pondré unos cuantos en arena húmeda para que se los lleve. Si los mantiene húmedos, echarán raíces en la maceta. Y luego la señora podrá trasplantarlos.

—Seguro que le gustaría tener algunos, señora. ¿Dice usted que son bonitos?

—Bonitos —dijo Elisa—. Muy bonitos. —Le brillaban los ojos. Se quitó el sombrero ajado y sacudió su preciosa melena negra—. Se los pondré en una maceta para que se los lleve. Pase al patio.

Mientras el hombre cruzaba la cerca Elisa corrió impaciente por el sendero bordeado de geranios hasta detrás de la casa. Regresó con un gran maceta roja. Ni pensó en los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al semillero y excavó la tierra arenosa con los dedos y luego la pasó a la maceta nueva. Después cogió el montoncito de brotes que había preparado. Los hundió en la arena con sus fuertes dedos y presionó alrededor con los nudillos.

El hombre permanecía de pie a su lado.

—Le diré lo que hay que hacer —le dijo Elisa—. Para que después se lo explique a la señora.

—Sí, intentaré acordarme.

—Bueno, mire. Éstos echarán raíces dentro de un mes más o menos. Luego tiene que trasplantarlos, separados por unos treinta centímetros cada uno, a una tierra rica como ésta, ¿ve? —Levantó un puñado de tierra oscura para que el hombre echara un vistazo—. Crecerán rápido y altos. Y recuerde: dígale a la señora que tiene que podarlos en julio, dejarlos a unos veinte centímetros.

—¿Antes de que florezcan?

—Sí, antes de florecer. —Tenía el semblante tenso de entusiasmo—. Ya volverán a crecer. Hacia finales de septiembre saldrán los capullos.

Elisa calló un momento, parecía perpleja.

—Es cuando necesitan más cuidados —dijo dubitativa—. No sabría cómo explicárselo. —Le miró fijamente a los ojos, inquisitiva. Abrió un poco la boca, como si estuviera escuchando—. Trataré de explicarme. ¿Ha oído hablar alguna vez de las manos de sembradora?

—La verdad, no, señora.

—Bueno, yo sólo puedo explicarle la sensación. Es cuando estás descartando los brotes que no quieres. Todo depende de la punta de tus dedos. Observas trabajar a tus dedos. Lo hacen todo ellos solos. Lo notas. Eligen los brotes. Nunca se equivocan. Siguen a la planta, ¿entiende? Tus dedos y la planta se comprenden. Lo notas. Cuando eres así no puedes equivocarte. ¿Lo entiende? ¿Puede entenderlo?

Elisa estaba de rodillas en el suelo con la vista levantada hacia el hombre. El pecho se le hinchaba apasionadamente.

El hombre entrecerró los ojos. Apartó la vista con timidez.

—Quizá lo entienda —dijo—. A veces, por la noche, en ese carromato…

Elisa lo interrumpió con voz ronca.

—Nunca he llevado una vida como la suya, pero sé a lo que se refiere. En la oscuridad de la noche… Vaya, las estrellas tienen las puntas afiladas y todo está en calma. ¡Y subes y subes! Las estrellas puntiagudas son atraídas hacia el interior de tu cuerpo. Es así. Caliente y agudo y… maravilloso.

Todavía de rodillas, Elisa alargó la mano hacia las piernas enfundadas en los pantalones negros y grasientos. Sus dedos indecisos estuvieron a punto de tocar la tela. Luego dejó caer la mano. Se agachó como un perro adulador.

—Lo explica de una forma muy bonita —dijo él—. Sólo que cuando no has cenado, no lo es tanto.

Entonces ella se levantó, muy derecha y con cara avergonzada. Le ofreció la maceta y se la colocó suavemente en los brazos.

—Tenga. Déjela en la carreta, en el asiento, donde pueda vigilarla. Quizá encuentre algo que pueda arreglarme.

Rebuscó en la pila de latas de detrás de la casa y encontró dos sartenes de aluminio viejas y abolladas. Las llevó de vuelta y se las dio al hombre.

—Tenga, a lo mejor puede arreglarlas.

Él cambió de actitud. Adoptó un aire profesional.

—Se las voy a dejar como nuevas.

Montó un pequeño yunque en la parte posterior del carromato y sacó un martillo automático de una caja de herramientas grasienta. Elisa cruzó la verja para verle aporrear las abolladuras de las ollas. La boca del hombre parecía segura y cómplice. En una parte difícil de la tarea se chupó el labio inferior.

—¿Duerme en el carromato? —preguntó Elisa.

—En el mismísimo carromato, señora. Llueva o brille el sol, estoy más seco que una vaca vieja.

—Debe de ser agradable. Tiene que ser muy agradable. Ojalá las mujeres pudiéramos hacer estas cosas.

—No es vida para una mujer.

Ella levantó un poquito el labio superior, mostrándole los dientes.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede asegurarlo? —dijo Elisa.

—No lo sé, señora —replicó él—. Por supuesto que no lo sé. Aquí tiene sus cacharros, arreglados. No tendrá que comprarlos nuevos.

—¿Cuánto es?

—Bueno, cincuenta centavos. Mantengo los precios bajos y el trabajo de calidad. Por eso tengo clientes satisfechos de una punta a otra de la carretera.

Elisa le trajo una moneda de cincuenta centavos de la casa y se la dio en la mano.

—Igual un día de éstos se lleva una sorpresa y encuentra competencia. Yo también sé afilar tijeras. Y puedo arreglar los golpes de cacharros pequeños. Podría demostrarle de qué es capaz una mujer.

Él volvió a meter el martillo en la caja grasienta y apartó de la vista el pequeño yunque.

—Sería una vida solitaria para una mujer, y peligrosa también, con todos los animales que se arrastran por debajo de la carreta por las noches. —Trepó al balancín, apoyándose en la grupa blanca del burro para mantener el equilibrio. Se acomodó en el asiento y cogió las riendas—. Gracias, señora. Haré lo que me ha dicho; retrocederé hasta el camino de Salinas.

—Si tarda mucho en llegar, acuérdese de mantener la arena húmeda.

—¿La arena, señora?… ¿Arena? Ah, claro. Se refiere alrededor de los crisantemos. Así lo haré. —Chasqueó la lengua. Las bestias estiraron lujosamente de los collares. El perro mestizo ocupó su lugar entre las ruedas traseras. El carromato dio la vuelta y retrocedió lentamente por el camino por donde había venido, siguiendo el río.

Elisa se quedó de pie junto a la alambrada contemplando el lento avanzar de la caravana. Tenía la espalda recta, la cabeza echada hacia atrás, los ojos entrecerrados, para que la escena penetrara en ellos vagamente. Movió los labios en silencio, formando las palabras «Adiós, adiós». Luego susurró: «Una dirección prometedora. Resplandeciente». El ruido de sus susurros la sobresaltó. Sacudió la cabeza para volver en sí y miró alrededor para comprobar si alguien la había oído. Sólo los perros la habían escuchado. Levantaron la cabeza hacia ella desde el suelo y luego estiraron el cuello y volvieron a dormirse. Elisa se volvió y entró apresuradamente en la casa.

Pasó la mano por detrás de la cocina y tocó el depósito de agua. Estaba lleno de agua caliente sobrante de la comida de mediodía. En el cuarto de baño, se quitó la ropa sucia y la tiró en un rincón. Luego se frotó con un trozo pequeño de piedra pómez piernas y muslos, espalda y pecho y brazos, hasta acabar con la piel arañada y enrojecida. Después de secarse se colocó delante del espejo del dormitorio y contempló su cuerpo. Metió estómago y sacó pecho. Se giró y se miró la espalda por encima del hombro.

Al cabo de un rato empezó a vestirse, despacio. Se puso la ropa interior más nueva, sus medias más bonitas y el vestido que era símbolo de su belleza. Se peinó cuidadosamente el pelo, se repasó las cejas con un lápiz y se pintó los labios.

Antes de acabar oyó los cascos de los caballos y los gritos de Henry y su ayudante que traían de vuelta al corral a los novillos pelirrojos. Oyó el golpe de la cancela al cerrarse y se preparó para la llegada de Henry.

Se oyeron pasos en el porche. Henry entró en la casa llamándola:

—Elisa, ¿dónde estás?

—En mi cuarto, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente en el baño. Date prisa. Se hace tarde.

Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa le colocó el traje oscuro sobre la cama, con la camisa, los calcetines y la corbata a un lado. Le dejó los zapatos limpios en el suelo junto a la cama. Luego salió al porche y se sentó en posición remilgada y muy rígida. Miró al frente, hacia el camino del río donde la ristra de sauces seguía viéndose amarilla por las hojas heladas, de modo que bajo la gran niebla gris parecían una delgada tira de sol. Era el único color distinguible en aquella tarde gris. Estuvo sentada inmóvil mucho rato. Pestañeaba muy de vez en cuando.

Henry salió dando un portazo, metiéndose la corbata debajo de la americana. Elisa se enderezó y endureció el gesto. Henry se paró en seco y la miró.

—Vaya, vaya, Elisa. ¡Qué guapa estás!

—¿Guapa? ¿Te parezco guapa? ¿Qué quieres decir con «guapa»?

Henry siguió adelante.

—No sé. Quiero decir que pareces distinta, fuerte y feliz.

—¿Soy fuerte? Sí, fuerte. ¿Qué quieres decir con «fuerte»?

Él parecía desconcertado.

—Es como si estuvieras interpretando —dijo con impotencia—. Es como una representación. Pareces tan fuerte que podrías romper un ternero con la rodilla, tan feliz que te lo comerías como si fuera una sandía.

Por un momento Elisa perdió la rigidez.

—¡Henry! No hables así. No sabes lo que dices. —Recuperó la compostura—. Soy fuerte —alardeó—. Antes no sabía que era fuerte.

Henry miró hacia el cobertizo del tractor, y cuando volvió a fijarse en Elisa, era otra vez la de siempre.

—Sacaré el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras arranco.

Elisa entró en la casa. Le oyó conducir hasta la cancela y dejar el motor al ralentí y luego se tomó un buen rato para ponerse el sombrero. Estiraba de un lado y apretaba de otro. Cuando Henry apagó el motor, ella se enfundó el abrigo y salió.

El pequeño biplaza sin capota iba dando botes por el camino polvoriento que seguía el río, espantando a los pájaros y empujando a los conejos hacia los arbustos. Dos grullas batieron con fuerza las alas por encima de la hilera de sauces y se dejaron caer sobre el lecho del río.

En el camino, a lo lejos, Elisa divisó una mancha oscura. Sabía lo que era.

Intentó no mirar cuando pasaron por el lado, pero sus ojos no la obedecieron. Se dijo por lo bajo con tristeza «Podría haberlos tirado lejos del camino. No le habría costado tanto. Pero se ha quedado la maceta», razonó. «Tenía que quedarse la maceta. Por eso no ha podido tirarlos lejos del camino.»

El coche tomó una curva y Elisa vio el carromato delante de ellos. Se volvió por completo hacia su marido para no ver el pequeño carro cubierto y su equipo desparejo cuando el coche lo adelantara.

Todo pasó en un momento. Estaba hecho. Elisa no miró atrás.

Dijo en voz alta, para hacerse oír por encima del motor:

—Estará bien la cena de esta noche.

—Ya has vuelto a cambiar —se quejó Henry. Apartó una mano del volante y le dio unas palmaditas en la rodilla a Elisa—. Debería sacarte a cenar más a menudo. A los dos nos vendría bien. El rancho es demasiada presión.

—Henry, ¿podemos beber vino con la cena?

—Pues claro. ¡Hecho! Será estupendo.

Elisa permaneció en silencio un rato, luego dijo:

—Henry, ¿en esos combates, los hombres se hacen mucho daño?

—A veces un poco, pero no a menudo. ¿Por qué?

—Bueno, he leído que se rompen la nariz, que les corre la sangre por el pecho. He leído que los guantes de boxeo se empapan de sangre y pesan.

Él se giró para mirarla.

—¿Qué ocurre, Elisa? No sabía que leías ese tipo de cosas. —Detuvo el coche y luego viró a la derecha por el puente del río Salinas.

—¿Alguna vez van mujeres a los combates?

—Claro, algunas. ¿Qué pasa, Elisa? ¿Quieres ir? No creo que te gustara, pero si de verdad quieres verlo podemos ir.

Ella se relajó en el asiento.

—Uy, no. No. No quiero ir. Seguro que no. —Él no podía verle la cara—. Bastará con tomar algo de vino en la cena. Será más que suficiente. —Elisa se levantó el cuello del abrigo para que él no viera que estaba llorando débilmente: como una anciana.

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Ficha bibliográfica

Autor: John Steinbeck
Título: Los crisantemos
Título original: The Chrysanthemums
Publicado en: Harper’s Magazine, octubre de 1937
Traducción: Cruz Rodríguez

[Relato completo]

John Steinbeck