Juan José Millás: El cepillo de dientes

Querida Beatriz,

Te escribo en plena luna de miel, desde ese hotel que mira al mar en cuya contemplación perdíamos las horas. No nos han dado la misma habitación que solíamos ocupar tú y yo, pero casi: estamos en la de al lado. Naturalmente, mi mujer no sabe nada de esto. Me pregunto si el venir con ella a los mismos sitios a los que iba contigo es un rasgo de insensibilidad o una muestra de amor. Y, si es una muestra de amor, hacia quién. Los hombres somos muy poco fieles con nuestras parejas, pero es ejemplar la fidelidad que guardamos a sus fantasmas. Ya ves, te quejabas de mis infidelidades y ahora que te has librado de mí estoy, a tu pesar y al mío, contigo a todas horas.

Yo habría entendido que me abandonaras por cualquier otra cosa: por roncar, por no hacer la comida, por lavarme los dientes con tu cepillo (continúo haciéndolo porque una de las pocas cosas que me llevé cuando me echaste de casa fue tu cepillo de dientes), pero no por acostarme con otras. Si alguna vez, en nuestros más de diez años de relación, te fui infiel, no fue precisamente en la cama. ¿Por qué ese temor de las mujeres a que su pareja practique el sexo fuera de casa? Bien, llevas razón, tampoco los hombres lo aceptan, en general al menos. Pero no es mi caso. Ignoro si has tenido alguna aventura extramatrimonial siendo yo tu marido, aunque no me habría importado. Tampoco es que me hubiera gustado saberlo, la verdad, no soy esa clase de perverso, pero no me repugna la idea, y no hay contradicción entre que no me importe y que no quiera saberlo. ¿Acaso te he preguntado alguna vez qué hacías en el cuarto de baño, aparte de limpiarte los dientes?

Pues es lo mismo, las cosas que se hacen con el sexo propio son como las que se hacen en el cuarto de baño: uno no quiere conocerlas, pero las acepta como una necesidad de la naturaleza.

O sea, que nunca te engañé cuando estuve con otras y, si llegaste a saberlo, no fue tampoco por falta de discreción mía, sino por tu excesivo celo investigador. No dejo de preguntarme qué querías demostrar o demostrarte cada vez que estallaba en casa una infidelidad. Ahora que ya no me quieres, puedo decirte que estuve con muchas más de las que tú llegaste a conocer. He practicado el sexo, y continúo haciéndolo, como otros practican la filatelia o el coleccionismo de fascículos: porque necesito saber en qué consiste la práctica de ese deseo que reverdece más cuando más lo agotamos. Soy un curioso, lo sabes, y me gusta averiguar qué hay detrás de las cosas, incluidos los párpados de las chicas y sus bragas.

Lo curioso es que la beneficiaria de mis aventuras todas eras tú. Nunca te he querido más que cuando regresaba a casa después de haberme revolcado en la cama de un hotel con cualquier amante ocasional. ¿Por qué es tan difícil entender algo tan claro? ¿Qué te jugabas tú cuando yo me jugaba la vida arrancando unas faldas nuevas o explorando los jugos de otros cuerpos? Todo eso no tenía ninguna relación con nosotros, ninguna: era tan ajeno a nuestra historia como cuando me iba a jugar al fútbol o tú te ibas al cine con tus amigas. Por cierto, ¿ibas al cine cada vez que decías que ibas al cine? Me parece imposible: durante una época llevé la cuenta de los estrenos y, según mis cálculos, tuviste que ver tres o cuatro veces las mismas películas. No soy un ingenuo y sé que la vida no se agota en la pareja por muy enamorado que estés como yo lo estaba de ti, de manera que en muchas ocasiones me preguntaba adónde ibas en realidad cuando ibas al cine, pero reprimí mi curiosidad por respetar tu espacio, ese espacio secreto cuya invasión mutua es el origen del desastre de tantos matrimonios.

Se me ocurre ahora que quizá también tú me engañabas, pero que no podías hacerlo sin sentirte culpable, de manera que pusiste toda la culpa de mí, como otros colocan su basura en la puerta del vecino: fue un mal negocio, Beatriz; a costa de sentirte limpia destruiste un proyecto amoroso digno de haber durado toda la vida.

Son las siete de la mañana —no he perdido la costumbre de madrugar—. Mi mujer actual, que curiosamente también se llama Beatriz, duerme plácidamente mientras escribo esta carta que no recibirás. Todavía no la he engañado, en parte por falta de tiempo (llevamos siete días casados), pero sobre todo porque creo que no la quiero hasta ese punto; ella tampoco a mí, es cierto: nos hemos encontrado en ese tramo de la vida en que uno ya sabe lo que puede obtener del otro y a qué precio. El nuestro será un matrimonio apacible, pero sin pasión. En la habitación de al lado —la nuestra— quizá duerme una pareja como nosotros, que todavía ignora que fracasará por un exceso de amor. Voy a engañarte de verdad por primera vez, por rabia: voy a entrar en el cuarto de baño y me voy a limpiar los dientes con el cepillo de mi esposa. Si, desde donde estés, no te das cuenta, es que tampoco lo nuestro mereció la pena. Besos.

© Juan José Millás: El cepillo de dientes. Publicado en Cuentos de adúlteros desorientados, 2003.