Juan Radrigán: El asesino

Susana у Luis, humildes y desesperados, esperan.
La Posta es estrecha y limpia, violentamente iluminada: afuera, la noche es negra y fría, otra vez llueve, desde adentro se escucha el desolado sollozar del viento arrastrándose por las calles mojadas: alguien pasa de cuando en cuando, rápido y encorvado bajo la lluvia, como fantasma que huye de sí mismo.
—Viejo… no puedo más —se queja ella.
Está por alumbrar y el dolor corre por sus entrañas, como un río de fuego y de agujas.
—¡No puedo más! —repite con desesperación.
Luis la recorre tristemente con la vista: ojos hundidos; rostro manchado; pelo apegado al cráneo, húmedo y lacio; dentro: angustia, miedo y dolor. Susana: ésa era su Susana… Hacía poco tiempo, ella tenía el corazón de una rosa alegre en los labios, ahora había un montón de esperanzas vencidas en el fondo de sus ojos, y una rebelde súplica de piedad en él hueco de sus manos, agarrotadas sobre el redondo estómago. Siente que algo como la proximidad de un llanto, le aprieta la garganta. Pero no puede hacer nada, eso es lo más terrible: no puede hacer nada por su esposa. Enciende un cigarrillo y se queda mirando el vacío estúpidamente. En medio de su corazón sangra un esclavo milenario…
Susana otra vez, como gota de martirio:
—¡Ya no aguanto… por Dios… haz algo Luchito!
—¡Cállate! —ordena él exasperado—, yo tampoco puedo más.
—¡Pero, Lucho, por favor!
Luis va donde la encargada de la posta, o lo que sea esa mujer de blanco que escribe. Pone sus grandes manos tiritonas sobre el pulido escritorio.
—Señorita: Susana está sufriendo mucho, ¿no puede hacer algo usted?
Ella apenas alza la cabeza.
—No, ya se lo dije: no puedo.
—¡Pero mi mujer ya no puede resistir!
—Sí puede —responde ella con calma—, ya la vi. Queda mucho tiempo por delante. Siéntese y espere tranquilo, no se ponga nervioso. Cualquiera creería que es Ud. el que va a tener la guagua.
—¿Es el primero?
—No, tenemos dos ya.
—¿Entonces…?
—¡Pero es que sufre mucho: mírela!
Susana se retorcía en otro espasmo.
Luis se desespera:
—¿No hay nada que le pueda calmar los dolores? ¿No hay médico aquí?
—¡Uuuff —hace la mujer, cansada del diálogo—, ya le he explicado tanto: su señora no se va a mejorar todavía: le falta, le falta. ¿Entendió? Y el doctor no la puede atender aún, porque está operando de urgencia a un enfermo de hernia.
A pesar del frío reinante, el cuerpo de Susana está cubierto de transpiración. Cierra los ojos cuando Luis llega a su lado y se aferra a él con fuerza ciega y terrible.
—¡Por favor… por Dios… Oooh!
—¡Cállate ya!
—¡Luis… Luchito… Luchito!
Luis gira los ojos desesperado, como pidiendo piedad. Pero allí sólo hay paredes desnudas y una mujer de blanco escribiendo impasible. “¡Se va a morir si no la atienden luego!” Piensa. Y dirigiéndose a ella:
—¡Vamos, la vieja Agustina te atenderá!
—¡Espere hombre! ¿qué va a hacer? —le grita la encargada de la Posta.
—¡Me la llevo, c… —le dice un insulto tremendo. Luego, medio cargando a Susana sale.
La noche los recibe bramando sordamente. El viento hace daño, pero lo peor es la lluvia: no hay en las calles desnudas, dónde librarse de ella: los sigue paso a paso, sin dejarlos un segundo, cae sobre ellos con una persistencia malvada: les empapa el pelo, corre por sus rostros doloridos, llega al cuello, al pecho, al corazón y al alma. La noche los castiga con furia despiadada, es como si quisiera borrarlos de la tierra.
Susana, grotescamente ataviada con el vestón de él y su bufanda, parece la figura extraviada de un dibujante loco. Reza y gime sin cesar, mordiendo lágrimas y plegarias.
Por el camino, Luis le pega. No puede evitarlo, fuera de sí por sus quejidos, por la indiferencia de todos, por la lluvia y el viento, se para ante ella y la golpea en la boca con la mano cerrada. Siente un alivio desesperado, es como si hubiese golpeado al mundo. Susana, doblemente herida, se deja caer blandamente sobre la tierra mojada. La lluvia cae libremente sobre ella, pero no le importa. Es como si algo hubiese explotado en su interior, como si alguna cosa hubiese saltado hecha pedazos. Todo en ella se dobla, se humilla tristemente; todo denota una absoluta falta de fuerzas. Es un cansancio espantoso de todo. Ha llegado más allá de todo límite, no le importa nada de nada. Sólo quiere hundirse en la tierra, caer a un pozo negro, a un abismo sin fin: desaparecer, desintegrarse, no vivir nunca más, nunca más…
Luis la coge en brazos y sigue caminando lentamente. El también hubiese querido tirarse sobre la tierra, pero no podía hacerlo, él nunca podía hacer nada de lo que deseaba hacer; siempre estaba encadenado por una u otra causa. Era casi extraño, casi abismante, casi aterrador.
Embarrado y sombrío, como la tierra que pisa, no se da cuenta siquiera, de que va llorando.
Cuando al fin consigue llegar a la población, y luego a la casucha, abre la puerta de una patada, deja a Susana sobre el camastro y enciende el chonchón. Carmen y Ana, despiertan sobresaltadas: Ana, que tiene cinco años, agita los flacos brazos y rompe a llorar. Luego grita:
—¡Mamita! —y se arroja sobre ella.
—¡Séquenla bien, babosas! —ordena Luis y sale a buscar a la vieja Agustina, la partera de la población, que es borracha, buena y fea.
Las destartaladas casuchas, parecen fantasmas que en su marcha hacia la nada, se han detenido a descansar un poco: Ladra un perro; corre viento; hace frío; todo está oscuro: llueve. El barro ha convertido sus zapatos en dos cosas amorfas, pesadas y frías. Su cuerpo tirita, como atacado de epilepsia. Le duelen las rodillas y los brazos. Llega. Golpea.
—¡A molestar a otra parte, desgraciados, que esta no es noche para nacer! —chilla la vieja Agustina desde el fondo de su choza.
Luis no está para bromas y pega a la puerta con pies y manos.
—¡Qué te hecho abajo la casucha!
—¡Qué te parto el alma! —contesta la vieja desde adentro, y tira un zapatazo contra la puerta.
Luis insiste.
Ella se levanta maldiciendo crudamente. Lo enfrenta con furia:
—¿Qué te has creído, infeliz? ¿Qué soy china tuya? ¡Más que pesco un palo y te re’parto el alma! Apostaría a que no tienes ni para pagarme: al fiado y apurando el perla, ¿qué les parece?
—¡Vamos apúrese que la Susana está mal!
—¿Cómo que está mal? ¿No es un crío?
—Sí, pero…
—¡Qué aguante!
—¡No puede más! ¡Yo tampoco!
—Paciencia, hijo, paciencia. Deja ponerme el chalcito, ¿No ves como llueve? Sécate un poco Luis, estás estilando… Noche de San Juan, mala noche para nacer, Luis: los males salen a vagar… mala noche para nacer…
—¿Qué dice? —pregunta Luis inquieto.
—Nada, hijo, nada: vamos.
La lluvia no ha dejado de caer un minuto. Cae, cae, parece que el mismo cielo se está deshaciendo. “Ya no habrá cielo”. Piensa la vieja. “Noche de San Juan, mala noche te tocó Susana, hasta el cielo muere”.
Luis resbala en el barro y cae pesadamente. Se alza maldiciendo, con el rostro manchado y las manos heridas. El cielo está tan negro que es imposible verlo. ¿O ha desaparecido? En todas las callejuelas que se abren entre las trágicas viviendas, se han formado charcas, y el agua cae sobre ellas con un ruido monótono y lúgubre, cae sobre los débiles techos de las chozas y golpea angustiosamente en el corazón de los que no duermen.
—¡Qué te caigas muerto, si me has hecho levantar en balde, infame! —sentencia la vieja, cuando llegan.
Y luego, cuando ve a la parturienta:
—¡Dios mío! ¿qué le ha pasado?
No tiene tiempo de enterarse
—¡Ya nace, ya nace! —grita y aparta a manotazos a las dos niñas que se aferran a la cara de su convulsa madre. Ana trastabilla y va a caer junto a la cómoda. Carmen la abraza llorando: el desconcierto las aplasta, como una masa oscura y pesada.
—¡Sujétale las manos…! ¡No, mejor calienta agua!… ¿Pero, qué pasa? ¡Luis, Luis, ella no va a resistir!
Espantosamente impotente. Luis asiste a la muerte de Susana y a la vida del deforme ser.
Queda un momento inmóvil. Terriblemente inmóvil. Le parece que de pronto ha quedado vacío: es una sensación nueva, extraña y cruel. Así debe ser la muerte… luego, en cosa de segundos todo cambia: un odio irracional estalla dentro de él, le inunda el cuerpo, lo mismo que lava ardiente. Es todo odio y furia. Se mira las manos, las crispa. Suda… quiere matar.
Ante la horrorizada mirada de la vieja, coge al pequeño ser. “¡No, no!” Grita una inmensa voz sin ruido. “¡Lo mato, lo mato!” De su frente brota un sudor tibio, copioso. Le baña las cejas, le tapa los ojos, lo ve todo turbio, borroso, como si estuviese borracho. Susana y otra gran voz, antigua como él mismo, piden piedad para el inocente desde lo más profundo de su conciencia. “¡No, no!” Vacila: lo vencen. Pero antes de soltarlo, le arroja en la cara, todo su odio, rencor y amargura en una sola palabra:
—¡Asesino!
Afuera, por entre las casuchas desoladas, el viento aúlla ferozmente y el agua cae sin cesar. Como sumida en un pozo de miedo: con las manos ensangrentadas aún, la vieja Agustina, piensa tristemente en que afuera ya no existe cielo.

© Juan Radrigán: El asesino. Publicado en Los vencidos no creen en dios, 1962.

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