«Las tres gracias», relato de Julio Ramón Ribeyro incluido en Relatos santacrucinos (1992), explora las tensiones de una comunidad burguesa en Lima ante la llegada de tres misteriosas y atractivas mujeres. Su presencia desata un torrente de chismes y prejuicios, alimentados por la curiosidad y el deseo reprimido de los vecinos. Ribeyro utiliza una narrativa sutil y mordaz para desentrañar los mecanismos sociales que transforman la sospecha en condena, cuestionando la moralidad y la hipocresía de la vida urbana. El cuento es un agudo retrato de la intolerancia y el poder destructivo del rumor en una sociedad cerrada y vigilante.
Las tres gracias
Julio Ramón Ribeyro
(Cuento completo)
En todos los chalés de la cuadra y del barrio vivían matrimonios fidedignos con uno o varios hijos, respetables familias burguesas que se frecuentaban o al menos se saludaban —los señores quitándose el sombrero—. Por eso la aparición de tres mujeres que alquilaron el departamento situado encima de la bodega de don Eduardo causó un verdadero revuelo. Tanto más cuanto que las tres eran jóvenes, guapas, fachosas y, según se dijo, oriundas de la tórrida comarca de Loreto.
Al principio el barrio no supo por dónde cogerlas y se dedicó a observarlas. Eran presumiblemente hermanas, pues, a pesar de su diferencia de morfología, tenían un aire de familia, salvo que este se explicase por la región selvática de donde provenían.
La mayor debía tener unos veinticinco años, era un poco entrada en carnes, de talla mediana, lucía trajes vistosos y cara redonda, solar, que anunciaba un carácter alegre y dispuesto a la convivialidad. La segunda, de unos veinte años, era menudita, linda de rasgos y de figura, llevaba siempre pantalones ceñidos de colores apastelados —rosa, celeste, pistacho— y sandalias con tacos muy altos para aumentar su estatura. A diferencia de la mayor, andaba siempre muy seria, mirando al suelo, indiferente a lo que ocurría a su alrededor. Pero la tercera era la joya del trío: no se le daba más de dieciocho años, era altísima para la norma de entonces —debía medir un metro ochenta—, de piernas muy largas y perfectamente torneadas, cintura estrecha, nalgas prominentes, senos turgentes sin ser exagerados, usaba vestidos sedosos —uno rojo en especial— que eran como una segunda piel sobre su piel y calzaba algo así como zapatillas de bailarina, sin suela, como si quisiera por condescendencia rebajar su altura para ser más accesible a la contemplación de los humanos. Su andar era muy pausado y lánguido, acompañado de un meneo de caderas tan cadencioso que papá, tan reservado en lo que concernía a las mujeres, se detenía cada vez que se cruzaba con ella, se daba la vuelta y la observaba sonriente, con el busto muy inclinado hacia adelante, en una actitud obviamente teatral. Ella sabía además que era observada y que iba dejando al pasar un reguero de miradas ávidas, de bocas abiertas y de proyectos licenciosos. Por eso, sin darse por aludida, lucía siempre en sus labios una sonrisilla sardónica, que era una muestra de su desdén por tantos sueños inútiles y un emblema de su poder. Las tres, por último, eran de piel muy blanca, pero de cabello y ojos negrísimos.
Nos llamó la atención también que, viviendo en el mismo departamento, salían siempre separadas y a horas diferentes. Sus salidas tenían objetivos muy precisos, al menos en nuestro territorio: comprar algo en la bodega de los bajos, ir a la farmacia, caminar un rato bajo los ficus de la avenida Espinar o apresurarse hasta el paradero de taxis. No tenían un solo amigo o relación en el barrio, no recibían a nadie en su casa, no respondían a ningún piropo callejero ni aceptaban ningún abordaje. Eran realmente irreprochables.
¿Por qué corrió entonces el rumor de que eran putas?
¿Qué certidumbre había?
¿Quién podía dar un testimonio?
Todo se basaba en una fina red de suposiciones. Primero, que eran loretanas —lo que no estaba probado, alguien lo dijo una vez y fue aceptado como una verdad absoluta—, eran loretanas pues y, para los limeños, las selváticas tenían fama de ser ardientes, desprejuiciadas y fáciles. Segundo, que vivían solas en un departamento un poco de media mampara, pues quedaba en los altos de la única chingana de la cuadra, donde recalaban noctámbulos y borrachines. Tercero, que ninguna de ellas tenía al parecer trabajo regular en oficina, tienda o empresa, pues sus entradas y salidas no se ajustaban a ningún horario ni a las exigencias de una ocupación estable. Por último, su propio aspecto: sensuales, muy maquilladas, tan animalmente atractivas, esas mujeres solo podían dedicarse a la fornicación venal.
Como se ve, se trataba de presunciones ridículas, que no estaban refrendadas por ninguna prueba. En el caso de la mayor, sin embargo, hubo algo así como un indicio, que cayó a pelo para los chismosos: se la vio a menudo entrar y salir a horas tardías por la puerta cochera de la embajada de Brasil, residencia que ocupaba toda una manzana frente a nuestra casa. De inmediato se dijo que era la amante del embajador. ¿No existía acaso entre loretanos y brasileños una predestinación al entendimiento debido a su vecindad geográfica, su clima tropical y cierta comunidad de gustos y costumbres? Nada más natural que una hija de Loreto, sin tener que navegar por el Amazonas, llegara directamente a la cama del representante del gobierno de Brasil. Lo que nadie dijo es que por esa puerta cochera se accedía también a la casa de una modesta costurera instalada en los altos del garaje, a la que recurrían respetables damas del barrio para encargarle trabajos menudos.
De hermana barragana, hermana putana, se pensó. Es así que el prejuicio que cayó sobre la mayor se hizo extensivo a las menores. A la intermedia por sus pantalones ajustados y porque a veces encendía un cigarrillo en plena vía pública. Con esta fue la única —y quizá yo el único del barrio— con quien tuve un contacto fugaz. Siendo la menos fachosa era la que más atraía, quizá por su fina silueta y su andar pensativo, mirando siempre el suelo. Una o dos veces por semana caminaba hasta una de las bancas de la avenida Espinar y se sentaba bajo los ficus a leer un libro. Desde la ventana de mi escritorio la observé varias veces y una mañana, a pesar de mis quince años y de mi timidez, decidí abordarla. Salí a pasearme por la avenida y, en un momento dado, al pasar frente a ella, la interpelé para preguntarle la hora. Levantó la mirada con curiosidad, sorprendida tal vez de lo poco original de mi pretexto para entablar una conversación, me dio la hora y prosiguió su lectura. Aproveché para ver lo que estaba leyendo y advertí que se trataba de Los hermanos Karamazov, en la edición argentina que yo tenía en casa. Quise valerme de esta coyuntura para intentar una charla literaria, pero las dos o tres preguntas que le hice fueron respondidas con tal laconismo y frialdad que no tuve más remedio que batirme en retirada. Pero fue sobre todo con la menor, la más guapa de todas, que se cebó la maledicencia del barrio. Se decía que bailaba en una boite, que era la amante de un ministro, que iba todas las tardes a una lujosa casa de citas, que la habían visto en un banco empozando un abultado paquete de dólares. Se decía, pero ese se no tenía ni rostro ni nombre. Para colmo, fue la única de las tres que se atrevió a exhibirse con un hombre, lo que aparte de un cargo irrefutable fue considerado como una afrenta a la dignidad del barrio.
El tipo apareció una tarde y se detuvo en una de las esquinas de la embajada de Brasil. De inmediato llamó la atención, pues no era de Miraflores. Nuestro balneario había crecido en los últimos años, pero aun así todo el mundo se conocía y a ese tipo nadie lo había visto ni en pelea de perros. Pero aparte de eso tenía una pinta extraña: muy alto, bigotudo, medio zambo, lucía terno y corbata, pero su terno era demasiado grueso para el calor veraniego, su saco tenía los hombros muy anchos y descolgados y sus pantalones le quedaban ligeramente cortos. Usaba corbatas chillonas, se echaba brillantina al peinado, calzaba zapatos acharolados y puntiagudos. Era un huachafo, en suma.
Al comienzo se pensó que era un soplón que venía a vigilar la embajada, pero, cuando la menor surgió en su sedoso traje rojo para darle el encuentro y pasearse con él hasta el anochecer, el barrio se estremeció y se convirtió en un ojo alerta y despiadado. Esos paseos se prolongaron durante varios días. La pareja daba diez o veinte vueltas a la manzana, sin tocarse, hablando poco y sosegadamente. Pero ¡qué importaba! Y, a pesar de que a las dos o tres semanas el tipo no vino más (se trataba quizá de un simple galán o de un paisano o pariente lejano de paso por la capital), todos reconocieron en él la pieza que faltaba en el acta de acusación: el caficho que administraba una célula familiar de prostitutas.
Hacia fines del verano la situación se deterioró. Las loretanas eran un asunto local, santacrucino y, mal que bien, nosotros éramos personas educadas. Aparte de los chismes, rumores y embustes que circulaban, nadie tuvo en el barrio gestos ofensivos o destemplados hacia ellas. Pero los barrios y los balnearios se comunican por un correo invisible y en otros lugares se enteraron de que a vuelta de nuestra casa, detrás de la embajada de Brasil, vivían tres regias putas en un departamento. Desde entonces comenzaron a aparecer automóviles al anochecer que se detenían bajo las ventanas de las tres loretanas. Sus pilotos esperaban un rato, se impacientaban, tocaban a veces el claxon y algunos incluso —jóvenes, guapos, deportivos, altaneros, pero decididamente nulos y tristes si tenían que recurrir al amor pagado— descendían para tocar el timbre de la casa, sin obtener nunca respuesta. Luego de varias intentonas, uno por uno iban desapareciendo en sus relucientes bólidos, sin regresar jamás.
Las hermanas debían estar hartas de estas manifestaciones que les hacían la vida imposible. El puntillazo se lo dio el imbécil que nunca falta en estos casos y que se convierte en el vector del destino. Un mequetrefe que vivía en Barranco, porque había estudiado en Estados Unidos y tenía un carrito descapotable, pretendía ser un playboy y persistió en cuadrarse todas las noches bajo la ventana de las loretanas. Estuvimos presentes la vez en que, desesperado de tocar el claxon o el timbre de la casa sin ningún resultado, se desquitó con una vileza. Como en los altos había luz y una de las ventanas estaba abierta, sacó unas monedas del bolsillo y dijo que a las putas había que llamarlas «como se hacía en San Francisco». Lanzó entonces un puñado de monedas contra el edificio y algunas penetraron por la ventana. Al poco rato, las luces del departamento se apagaron. El idiota lanzó unas cuantas piezas más y luego de esperar inútilmente una respuesta, aunque fuese un insulto, se fue muriéndose de risa, pero de risa despechada, diciendo que esas mujeres no estaban a su altura. Su ridículo carrito se perdió en las noches de Santa Cruz dejando una estela de humo pestilente.
El vaso se había rebasado. De un día para otro no se vio más a las bellas loretanas. Quienes las codiciaban, quienes las envidiaban, quienes las detestaban, espiaron en vano su paso por las calles del barrio. Como llegaron, se fueron, discretamente, sin aviso ni despedida, dejando en lo vago todo lo que les atañía. Nunca más se supo de ellas ni nadie dijo haberlas visto en algún otro lugar, ciudad o país. Pero donde se encontrasen, estoy seguro de que debían recordarnos con odio.