Lev Tolstói: ¿Cuánta tierra necesita un hombre?

«¿Cuánta tierra necesita un hombre?», cuento de Lev Tolstói, es un relato cautivador que explora la ambición humana y sus consecuencias. La historia sigue a Pajom, un campesino ruso que, insatisfecho con su porción de tierra, se embarca en una búsqueda insaciable por adquirir más. El diablo, siempre atento a aprovecharse de los deseos humanos, decide satisfacerlo y darle toda la tierra que Pajom cree necesitar. Considerado por James Joyce como el mejor cuento jamás escrito, a lo largo de él, Tolstói examina la esencia de la codicia y cómo esta puede cegar a los individuos, llevándolos a despreciar lo que tienen en pos de un deseo nunca saciado.

Lev Tolstói - Cuánta tierra necesita un hombre

¿Cuánta tierra necesita un hombre?

Lev Tolstói
(Cuento completo)

I

La hermana mayor, que estaba casada con un comerciante y residía en la ciudad, fue a la aldea a visitar a su hermana menor, mujer de un campesino. Mientras tomaban el té, la mayor no hacía más que elogiar la vida de la ciudad; vivía allí con sus hijos en una casa limpia y espaciosa, comía dulces, bebía lo que le gustaba y solía ir de paseo y frecuentar los teatros.

La hermana menor, sintiéndose dolorida, comenzó a despreciar la vida de los comerciantes, realzando la de los campesinos.

—No cambiaría mi vida por la tuya. Nuestra existencia es gris, pero no conocemos el miedo. Bien es verdad que vosotros vivís mejor; sin embargo, si unas veces vendéis mucho, otras estáis expuestos a arruinaros. Bien dice el refrán: “Las ganancias y las pérdidas, hermanas gemelas.” A veces suele suceder que uno es rico hoy y mañana tiene que mendigar. La vida de los campesinos es más segura; nunca seremos ricos; pero siempre tendremos qué comer.

— ¡Pero cómo! ¡En compañía de cerdos y terneros! Vivís sin ninguna comodidad; y, por más que se afane tu hombre, moriréis entre el estiércol que os rodea. Y vuestros hijos tampoco verán otra cosa —replicó la hermana mayor.

— ¡Qué le vamos a hacer! Nuestro oficio lo exige. En cambio, no tenemos que doblegarnos ante nadie y a nadie tememos. En la ciudad vivís entre una serie de tentaciones. Hoy estáis bien, pero quizá mañana tiente el diablo a tu marido con las cartas, el vino o cualquiera otra cosa por el estilo. Entonces, todo irá manga por hombro. ¿Acaso no suceden estas cosas?

Pajom, el marido de la hermana menor, sentado en la estufa, escuchaba la charla de las mujeres.

—Es la purísima verdad —exclamó—. Cuando uno se acostumbra desde pequeño a trabajar la madrecita tierra, ninguna materia puede sorberle el seso. Lo único malo es que tenemos pocas tierras. Si tuviésemos todas las que queremos, no temeríamos ni al diablo.

Después de tomar el té, las mujeres hablaron de trajes, recogieron los cacharros y se fueron a acostar.

El diablo estaba tras de la estufa y había oído esa conversación. Se alegró de que la mujer del campesino indujera a éste a jactarse de que, si tuviera tierras, no temería al diablo.

“Está bien; te daré mucha tierra y así podré apoderarme de ti”, pensó.

II

Junto a los campesinos vivía una propietaria, dueña de ciento veinte desiatinas de tierra. Trataba bien a los campesinos, y nunca les había perjudicado. Pero un día tomó a un soldado retirado como administrador; y éste empezó a poner multas a diestro y siniestro. Por más cuidado que tuviera Pajom, tan pronto se metía un caballo en un campo de avena, tan pronto una vaca entraba en el huerto o las terneras se internaban en los prados; y constantemente tenía que pagar multas.

Pajom las pagaba; pero luego reñía y pegaba a los suyos. Aquel verano sufrió mucho, por culpa del administrador. Cuando llegó la época de encerrar al ganado, sintió un gran alivio, a pesar de que tendría que procurarle el pienso. En invierno circuló el rumor de que la propietaria quería vender sus tierras y que las iba a comprar el posadero del camino real. Al enterarse de ello, los mujiks se desanimaron. “El posadero acabará con nosotros, a fuerza de multas. Estaremos mucho peor que con nuestra ama. No podemos vivir sin esta tierra”, se dijeron. Fueron, pues, a ver a la propietaria, para rogarle que no vendiera la tierra al posadero; y le dijeron que estaban dispuestos a pagarla más cara. La propietaria accedió. Los campesinos se unieron en consejo, para tratar de comprar la tierra entre todos; pero no se pusieron de acuerdo. Era como si interviniera el diablo; no había manera de concretar el asunto. Entonces decidieron comprar parcelas por separado y que cada cual adquiriese la cantidad que pudiera. La propietaria accedió a esto también. Pajom se enteró de que su vecino había comprado veinte desiatinas, que había pagado la mitad y que la otra mitad la pagaría a plazos, en varios años; y sintió envidia. “Van a comprar toda la tierra y me quedaré sin una sola parcela”, pensó. Entonces dijo a su mujer.

—Todos compran tierras; también nosotros deberíamos comprar unas cuantas desiatinas. No podemos continuar así. El administrador acabará con nosotros, a fuerza de multas.

Meditaron sobre la manera de comprar la tierra. Tenían cien rublos ahorrados, vendieron un potro y la mitad de las colmenas, colocaron de obrero al hijo y pidieron prestada una cantidad a su cuñado. Con todo eso reunieron la mitad del dinero necesario.

Entonces Pajom fue a examinar la tierra, eligió quince desiatinas que tenían una parte de bosque y fue a ver a la dueña. Después de discutir sobre el precio, llegaron a un acuerdo; y Pajom entregó una señal. Fueron a la ciudad, para hacer la escritura de venta. Pajom entregó la mitad del dinero, comprometiéndose a pagar la otra mitad en un plazo de dos años.

Así fue como adquirió aquella tierra. Compró grano y sembró. Tuvo tan buena cosecha, que en un año pudo pagar la deuda a la dueña y a su cuñado. Desde entonces fue propietario. Araba, sembraba, segaba, talaba árboles y llevaba a pastar a los animales a sus propias tierras. Cuando salía a dar una vuelta por los prados, se quedaba embelesado. Le parecía que hasta la hierba y las flores eran distintas en su tierra. Antes, cuando pasaba por aquellos lugares, le parecía que no tenían nada de extraordinario; en cambio, ahora se le antojaban con cualidades especiales.

III

Pajom estaba muy contento de su vida. Todo hubiera sido perfecto, a no ser porque los campesinos empezaron a hollar sus campos de mieses y sus prados. Pajom les suplicó que no lo hicieran; pero aquéllos no se enmendaban: tan pronto los pastores dejaban entrar las vacas en los prados, como los caballos pisoteaban los sembrados. Al principio, Pajom les echaba de allí y perdonaba a los campesinos; pero llegó un momento en que se hartó y fue a quejarse a las autoridades de la aldea. Pajom sabía que los mujiks no hacían esto intencionadamente, sino por falta material de espacio; no obstante, se decía: «No es posible dejarlos; me echarían a perder toda la cosecha. Hay que darles una lección.”

Dio la queja una y otra vez, y pusieron multas a algunos campesinos. Los vecinos empezaron a tenerle ojeriza y, a veces, le hollaban los sembrados a propósito. Una vez, uno de ellos le robó diez tilos, para aprovechar la corteza. Al pasar por el bosque, Pajom advirtió que algo blanqueaba en el suelo y vio unos troncos derribados. ¡Si al menos hubiesen cortado los tilos de los extremos, dejando algunos aquí o allá, pero no, los habían talado todos seguidos! Pajom se encolerizó. “Si me enterase quién ha sido, me vengaría con todas las de la ley”, se dijo. Después de pensarlo mucho, decidió que no podía ser nadie más que Siomka. Se dirigió al corral de éste; pero no encontró ninguna prueba, y lo único que consiguió fue reñir con él. Entonces se convenció aún más de su culpabilidad. Presentó una denuncia. Formaron juicio a Siomka; pero salió absuelto, ya que no había pruebas en contra. Entonces Pajom se enfadó mucho y riñó con los jueces y con el starshina. “Estáis confabulados con los ladrones. Si vivierais honradamente, no podríais absolverlos.” Desde entonces, Pajom vivía más holgadamente en la tierra; pero con más estrechez en el mundo. Por aquella época, corrió el rumor de que los campesinos emigraban para instalarse en lugares nuevos. “Yo no tengo por qué abandonar mis tierras; pero si se fueran algunos vecinos nuestros, estaríamos más anchos. Compraría sus tierras y viviríamos mejor. De otro modo, estamos estrechos”, pensó Pajom.

Un día en que se hallaba en su casa, entró un caminante. Pajom le ofreció de comer y cama para pasar la noche. Cambiaron unas palabras y Pajom le preguntó de dónde venía. El caminante contó que regresaba desde más allá del Volga, donde había estado trabajando. Dijo que algunos campesinos habían ido a instalarse allí. “Se han inscrito en el Municipio y les han dado diez desiatinas de tierra por persona. Es tan fértil, que el centeno es altísimo; no se podría ver a un caballo en pie; y tan grueso, que cinco puñados forman un haz. Uno de los campesinos que al llegar era muy pobre, cuenta ahora con seis caballos y dos vacas”, terminó diciendo el caminante.

Pajom sintió que se le henchía el corazón de gozo. “¿Por qué había de penar aquí, en estas estrechuras, si puedo vivir a gusto en otro lugar? Venderé mis tierras y mis animales; y, con ese dinero, me construiré una casa y pondré una granja. Es un pecado vivir estas estrechuras. Pero tengo que enterarme de todo personalmente”, se dijo.

Preparó las cosas y, al comenzar el verano, emprendió el camino. Fue a Samará por el Volga, embarcado en un vapor; y luego recorrió cuatrocientas verstas a pie. Al llegar, comprobó que todo lo que le había dicho el caminante era cierto. Los campesinos vivían holgadamente, cadauno tenía sus diez desiatinas de tierra y el Municipio acogía de buena gana a los nuevos. Si alguno tenía dinero, además de la parcela que se le asignaba, podía comprar, con derecho a perpetuidad, la cantidad que quisiera. La mejor tierra costaba a tres rublos la desiatina y uno podía comprar toda la que le viniera en gana.

Enterado de todo, Pajom volvió a su casa a principios del otoño. Vendió sus tierras con beneficio, así como los animales, se dio de baja en el Municipio; y, al llegar la primavera, se trasladó con su familia al nuevo lugar.

IV

Una vez allí, se inscribió en el Municipio de una gran aldea. Obsequió a los viejos con unas copitas y arregló los documentos. Para las cinco personas que formaban su familia, le asignaron cincuenta desiatinas de tierra, en diferentes campos, además de los terrenos de pasto; y Pajom se construyó una casa y compró animales. Sólo en tierras concedidas tenía ahora tres veces más que antes. Además, la tierra era muy fértil. Su vida en la aldea nueva resultaba diez veces mejor que la anterior. Podía mantener a todos los animales que quisiera.

Al principio, mientras construía la casa y se instalaba, estaba muy contento; pero no tardó en sentirse estrecho allí también.

El primer año sembró trigo en la tierra que le concedieron, y tuvo buena cosecha. Hubiera querido sembrar más cantidad; pero eran escasas las tierras que servían para ello. Allí se siembra el trigo en tierras de pan llevar. Se cultivan un año o dos y luego se las deja descansar hasta que estén en condiciones de dar nueva cosecha. Son muchos los aldeanos que quieren tener tierras de pan llevar; y no hay bastantes para todos. Así, pues, surgen disputas. Los más ricos las cultivan; pero los pobres las arriendan a los comerciantes, para poder pagar las contribuciones. Pajom tomó tierras en arriendo por un año. La cosecha se le dio bien; pero el campo estaba lejos de la aldea, a unas quince verstas. Advirtió que en aquella región los comerciantes y campesinos vivían en granjas, y se enriquecían. “Me vendría muy bien comprar aquí una parcela de tierra a perpetuidad, y edificar una casa de campo”, se dijo. Desde entonces no hizo más que pensar en la manera de adquirir tierras a perpetuidad.

Vivió así por espacio de tres años. Tuvo magnificas cosechas de trigo; y esto le permitió ganar dinero. Pero le molestaba tener que arrendar las tierras, porque dondequiera que hubiera una buena parcela también acudían otros campesinos, y si no llegaba a tiempo, se quedaba sin ella. Así, pues, al tercer año compró unos prados a medias con un comerciante; pero cuando ya los había labrado, tuvieron un juicio y perdió su trabajo: “Si la tierra fuese mía, no habría de rebajarme ante nadie, ni tendría disgustos”, pensó Pajom.

Al informarse dónde podría comprar tierras a perpetuidad, se encontró con un mujik que vendía quinientas desiatinas, a precio muy barato, porque se había arruinado. Pajom entró en tratos con él. Tras de regatear mucho, convinieron en mil quinientos rublos, pagaderos, mitad al contado, mitad a plazos. Un día, un comerciante se detuvo en casa de Pajom, para dar pienso a los caballos. Él le ofreció té y empezaron a charlar. El comerciante refirió que venía del territorio de los bashkires, donde había comprado cinco mil desiatinas de tierra por mil rublos. Pajom le hizo una serie de preguntas. El comerciante dijo las siguientes palabras:

—Lo único que he hecho ha sido halagar a los viejos. Les he regalado vestidos, alfombras y té, por valor de cien rublos; y obsequié con buen vino a los que bebían. Así pude comprar la tierra a razón de veinte copecks la desiatina.

Enseñó a Pajom el contrato de venta.

—La tierra está situada a lo largo de un riachuelo y es de pan llevar.

—No es posible recorrer ese territorio ni en un año. Pertenece a los bashkires, que son inocentes como unos corderos. Se pueden conseguir sus tierras casi de balde.

“¿Por qué he de gastar mil quinientos rublos en quinientas desiatinas y contraer una deuda cuando allí, por el mismo dinero, podría ser propietario Dios sabe de cuánta tierra?”, se dijo Pajom.

V

Después de enterarse del camino para ir a aquellas tierras, Pajom se dispuso a emprender el viaje. Dejó la casa en manos de su mujer; y se fue, acompañado de un obrero. Al pasar por la ciudad, compró una caja de té, vino y todo lo que el comerciante había dicho. Recorrieron unas quinientas verstas; y, al séptimo día, llegaron al campamento de los bashkires. Todo era, en efecto, tal y como el negociante le había referido. Los bashkires vivían en la estepa, a lo largo de un riachuelo, en unas tiendas de campaña, de fieltro. No cultivaban la tierra ni comían pan. En las estepas pastaba el ganado. Los potros estaban atados junto a las tiendas de campaña; y, dos veces al día, llevaban allí a las yeguas, las ordeñaban y con su leche preparaban kumys. Las mujeres hacían quesos y los hombres no se dedicaban más que a beber kumys y té, comer carnero y tocar la flauta. Todos eran sanos y alegres; y pasaban el verano en continua fiesta. Los bashkires eran ignorantes y no sabían hablar ruso; pero se mostraban muy acogedores con los forasteros.

En cuanto vieron a Pajom, salieron de sus tiendas a recibirle. Había entre ellos un intérprete. Pajom le dijo que venía a comprar tierras. Los bashkires se alegraron mucho. Llevaron a Pajom a una tienda muy confortable, donde lo invitaron a sentarse en alfombras y cojinetes de plumón. Luego, mientras se instalaban en torno a él, le ofrecieron té y kumys. También lo obsequiaron con carne de carnero. Pajom sacó los regalos que había traído en el carro; y los repartió entre los bashkires. Estos, muy contentos, charlaron entre sí, ordenando después al intérprete que tradujera sus palabras.

—Me mandan decirte que te han tomado afecto y que tenemos por costumbre dar a un huésped cuanto el plazca y devolverle regalo por regalo —dijo éste—: Tú trajiste cosas; ahora vas a decimos lo que te gustaría tener, para que te lo ofrezcamos.

—Lo que más me gusta es vuestra tierra—replicó Pajom—. En nuestro país estamos estrechos y, además, la tierra está agotada. En cambio, vosotros tenéis grandes extensiones de buena tierra. Jamás he visto otra igual.

El intérprete tradujo las palabras de Pajom. Los bashkires discutieron entre sí. Pajom no entendió lo que decían; pero comprendió que estaban contentos, porque gritaban y reían. Finalmente, se quedaron mirando a Pajom, mientras el intérprete le decía:

—Me encargan de comunicarte que, por tus regalos, te darán, con mucho gusto, toda la tierra que deseas. No tienes más que señalar con un dedo la que te agrada, para que sea tuya.

Los bashkires volvieron a hablar entre sí; y Pajom preguntó qué decían.

—Unos dicen que es preciso consultar al starshina; creen que no pueden tomar esa decisión sin su consentimiento. En cambio, otros opinan que no hay por qué hacerlo —explicó el intérprete.

VI

Los bashkires estaban en plena discusión cuando, de pronto, apareció un hombre con gorro de piel de zorro. Todos guardaron silencio y se pusieron en pie.

—Es el starshina—dijo el intérprete.

Pajom sacó el mejor vestido que traía y cinco libras de té y se las ofreció al starshina. Este aceptó los regalos y se colocó en el lugar de la presidencia. Acto seguido los bashkires empezaron a charlar con él. Tras de escucharlos largo rato, el starshina hizo un movimiento de cabeza, para que callaran; y, dirigiéndose a Pajom, pronunció en ruso las siguientes palabras:

—Puedes coger la tierra que te agrade; poseemos mucha.

“¿Cómo hacer? Será preciso cerrar un trato, porque si no, tal vez puedan decirme un día que la tierra no es mía, y me la quiten”, pensó Pajom.

—Les agradezco sus buenas palabras. Pero ustedes tienen muchas tierras y yo no necesito más que una parcela. Quisiera saber cuál será la mía, y para ello es preciso delimitarla y cerrar el trato en su debida forma. Porque nuestras vidas no dependen de nosotros, sino de Dios. Ustedes son buenas personas y me dan esa tierra; pero puede suceder que sus hijos me la quiten.

—Tienes razón —convino el starshina.

—He oído decir que les ha visitado un comerciante y que le han vendido ustedes tierras, firmando un contrato. Me gustaría hacer lo mismo —propuso Pajom.

El starshina comprendió lo que éste deseaba.

—Podemos hacerlo. Tenemos un escribiente. Iremos a la ciudad a levantar un acta de venta y poner los sellos necesarios.

—¿Cuál será el precio? —preguntó Pajom.

—Nuestro precio es único: mil rublos por jornada.

—¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas desiatinas tiene? —preguntó Pajom, sin entender.

—No sabemos hacer el cálculo. Vendemos por jornadas. El terreno que recorras en una jornada será tuyo; y su precio es de mil rublos.

—Se puede recorrer mucha tierra en un día—exclamó Pajom, sorprendido.

—Pues, toda será tuya—replicó el starshina echándose a reír—. Pero con una condición: si no vuelves el mismo día al punto de partida, perderás el dinero.

—¿Cómo vamos a marcar los lugares por donde pase? —preguntó Pajom.

—Nos colocaremos en el sitio que elijas como punto de partida y permaneceremos allí mientras des la vuelta. Además, te llevarás un azadón para hacer señales donde quieras. Colocarás jalones en los extremos; y luego trazaremos un surco, con el arado, de un jalón al otro. Puedes dar la vuelta que quieras; pero has de regresar al punto de partida antes que se ponga el sol. Todo lo que hayas abarcado será tuyo.

Pajom se alegró de oír aquello. Decidieron que emprenderían la partida al amanecer. Después de hablar un rato, bebieron kumys, comieron carnero y volvieron a tomar té. Anochecido, acomodaron a Pajom sobre unos cojines de plumón y los bashkires se dispersaron. Convinieron en que se reunirían de madrugada, para llegar al lugar señalado antes que saliera el sol.

VII

Pajom se tendió sobre los cojines de plumón; pero no pudo conciliar el sueño, pensando sin cesar en la tierra. “Recorreré una extensión muy grande. Probablemente cincuenta verstas en una jornada, ya que en esta estación el día es tan largo como la noche. Cincuenta verstas comprenden mucha tierra. Arrendaré la peor a los campesinos y cultivaré la otra con mis propias manos. Adquiriré dos yuntas de bueyes y tomaré dos mozos. Sembraré cincuenta desiatinas y dejaré el resto para pastos”, se decía.

No pegó el ojo en toda la noche. Pero antes de amanecer se quedó adormilado. Soñó que estaba acostado en la tienda de los bashkires y que oía reír a alguien desde fuera. Quiso ver quién reía de ese modo. Al salir fuera vio al starshina de los bashkires que, sujetándose la barriga con ambas manos, lanzaba estruendosas carcajadas. Pajom se acercó a él y le preguntó:

—¿De qué te ríes?

Entonces se dio cuenta de que el starshina era el negociante que había ido a su casa y le había hablado de esas tierras. Pero en cuanto le preguntó: “¿Hace mucho que estás aquí?”, vio que no era él, sino el primer mujik que venía desde más allá del Volga. Finalmente, advirtió que tampoco era éste, sino el diablo en persona, con sus cuernos y patas de macho cabrío. Se hallaba sentado, riendo a carcajadas, ante un hombre muerto que yacía descalzo y en mangas de camisa. Pajom examinó con gran atención al hombre muerto. Y entonces vio que era él mismo. Se despertó horrorizado. “¡Hay que ver las cosas que se sueñan!”, se dijo. Por la puerta abierta vio que comenzaba a clarear. “Es preciso despertar a las gentes, pues ya es hora de ponerse en camino”, pensó. Se levantó; despertó a su obrero, que dormía en el carro, le ordenó que enganchara; y se fue a despertar a los bashkires.

—Ya es hora de que vayamos a la estepa a medir la tierra —les dijo.

Los bashkires se reunieron para esperar al starshina. Cuando éste llegó, se pusieron a beber kumys y ofrecieron té a Pajom; pero éste no quiso entretenerse.

—Si hemos de ir, partamos en seguida, que ya es hora —dijo.

VIII

Los bashkires se reunieron, unos montaron a caballo, otros en carros; y partieron. Pajom y su obrero se instalaron en su propio carro, armados de un azadón. Llegaron a la estepa cuando apuntaba la aurora. Subieron a una colina, se apearon de los carros, descabalgaron y se agruparon.

El starshina se acercó a Pajom; y designándole esa región con la mano, le dijo:

—Toda la tierra que abarcas con la vista es de nuestra propiedad. Elige la parte que quieras.

Brillaron los ojos de Pajom. Toda aquella tierra era de pan llevar, llana como la palma de la mano, y negra, como la semilla de la adormidera. Los valles estaban cubiertos de hierba de diferentes clases, que llegaba hasta el pecho.

—Esta será la señal del punto de partida —exclamó el starshina quitándose el gorro y colocándolo en un lugar determinado.

—Partirás desde aquí y volverás al mismo sitio. Tuya será la tierra que abarques en tu recorrido.

Pajom sacó el dinero, lo puso sobre el gorro del starshina y luego se quitó el caftán. Conservó sólo la podiovka, se ciñó bien el cinturón, colgó de éste una bolsita con pan, y una botella con agua, se arregló las botas; y, tomando el azadón de manos del obrero, se dispuso a partir. Durante un ratito permaneció pensando la dirección que habría de tomar. Pero como la tierra era buena por doquier, creyó que daba igual, y decidió ir hacia el levante. Se colocó de cara al lugar en que debía de salir el sol y esperó a que apareciera. Se dijo que no debía perder un solo minuto. Además sería más fácil caminar con la fresca. En cuanto surgió el sol, Pajom emprendió el camino, con el azadón al hombro.

Echó a andar con un paso uniforme, ni lento ni rápido. Al recorrer una versta se detuvo, cavó un hoyito, colocó los jalones, de manera que fuesen muy visibles; y prosiguió su camino. Animado, aceleró el paso. Después de recorrer un buen trecho, cavó otro hoyo.

Luego volvió la cabeza y pudo ver perfectamente la colina, iluminada por el sol, y sobre ella a los bashkires, junto a sus carros, cuyas ruedas lanzaban destellos. Calculó que habría recorrido ya unas cinco verstas. Tuvo calor, se quitó la podiovka; y, echándosela al hombro, continuó andando. Recorrió otras cinco verstas. El calor apretaba. Al mirar al sol, Pajom vio que era la hora del almuerzo.

“Ha transcurrido ya la cuarta parte de la jornada, aún es pronto para dar la vuelta. Me voy a descalzar”, se dijo. Se sentó para quitarse las botas; las colgó del cinturón y reemprendió la marcha. Así podía caminar más ligero. “Recorreré otras cinco verstas y luego torceré hacia la izquierda. Este lugar es magnífico; da lástima abandonarlo. Cuanto más avanzo mejor me parece”, pensó. Y continuó andando, en línea recta. Al volver la cabeza, apenas si pudo divisar el cerro. Los hombres que estaban en él parecían hormigas y era imperceptible ya el brillo de las ruedas.

“He recorrido bastante por este lado, ahora debo torcer. Además, estoy sofocado y tengo sed”, se dijo Pajom. Y, deteniéndose, cavó un hoyo un poco más grande y colocó los jalones. Luego, desatando la botella que llevaba al cinto, bebió agua y se dirigió hacia la izquierda. Después de andar mucho rato, llegó a un lugar cubierto de hierba muy alta. Hacía calor.

Empezaba a sentirse cansado. Miró al sol y se dio cuenta de que era la hora de comer. “Es preciso descansar”, se dijo. Se sentó; comió un poco de pan y bebió agua; pero no se atrevió a acostarse, por temor a quedarse dormido. Al cabo de un ratito, reemprendió la marcha. Al principio caminó a buen paso. La comida le había devuelto las fuerzas. Pero el calor apretaba y tenía sueño. Sin embargo, siguió andando. Se decía que se trataba de unas horas de sufrimiento, a cambio de muchos años de buena vida.

Había recorrido mucho espacio en aquella dirección y ya se disponía a torcer hacia la izquierda, cuando de pronto vio un valle y le dio lástima abandonarlo. “Aquí se dará bien el lino”, pensó, siguiendo en línea recta. Tras de rodear el valle, cavó un hoyo y torció de nuevo formando de este modo la segunda esquina. Cuando volvió la cabeza, el cerro estaba envuelto en niebla y difícilmente pudo vislumbrar a los bashkires que habían quedado en él. Debía de estar separado de aquel lugar al menos por unas quince verstas. “Los dos lados que he recorrido son demasiado largos, tendré que acortar el tercero”, se dijo. Al emprender la nueva dirección, apretó el paso. Miró al sol; estaba declinando. Sólo había recorrido dos verstas del tercer lado, y la meta se hallaba a quince. “Aunque mi finca resulte irregular, es preciso que emprenda una línea recta, no vaya a ser que me extienda demasiado. De todas formas, con esta tierra me bastará”, se dijo. Se apresuró a cavar un hoyo; y fue derecho hacia el cerro.

IX

Sentía un gran cansancio. Estaba sofocado; tenía los pies doloridos, por haber caminado descalzo, y le flaqueaban las piernas. Le hubiera gustado descansar; pero no podía hacerlo, porque no llegaría a la meta antes de la puesta del sol. Y el sol no esperaba; seguía declinando por momentos. “¿Dios mío, no me habré equivocado? Tal vez haya abarcado una extensión demasiado grande. ¿Qué será de mí, si no llego a tiempo?” Volvió la cabeza hacia el cerro y miró de nuevo al sol. Aún faltaba mucho para llegar a la meta y el sol estaba muy cerca del horizonte.

Siguió andando aunque estaba cansadísimo; cada vez apretaba más el paso. Finalmente, al ver que todavía estaba lejos de la meta, optó por echar a correr. Arrojó la podiovka, las botas, la botella del agua y la gorra, conservando tan sólo el azadón. “¡Ay! ¡He sido demasiado ambicioso! Lo he echado a perder todo; no podré llegar antes que se ponga el sol”, pensó. Y el miedo le cortó el aliento. La ropa, empapada de sudor, se le pagó al cuerpo; se le resecó la boca. El pecho se le dilataba, semejando un fuelle de fragua; el corazón le golpeaba, como un martillo; ya no sentía sus propias piernas. Tuvo miedo. “No vaya a morirme de cansancio», se dijo. Temió caer muerto; pero no era capaz de detenerse. “Si me detengo ahora, después de lo que he recorrido, dirán que soy tonto.” Siguió corriendo y cuando ya estaba muy cerca, oyó silbar y gritar a los bashkires. Esos gritos lo enardecieron. Reunió sus últimas fuerzas, continuó su carrera, mientras el sol que descendía hacia el horizonte se volvía grande y rojo. No tardaría en desaparecer. Pero Pajom estaba muy cerca de la meta. Ya veía a los hombres que lo animaban, haciéndole gestos. Ya divisaba el gorro de piel de zorro y el dinero que había depositado encima; y ya veía al starshina, que, sentado en el suelo, se sostenía la barriga con las manos. En aquel momento recordó el sueño que había tenido. “He adquirido mucha tierra, pero no sé si Dios me permitirá vivir en ella. ¡Ay! Creo que todo está perdido, no podré llegar”, se lamentó.

Miró al sol que había llegado al horizonte; uno de sus bordes empezaba a desaparecer ya. Hizo acopio de fuerzas, y corrió tan de prisa, que apenas si le obedecían las piernas. Cuando llegaba al cerro, advirtió, de pronto, que había oscurecido. Volvió la cabeza, el sol se había ocultado ya. Pajom se horrorizó. “Todos mis esfuerzos han sido vanos”, pensó.

Estaba dispuesto a detenerse; pero vio que los bashkires lo animaban silbándole. Entonces comprendió que, aunque no viera el sol desde abajo, aún estaba visible desde el cerro. Tomó aliento y subió. Allí era aún de día. Lo primero que vio Pajom fue el gorro. Junto a éste se hallaba sentado el starshina, que reía sujetándose la barriga Pajom recordó el sueño que había tenido y fue tal su horror que le flaquearon las piernas. Cayó de bruces, alcanzando el gorro con las manos.

—¡Eres un valiente! ¡Qué cantidad de tierra abarcaste! —exclamó el starshina.

El criado acudió corriendo para levantarlo; pero Pajom sangraba por la boca: había muerto.

Los bashkires chascaron la lengua para demostrar que sentían la muerte de Pajom. El obrero cavó una fosa de tres arshines, aproximadamente la longitud del cadáver, y enterró a su amo.

(1885)

Lev Tolstói - Cuánta tierra necesita un hombre
  • Autor: Lev Tolstói
  • Título: ¿Cuánta tierra necesita un hombre?
  • Título Original: Много ли человеку земли нужно? (Mnogo li cheloveku zemli nuzhno?)
  • Publicado en: Русское богатство (Russkoe bogatstvo), Nº 4, 1886.
  • Traducción: Irene y Laura Andresco